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Authors: Edgar Allan Poe

Tags: #Relato

Cuentos completos (114 page)

Al igual que Bruto, me detuve esperando una respuesta, que, semejante a un huracán, me arrolló inmediatamente. Mr. Alientolargo presentó toda clase de protestas y excusas. No había una sola cosa con la cual no se mostrara perfectamente de acuerdo, y no dejé de sacar ventaja de cada una de sus concesiones.

Arreglados los detalles preliminares, mi interlocutor procedió a devolverme mi respiración; luego de examinarla cuidadosamente, le entregué un recibo.

Comprendo que muchos me harán reproches por referirme tan brevemente a un negocio de tanta importancia. Se dirá que bien podía haber proporcionado minuciosos detalles de la operación gracias a la cual (y es muy cierto) podría arrojar nuevas luces sobre una interesantísima rama de las ciencias naturales.

Lamento mucho no poder responder a esto. Sólo me está permitido hacer una vaga alusión. Había
circunstancias
—pero después de pensarlo bien, me parece más seguro decir lo menos posible sobre tan delicado asunto—,
circunstancias muy delicadas
, repito, que al mismo tiempo involucran a una tercera persona cuyo resentimiento no tengo el menor interés en padecer en este momento.

No tardamos mucho, después de aquella transacción, en escaparnos de las mazmorras del sepulcro. Las fuerzas unidas de nuestras resucitadas voces fueron muy pronto oídas desde afuera. Tijeras, el director de un periódico centralista, aprovechó para publicar de nuevo su tratado sobre «la naturaleza y origen de los sonidos subterráneos». Una réplica-refutación-respuesta-justificación no tardó en aparecer en las columnas de un diario democrático. Abriéronse las puertas de la bóveda para liquidar la controversia, y la aparición de Mr. Alientolargo y mía probó a ambas partes que estaban igualmente equivocadas.

No puedo determinar estos detalles sobre algunos pasajes singulares de una vida bastante memorable, sin llamar otra vez la atención del lector acerca de los méritos de esa filosofía sin distinciones que sirve de seguro escudo contra los dardos de la calamidad que no alcanzan a verse, sentirse ni comprenderse. Está en el espíritu de esta sabiduría la creencia, entre los antiguos hebreos, de que las puertas del cielo se abrirían inevitablemente para aquel pecador o santo que, con buenos pulmones y lleno de confianza, vociferaba la palabra «¡Amén!». Y se halla también dentro del espíritu de esa sabiduría el que, durante la gran plaga que asolaba Atenas, y luego que se agotaron todos los medios para alejarla, Epiménides —como relata Laercio en su segundo libro sobre el filósofo— aconsejara la erección de un santuario y un templo «al Dios apropiado».

El duque de l’Omelette

Y pasó al punto a un clima más fresco.

(Cowper)

Keats sucumbió a una crítica. ¿Quién murió de una
Andrómaca
?
[115]
. ¡Almas innobles! El duque de l’Omelette pereció de un verderón.
L’historie en est brève
. ¡Ayúdame, espíritu de Apicio!

Una jaula de oro llevó al pequeño vagabundo alado, enamorado, derretido, indolente, desde su hogar en el lejano Perú a la Chaussée d’Antin; de su regia dueña, La Bellísima, al duque de l’Omelette; y seis pares del reino transportaron el dichoso pájaro.

Aquella noche el duque debía cenar a solas. En la intimidad de su despacho reclinábase lánguidamente sobre aquella otomana por la cual había sacrificado su Lealtad al pujar más que su rey en la subasta… la famosa otomana de Cadêt.

El duque hunde el rostro en la almohada. ¡Suena el reloj! Incapaz de contener sus sentimientos, su Gracia come una aceituna. En ese instante ábrese la puerta a los dulces sones de una música y, ¡oh maravilla!, el más delicado de los pájaros aparece ante el más enamorado de los hombres. Pero, ¿qué inexpresable espanto se difunde en las facciones del duque?
«Horreur! -chien! -Baptiste! -l’oiseau! ah, bon Dieu! cet oiseau modeste que tu as deshabillé de ses plumes, et que tu as servi sans papier!»
. Seria superfluo agregar nada: el duque expira en un paroxismo de asco.

—¡Ja, ja, ja! —dijo su Gracia, tres días después de su fallecimiento.

—¡Je, je, je! —repuso suavemente el diablo, enderezándose con un aire de
hauteur
.

—Vamos, supongo que esto no es en serio —observó de l’Omelette—. He pecado,
c’est vrai
, pero, querido señor… ¡supongo que no tendrá la intención de llevar a la práctica tan bárbaras amenazas!

—¿Tan
qué
? —dijo su Majestad—. ¡Vamos, señor, desnúdese!

—¿Desnudarme? ¡Muy bonito en verdad! ¡No, señor, no me desnudaré! ¿Quién es usted para que yo, duque de l’Omelette, príncipe de Foie-Gras, apenas mayor de edad, autor de la
Mazurquiada
y miembro de la Academia, tenga que quitarme obedientemente los mejores pantalones jamás cortados por Bourdon, la más bonita
robe de chambre
salida de manos de Rombêrt, por no decir nada de los
papillotes y
para no mencionar la molestia que me representaría quitarme los guantes?

—¿Que quién soy? ¡Ah, es verdad! Soy Baal-Zebub, príncipe de la Mosca. Acabo de sacarte de un ataúd de palo de rosa incrustado de marfil. Estabas extrañamente perfumado y tenías una etiqueta como si te hubieran facturado. Te mandaba Belial, mi inspector de cementerios. En cuanto a esos pantalones que dices cortados por Bourdon, son un excelente par de calzoncillos de lino, y tu
robe de chambre
es una mortaja de no pequeñas dimensiones.

—¡Caballero —replicó el duque—, no me dejo insultar impunemente! ¡Aprovecharé la primera oportunidad para vengarme de esta afrenta! ¡Oirá usted hablar de mí! ¡Entretanto…
au revoir
!

Y el duque se inclinaba, antes de apartarse de la satánica presencia, cuando se vio interrumpido y devuelto a su sitio por un guardián. En vista de ello, su Gracia se frotó los ojos, bostezó, encogiose de hombros y reflexionó. Luego de quedar satisfecho sobre su identidad, echó una mirada a vuelo de pájaro sobre los alrededores.

El aposento era soberbio a un punto tal, que de l’Omelette lo declaró
bien comme il faut
. No tanto por su largo o su ancho, sino por su altura… ¡ah, qué espantosa altura! No había techo… ciertamente no lo había… Solamente una densa masa atorbellinada de nubes de color de fuego. Su Gracia sintió que la cabeza le daba vueltas al mirar hacia arriba. Desde lo alto colgaba una cadena de un metal desconocido de color rojo sangre; su extremidad superior se perdía, como la ciudad de Boston,
parmi les nuages
. En su extremo inferior se balanceaba un enorme fanal. El duque comprendió que se trataba de un rubí; pero de ese rubí emanaba una luz tan intensa, tan fija, como jamás fue adorada en Persia, o imaginada por Gheber, o soñada por un musulmán cuando, intoxicado de opio, cae tambaleándose en un lecho de amapolas, la espalda contra las flores y el rostro vuelto al dios Apolo. El duque murmuró un suave juramento, decididamente aprobatorio.

Los ángulos del aposento se curvaban formando nichos. Tres de ellos aparecían ocupados por estatuas de proporciones gigantescas. Su hermosura era griega, su deformación egipcia, su
tout ensemble
francés. En el cuarto nicho, la estatua aparecía velada y no era colosal. Veíase empero un tobillo ahusado, un pie con sandalia. De l’Omelette llevó su mano al corazón, cerró los ojos, volvió a abrirlos y sorprendió a su satánica majestad… cuando se sonrojaba.

¡Pero aquellas pinturas! ¡Kupris! ¡Astarté! ¡Astoreth! ¡Mil y la misma! ¡Y Rafael las ha contemplado! Sí, Rafael estuvo aquí: ¿acaso no pintó la…? ¿Y no se condenó a causa de ello? ¡Las pinturas, las pinturas! ¡Oh lujo, oh amor! ¿Quién, contemplando aquellas bellezas prohibidas, tendría ojos para las exquisitas obras que, en sus marcos de oro, salpican como estrellas las paredes de jacinto y de pórfido?

Empero, el corazón del duque desfallece. No se siente, como lo suponéis, marcado por la magnificencia, ni embriagado por el intenso perfume de los innumerables incensarios.
C’est vrai que de toutes ces choses il a pensé beaucoup-mais
! El duque de l’Omelette está aterrado. ¡A través de la cárdena visión que le ofrece la sola ventana sin cortinas se divisa el más espantoso de los fuegos!

Le pauvre Duc
! No podía impedirse imaginar que las admirables, las voluptuosas, las inmortales melodías que invadían aquel salón, a medida que pasaban filtrándose y trasmutándose por la alquimia de las encantadas ventanas, eran los gemidos y los alaridos de los condenados sin esperanza. ¡Y allí, allí, sobre la otomana! ¿Quién está ahí? ¡Es él, el
petit-maître
… no, la Deidad… sentado como si estuviera esculpido en mármol,
et qui sourit
, con su pálido rostro,
si amèrement
!

Mais il faut agir
… vale decir que un francés no se desmaya nunca de golpe. Además, a su Gracia le repugna una escena… De l’Omelette ha recobrado todo su dominio. Ha visto unos floretes sobre la mesa y unas dagas. El duque ha estudiado con B…;
il avait tué ses six hommes
. Por lo tanto,
il peut s’échapper
. Mide dos armas y, con inimitable gracia, ofrece la elección a su Majestad.
Horreur
! ¡Su Majestad no sabe esgrima!

Mais il joue
! ¡Feliz idea! Su Gracia tuvo siempre una excelente memoria. Alguna vez hojeó
Le Diable
, del abate Gualtier. Allí se dice que
le Diable n’ose pas refuser un jeu d’écarté
.

¡Pero las probabilidades… las probabilidades! Remotísimas, desesperadas, es verdad; empero, apenas más desesperadas que el duque mismo. Además, ¿no está en el secreto? ¿No ha leído al Père Le Brun? ¿No era miembro del Club Vingt-et-un?
Si je perds
—dice—
je serai deux fois perdu
… quedaré dos veces condenado…
voilà tout
! (Y aquí su Gracia se encogió de hombros).
Si je gagne, je reviendrai à mes ortolons… que les cartes soient préparées
!

Su Gracia era todo cuidado, todo atención; su Majestad, todo confianza. Un espectador hubiera pensado en Francisco y en Carlos. Su Gracia pensaba en su juego. Su Majestad no pensaba: barajaba. El duque cortó.

Distribuyéronse las cartas. Diose vuelta la primera. ¡El rey! ¡Pero no… era la reina! Su Majestad maldijo sus vestimentas masculinas. De l’Omelette se llevó la mano al corazón.

Jugaron. El duque contaba. Había terminado la mano. Su Majestad contaba lentamente, sonriendo, bebiendo vino. El duque escamoteó una carta.

—C’est à vous de faire
—dijo su Majestad, cortando. Su Gracia se inclinó, barajó las cartas y levantose
en presentant le Roi
.

Su Majestad pareció apesadumbrado.

Si Alejandro no hubiese sido Alejandro, hubiera querido ser Diógenes, y el duque aseguró a su antagonista, mientras se despedía de él,
que s’il n’eût été de l’Omelette il n’aurait point d’objection d’être le Diable
.

Cuatro bestias en una

El hombre-camaleopardo

Chacun a ses vertus.

(Crebillon, Jerjes)

Por lo general, se considera a Antíoco Epifanes como el Gog del profeta Ezequiel. Cabe sin embargo atribuir con más propiedad este honor a Cambises, hijo de Ciro. De todos modos, el carácter del monarca sirio no necesita ningún embellecimiento suplementario. Su acceso al trono, o más bien su usurpación de la soberanía, en el año ciento setenta y uno antes de Cristo; su tentativa de saquear el templo de Diana, en Éfeso; su implacable hostilidad hacia los judíos; su profanación del santo de los santos, y su miserable muerte en Taba, después de un tumultuoso reinado de once años, constituyen circunstancias prominentes y, por tanto, mucho más tenidas en cuenta por los historiadores de su tiempo que las impías, cobardes, crueles, estúpidas y extravagantes acciones que forman la suma total de su vida privada y su reputación.

Supongamos, amable lector, que estamos en el año del mundo tres mil ochocientos treinta, e imaginémonos por un momento en la más grotesca de las moradas humanas, en la notable ciudad de Antioquía. Por cierto que en Siria y otros países había un total de dieciséis ciudades de este nombre, aparte de aquella a que aludo particularmente. Pero
la nuestra
es la que recibió el nombre de Antioquia Epidafne a causa de su vecindad con el pueblo de Dafne, donde se alzaba un templo a dicha divinidad. Fue construida (aunque la cuestión está muy controvertida) por Seleuco Nicanor, primer rey del país después de Alejandro Magno, en memoria de su padre, Antíoco, y no tardó en convertirse en capital de los monarcas sirios. En los florecientes tiempos del imperio romano, Antioquía era la residencia habitual del prefecto de las provincias orientales, y muchos emperadores de la ciudad reina (entre los cuales cabe mencionar especialmente a Veras y a Valente) pasaron aquí la mayor parte de su tiempo. Pero advierto que estamos ya en la ciudad. Subamos a esa muralla, a fin de contemplar Antioquia y las comarcas circundantes.

—¿Qué río es ése, tan ancho y rápido, que se abre camino entre innumerables saltos, a través de la confusa multitud de las montañas, y de la multitud no menos confusa de los edificios?

—Es el Orontes. Sus aguas son las únicas visibles, fuera de las del Mediterráneo, que se tiende como un ancho espejo a unas doce millas al sur. Todo el mundo ha visto el Mediterráneo, pero permítame decirle que muy pocos han podido tener un atisbo de Antioquía. Cuando digo pocos, aludo a personas como usted y como yo, que poseen al mismo tiempo las ventajas de una educación moderna. Deje, pues, de contemplar el mar y conceda toda su atención a la masa de edificios que se tiende por debajo de nosotros. Recordará que estamos en el año del mundo tres mil ochocientos treinta. Si fuera más tarde —si, por ejemplo, estuviéramos en el año de Nuestro Señor mil ochocientos cuarenta y cinco—, nos veríamos privados de tan extraordinario espectáculo. En el siglo diecinueve Antioquia es —o, mejor dicho,
será
— un lamentable montón de ruinas. Para ese entonces habrá quedado destruida, en tres ocasiones diferentes, por tres terremotos sucesivos, Y a decir verdad, lo poco que quede de ella estará en un estado tan ruinoso y desolado que el patriarca habrá trasladado su residencia a Damasco. ¡Ah, muy bien! Veo que aprovecha usted mi consejo y se dedica a inspeccionar los lugares,

satisfaciendo sus ojos

con los recuerdos y los monumentos famosos

que tanto renombre dan a esta ciudad.

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