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Authors: Horacio Quiroga

Tags: #Clásico, Cuento, Drama, Fantástico, Romántico, Terror

Cuentos de amor de locura y de muerte (16 page)

—Es una obsesión —prosiguió Ayestarain—, una sencilla obsesión a cuarenta y un grados. La enferma tiene constantemente fijos los ojos en la puerta, pero no llama a nadie. Su estado nervioso se resiente de esa muda ansiedad que la está matando, y desde ayer hemos pensado con mis colegas en calmar eso… No puede seguir así. ¿Y sabe usted —concluyó— a quién nombra cuando el sopor la aplasta?

—No sé… —le respondí, sintiendo que mi corazón cambiaba bruscamente de ritmo.

—A usted —me dijo, pidiéndome fuego.

Quedamos, bien se comprende, un rato mudos.

—¿No entiende todavía? —dijo al fin.

—Ni una palabra… —murmuré aturdido, tan aturdido como puede estarlo un adolescente que a la salida del teatro ve a la primera gran actriz que desde la penumbra del coche mantiene abierta hacia él la portezuela… Pero yo tenía ya casi treinta años, y pregunté al médico qué explicación se podía dar de eso.

—¿Explicación? Ninguna. Ni la más mínima. ¿Qué quiere usted que se sepa de eso? Ah, bueno… Si quiere una a toda costa, supóngase que en una tierra hay un millón, dos millones de semillas distintas, como en cualquier parte. Viene un terremoto, remueve como un demonio todo eso, tritura el resto, y brota una semilla, una cualquiera, de arriba o del fondo, lo mismo da. Una planta magnífica… ¿Le basta eso? No podría decirle una palabra más. ¿Por qué usted, precisamente, que apenas la conoce, y a quien la enferma no conoce tampoco más, ha sido en su cerebro delirante la semilla privilegiada? ¿Qué quiere que se sepa de esto?

—Sin duda… —repuse a su mirada siempre interrogante, sintiéndome al mismo tiempo bastante enfriado al verme convertido en sujeto gratuito de divagación cerebral, primero, y en agente terapéutico, después.

En ese momento entró Luis María.

—Mamá lo llama —dijo al médico. Y volviéndose a mí, con una sonrisa forzada:

—¿Lo enteró Ayestarain de lo que pasa?… Sería cosa de volverse loco con otra persona…

Esto de
otra persona
merece una explicación. Los Funes, y en particular la familia de que comenzaba yo a formar tan ridícula parte, tienen un fuerte orgullo; por motivos de abolengo, supongo, y por su fortuna, que me parece lo más probable. Siendo así, se daban por pasablemente satisfechos de que las fantasías amorosas del hermoso retoño se hubieran detenido en mí, Carlos Durán, ingeniero, en vez de mariposear sobre un sujeto cualquiera de insuficiente posición social. Así, pues, agradecí en mi fuero interno el distingo de que me hacía honor el joven patricio.

—Es extraordinario… —recomenzó Luis María, haciendo correr con disgusto los fósforos sobre la mesa.

Y un momento después, con una nueva sonrisa forzada:

—¿No tendría inconveniente en acompañarnos un rato? ¿Ya sabe, no? Creo que vuelve Ayestarain…

En efecto, éste entraba.

—Empieza otra vez… —Sacudió la cabeza, mirando únicamente a Luis María. Luis María se dirigió entonces a mí con la tercera sonrisa forzada de esa noche:

—¿Quiere que vayamos?

—Con mucho gusto —le dije. Y fuimos.

Entró el médico sin hacer ruido, entró Luis María, y por fin entré yo, todos con cierto intervalo. Lo que primero me chocó, aunque debía haberlo esperado, fue la penumbra del dormitorio. La madre y la hermana de pie me miraron fijamente, respondiendo con una corta inclinación de cabeza a la mía, pues creí no deber pasar de allí. Ambas me parecieron mucho más altas. Miré la cama, y vi, bajo la bolsa de hielo, dos ojos abiertos vueltos a mí. Miré al médico, titubeando, pero éste me hizo una imperceptible seña con los ojos, y me acerqué a la cama.

Yo tengo alguna idea, como todo hombre, de lo que son dos ojos que nos aman cuando uno se va acercando despacio a ellos. Pero la luz de aquellos ojos, la felicidad en que se iban anegando mientras me acercaba, el mareado relampagueo de dicha —hasta el estrabismo— cuando me incliné sobre ellos, jamás en un amor normal a treinta y siete grados los volveré a hallar.

La enferma balbuceó algunas palabras, pero con tanta dificultad de sus labios resecos, que nada oí. Creo que me sonreí como un estúpido (¡qué iba a hacer, quiero que me digan!), y ella tendió entonces su brazo hacia mí. Su intención era tan inequívoca que le tomé la mano.

—Siéntese ahí —murmuró.

Luis María corrió el sillón hacia la cama y me senté.

Véase ahora si ha sido dado a persona alguna una situación más extraña y disparatada:

Yo, en primer término, puesto que era el héroe, teniendo en la mía una mano ardiendo en fiebre y en un amor totalmente equivocado. En el lado opuesto, de pie, el médico. A los pies de la cama, sentado, Luis María. Apoyadas en el respaldo, en el fondo, la mamá y la hermana. Y todos sin hablar, mirándonos a la enferma y a mí con el ceño fruncido.

¿Qué iba a hacer yo? ¿Qué iba a decir? Preciso es que piensen un momento en esto. La enferma, por su parte, arrancaba a veces sus ojos de los míos y recorría con dura inquietud los rostros presentes uno tras otro, sin reconocerlos, para dejar caer otra vez su mirada sobre mí, confiada en profunda felicidad.

¿Qué tiempo estuvimos así? No sé; acaso media hora, acaso mucho más. Un momento intenté retirar la mano, pero la enferma la oprimió más entre la suya.

—Todavía no… —murmuró, tratando de hallar más cómoda postura a su cabeza. Todos acudieron, se estiraron las sábanas, se renovó el hielo, y otra vez los ojos se fijaron en inmóvil dicha. Pero de vez en cuando tornaban a apartarse inquietos y recorrían las caras desconocidas. Dos o tres veces miré exclusivamente al médico; pero éste bajó las pestañas, indicándome que esperara. Y tuvo razón al fin, porque de pronto, bruscamente, como un derrumbe de sueño, la enferma cerró los ojos y se durmió.

Salimos todos, menos la hermana, que ocupó mi lugar en el sillón. No era fácil decir algo —yo al menos. La madre, por fin, se dirigió a mí con una triste y seca sonrisa:

—Qué cosa más horrible, ¿no? ¡Da pena!

¡Horrible, horrible! No era la enfermedad, sino la situación lo que les parecía horrible. Estaba visto que todas las galanterías iban a ser para mí en aquella casa. Primero el hermanito, luego la madre… Ayestarain, que nos había dejado un instante, salió muy satisfecho del estado de la enferma; descansaba con una placidez desconocida aún. La madre miró a otro lado, y yo miré al médico. Podía irme, claro que sí, y me despedí.

He dormido mal, lleno de sueños que nada tienen que ver con mi habitual vida. Y la culpa de ello está en la familia Funes, con Luis María, madre, hermanas y parientes colaterales. Porque si se concreta bien la situación, ella da lo siguiente:

Hay una joven de diecinueve años, muy bella sin duda alguna, que apenas me conoce y a quien yo le soy profunda y totalmente indiferente. Esto en cuanto a María Elvira. Hay, por otro lado, un sujeto joven también —ingeniero, si se quiere— que no recuerda haber pensado dos veces seguidas en la joven en cuestión. Todo esto es razonable, inteligible y normal.

Pero he aquí que la joven hermosa se enferma, de meningitis o cosa por el estilo, y en el delirio de la fiebre, única y exclusivamente en el delirio, se siente abrasada de amor. ¿Por un primo, un hermano de sus amigos, un joven mundano que ella conoce bien? No señor; por mí.

¿Es esto bastante idiota? Tomo, pues, una determinación que haré conocer al primero de esa bendita casa que llegue hasta mi puerta.

¡Sí, es claro! Como lo esperaba. Ayestarain estuvo este mediodía a verme. No pude menos que preguntarle por la enferma, y su meningitis.

—¿Meningitis? —me dijo—. ¡Sabe Dios lo que es! Al principio parecía eso, y anoche también… Hoy ya no tenemos idea de lo que será.

—Peor en fin —objeté—, siempre una enfermedad cerebral…

—Y medular, claro está… Con unas lesioncillas quién sabe dónde… ¿usted entiende algo de medicina?

—Muy vagamente…

—Bueno; hay una fiebre remitente, que no sabemos de dónde sale… Era un caso para marchar a todo escape a la muerte… Ahora hay remisiones, tac-tac-tac, justas como un reloj…

—Pero el delirio —insistí—, ¿existe siempre?

—¡Ya lo creo! Hay de todo allí… Y a propósito, esta noche lo esperamos.

Ahora me había llegado el turno de hacer medicina a mi modo. Le dije que mi propia sustancia había cumplido ya su papel curativo la noche anterior, y que no pensaba ir más.

Ayestarain me miró fijamente:

—¿Por qué? ¿Qué le pasa?

—Nada, sino que no creo sinceramente ser necesario allá… Dígame: ¿usted tiene idea de lo que es estar en una posición humillantemente ridícula; sí o no?

—No se trata de eso…

—Sí, se trata de eso, de desempeñar un papel estúpido… ¡Curioso que no comprenda!

—Comprendo de sobra… Pero me parece algo así como…, no se ofenda, cuestión de amor propio.

—¡Muy lindo! —salté—. ¡Amor propio! ¡Y no se les ocurre otra cosa! ¡Les parece cuestión de amor propio ir a sentarse como un idiota para que me tomen la mano la noche entera ante toda la parentela con el ceño fruncido! Si a ustedes les parece una simple cuestión de amor propio, arréglense entre ustedes. Yo tengo otras cosas que hacer.

Ayestarain comprendió, al parecer, la parte de verdad que había en lo anterior, porque no insistió y hasta que se fue no volvimos a hablar del asunto.

Todo esto está bien. Lo que no lo está tanto es que hace diez minutos acabo de recibir una esquela del médico, así concebida:

Amigo Durán:

Con todo su bagaje de rencores, nos es usted indispensable esta noche. Supóngase una vez más que usted hace de cloral, veronal, el hipnótico que menos le irrite los nervios, y véngase.

Dije un momento antes que lo malo era la precedente carta. Y tengo razón, porque desde esta mañana no esperaba sino esta carta…

Durante siete noches consecutivas —de once a una de la mañana, momento en que me remitía la fiebre, y con ella el delirio— he permanecido al lado de María Elvira Funes, tan cerca como pueden estarlo dos amantes. Me ha tendido a veces su mano como la primera noche, y otras se ha preocupado de deletrear mi nombre, mirándome. Sé a ciencia cierta, pues, que me ama profundamente en ese estado, no ignorando tampoco que en sus momentos de lucidez no tiene la menor preocupación por mi existencia, presente o futura. Esto crea así un caso de psicología singular de que un novelista podría sacar algún partido. Por lo que a mí se refiere, sé decir que esta doble vida sentimental me ha tocado fuertemente el corazón. El caso es éste: María Elvira, si es que acaso no le he dicho, tiene los ojos más admirables del mundo. Está bien que la primera noche yo no viera en su mirada sino el reflejo de mi propia ridiculez de remedio inocuo. La segunda noche sentí menos mi insuficiencia real. La tercera vez no me costó esfuerzo alguno sentirme el ente dichoso que simulaba ser, y desde entonces vivo y sueño ese amor con que la fiebre enlaza su cabeza a la mía.

¿Qué hacer? Bien sé que todo esto es transitorio, que de día ella no sabe quién soy, y que yo mismo acaso no la ame cuando la vea de pie. Pero los sueños de amor, aunque sean de dos horas y a cuarenta grados, se pagan en el día, y mucho me temo que si hay una persona en el mundo a la cual esté expuesto a amar a plena luz, ella no sea mi vano amor nocturno… Amo, pues, una sombra, y pienso con angustia en el día que Ayestarain considere a su enferma fuera de peligro, y no precise más de mí.

Crueldad esta que apreciarán en toda su cálida simpatía los hombres que están enamorados —de una sombra o no.

Ayestarain acaba de salir. Me ha dicho que la enferma sigue mejor, y que mucho se equivoca, o me veré uno de estos días libre de la presencia de María Elvira.

—Sí, compañero —me dice—. Libre de veladas ridículas, de amores cerebrales y ceños fruncidos… ¿Se acuerda?

Mi cara no debe expresar suprema alegría, porque el taimado galeno se echa a reír y agrega:

—Le vamos a dar en cambio una compensación… Los Funes han vivido estos quince días con la cabeza en el aire, y no extrañe pues si han olvidado muchas cosas, sobre todo en lo que a usted se refiere… Por lo pronto, hoy cenamos allá. Sin su bienaventurada persona, dicho sea de paso, y el amor de marras, no sé en qué hubiera acabado aquello… ¿Qué dice usted?

—Digo —le he respondido—, que casi estoy tentado de declinar el honor que me hacen los Funes, admitiéndome a su mesa…

Ayestarain se echó a reír.

—¡No embrome!… Le repito que no sabía dónde tenían la cabeza…

—Pero para opio, y morfina, y calmante de mademoiselle, sí, ¿eh? ¡Para eso no se olvidaban de mí!

Mi hombre se puso serio y me miró detenidamente.

—¿Sabe lo que pienso, compañero?

—Diga.

—Que usted es el individuo más feliz de la tierra.

—¿Yo, feliz?…

—O más suertudo. ¿Entiende ahora?

Y quedó mirándome.

¡Hum! —me dije a mí mismo—: O yo soy un idiota, que es lo más posible, o este galeno merece que lo abrace hasta romperle el termómetro en el bolsillo. El maligno tipo sabe más de lo que parece, y acaso, acaso… Pero vuelvo a lo de idiota, que es lo más seguro.

—¿Feliz?… —repetí sin embargo—. ¿Por el amor estrafalario que usted ha inventado con su meningitis?

Ayestarain tornó a mirarme fijamente, pero esta vez creí notar un vago, vaguísimo dejo de amargura.

—Y aunque no fuera más que eso, grandísimo zonzo… —ha murmurado, cogiéndome del brazo para salir.

En el camino —hemos ido al Águila, a tomar el vermut— me ha explicado bien claro tres cosas.

1°: que mi presencia al lado de la enferma era absolutamente necesaria, dado el estado de profunda excitación-depresión, todo en uno, de su delirio. 2°: que los Funes lo habían comprendido así, ni más ni menos, a despecho de lo raro, subrepticio e inconveniente que pudiera parecer la aventura, constándoles, está claro, lo artificial de todo aquel amor. 3°: que los Funes han confiado sencillamente en mi educación, para que me dé cuenta —sumamente clara— del sentido terapéutico que ha tenido mi presencia ante la enferma, y la de la enferma ante mí.

—Sobre todo lo último, ¿eh? —he agregado a guisa de comentario. El objeto de toda esta charla es éste: que no vaya yo jamás a creer que María Elvira siente la menor inclinación real hacia mí. ¿Es eso?

—¡Claro! —Se ha encogido de hombros el médico—. Póngase usted en el lugar de ellos…

Y tiene razón el bendito hombre. Porque a la sola probabilidad de que ella…

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