Read Cuentos de amor de locura y de muerte Online
Authors: Horacio Quiroga
Tags: #Clásico, Cuento, Drama, Fantástico, Romántico, Terror
¿Es esto razonable? No, no lo es. Y por eso tengo desde hace un mes una buena laringitis, a fuerza de ahumarme la garganta.
Anoche, sin embargo, hemos tenido un momento de tregua. Era miércoles. Ayestarain conversaba conmigo, y una breve mirada de María Elvira, lanzada hacia nosotros por sobre los hombros del cuádruple flirt que la rodeaba, puso su espléndida figura en nuestra conversación. Hablamos de ella y, fugazmente, de la vieja historia. Un rato después María Elvira se detenía ante nosotros.
—¿De qué hablan?
—De muchas cosas; de usted en primer término —respondió el médico.
—Ah, ya me parecía… —y recogiendo hacia ella un silloncito romano, se sentó cruzada de piernas, con la cara sostenida en la mano—. Sigan; ya escucho.
—Contaba a Durán —dijo Ayestarain— que casos como el que le ha pasado a usted en su enfermedad son raros, pero hay algunos. Un autor inglés, no recuerdo cuál, cita uno. Solamente que es más feliz que el suyo.
—¿Más feliz? ¿Y por qué?
—Porque en aquél no hay fiebre, y ambos se aman en sueños. En cambio, en este caso, usted era únicamente quien amaba…
¿Dije ya que la actitud de Ayestarain me había parecido siempre un tanto tortuosa respecto de mí? Si no lo dije, tuve en aquel momento un fulminante deseo de hacérselo sentir, no solamente con la mirada. Algo no obstante de ese anhelo debió percibir en mis ojos, porque se levantó riendo:
—Los dejo para que hagan las paces.
—¡Maldito bicho! —murmuré cuando se alejó.
—¿Por qué? ¿Qué le ha hecho?
—Dígame, María Elvira —exclamé—. ¿Le ha hecho el amor a usted alguna vez?
—¿Quién, Ayestarain?
—Sí, él.
Me miró titubeando al principio. Luego, plenamente en los ojos, seria:
—Sí —me contestó.
—¡Ah, ya me lo esperaba…! Por lo menos ése tiene suerte… —murmuré, ya amargado del todo.
—¿Por qué? —me preguntó.
Sin responderle, me encogí violentamente de hombros y miré a otro lado. Ella siguió mi vista. Pasó un momento.
—¿Por qué? —insistió, con esa obstinación pesada y distraída de las mujeres cuando comienzan a hallarse perfectamente a gusto con un hombre. Estaba ahora, y estuvo durante los breves momentos que siguieron, de pie, con la rodilla sobre el silloncito. Mordía un papel —jamás supe de dónde pudo salir— y me miraba, subiendo y bajando imperceptiblemente las cejas.
—¿Por qué? —repuse al fin—. Porque él tiene por lo menos la suerte de no haber servido de títere ridículo al lado de una cama, y puede hablar seriamente, sin ver subir y bajar las cejas como si no se entendiera lo que digo… ¿Comprende ahora?
María Elvira me miró unos instantes pensativa, y luego movió negativamente la cabeza, con su papel en los labios.
—¿Es cierto o no? —insistí, pero ya con el corazón a loco escape.
Ella tornó a sacudir la cabeza:
—No, no es cierto…
—¡María Elvira! —llamó Angélica de lejos.
Todos saben que la voz de los hermanos suele ser de lo más inoportuna. Pero jamás una voz fraternal ha caído en un diluvio de hielo y pez fría tan fuera de propósito como aquella vez.
María Elvira tiró el papel y bajó la rodilla.
—Me voy —me dijo riendo, con la risa que ya le conocía cuando afrontaba un flirt.
—¡Un solo momento! —le dije.
—¡Ni uno más! —me respondió alejándose ya y negando con la mano.
¿Qué me quedaba por hacer? Nada, a no ser tragar el papelito húmedo, hundir la boca en el hueco que había dejado su rodilla, y estrellar el sillón contra la pared. Y estrellarme enseguida yo mismo contra un espejo, por imbécil. La inmensa rabia de mí mismo me hacía sufrir, sobre todo. ¡Intuiciones viriles! ¡Psicologías de hombre corrido! ¡Y la primera coqueta cuya rodilla queda marcada allí, se burla de todo eso con una frescura sin par!
No puedo más. La quiero como un loco, y no sé —lo que es más amargo aún— si ella me quiere realmente o no. Además, sueño, sueño demasiado, y cosas por el estilo: Íbamos del brazo por un salón, ella toda de blanco, y yo como un bulto negro a su lado. No había más que personas de edad en el salón, y todas sentadas, mirándonos pasar. Era, sin embargo, un salón de baile. Y decían de nosotros:
La meningitis y su sombra
. Me desperté, y volví a soñar; el tal salón de baile estaba frecuentado por los muertos diarios de una epidemia. El traje blanco de María Elvira era un sudario, y yo era la misma sombra de antes, pero tenía ahora por cabeza un termómetro. Éramos siempre
La meningitis y su sombra
.
¿Qué puedo hacer con sueños de esta naturaleza? No puedo más. Me voy a Europa, a Norteamérica, a cualquier parte donde pueda olvidarla.
¿A qué quedarme? ¿A recomenzar la historia de siempre, quemándome solo, como un payaso, o a desencontrarnos cada vez que nos sentimos juntos? ¡Ah, no! Concluyamos con esto. No sé el bien que les podrá hacer a mis planos de máquinas esta ausencia sentimental (¡y sí, sentimental!, ¡aunque no quiera!); pero quedarme sería ridículo, y estúpido, y no hay para qué divertir más a las María Elvira.
Podría escribir aquí cosas pasablemente distintas de las que acabo de anotar, pero prefiero contar simplemente lo que pasó el último día que vi a María Elvira.
Por bravata, o desafío a mí mismo, o quién sabe por qué mortuoria esperanza de suicida, fui la tarde anterior de mi salida a despedirme de los Funes. Ya hacía diez días que tenía mis pasajes en el bolsillo —por donde se verá cuánto desconfiaba de mí mismo.
María Elvira estaba indispuesta —asunto de garganta o jaqueca— pero visible. Pasé un momento a la antesala a saludarla. La hallé hojeando músicas, desganada. Al verme se sorprendió un poco, aunque tuvo tiempo de echar una rápida ojeada al espejo. Tenía el rostro abatido, los labios pálidos, y los ojos hundidos de ojeras. Pero era ella siempre, más hermosa aún para mí porque la perdía.
Le dije sencillamente que me iba, y le deseaba mucha felicidad.
Al principio no me comprendió.
—¿Se va? ¿Y adónde?
—A Norteamérica… Acabo de decírselo.
—¡Ah! —murmuró, marcando bien claramente la contracción de los labios. Pero enseguida me miró inquieta—. ¿Está enfermo?
—¡Pst…! No precisamente… No estoy bien.
—¡Ah! —murmuró de nuevo. Y miró hacia afuera a través de los vidrios abriendo bien los ojos, como cuando uno pierde el pensamiento.
Por lo demás, llovía en la calle y la antesala no estaba clara.
Se volvió a mí.
—¿Por qué se va? —me preguntó.
—¡Hum! —me sonreí—. Sería muy largo, infinitamente largo de contar… En fin, me voy.
María Elvira fijó aún los ojos en mí, y su expresión preocupada y atenta se tornó sombría. Concluyamos, me dije. Y adelantándome:
—Bueno, María Elvira…
Me tendió lentamente la mano, una mano fría y húmeda de jaqueca.
—Antes de irse —me dijo— ¿no me quiere decir por qué se va?
Su voz había bajado un tono. El corazón me latió locamente, pero como en un relámpago la vi ante mí, como aquella noche, alejándose riendo y negando con la mano: «no, ya estoy satisfecha…» ¡Ah, no, yo también! ¡Con aquello tenía bastante!
—¡Me voy —le dije bien claro—, porque estoy hasta aquí de dolor, ridiculez y vergüenza de mí mismo! ¿Está contenta ahora?
Tenía aún su mano en la mía. La retiró, se volvió lentamente, quitó la música del atril para colocarla sobre el piano, todo con pausa y mesura, y me miró de nuevo, con esforzada y dolorosa sonrisa:
—¿Y si yo… le pidiera que no se fuera?
—¡Pero por Dios bendito! —exclamé—. ¡No se da cuenta de que me está matando con estas cosas! ¡Estoy harto de sufrir y echarme en cara mi infelicidad! ¿Qué ganamos, que gana usted con estas cosas? ¡No, basta ya! ¿Sabe usted —agregué adelantándome— lo que usted me dijo aquella última noche de su enfermedad? ¿Quiere que se lo diga? ¿Quiere?
Quedó inmóvil, toda ojos.
—Sí, dígame…
—¡Bueno! Usted me dijo, y maldita sea la noche en que lo oí, usted me dijo bien claro esto:
Y-cuán-do-no-ten-ga-más-de-li-rio, ¿me-que-rrás-to-da-ví-a?
Usted tenía delirio aún, ya lo sé… ¿Pero qué quiere que haga yo ahora? ¿Quedarme aquí, a su lado, desangrándome vivo con su modo de ser, porque la quiero como un idiota…? Esto es bien claro también ¿eh? ¡Ah! ¡Le aseguro que no es vida la que llevo! ¡No, no es vida!
Y apoyé la frente en los vidrios, deshecho, sintiendo que después de lo que había dicho, mi vida se derrumbaba para siempre jamás.
Pero era menester concluir, y me volví: Ella estaba a mi lado, y en sus ojos —como en un relámpago, de felicidad esta vez— vi en sus ojos resplandecer, marearse, sollozar, la luz de húmeda dicha que creía muerta ya.
—¡María Elvira! —exclamé, grité, creo—. ¡Mi amor querido! ¡Mi alma adorada!
Y ella, en silenciosas lágrimas de tormento concluido, vencida, entregada, dichosa, había hallado por fin sobre mi pecho postura cómoda a su cabeza.
Y nada más. ¿Habrá cosa más sencilla que todo esto? Yo he sufrido, es bien posible, llorado, aullado de dolor; debo creerlo porque así lo he escrito. ¡Pero qué endiabladamente lejos está todo eso! Y tanto más lejos porque —y aquí está lo más gracioso de esta nuestra historia— ella está aquí, a mi lado, leyendo con la cabeza sobre la lapicera lo que escribo. Ha protestado, bien se ve, ante no pocas observaciones mías; pero en honor del arte literario en que nos hemos engolfado con tanta frescura, se resigna como buena esposa. Por lo demás, ella cree conmigo que la impresión general de la narración, reconstruida por etapas, es un reflejo bastante acertado de lo que pasó, sentimos y sufrimos. Lo cual, para obra de un ingeniero, no está del todo mal.
En este momento María Elvira me interrumpe para decirme que la última línea escrita no es verdad: Mi narración no sólo no está del todo mal, sino que está bien, muy bien. Y como argumento irrefutable me echa los brazos al cuello y me mira, no sé si a mucho más de cinco centímetros.
—¿Es verdad? —murmura, o arrulla, mejor dicho.
—¿Se puede poner arrulla? —le pregunto.
—¡Sí, y esto, y esto! —Y me da un beso.
¿Qué más puedo añadir?
Las dos primeras ediciones de este libro (1917 y 1918, Coop. Editorial Buenos Aires) incluían un total de 18 cuentos. Sin embargo, a partir de la tercera (s/f, Editorial Babel), se suprimieron tres («Los ojos sombríos», «El infierno artificial» y «El perro rabioso»). Este conjunto de 15 relatos es el que repiten todas las ediciones posteriores.
En la nuestra, hemos querido reincorporar dichos tres para los interesados en la cuentística de Horacio Quiroga. Queda en la decisión del lector contemporáneo pasar la página e ingresar a ellos o, por el contrario, «cerrar» el libro aquí.
El Editor digital
[epubgratis]
Después de las primeras semanas de romper con Elena, una noche no pude evitar asistir a un baile. Hallábame hacía largo rato sentado y aburrido en exceso, cuando Julio Zapiola, viéndome allí, vino a saludarme. Zapiola es un hombre joven, dotado de rara elegancia y virilidad de carácter. Lo había estimado muchos años atrás, y entonces volvía de Europa, después de larga ausencia.
Así nuestra charla, que en otra ocasión no hubiera pasado de ocho o diez frases, se prolongó esta vez en larga y desahogada sinceridad. Supe que se había casado: su mujer estaba allí mismo esa noche. Por mi parte, lo informé de mi noviazgo con Elena y su reciente ruptura. Posiblemente me quejé de la amarga situación, pues recuerdo haberle dicho que creía de todo punto imposible cualquier arreglo.
—No crea en esas sacudidas —me dijo Zapiola con aire tranquilo y serio—. Casi nunca se sabe al principio lo que pasará o se hará después. Yo tengo en mi matrimonio una novela infinitamente más complicada que la suya; lo cual no obsta para que yo sea hoy el marido más feliz de la tierra. Óigala, porque a usted podrá serle de gran provecho. Hace cinco años me vi con gran frecuencia con Vezzera, un amigo del colegio a quien había querido mucho antes, y sobre todo él a mí. Cuanto prometía el muchacho se realizó plenamente en el hombre; era como antes, inconstante, apasionado, con depresiones y exaltamientos femeniles. Todas sus ansias y suspicacias eran enfermizas, y usted no ignora de qué modo se sufre y se hace sufrir con este modo de ser.
»Un día me dijo que estaba enamorado, y que posiblemente se casaría muy pronto. Aunque me habló con loco entusiasmo de la belleza de su novia, esta apreciación suya de la hermosura en cuestión no tenía para mí ningún valor. Vezzera insistió, irritándose con mi orgullo.
»—No sé qué tiene que ver el orgullo con esto —le observé.
»—¡Si es eso! Yo soy enfermizo, excitable, expuesto a continuos mirajes y debo equivocarme siempre. ¡Tú, no! ¡Lo que dices es la ponderación justa de lo que has visto!
»—Te juro…
»—¡Bah; déjame en paz! —concluyó cada vez más irritado con mi tranquilidad, que era para él otra manifestación de orgullo.
»Cada vez que volví a verlo en los días sucesivos, lo hallé más exaltado con su amor. Estaba más delgado, y sus ojos cargados de ojeras brillaban de fiebre.
»—¿Quieres hacer una cosa? Vamos esta noche a su casa. Ya le he hablado de ti. Vas a ver si es o no como te he dicho.
»Fuimos. No sé si usted ha sufrido una impresión semejante; pero cuando ella me extendió la mano y nos miramos, sentí que por ese contacto tibio, la espléndida belleza de aquellos ojos sombríos y de aquel cuerpo mudo se infiltraba en una caliente onda en todo mi ser.
»Cuando salimos, Vezzera me dijo:
»—¿Y?… ¿es como te he dicho?
»—Sí —le respondí.
»—¿La gente impresionable puede entonces comunicar una impresión conforme a la realidad?
»—Esta vez, sí —no pude menos de reírme.
»Vezzera me miró de reojo y se calló por largo rato.
»—¡Parece —me dijo de pronto— que no hicieras sino concederme por suma gracia su belleza!
»—¿Pero estás loco? —le respondí.
»Vezzera se encogió de hombros como si yo hubiera esquivado su respuesta. Siguió sin hablarme, visiblemente disgustado, hasta que al fin volvió otra vez a mí sus ojos de fiebre.
»—¿De veras, de veras me juras que te parece linda?
»—¡Pero claro, idiota! Me parece lindísima, ¿quieres más?
»Se calmó entonces, y con la reacción inevitable de sus nervios femeninos, pasó conmigo una hora de loco entusiasmo, abrasándose al recuerdo de su novia.