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Authors: Clemente Palma

Tags: #Clásico, Cuento, Fantástico

Cuentos malévolos (3 page)

De pronto, Ágata vio una sombra que se movía debajo de ella, se volvió asustada, quiso huir, llamó a sus compañeras, pero ya era tarde. Unos brazos viscosos y fríos se prendieron a sus lozanas pantorrillas, impidiéndola todo movimiento; gritó desesperada, hizo esfuerzos inauditos, se debatió con toda la energía que da la perspectiva de una muerte horrible en plena juventud, todo fue en vano. Los tentáculos, sembrados de ventosas de los pulpos, seguían subiendo y entorpeciéndole todo movimiento. Loca de terror, comenzaba a sentir el desfallecimiento de la muerte, cuando una faz hermosa y joven, como la de un Cristo marino, se juntó a su rostro. Volvió Ágata a la vida, y, llena de esperanza, se confió a su salvador, acallando con cierto íntimo goce el pudor que sentía de verse en brazos de un hombre. ¡Qué diría la madre Clara! Pero cuando la impresión mortal que recibiera se fue desvaneciendo un poco, notó que el joven la llevaba mar adentro. Quiso detener a su guía:

—¿A dónde me llevas?

El faunillo contestó:

—Cristiana, bajo esta faz juvenil llevo veinte siglos de desesperación. Mírame bien: soy un fauno, el último de mi raza. Durante veinte siglos he buscado vanamente una mujer amable. No ha llegado… hasta hoy. Te he espiado, cristiana, te he espiado, y al verte tan hermosa se ha incendiado mi corazón en amor. Te amo, cristiana, te amo; eres más bella que las hijas de la Grecia difunta. Eres mía, y bendigo los veinte siglos de sufrimiento que he pasado; te he sorprendido en el mar, como sorprendían mis hermanos a las pastoras en la selva. Te llevaré a una isla solitaria; arrullaré tu sueño con las canciones del viejo Anacreonte… ¡Ámame, cristiana, ámame!

¿Qué pensó la espiritual hermana Ágata de la Cruz? Se encontraba en medio del mar. Allá, muy lejos, estaba la madre Clara, rodeada de las novicias, a quienes habían llevado sus dos compañeras la noticia de su muerte, devorada por un monstruo marino; las veía pequeñitas, las cabezas no más grandes que cabezas de alfileres… Veía sobre la colina el monasterio, la casa de Jesús, el Bien Amado. Aquí, junto a ella, estaba el fauno, apasionado, hermoso, tembloroso de amor con lágrimas en los ojos, ofreciéndole un cariño que había fermentado veinte siglos… Los faunos no pertenecían a la raza de los judíos. Se habría dejado morir mil veces antes que consentir que la tocaran un cabello las manos de un judío, manos asesinas, manos enrojecidas con la sangre divina del Salvador. ¿Qué más pensó la espiritual hermana Ágata de la Cruz?… Después de un rato de silencio y de reflexión, la novicia comprimió ligeramente el hombro del fauno, y con voz tímida, que traducía sus escrúpulos, le dijo:

—Júrame, fauno, que creerás en la divinidad de Nuestro Señor Jesucristo.

—Te lo juro, cristiana.

Y el fauno, con su valiosa carga, loco de alegría, siguió nadando hacia una isla que vagamente se bosquejaba en el horizonte. Media hora después habían perdido de vista la tierra, pero llegó a los oídos de Ágata el sonido lúgubre de la campana del monasterio que doblaba por ella. Entonces oró, y dos lágrimas ardientes cayeron sobre la espalda blanca y tersa del faunillo. Y siguieron nadando.

* * *

El
Gulf of Christiania,
de la P.S.N.C., de 7.000 toneladas de desplazamiento, capitán Pfeiffer (noruego), dos máquinas, 18 millas de andar, 104 metros de eslora y 19 de manga, llevaba un cargamento de carbón para California, e iba a todo vapor conduciendo a su bordo 183 pasajeros. Entre ellos se contaba Sara Bernhardt, la egregia artista, una compañía de saltimbanquis, seis sacerdotes, y una pareja de recién casados. He aquí lo que pasó:

Turanio, el clown, un clown francés que había hecho furor en Nueva York por la donosura de sus saltos mortales y lo estrambótico de sus gestos, había cogido uno de los anteojos, y, recostado sobre la barandilla, escudriñaba el mar imitando los gestos del piloto. Sara Bernhardt leía, por centésima vez,
Las memorias de Sara Barnum,
libelo que escribió contra ella María Colombier… ¡Qué gracioso era Turanio! La recién casada se reía hasta derramar lágrimas. De pronto, Turanio, haciendo una pirueta de terror cómico, exclamó:

—¡Un tiburón blanco!…

En efecto, allá lejos, se veía algo que vagamente parecía el dorso de un pez blanco, que aparecía y se ocultaba constantemente. Stirno, el otro clown, llegó con una nariz descomunal, armado de una carabina inglesa de balas explosivas. Las carcajadas atronaron el buque: se entabló la disputa. Turanio afirmaba haber visto un tiburón blanco, y Stirno juraba como un condenado que aquello era un lobo viejo, que estaba blanco de canas. El modo de convencerse era darle caza (Sara Bernhardt lo propuso); Stirno se echó la carabina a la cara y estuvo acechando el momento en que apareciera el monstruo. Todos los pasajeros rodearon al tirador. A Sara le brillaban los ojos de entusiasmo; la recién casada se tapó los oídos y parpadeaba nerviosamente, esperando la detonación. Pasaron cinco, diez, quince segundos.

—¡Pum!…

Hubo un hurra formidable y la ilustre actriz aplaudió frenéticamente al ver agitarse la mancha blanca. Pero después llegó el vapor al sitio y todos los pasajeros se inclinaron sobre las bordas para ver al lobo o tiburón. Cuando llegaron, encontraron dos cuerpos humanos atravesados por la bala explosiva del gracioso Stirno. ¡Pero qué ojazos de asombro y espanto abrieron la afamada Sara y los pasajeros! De todos los labios salió este grito:

—¡¡Oh!!…

Así fue como murieron la hermana Ágata de la Cruz y el último fauno.

Parábola

Mi tío, el prior de los Camaldulenses, era hombre de muy buen humor, a pesar de vivir entregado a la lectura de viejas hagiografías, vetustos cronicones y apergaminados infolios, de los que sacaba datos para la historia de la Orden, que, desde hacía mucho tiempo, estaba escribiendo. Yo pasaba entonces por una dolorosa crisis moral, debida no sé si a la seriedad con que tomé ciertas lecturas filosóficas, o al pesar que me produjo la muerte de mi Susana, una novia un poco diabólica que tuve, y a la que, probablemente por eso, amé con pasión. Lo cierto es que tuve una racha de misticismo y acudí en confesión donde mi buen tío, quien, con gran afabilidad, descargó mi conciencia del peso de algunos miles de gordos pecados, cometidos durante muchos años de descreimiento e impiedades. No se contentó mi buen tío con este aseo de mi alma, sino que, comprendiendo que mi estado moral y nervioso me ponían en peligro de caer en uno de estos dos abismos: la locura o el suicidio, me llevó al convento a fin de que las lecturas piadosas, la meditación y la paz de la celda contribuyeran a devolverme la paz del espíritu. En un principio la tranquilidad conventual me permitió concentrarme, y fueron más agudos mis dolores y más mortificantes mis recuerdos y meditaciones. Pero, poco a poco, la paz exterior fue invadiendo mi alma. Mi virtuoso tío acudía en las noches a la biblioteca del convento, en donde yo me había instalado, y entre la lectura de dos enrevesados capítulos, disertaba conmigo sobre alguna cuestión architeológica; me refería anécdotas y curiosidades históricas o me hacía alguna relación, mística con sus puntas de picardía profana. A los dos meses mi espíritu estaba ya curado y me parecían cortas las noches para escuchar la alegre charla de mi tío y sus claras y profundas disertaciones. No olvidaré decir que cada velada terminaba con una buena jícara de chocolate, como saben tomarlos los priores, toda vez que León Pinelo, teólogo y bibliófilo insigne, ha probado que el chocolate no quebranta el ayuno prescrito por el ritual para la Consagración. Después, mi tío se iba a maitines.

Sin embargo de que no me quedaba de Susana sino un recuerdo melancólico de sus malignidades y de su amor extraño; sin embargo de que de mis negras meditaciones filosóficas sólo conservaba un dejo ligeramente amargo, tenía a veces mis recrudescencias por obra y gracia de la luna o de mi crónica dispepsia. Una noche me puse a porfiar a mi tío que Leibnitz había sido un solemne bellaco, al asegurar que este mundo era el mejor de los mundos posibles. En mi concepto, Dios era un tirano cruel, que se complacía en las angustias de los hombres, y cualquier pelagatos que hubiera asesorado a Dios, le habría hecho indicaciones acertadas para hacer un mundo mejor. Entonces mi tío, después de sermonearme de lo lindo, llamarme sandio y desahogarse contra el siglo, los filósofos y darle la gran tostada al archihereje Voltaire, me refirió la siguiente parábola:

Después de diez y nueve siglos de redención, tuvo el Salvador la peregrina ocurrencia de dar un paseo por la tierra, con el objeto de ver en qué estado se encontraba el mundo bajo el imperio de las caritativas doctrinas que él había predicado, y de las que la Iglesia había quedado depositaria. Como era natural, había traído Jesús plenos poderes de su Padre para hacer y deshacer, y hasta para repetir, si lo creía conveniente, la tragedia del Calvario. Jesús encontró esta tierra más pervertida y malvada que antes; sin gran trabajo habría encontrado muchos Judas que le vendieran y Pilatos que le condenaran de nuevo. Inmensa pena tuvo el buen Jesús al ver que su sacrificio había sido inútil. Pero comprendió que gran parte de la culpa de ese desastre moral y del fracaso de la buena nueva se debía, ya a la solapada intoxicación de las almas, realizada por unos malos hombres llamados filósofos, ya a la errónea manera como habían popularizado sus doctrinas de fe, de piedad y de consuelo algunos de los encargados de la propaganda evangélica. (Debo decirte que los Camaldulenses no estaban comprendidos entre éstos). En cierto modo, los hombres eran inculpables, y por eso el corazón de Jesús se llenó de amargo desconsuelo y tierna compasión; y ni un momento fulguraron sus ojos azules un destello de cólera o despecho. ¡Qué hacer! Nada; dejar que el mundo siguiera rodando y el demonio engulléndose las almas a más y mejor. No había remedio. Y dos lágrimas fueron a perderse entre los rizos de su barba castaña.

Jesús comenzó a ascender una montaña para lanzarse al cielo desde la cumbre, cuando encontró a un viejo ermitaño que recogía hierbas medicinales. El viejo, a pesar de sus setenta y ocho años, tenía muy buena vista, y se fijó en que las manos de ese joven estaban perforadas y en que algo como un nimbo de luz muy tenue circundaba su cabeza. Inmediatamente corrió, dejando su atado de hierbas sobre una roca, alcanzó al Salvador y se echó a sus pies derramando abundantes lágrimas.

—¡Ah, mi buen viejo, me has reconocido! —le dijo Jesús levantándole afablemente—. ¿Qué gracia quieres que te haga?

—Para mí ninguna, Señor, pero sí para la humanidad.

—Bien quisiera yo llevarme a la humanidad al cielo, pero no es posible, anciano… Están muy malogrados los hombres y me convertirían el cielo en un infierno.

—¡Oh, Señor! —siguió el anciano con candorosa ingenuidad—, la humanidad ha sufrido mucho por él pecado del primer hombre, que dio, entrada al infortunio sobre la tierra. Si volvieras a ella tu mirada de perdón, volvería la felicidad a acariciar las almas; la fe y la ventura correrían como un río apacible por las conciencias, y se apaciguaría para siempre, al soplo de tu infinita misericordia, la tormenta espantosa en que tantos hijos tuyos sucumben y se hunden por una eternidad en los abismos del infierno.

—¡Pobre anciano! Eres el portador de las angustias humanas, de los arrepentimientos tardíos y de las plegarias de los desdichados… Pero ¿no sabes acaso que el mal y el dolor son floraciones inevitables del pecado?

—¡Oh, Señor!, pero tú podrías cegar una de las muchas fuentes del pecado.

Jesús no respondió. El viejo era testarudo y siguió exigiendo:

—Si suprimieras la enfermedad, Señor… la enfermedad engendra la desesperación, Señor, y ella es el asidero del demonio para conducir a las almas a su horrible imperio.

—Bien, compasivo anciano; voy a complacerte: desde hoy no habrá enfermedades. Dentro de algún tiempo nos veremos en este mismo lugar y me referirás cómo le va a la humanidad gozando de salud.

El cuerpo de Jesús se deshizo como un jirón de niebla súbitamente besado por un rayo de sol canicular, quedando en el espacio que ocupó su cuerpo un perfume superior al de todas las florestas. Desde ese día sanaron los enfermos de todos los hospitales, como por ensalmo; las heridas cerraron inmediatamente; los médicos y boticarios se dedicaron a otras profesiones, y las Facultades de Medicina de todos los países se clausuraron por inútiles. La enfermedad llegó a ser una tradición, y la terapéutica se convirtió en un estudio de mera erudición, como el viejo sánscrito. La gente se moría dulcemente al llegar a los noventa años. Pero el número de condenados no disminuyó.

Al cabo de algún tiempo volvieron a encontrarse Jesús y el ermitaño.

—¿Y bien, buen anciano? —interrogó el Salvador con sonrisa enigmática, que iluminó su rostro melancólico con fulgores de bondadosa picardía.

—¡Oh, Señor!, los hombres se condenan lo mismo que antes, pero yo sé por qué es: por la miseria, Señor; por la miseria se desesperan y condenan. Suprime la miseria, Jesús mío.

—Sea —contestó Jesús.

Inmediatamente se llenaron de oro las gavetas de los comerciantes quebrados, que estaban a punto de suicidarse. Los árboles hacían alarde de derrochar sus frutos, y los campos de trigo dieron abundantes cosechas. Todo el mundo tuvo con qué satisfacer ampliamente sus necesidades, y Roschildt, por un capricho de archimillonario, ofreció obsequiar con la mitad de su fortuna al que le llevara un mendigo. ¡Qué deliciosa abundancia la de la tierra! Y, sin embargo, en la teneduría del demonio la lista de ingresos permanecía inalterable.

Al año siguiente se repitió la entrevista.

—Señor, es el odio de unos hombres a otros lo que les hace infelices y les arrastra al pecado y del pecado a la condenación. Si los hombres se vincularan por una confraternidad dulce y tranquila, si se sintieran instintivamente impulsados al mutuo amor, se habría salvado la humanidad. ¡Oh, Señor, apaga con tu divino aliento la tea roja del odio, extingue la sangrienta llamarada de la guerra, y verás cómo el ángel de la felicidad cierra las puertas del infierno!

—Anciano, lo que me pides es más difícil… En fin, sea.

Desde ese día no hubo celos, porque los hombres se amaban y respetaban tanto, que no deseaban la mujer del prójimo y evitaban toda convergencia de amor. La pólvora adquirió la buena propiedad de no arder, y, por consiguiente, perdieron su objeto las fundiciones de cañones y las fábricas de armas de fuego. Las espadas y los puñales se volvieron quebradizos y se rompían al menor golpe; de modo, pues, que no habiendo ya el medio de hacer eficaz y activo un odio, éste tuvo que desaparecer, como desaparecería el sentido de la vista si desapareciera la luz. Era de verse cómo todos los hombres se hablaban y se acariciaban con sincera cordialidad. Todos los asuntos se arreglaban tan satisfactoriamente, que, cuando más, había que recurrir a los amigables componedores. Los abogados, jueces y escribanos tuvieron que dedicarse a dormir, para ocuparse en algo.

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