Authors: Isaac Asimov
El invitado sacó provecho de su audiencia repitiendo gran parte de lo que ya le había dicho a Ennius. Sus palabras fueron acogidas con agradecidas palpitaciones de excitación, muchos susurros y exclamaciones, todo ello acompañado de preguntas profundas si bien ampulosas por parte de los varones, y chillidos y sobresaltos por parte de las damas.
Fue un éxito completo, si se exceptúa que Ennius permaneció sentado durante toda la cena con una sonrisa forzada en los labios, un gesto de nerviosismo más claro incluso que las suaves arrugas de su frente.
Y más tarde, una dama esmeraldina se dirigió al invitado.
—Pero, profesor Arvardan —dijo mientras su pecho se alzaba como un cojín rosado y blanco—, ¿realmente espera demostrar su teoría aquí?
—Es posible —replicó alegremente el aludido—. Voy a investigar las zonas radiactivas. Si descubro reliquias y artefactos humanos aquí, ¿qué otra deducción extraer sino la existencia de vida antes de la radiactividad?
Precisamente durante esta breve alocución se apagó la excitación y la cháchara, de modo que al final el arqueólogo miró alrededor extrañado por el frío y repentino silencio.
—¿Cree que eso es prudente, caballero? —preguntó lacónicamente un hombre que vestía uniforme militar.
Arvardan alzó las cejas.
—Bien, la radiactividad no es tan peligrosa. Iremos con extrema protección y haremos uso liberal de dispositivos mecánicos de largo alcance especiales para investigaciones arqueológicas. El riesgo será escaso.
Ennius se inclinó hacia él.
—Estoy seguro de que el coronel no se refería a la radiactividad —le dijo en tono significativo—. Se refería a que el primer ministro no permitirá ninguna violación de las zonas prohibidas, que son todas las radiactivas y algunas más.
Arvardan frunció el ceño.
—Bien, no creo que eso deba preocuparnos, procurador. Tengo un mandato de autorización del emperador y mi investigación es de gran valor para la ciencia.
Pero el procurador meneó la cabeza.
—Un mandato de autorización no servirá de nada. Ni el mismo emperador podría entrar en las zonas radiactivas sin permiso del primer ministro... o sin declarar la guerra a los fanáticos de la Tierra.
Se produjo un murmullo general de acuerdo.
—En realidad —continuó Ennius—, si quiere aceptar mi muy urgente aviso, renuncie a la idea y márchese.
De ese modo, la cena concluyó con un tono muy apagado.
Por las noches, el palacio del procurador seguía siendo prácticamente el mismo mundo maravilloso. Las flores nocturnas (ninguna originaria de la Tierra) abrían sus gruesos pétalos blancos formando festones que extendían su delicada fragancia hasta los mismos muros del palacio. Con la luz de la luna polarizada, las hebras de silicato artificial, tramadas diestramente en la inmaculada aleación de alabastro de la estructura del palacio, despedían destellos de suave color violeta sobre el fondo lechoso de los alrededores.
Ennius contempló las estrellas. Para él eran la auténtica belleza, puesto que constituían el Imperio.
El cielo terrestre era de tipo intermedio. No poseía la gloria irresistible de los cielos de los mundos centrales, donde las estrellas se codeaban en rivalidad tan cegadora que el negro de la noche casi se perdía en la coruscante explosión luminosa. Y tampoco poseía la solitaria grandeza de los cielos de la periferia, donde la negrura uniforme quedaba interrumpida a grandes intervalos por la luz mortecina de alguna estrella huérfana; con la lechosa forma lenticular de la galaxia extendida a través del cielo, las estrellas solitarias se perdían en el polvo diamantino.
En la Tierra eran visibles dos mil estrellas. Ennius reconoció Sirio alrededor de la cual giraba uno de los diez planetas más grandes del Imperio. Y Arturo, naturalmente, capital del sector donde había nacido él. El sol de Trantor, mundo central del Imperio, estaba perdido en alguna parte de la Vía Láctea. Incluso observándolo con un telescopio, seguía formando parte del resplandor general.
El procurador notó una blanda mano en su hombro y la suya se alzó para tomarla.
—¿Flora? —musitó.
—¿Ordeno que traigan el desayuno aquí, Ennius? —sonó la voz en parte divertida de su esposa—. ¿Sabes que está a punto de amanecer?
—¿De verdad? —El procurador le sonrió cariñosamente y buscó a tientas en la oscuridad el arete marrón suspendido cerca de la mejilla de Flora. Le dio un suave tirón—. ¿Y debes esperarme levantada y oscurecer los ojos más hermosos de la galaxia?
Flora apartó la cabeza antes de replicar.
—Tú mismo tratas de oscurecerlos con tus lisonjas —dijo dulcemente—, pero ya te he visto así otras veces. ¿Qué te preocupa esta noche, querido?
Ennius meneó la cabeza en la oscuridad.
—No lo sé —respondió—. Creo que lo que finalmente me aburre es la acumulación de pequeños detalles. Primero fue el asunto de Shekt y su sinapsificador y ahora esa torpeza y estupidez total por parte del gobierno... Y otras cosas, otras cosas. Oh, ¿para qué, Flora?... Aquí no hago nada bueno.
—Indudablemente esta hora de la mañana no es momento para poner a prueba tu moral.
Pero Ennius ya estaba hablando con los dientes apretados.
—¡Estos terrestres! ¿Por qué tan pocos hombres son una carga tan grande para el Imperio? Son pendencieros y tercos y, al mismo tiempo, astutamente precisos a la hora de importunar, como si supieran por instinto cuáles son nuestras debilidades. Flora, ¿te acuerdas cuando me nombraron procurador, los consejos que recibí del viejo Faroul, el que me precedió, sobre la dificultad del cargo?... Él estaba en lo cierto. Totalmente. —Hizo una pausa, se sumió en sus pensamientos y finalmente siguió hablando, de un tema que, en apariencia, nada tenía que ver—. Pero si hay algo claro es que el resentimiento de estos terrestres los ha llevado a sueños de rebelión...—Miró a Flora—. ¿Sabes cuál es la doctrina de la Sociedad de Antiguos de la Tierra? —le preguntó—. Que la Tierra fue hace tiempo el único hogar de la humanidad, que es el centro de la raza y que algún día volverá a serlo.
—Sí —dijo ella en tono tranquilizador—. Lo sé.
En ocasiones como ésta siempre era mejor dejar que Ennius se desfogara. Ella también sabía eso.
—Y en realidad existen grupos radicales —prosiguió el procurador— que afirman que este mítico Segundo Reino de la Tierra está cerca, que prevén la destrucción del Imperio en una catástrofe general que dejará a la Tierra triunfante y con toda la gloria primitiva... —su voz se quebró—, de un mundo retrasado, bárbaro e inmundo... Pero en los dos últimos años no hemos tenido noticia de esos grupos.
—Ah, eso es bueno.
—No, eso es malo. Es el primer pequeño detalle que menciono. Mientras los fanáticos puedan verter libremente sus aguas cloacales, nadie los tomará en serio. Ni nosotros ni la población normal de la Tierra. Pero si de pronto los silencian, mi opinión es que el primer ministro desea que sus doctrinas no atraigan la atención y que eso sólo podrá ocurrir cuando las doctrinas sean oficiales.
—Oh, Ennius, ¿no es un razonamiento muy tortuoso? Además, ¿qué pueden hacer esos desgraciados? ¿Hay que tomarlos tan en serio? Se trata de su única fuente de diversión, ese sueño fantástico que tienen ellos de dominar el mundo. ¿Por qué privarlos de ese sueño?
—Bien, eso no es todo. Por ejemplo, ¿qué pasa con el sinapsificador? —Ennius miró pensativamente la débil luz que estaba conquistando la pulida negrura del cielo terrestre—. Shekt me asegura que su propósito es aumentar la capacidad mental de los seres humanos. ¿Dice la verdad? E incluso si eso fuera todo, ¿no estará funcionando ya el instrumento con terrestres, a fin de que doscientos millones de planetas no disfruten de las inmensas posibilidades de uno solo?
—¿Aumentando la inteligencia de todos los terrestres? Si no me equivoco dijiste que eso no daría resultado.
—Lo dijo Shekt, no yo... Y ahora él está interesado en rehuirme. Las cartas que le envío las contesta de una forma impersonal, y creo que con la censura de por medio. Son cartas muy extrañas. Intente visitarle hace un mes en Chica, pero fue imposible localizarlo… ¡Muy curioso! Y todo esto es muy enigmático… y muy preocupante.
Y dicho esto se volvió hacia Flora y, a la débil luz de las estrellas, buscó a tientas sus manos.
—Escúchame, Flora. —Su voz era apremiante—. Es absurdo seguir esta discusión. Hay muchas cosas que no sabes. Muchas cosas que no debes saber. Pero te diré esto: habrá una rebelión en la Tierra, similar al levantamiento de 750, salvo que seguramente será peor. Por eso estoy sentado aquí, aguardando la salida del sol.
—Pero..., si estás tan seguro... ¿Estamos preparados?
—¡Preparados! —La risa de Ennius fue más bien un ladrido—. Yo lo estoy. La guarnición está alertada, y bien pertrecha. Todo cuanto era posible hacer con el material disponible, lo he hecho. Pero, Flora, no me interesa que haya una rebelión. No quiero que mi procuraduría quede registrada en la historia como la procuraduría de la rebelión. No quiero ver mi nombre vinculado a muerte y carnicería. Me condecorarán por ello, pero dentro de un siglo los libros de historia me denominarán tirano sangriento. ¿Qué me dices del virrey de Santanni en el siglo sexto? ¿Podía hacer algo más que lo que hizo? Recibió honores entonces, pero, ¿ahora quién tiene una palabra de elogio para él? Preferiría que me conocieran como el hombre que evitó una sublevación y salvó las despreciables vidas de estos locos.
Su tono era poco esperanzado.
—¿Estás seguro de que, a pesar de todo, no puedes hacer nada, Ennius?
Flora se sentó junto a él y le acarició con las uñas el borde del mentón.
Ennius le cogió las manos y las apretó con fuerza.
—¿Cómo? Deliberadamente, el gobierno imperial ha emprendido el peor camino. ¿Para qué mandan aquí a ese loco, a Arvardan? Ya no puedo hacer nada.
—Pero, querido, no creo que ese arqueólogo vaya a hacer algo tan terrible. Admito que parece un maniático pero, ¿qué daño puede hacer?
—¿No está claro? Quiere que le autoricen a entrar en las zonas prohibidas. Se lo impedirán.
—Bien. . .
—Pero no se lo impediré yo. Yo no puedo hacer eso. Casi todo el mundo tiene la estúpida teoría de que los virreyes pueden hacer cualquier cosa, pero sencillamente no es así. Ese hombre tiene un mandato de autorización del negociado de Provincias Exteriores, y aprobado por el emperador. Con eso quedo anulado. No puedo hacer nada sin apelar al Consejo Central, y eso llevaría meses... ¿Y qué razones iba a ofrecerles? Y si intento detener por la fuerza al arqueólogo, estaría cometiendo un acto de rebeldía y ya sabes b dispuesto que está el Consejo Central a destituir a cualquier funcionario del que piensen que está pasándose de la raya, así ha sido siempre desde la guerra civil de los años ochenta. ¿De qué me serviría eso, por tanto? Me sustituirían por alguien que desconociera totalmente la situación y Arvardan podría seguir adelante de todos modos.
—Has dicho que se lo impedirán.
—¡Lo hará el primer ministro! Y en ese caso, ¿cómo voy a convencerlo de que no se trata de un plan organizado por el gobierno, que el Imperio no consiente sacrilegios deliberados?
—Oh, imposible que él sea tan quisquilloso.
—¿Imposible? —Ennius se echó hacia atrás y miró fijamente a su esposa. La noche había cobrado un color apizarrado y, en parte, Flora era visible—. Tienes una ingenuidad conmovedora. Naturalmente que él puede ser tan quisquilloso. ¿Sabes que la Tierra, por ejemplo, no tolera signos exteriores de dominio imperial en su planeta porque insisten en que la Tierra es, por derecho, el gobernante de la galaxia? En cierta ocasión la insignia del emperador se hallaba desplegada en Washenn, la sede de la cámara del consejo terrestre, tal como está presente en todas las cámaras de consejos de la galaxia, como símbolo de unidad imperial. ¿Sabes qué ocurrió? Te lo explicaré. Los lunáticos la desgarraron y por la noche toda esa miserable ciudad se había alzado en armas contra nuestros soldados. Al final tuvimos que ceder.
—¿Quieres decir que no volvieron a poner la insignia imperial? —preguntó ella con aire de incredulidad.
—Jamás lo hicieron. Por las estrellas, no. La Tierra es el único planeta entre doscientos millones que no tiene insignia en su cámara del consejo... Y ahora Arvardan intentará entrar en las zonas prohibidas. ¿Qué estarán pensando de esto en Trantor? Y peor todavía, ese arqueólogo está predicando la misma doctrina radical que los fanáticos. Ese profesor chiflado cree sinceramente que la Tierra es el planeta natal, el planeta natal de la raza humana. ¡Avivar el fuego de esa forma, imagínate! Te garantizo que él es sincero..., pero aunque no tuviera toda la razón, Flora, ¿qué pueden estar pensando esos vagos del negociado de Provincias Exteriores?
—¿Quieres explicarme sinceramente una cosa, Ennius?
—Si puedo...
—¿Qué esperas en realidad? No estás simplemente preocupado, cariño, estás al borde del pánico. ¿Esperas una explosión experimental?... ¿O algo peor?
Ennius evitó mirar a su esposa.
—No tengo motivos para esperar algo peor.
—Pero los tienes. —Flora le miró ansiosamente a la luz del alba—. No deberías ocultarme nada. No es incorrecto, es peor, es inútil. Tú esperas algo peor.
—Flora, no he hablado de esto con nadie. —Había un viso de tortura en sus ojos—. Ni siquiera es una corazonada... Cuatro años en este planeta puede ser demasiado tiempo para cualquier hombre que esté cuerdo. Pero yo diría que ningún planeta cuerdo pensaría en rebelarse contra un imperio de doscientos millones de mundos.
—Lo han hecho anteriormente.
—Sí, pero esta vez parecen muy confiados. —Alzó la cabeza con viva sorpresa, como si acabara de encontrar la clave de algo que había eludido su comprensión. Y repitió enérgicamente—: Eso es, parecen confiados. Por las estrellas, creen realmente que pueden salirse con la suya. Más que eso. Creen que pueden obligarnos... Como ya sabes, Flora, esta gente tiene sus misticismos. Deben tenerlos, para soportar la realidad. ¿Es posible que estén tan apegados a su fe en un destino o alguna fuerza, en algo que sólo tiene significado para ellos, algo que puede proporcionarles la victoria?
»Es imposible. Mira, aun dando por supuesto que el terrestre ordinario crea que algún día el destino devolverá a la Tierra su supuesta supremacía sobre la galaxia, los gobernantes de la Tierra no pueden pensar así, imposible. Como mínimo conocen la necesidad de disponer del armamento bélico tan prosaico que hasta el destino juzga útil en sus decisiones. Es posible..., quizá..., quizá....