Cuernos (2 page)

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Authors: Joe Hill

Tags: #Fantástica

Pasó un dedo por los donuts, contándolos.

—Seis. ¿Pasa algo si me como los seis?

Le resultaba difícil concentrarse en algo que no fuera el miedo y la presión que sentía en las sienes. Lo que Glenna acababa de decir no tenía ningún sentido. Era otra cosa absurda en aquella mañana de pesadilla.

—Si lo que quieres es tomarme el pelo, te pido que no lo hagas. Ya te he dicho que no me encuentro bien.

—Quiero otro donut.

—Pues cómetelo. A mí me da igual.

—Vale. Si crees que no pasa nada... —dijo Glenna, y cogió otro donut, lo partió en tres pedazos y empezó a comer, metiéndoselos en la boca uno detrás de otro sin tragárselos.

Pronto tuvo el donut entero en la boca, llenándole ambos carrillos. Le dio una arcada, después inspiró profundamente por la nariz y empezó a tragar.

Iggy la miró asqueado. Nunca la había visto hacer algo parecido; de hecho nunca había visto nada semejante desde el instituto, cuando los chicos se dedicaban a hacer guarradas con la comida en la cafetería. Cuando hubo terminado, respiró entrecortadamente unas cuantas veces y después le miró por encima del hombro con expresión de ansiedad.

—Ni siquiera me ha sabido bien. Me duele el estómago —dijo—. ¿Crees que debería comerme otro?

—¿Por qué quieres comerte otro si te duele el estómago?

—Porque quiero ponerme gordísima. No gorda como estoy ahora, sino lo suficiente como para que no quieras saber nada de mí.

Sacó la lengua y se llevó la punta al labio superior en un gesto pensativo.

—Anoche hice algo asqueroso que quiero contarte.

Pensó otra vez que nada de aquello estaba ocurriendo realmente. Si era alguna clase de sueño febril, desde luego era persistente, convincente por su lujo de detalles. Una mosca pasó volando delante de la pantalla del televisor. Un coche se deslizó sin hacer ruido por la carretera. Los momentos se sucedían con una naturalidad que añadía realismo a la situación. Ig tenía un talento innato para sumar. Matemáticas había sido la asignatura que mejor se le daba en el colegio después de Ética, que para él no era una verdadera asignatura.

—Me parece que no quiero saber lo que hiciste anoche —dijo.

—Precisamente por eso quiero contártelo. Para darte asco, para darte una razón para marcharte. Me siento tan mal por todo lo que te ha pasado y por lo que la gente dice de ti que ya no soporto levantarme a tu lado por las mañanas. Quiero que te vayas, y si te cuento lo que he hecho, la asquerosidad que he hecho, te irás y volveré a ser libre.

—¿Qué es lo que dicen de mí? —preguntó. Era una pregunta estúpida. Ya lo sabía.

Glenna se encogió de hombros.

—Cosas que le hiciste a Merrin. Que eres un pervertido y eso.

Ig se quedó mirándola, transfigurado. Le fascinaba que cada cosa nueva que decía fuera peor que la anterior y lo cómoda que parecía sentirse diciéndolas, sin asomo de vergüenza ni de embarazo.

—¿Qué es lo que querías decirme?

—Anoche me encontré a Lee Tourneau después de que desaparecieras. ¿Te acuerdas de que Lee y yo estuvimos saliendo en el instituto?

—Me acuerdo.

Lee e Ig habían sido amigos en otra vida, pero todo eso ya había quedado atrás, había muerto con Merrin. Era difícil seguir teniendo amigos íntimos cuando la gente te considera sospechoso de un crimen sexual.

—Anoche en el Station House, cuando estaba sentada en uno de los reservados de la parte de atrás después de que tú desaparecieras, me invitó a una copa. Llevaba siglos sin hablar con él y se me había olvidado lo agradable que es. Nunca te mira por encima del hombro; estuvo encantador conmigo. En vista de que tú no volvías, sugirió que te buscáramos en el aparcamiento y dijo que si te habías marchado, él me traería a casa. Pero cuando estuvimos fuera empezó a besarme como en los viejos tiempos, como cuando estábamos saliendo. Y yo me dejé llevar y le hice una mamada; allí mismo, delante de dos tíos que nos estaban mirando. No había hecho nada parecido desde que tenía diecinueve años y tomaba speed.

Ig necesitaba ayuda. Necesitaba salir del apartamento. El ambiente era sofocante y sentía opresión y pinchazos en los pulmones.

Glenna se había inclinado de nuevo sobre la caja de donuts con una expresión plácida, como si acabara de contarle algo sin ninguna importancia, como que se había acabado la leche o que otra vez estaban sin agua caliente.

—¿Crees que debo comerme otro? —preguntó—. Ya no me duele el estómago.

—Haz lo que te dé la gana.

Glenna se giró y lo miró con un brillo de rara excitación en sus ojos pálidos.

—¿Lo dices en serio?

—Me importa tres cojones —dijo—. Come como una foca todo lo que quieras.

Glenna sonrió y le salieron dos hoyuelos en las mejillas. Después se abalanzó sobre la mesa y cogió la caja con una mano. La sujetó, hundió la cara en ella y empezó a comer. Mientras masticaba, hacía ruidos, se relamía y respiraba de forma extraña. De nuevo tuvo una arcada y sacudió los hombros, pero siguió comiendo, usando la mano libre para meterse más donut en la boca, aunque tenía los carrillos llenos e hinchados. Una mosca zumbaba nerviosa alrededor de su cabeza.

Ig pasó junto al sofá en dirección a la puerta. Glenna se enderezó un poco, tomó aire y puso los ojos en blanco. Su expresión era de pánico y tenía las mejillas y la boca húmeda recubiertas de azúcar.

—Hum —gimió—. Hum.

Ig no sabía si gemía de placer o de infelicidad.

La mosca se posó en una de las comisuras de su boca. Ig la vio allí un instante e inmediatamente Glenna sacó la lengua al tiempo que atrapaba la mosca con la mano. Cuando apartó la mano la mosca había desaparecido. La mandíbula subía y bajaba, triturando todo lo que había dentro de la boca.

Ig abrió la puerta y salió. Mientras la cerraba, vio a Glenna inclinando otra vez la cabeza hacia la caja..., como el buceador que ha llenado los pulmones de aire y se dispone a sumergirse de nuevo en las profundidades.

Capítulo 3

C
ondujo hasta la Modern Medical Practice Clinic, donde atendían sin cita previa. La reducida sala de espera estaba casi llena, hacía calor y había una pequeña niña gritando, tumbada de espaldas en el centro de la habitación mientras profería aullidos y sollozos que sólo interrumpía para tomar aire. Su madre estaba agachada junto a ella susurrándole con furia, frenética, una retahíla de amenazas, maldiciones y frases del tipo «Te lo advierto». En una ocasión intentó agarrar a su hija por el tobillo y ésta le dio una patada en la mano con un zapato negro de hebilla.

El resto de las personas de la sala de espera se dedicaban a ignorar la escena, supuestamente absortas mirando revistas o el televisor sin sonido que había en una esquina. El programa en antena era
Mi mejor amigo es un sociópata.
Algunos miraron a Ig cuando entró, unos pocos con expresión esperanzada, pues tal vez imaginaban que era el padre de la niña que había llegado para sacarla de allí y darle una buena azotaina. Pero en cuanto le vieron, apartaron la mirada, pues enseguida supieron que no estaba allí para ayudar.

Deseó haberse puesto un sombrero. Se llevó la mano a la frente a modo de visera, como si le molestara la luz, con la esperanza de ocultar así los cuernos, Pero si alguien reparó en ellos no lo dejó traslucir.

La pared del extremo de la habitación estaba acristalada y al otro lado había una mujer sentada frente a un ordenador. La recepcionista estaba mirando a la madre de la niña que gritaba, pero cuando Ig se acercó, levantó la vista y sonrió.

—¿En qué puedo ayudarle? —preguntó mientras extendía la mano para coger una carpeta con formularios.

—Necesito que un médico me vea esto —dijo Ig levantando la mano ligeramente para mostrar los cuernos.

La mujer guiñó los ojos en dirección a los cuernos y después esbozó una mueca comprensiva.

—No tienen buena pinta —dijo, y se giró hacia la pantalla de ordenador.

Cualquiera que fuera la reacción que Ig esperaba —y no estaba muy seguro de cuál—, no era ésta. La mujer había reaccionado ante los cuernos como si se tratara de un dedo roto o de un sarpullido, pero al menos había reaccionado. Parecía haberlos visto. Aunque de ser eso cierto, no entendía por qué se había limitado a hacer un puchero y a apartar la vista.

—Tengo que hacerle unas cuantas preguntas. ¿Nombre?

—Ignatius Perrish.

—¿Edad?

—Veintiséis.

—¿Tiene médico de cabecera?

—Hace años que no he ido al médico.

La mujer levantó la cabeza y le miró pensativa, frunciendo el ceño, e Ig pensó que le iba a regañar por no ir al médico a hacerse revisiones periódicas. La niña gritó más fuerte aún y cuando miró hacia ella la vio golpear a su madre en la rodilla con un coche de bomberos de plástico rojo, uno de los juguetes que había apilados en una esquina para que los niños se entretuvieran mientras esperaban. La madre se lo arrancó de las manos y la niña volvió a tirarse al suelo y a dar patadas al aire como una cucaracha panza arriba, gimiendo con renovadas fuerzas.

—Estoy deseando decirle que haga callar a esa mocosa —comentó la telefonista en tono alegre, como quien no quiere la cosa—. ¿Qué le parece?

—¿Tiene un boli? —preguntó Ig con la boca seca mientras cogía la carpeta—. Voy a rellenar los impresos.

La recepcionista se encogió de hombros y dejó de sonreír.

—Muy bien —dijo mientras le entregaba un bolígrafo de mala manera.

Ig le dio la espalda y miró los impresos, pero no conseguía centrar la vista.

Esa mujer había visto los cuernos y no le habían extrañado. Y luego había dicho aquello sobre la niña que gritaba y la madre que era incapaz de hacerla callar.
Estoy deseando decirle que haga callar a esa mocosa.
Quería saber si a Ig le parecía bien que hiciera eso. Lo mismo que Glenna, que le había preguntado si estaría mal meter la cara en la caja de donuts y comer como un cerdo en un pesebre.

Buscó dónde sentarse. Había dos sillas libres, situadas a ambos lados de la madre. Conforme Ig se acercaba, la niña llenó los pulmones y emitió un chillido agudo que hizo temblar los cristales de las ventanas y estremecerse a algunos de los que esperaban. Avanzar hacia aquel sonido era como internarse en una poderosa galerna.

Cuando Ig se sentó, la madre se hundió en la silla y empezó a darse golpecitos en la pierna con una revista enrollada, algo que no era, presentía Ig, lo que tenía ganas de hacer realmente con ella. La niña parecía por fin agotada después de su último chillido y ahora estaba tumbada de espaldas mientras las lágrimas rodaban por su cara fea y enrojecida. La madre también estaba colorada. Puso los ojos en blanco y miró a Ig con cara de sufrimiento. Pareció reparar brevemente en los cuernos, pero enseguida apartó la vista.

—Siento todo este escándalo —dijo, y a continuación le tocó la mano en un gesto de disculpa.

Y cuando lo hizo, cuando la piel de la mujer rozó la suya, Ig supo que se llamaba Allie Letterworth y que llevaba cuatro meses acostándose con su profesor, con el que se citaba en un motel cerca del campo de golf en el que recibía las clases. La semana pasada se habían quedado dormidos después de una intensa sesión de sexo. Allie se había dejado el teléfono móvil apagado y por eso no había oído las numerosas llamadas desde el campamento de verano al que iba su hija para preguntarle dónde estaba y cuándo pensaba ir a recoger a la niña. Cuando por fin llegó, con dos horas de retraso, la niña estaba histérica, con la cara colorada, moqueando, los ojos inyectados en sangre y una mirada furiosa. Tuvo que comprarle un peluche y un helado para calmarla y conseguir su silencio; era el único modo de evitar que su marido se enterara. De haber sabido la carga que suponía un hijo, jamás lo habría tenido.

Ig retiró la mano.

La niña empezó a gruñir y a dar patadas en el suelo. Allie Letterworth suspiró, se inclinó hacia Ig y dijo:

—Por si le sirve de consuelo, me encantaría darle una patada en ese culo de niña mimada, pero me preocupa qué diría toda esta gente si la pego. ¿Cree que...?

—No —dijo Ig.

Era imposible que supiera las cosas que sabía de ella, pero el hecho era que las sabía, como también sabía su número de móvil y su dirección. También estaba seguro de que Allie Letterworth no se pondría a hablar de darle una patada a su mimada hija con un extraño. Lo había dicho como alguien que habla consigo mismo.

—No —repitió la mujer, abriendo la revista y cerrándola inmediatamente—. Supongo que no puedo. Me pregunto si no debería levantarme y marcharme. Dejarla aquí y largarme. Podría quedarme con Michael, esconderme del mundo, dedicarme a beber ginebra y follar todo el día. Mi marido podría acusarme de abandono pero, al fin y al cabo, ¿qué coño me importa? ¿Quién podría querer la custodia compartida de
eso
?

—¿Michael es su profesor de golf? —preguntó Ig.

La mujer asintió distraída; le sonrió y dijo:

—Lo gracioso es que nunca me habría apuntado con él de haber sabido que era negro. Antes de Tiger Woods no había negratas en los campos de golf, excepto llevando los palos; de hecho era uno de los pocos sitios donde podías librarte de ellos. Ya sabe cómo son los negros, siempre pegados al teléfono móvil diciendo palabrotas. Y la forma que tienen de mirar a las mujeres blancas... Pero Michael ha estudiado, habla como un blanco. Y lo que dicen de las pollas negras es cierto. Me he follado a montones de tíos blancos y ninguno la tenía como Michael.

—Arrugó la nariz y añadió—: La llamamos el hierro cinco.

Ig se puso en pie de un salto y se dirigió a toda prisa a la ventanilla de recepción. Garabateó deprisa la respuesta a algunas preguntas y devolvió la carpeta.

A su espalda la niña gritó:

—¡No! ¡No pienso sentarme!

—Me parece que voy a tener que decirle algo a la madre de esa niña —dijo la recepcionista mirando en dirección a la mujer y a su hija sin prestar atención a la carpeta—. Ya sé que no es culpa suya que su hija sea una cretina chillona, pero no me puedo quedar callada.

Ig miró a la niña y a Allie Letterworth, quien estaba inclinada otra vez sobre su hija, pinchándola con la revista enrollada y susurrándole furiosa. Ig volvió la vista a la recepcionista.

—Claro —dijo vacilante.

La mujer abrió la boca y después dudó, mirándole ansiosa.

—Lo que pasa es que no quiero montar un numerito.

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