Cuernos (7 page)

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Authors: Joe Hill

Tags: #Fantástica

Salió del coche. No podía hacer otra cosa.

Al lado del sendero de entrada había aparcado un Mercedes negro que no reconoció, con matrícula de Álamo. Era el coche de alquiler de Terry. Ig se había ofrecido a recogerle en el aeropuerto, pero éste le había dicho que no merecía la pena. Llegaría tarde y además quería tener su propio coche, así que quedaron en verse el día siguiente. Por eso Ig había salido con Glenna la otra noche y había terminado borracho y solo en la antigua fundición.

De todos los miembros de su familia, al que menos le asustaba ver era a Terry. Fuera lo que fuera lo que éste le confesara, adicciones secretas o miserias, Ig estaba dispuesto a perdonarle. Se lo debía. Tal vez, de alguna manera, a Terence era a quien había ido a ver realmente. Cuando Ig estaba pasando el peor momento de su vida, Terry había salido cada día en los periódicos asegurando que las acusaciones contra su hermano eran una farsa, un completo disparate, y que su hermano era incapaz de hacer daño a alguien a quien quería. Ig pensaba que si había alguien capaz de ayudarle ahora, sin duda era Terry.

Caminó por el césped hasta donde estaba Vera. Su madre la había dejado mirando a la larga ladera de hierba que descendía hasta desaparecer en un cercado, al final de la colina. Dormía con la cabeza apoyada sobre el hombro, tenía los ojos cerrados y al respirar emitía un leve silbido. Al verla descansar así, Ig se relajó un poco. Al menos no tendría que hablar con ella, no se vería obligado a escucharla mientras le revelaba algún vergonzoso secreto. Era un alivio. Se quedó mirando el rostro delgado, cansado y surcado de arrugas y le invadió un sentimiento de ternura casi dolorosa al recordar las mañanas que habían pasado juntos bebiendo té y comiendo galletas de mantequilla de cacahuete mientras veían
El precio justo.
Llevaba el pelo recogido en la nuca, pero algunas horquillas se habían soltado y mechones del color de la luna le caían sobre las mejillas. Apoyó con suavidad una mano sobre las de ella sin ser consciente de lo que ese gesto traía consigo.

A su abuela, supo entonces, no le dolía la cadera, pero le gustaba estar en una silla de ruedas de manera que la gente tuviera que llevarla de un lado a otro y estar pendiente de ella en todo momento. Tenía ochenta años y eso le daba derecho a ciertas cosas. En especial le gustaba mangonear a su hija, quien pensaba que su mierda no apestaba porque tenía el dinero suficiente para limpiársela con billetes de veinte dólares, estaba casada con un venido a menos y era madre de una estrella de la telebasura y un asesino depravado. Claro que eso suponía una mejora respecto a lo que había sido antes: una prostituta de medio pelo que había tenido la suerte de cazar a un cliente relativamente famoso con una vena sentimental. A Vera seguía sorprendiéndole que su hija hubiera sido capaz de salir de Las Vegas con un marido y un monedero lleno de tarjetas de crédito en lugar de una sentencia de diez años de cárcel y una enfermedad venérea incurable. En su fuero interno estaba convencida de que Ig conocía el pasado de puta barata de su madre, que ello le había llevado a desarrollar un odio patológico hacia las mujeres y que por eso había matado a Merrin. Estas cosas siempre eran tan freudianas... Y evidentemente esa Merrin no había sido más que una oportunista, contoneándose delante de las narices del chico desde el primer día, a la caza de un anillo de compromiso y la fortuna familiar. Con sus minifaldas y sus camisetas escotadas, Merrin Williams había sido, en opinión de Vera, poco menos que otra puta.

Ig le soltó la muñeca como si ésta fuera un cable de alta tensión pelado. Se le escapó un grito y, tambaleándose, dio un paso atrás. Su abuela se revolvió en su silla y abrió un ojo.

—Ah —dijo—, eres tú.

—Lo siento. No quería despertarte.

—Ojalá no lo hubieras hecho. Quería dormir. Era más feliz durmiendo. ¿Creías que me apetecería verte?

Ig notó un intenso frío que le llenaba el pecho. Su abuela miró hacia otro lado.

—Cuando te miro me dan ganas de morirme.

—¿En serio? —preguntó.

—Ya no puedo ver a mis amigas. Tampoco puedo ir a la iglesia. Todo el mundo se queda mirándome. Todos saben lo que hiciste. Me dan ganas de morirme. Y encima te presentas aquí y me sacas de paseo. Odio cuando me sacas de paseo y la gente nos ve juntos. No sabes qué esfuerzos hago para disimular que te odio. Siempre me diste mala espina. Esa manera de jadear después de correr. Siempre respirabas por la boca, como un perro, sobre todo cuando había niñas guapas cerca. Y siempre has sido lento. Mucho más lento que tu hermano. He intentado decírselo a Lydia. No sé cuántas veces he podido decirle que no eras trigo limpio. Se negaba a escucharme y ahora mira lo que ha pasado. Y todos tenemos que vivir con ello.

Se tapó los ojos con la mano y le temblaba la barbilla. Conforme se alejaba Ig, la escuchó llorar.

Cruzó el porche delantero y entró por la puerta abierta a la oscuridad del recibidor. Por un momento pensó en subir a su antigua habitación y echarse en la cama. Tenía ganas de estar un rato solo, en la fresca penumbra, rodeado de sus pósteres de conciertos y sus libros de la infancia. Pero entonces, al pasar delante del despacho de su madre, oyó un ruido de papeles y se giró automáticamente para mirarla.

Lydia estaba inclinada sobre su escritorio, pasando páginas. De vez en cuando sacaba una del montón y la metía en su cartera de piel. Así inclinada, se le marcaba el trasero debajo de la falda del traje de raya diplomática. Su padre la había conocido cuando trabajaba de bailarina en Las Vegas y aún conservaba unas nalgas de vedete. Ig recordó lo que había leído en la mente de Vera, la convicción secreta de que su madre había sido una puta y cosas peores, pero acto seguido desechó la idea, con la certeza de que se trataba de una fantasía senil. Su madre trabajaba en el concejo estatal de arte de New Hampshire, leía novelas rusas e incluso cuando era vedete llevaba sólo plumas de avestruz.

Cuando Lydia vio a Ig mirándola desde el umbral de la puerta, el maletín se le deslizó de la rodilla. Intentó sujetarlo, pero no llegó a tiempo y los papeles cayeron en cascada al suelo. Unos pocos lo hicieron lentamente, planeando sin prisa, del mismo modo en que caen los copos de nieve, e Ig pensó de nuevo en la gente que volaba en ala delta. Había gente que subía hasta Queen's Face para tirarse al vacío. Era un lugar muy apreciado por los suicidas. Tal vez ésa debería ser su siguiente parada.

—Iggy —dijo su madre—, no sabía que ibas a venir.

—Ya lo sé. He estado dando vueltas con el coche y no se me ocurría otro lugar adonde ir. He tenido una mañana infernal.

—Ay, cielo —dijo frunciendo el ceño con expresión cariñosa.

Llevaba tanto tiempo sin recibir muestras de afecto de nadie y estaba tan necesitado de ellas que la mirada de su madre le dejó tembloroso y casi sin fuerzas.

—Me está pasando algo horrible, mamá —dijo sin apenas voz. Por primera vez en toda la mañana se sintió a punto de llorar.

—Ay
,
cielo —repitió su madre—, ¿y no podías haber ido a otro sitio?

—¿Perdón?

—No tengo ganas de escuchar tus problemas.

La punzada que había sentido detrás de los ojos empezó a remitir y las ganas de llorar se marcharon tan rápido como habían venido. Los cuernos le latían con una sensación dolorosa, no del todo desagradable.

—Pero es que tengo problemas.

—Pues no quiero oírlos. No quiero saber nada.

Se arrodilló y empezó a recoger los papeles y a meterlos en el maletín.

—¡Madre! —dijo Ig.

—¡Cuando hablas me dan ganas de cantar! —gritó su madre dejando el maletín y tapándose los oídos con las manos—. ¡La, la, la, la! No quiero oírte cuando te pones a hablar. Quiero quedarme sin respirar hasta que desaparezcas.

Tomó aire con fuerza y contuvo la respiración, hinchando los carrillos.

Ig cruzó la habitación hasta ella y se agachó, obligándola a mirarle. Su madre estaba en cuclillas con las manos en los oídos y la boca firmemente cerrada. Ig cogió el maletín y empezó a meter papeles.

—¿Así es como te sientes cuando me ves?

Su madre asintió con furia. Los ojos le brillaban mientras le miraba fijamente.

—Te vas a asfixiar, mamá.

Su madre siguió mirándole unos instantes y después abrió la boca y tomó una gran bocanada de aire. Le miró mientras metía los papeles en el maletín.

Cuando habló, lo hizo con un hilo de voz aguda y rápidamente, comiéndose las palabras:

—Quiero escribirte una carta, una bonita carta con letra bonita en mi papel de cartas especial para decirte cuánto te queremos tu padre y yo y cuánto sentimos que no seas feliz y que sería mejor para todo el mundo que te fueras.

Ig terminó de meter los papeles en el maletín y se quedó agachado, sujetándolo sobre las rodillas.

—¿Irme adónde?

—¿No querías irte de excursión a Alaska?

—Con Merrin.

—¿Y conocer Viena?

—Con Merrin.

—¿Y estudiar chino en Pekín?

—Merrin y yo habíamos hablado de ir a Vietnam y dar clases de inglés, pero no creo que hubiéramos llegado a hacerlo nunca.

—No me importa adonde vayas siempre que no tenga que verte una vez a la semana. Siempre que no tenga que oírte hablar de ti mismo como si no pasara nada, porque sí pasa y las cosas nunca se van a arreglar. Me hace sentirme desgraciada y necesito ser feliz otra vez, Ig.

—Le dio el maletín—. Ya no quiero que seas mi hijo —continuó su madre—. Es demasiado duro. Me gustaría haber tenido sólo a Terry.

Ig se inclinó hacia delante y la besó en la mejilla. Al hacerlo fue consciente del rencor que le había guardado durante años por las estrías que le había causado su embarazo. Había arruinado su silueta de
Playboy.
Terry había sido un bebé menudo, considerado, que había dejado intactas su piel y su figura, pero Ig lo había jodido todo. Una vez, antes de tener hijos, un jeque del petróleo en Las Vegas le había ofrecido cinco mil dólares por pasar una sola noche con ella. Aquéllos sí que habían sido buenos tiempos. Dinero fácil y cómodo.

—No sé por qué te he dicho todo eso —dijo Lydia—. Me odio a mí misma. Nunca he sido una buena madre.

Después pareció darse cuenta de que la había besado y se pasó la palma de la mano por la mejilla. Se habían esforzado por contener las lágrimas, pero cuando tomó conciencia del beso sobre su piel sonrió.

—Me has besado. ¿Eso quiere decir que te marchas? —dijo con voz temblorosa y esperanzada.

—Nunca estuve aquí —contestó Ig.

Capítulo 8

C
uando regresó al recibidor miró por la puerta mosquitera hacia el porche y al mundo soleado que había detrás y pensó que debía marcharse en ese instante, salir de allí antes de que se encontrara con alguien más, su padre o su hermano. Había cambiado de opinión en lo de buscar a Terry, había decidido evitarle, después de todo. Teniendo en cuenta las cosas que le había dicho su madre, pensó que era mejor no poner a nadie más a prueba.

Y sin embargo no cruzó la puerta de entrada, sino que se volvió y empezó a subir las escaleras. Pensó que, ya que estaba allí, debería ir a su habitación y ver si quería llevarse algo con él antes de marcharse. ¿Marcharse adónde? Aún no lo sabía. De lo que sí estaba seguro, sin embargo, era de que no volvería a pisar aquella casa.

Las escaleras tenían un siglo de antigüedad y crujieron y protestaron mientras Ig las subía. En cuanto hubo llegado arriba, la puerta al final del rellano, a la derecha, se abrió y su padre asomó la cabeza. Ig había vivido esta escena cientos de veces: su padre se distraía con facilidad y era incapaz de oír a alguien subiendo las escaleras sin asomarse a ver quién era.

—Ah —dijo—, Ig. Pensaba que eras...

Pero su voz se apagó. Su vista viajó desde los ojos de Ig a sus cuernos. Se quedó allí parado en camiseta interior y tirantes, descalzo.

—Vamos, dímelo —dijo Ig—. Ahora es el momento en que me cuentas algo horrible que has estado callándote. Probablemente algo sobre mí. Así que dilo y me quitaré de en medio.

—Lo que quiero es simular que estoy muy ocupado en mi despacho para así no tener que hablar contigo.

—Vaya, no está mal.

—Verte es demasiado duro.

—Ya lo sé. Acabo de hablar de ello con mamá.

—Pienso en Merrin, en lo buena chica que era. ¿Sabes? En cierta manera yo la quería. Y me dabas envidia. Nunca he estado enamorado de nadie como lo estabais vosotros dos. Desde luego no de tu madre, esa puta obsesionada por el estatus social. La peor equivocación de mi vida. Todo lo malo que hay en mi vida es resultado de mi matrimonio. Pero Merrin era un encanto. Era imposible oírla reírse sin una sonrisa. Cuando pienso en cómo la violaste y la mataste me dan ganas de vomitar.

—Yo no la maté —dijo Ig con la boca seca.

—Y lo peor de todo —continuó Derrick Perrish— es que ella era mi amiga y me admiraba. Y yo te ayudé a quedar libre.

—Ig le miró fijamente—. Fue el tipo que dirige el laboratorio forense estatal, Gene Lee. Su hijo murió de leucemia hace unos pocos años, pero antes de que la palmara le ayudé a conseguir entradas para un concierto de Paul McCartney y logré que los dos conocieran a Paul después y todo el rollo. Cuando te arrestaron, Gene se puso en contacto conmigo. Me preguntó si eras culpable y yo contesté —se lo dije a él— que no podía darle una respuesta sincera. Dos días después hubo aquel incendio en el laboratorio estatal de Concord. Gene no estaba destinado allí —él trabaja en Manchester—, pero siempre he dado por hecho...

A Ig se le revolvieron las entrañas. Si las pruebas forenses recogidas en la escena del crimen no hubieran sido destruidas, habría sido posible determinar su inocencia. Pero habían ardido, y con ellas todas sus esperanzas y todas las cosas buenas que había en su vida. En algunos momentos de paranoia le había dado por pensar que había una conspiración secreta para condenarle y acabar con él. Ahora comprobaba que estaba en lo cierto: había habido fuerzas secretas conspirando contra él, sólo que estaban orquestadas por personas decididas a protegerle.

—¿Cómo pudiste hacer una cosa semejante? ¿Cómo pudiste ser tan estúpido? —preguntó Ig, sin aliento y con un sentimiento de conmoción muy cercano al odio.

—Eso es lo que me pregunto todos los días. La cosa es que cuando el mundo se vuelve contra tus hijos y les saca los dientes, tu deber es interponerte en su camino. Eso es algo que todo el mundo entiende. Pero esto..., Merrin era como una hija para mí. Estuvo viniendo a esta casa todos los días durante diez años. Confiaba en mí. Le compraba palomitas en el cine, iba a sus partidos de
lacrosse,
jugábamos a las cartas. Era preciosa y te quería, y tú le partiste el cráneo. Hice mal en encubrirte. Deberías haber ido a la cárcel. Cuando te veo aquí en casa me dan ganas de borrarte esa estúpida cara de mártir de un guantazo. ¡Como si tuvieras motivos para sentirte desgraciado! Has salido impune de un asesinato. Literalmente. Y encima me has implicado a mí. Me siento sucio. Cuando hablo contigo se me pone la carne de gallina. ¿Cómo pudiste hacerle eso a Merrin? Era una de las mejores personas que he conocido. Desde luego era lo que más me gustaba de todo lo que tuviera que ver contigo.

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