Dame la mano

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Authors: Charlotte Link

Tags: #Intriga, Relato

 

Dos son las posesiones de la familia Beckett: una vieja granja en Scarborough, Yorkshire, y un oscuro pasado que está a punto de salir a la luz.

La sucesiva aparición de los cadáveres brutalmente apaleados de una joven estudiante y una anciana en la costa inglesa de Scarborough constituyen un auténtico quebradero de cabeza para la inspectora Valerie Almond. El misterio al que se enfrenta la obligará a adentrarse en los recovecos de lo que ella considera una turbia trama familiar de amores y rencillas.

Pero la verdad esconde caminos tortuosos que nada tienen que ver con sus conjeturas…

Charlotte Link

Dame la mano

ePUB v1.0

Dirdam
30.07.12

Título original en alemán:
Das andere Kind (El otro niño)

Charlotte Link, 2009

Traducción: Albert Vitó i Godina, 2012

Fotografía de la cubierta: Yolanda Artola y Mark Owen

ISBN: 978-84-9032-074-7

Editor original: Dirdam (v1.0
)

ePub base v2.0

Diciembre de 1970
Sábado, 19 de diciembre

Sabía que tenía que largarse tan rápido como fuera posible.

Era consciente de que estaba en peligro, de que estaba perdida si los habitantes de aquella granja aislada llegaban a percatarse de su presencia.

El tipo apareció ante ella de repente, como si hubiera surgido del suelo, cuando ella ya estaba a punto de llegar a la puerta de la granja para salir corriendo hacia el coche. Era un hombre alto y su aspecto no era tan desaliñado como cabía pensar por lo descuidada que estaba la granja. Iba vestido con unos vaqueros y un jersey, tenía el pelo canoso y muy corto, y sus ojos eran claros y completamente inexpresivos.

Semira tan solo esperaba que no la hubiera visto tras el edificio del establo. Tal vez había descubierto su coche y había acudido a ver quién rondaba por allí. Su única esperanza era actuar de forma convincente, que la viera como inofensiva e ingenua. Y todo eso con el corazón acelerado y con las rodillas temblándole. Tenía el rostro empapado de sudor a pesar del frío intenso que hacía a última hora de esa tarde de diciembre.

—¿Qué está haciendo aquí? —La voz del tipo era tan gélida como su mirada.

Ella probó a sonreírle y tuvo la impresión de que funcionaba.

—Gracias a Dios. Pensaba que no había nadie…

Él la miró de arriba abajo. Semira intentó imaginar lo que él debía de ver en ella. A una mujer menuda y delgada, de menos de treinta años, enfundada en unos pantalones largos, con botas forradas y un grueso anorak. Pelo negro, ojos negros. Piel morena oscura. Esperaba que aquel tipo no tuviera nada contra las paquistaníes. Esperaba que no se diera cuenta de que tenía delante a una paquistaní a punto de vomitar de miedo en cualquier momento. Esperaba que no llegara a percibir el temor que sentía. Semira tenía la sofocante impresión de que aquel hombre era capaz de olerlo.

Él movió la cabeza en dirección al bosquecillo que había al pie de la colina.

—¿Ese coche es suyo?

Había sido un error aparcar allí abajo. Los árboles estaban demasiado dispersos y pelados, por lo que no ocultaban nada de nada. El tipo había visto el coche desde una de las ventanas de la planta superior de su casa y se había preocupado.

Era una idiota. Por haber ido hasta allí sin decírselo a nadie. Y también por aparcar el coche en un lugar visible desde aquella granja perdida, dejada de la mano de Dios.

—Me… me he extraviado con el coche —tartamudeó ella—. No tengo ni idea de cómo he llegado hasta aquí. Entonces he visto su casa y he pensado que podría acercarme a preguntar si…

—¿Sí?

—No conozco bien la zona. —Tenía la impresión de que su voz sonaba absolutamente impostada, demasiado aguda y algo estridente, pero al fin y al cabo él tampoco sabía cuál era su tono de voz habitual—. Lo que quería, de hecho, quería…

—¿Adónde quería ir?

No conseguía pensar en nada.

—A… a… ¿cómo se llama ese sitio…?

Semira se humedeció los labios, los tenía completamente secos. Tenía delante a un psicópata. Aquel hombre debería estar en la cárcel; es más, tendría que estar en una de máxima seguridad; estaba convencida de ello. Jamás debería haber ido hasta allí sola, no había nadie que pudiera ayudarla. Era consciente de lo aislado y solitario que era el lugar en el que se encontraba. No había más granjas por los alrededores, no había ni un alma.

No podía cometer ningún error.

—Quería ir a… —Al fin le vino a la mente un nombre—. A Whitby. Quería ir a Whitby.

—Pues se ha desviado mucho de la carretera principal.

—Sí, eso me parecía.

Semira volvió a forzar una sonrisa que tampoco fue correspondida. El hombre se limitó a seguir escrutándola y, a pesar de la frialdad de aquella mirada, ella percibió cierta desconfianza. El recelo con el que él le hablaba parecía aumentar por momentos.

¡Tenía que largarse de allí!

Se obligó a quedarse quieta a pesar de las ganas que tenía de echar a correr.

—Tal vez podría indicarme cómo se vuelve a la carretera principal.

El tipo no respondió. Sus gélidos ojos azules parecían capaces de atravesarla. De hecho, Semira no había visto en su vida unos ojos tan fríos como aquellos. Fríos como si estuvieran exentos de vida. Se alegró de llevar puesta una bufanda alrededor del cuello porque notaba cómo le temblaba un nervio justo debajo de la mandíbula.

El silencio duró demasiado. El hombre intentaba descubrir algo. No confiaba en ella. Estaba ponderando el riesgo que supondría para él aquella persona tan menuda. Por el repaso que le estaba dando, parecía como si quisiera introducirse en el cerebro de ella.

Entonces, de repente, una expresión de desprecio apareció en el rostro del tipo, que escupió al suelo frente a Semira.

—Negros —dijo él—. ¿Ya habéis llegado hasta Yorkshire?

Ella dio otro respingo. Se preguntaba si era racista o si solo estaba provocándola para despojarla de tantas reservas. Pretendía ponerla en evidencia.

Compórtate como si esta situación fuera de lo más normal, se dijo.

Sin embargo notó cómo crecía un sollozo en el fondo de su garganta y no pudo evitar soltar un sonido ronco. La situación no era normal en absoluto. No tenía ni idea de cuánto más lograría controlar el pánico que estaba a punto de desatarse en ella.

—Mi… mi marido es inglés —dijo.

No tenía por costumbre recurrir a aquello. Jamás se escondía detrás de John cuando se topaba con prejuicios que tuvieran que ver con el color de su piel. Pero el instinto le aconsejó recurrir a esa respuesta. Su interlocutor ya sabía que estaba casada y que, en caso de que le sucediera algo, alguien la echaría de menos. Alguien que no era extranjero, alguien que sabría enseguida lo que había que hacer si una persona desaparecía. Alguien a quien la policía tomaría en serio.

No habría sabido decir si el comentario había llegado a impresionarlo de algún modo.

—Lárgate —dijo él.

No era el momento de reprocharle su falta de cortesía. Ni de preguntarle cuál era su opinión acerca de la igualdad de derechos entre personas de diferentes etnias. Se trataba solo de escapar de allí y de acudir a la policía cuanto antes.

Semira se volvió para marcharse. Procuró caminar con naturalidad en vez de salir corriendo, que es lo que le habría gustado hacer. Prefería que pensara que se había ofendido, pero por nada del mundo quería que supiera que el miedo estaba a punto de superarla.

Ya había dado cuatro o cinco pasos cuando la voz del hombre la detuvo.

—¡Eh! ¡Espera!

Se quedó clavada donde estaba.

—¿Sí?

El tipo se le acercó. Tanto que pudo incluso olerle el aliento. Cigarrillos y leche agria.

—Estabas detrás del cobertizo, ¿verdad?

Semira tragó saliva. Empezó a sudar por todos los poros de su cuerpo.

—¿Qué… qué cobertizo?

Él la miró fijamente. En aquellos ojos tan inexpresivos Semira vio lo que él había visto en los de ella: que lo sabía. Que conocía su secreto.

Ya no tenía ninguna duda.

Semira echó a correr.

Julio de 2008
Miércoles, 16 de julio
1

Vio a la mujer por primera vez cuando se disponía a abandonar la Friarage School para volver a casa. Estaba frente a la puerta abierta, dudaba a ojos vistas si era una buena idea salir con el aguacero que estaba cayendo. Faltaban poco para las seis, y fuera ya había oscurecido bastante para tratarse de una tarde de verano. El día había sido caluroso, sofocante, estaba descargando una tormenta sobre Scarborough y parecía que el mundo entero iba a inundarse. El patio de la escuela estaba desierto. En los baches del pavimento se habían formado ya unos charcos enormes. El cielo estaba lleno de nubes terriblemente cargadas, de un color azulado oscuro.

La mujer llevaba puesto un vestido de verano floreado que le cubría las piernas hasta las pantorrillas, algo pasado de moda pero adecuado para el tiempo que había hecho antes de que empezara el temporal. Tenía el pelo largo y de color rubio oscuro, recogido en una trenza, y llevaba una especie de bolsa de la compra en la mano. No tenía aspecto de profesora. Pensó que tal vez sería nueva. O puede que fuera una alumna.

Hubo algo en ella que lo atrajo lo suficiente como para acercársele y dirigirle la palabra. Quizá fue aquella apariencia tan anticuada. Al principio pensó que debía de rondar los veinte años, pero su aspecto era absolutamente distinto del que tenían las chicas de esa edad. No es que se hubiera sentido electrizado como hombre al verla, pero se había quedado prendado de algún modo. Quería saber cómo era su cara, su voz. Si de verdad representaba un contraste respecto a su época y su generación.

En cualquier caso, quería saberlo. Las mujeres lo fascinaban, y después de haber conocido prácticamente a todo tipo de féminas, lo fascinaban en particular las más inusuales. Se acercó a ella.

—¿No tiene paraguas? —le preguntó.

En ese momento no tuvo la impresión de haber sido precisamente muy original. Pero visto el diluvio que estaba cayendo, la pregunta había surgido de forma natural.

La mujer no se había dado cuenta de que se le había acercado y se sobresaltó. Se volvió para mirarlo, y enseguida constató que se había equivocado: no solo superaba la veintena, sino que debía de estar en la mitad de la treintena, tal vez era incluso mayor. Le pareció simpática, si bien muy discreta. La tez pálida, sin maquillar. No era ni guapa ni fea, pero era de ese tipo de mujeres en las que difícilmente te fijas más de dos minutos seguidos. Llevaba el cabello bastante descuidado, peinado hacia atrás y sin flequillo. No tenía ningún rasgo característico que la diferenciara del montón; de hecho, parecía no tener ni idea de cómo resultar más atractiva.

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