De los amores negados (19 page)

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Authors: Ángela Becerra

Tags: #Novela

Mientras David hablaba, una química especial les fue envolviendo a los dos, atándoles desde los ojos. No paraban de intercambiarse historias. En todo eran coincidentes. Lo que le gustaba al uno lo corroboraba el otro. De pronto a David se le ocurrió la idea de pasear por el barrio indio. Como si le hubiese leído el pensamiento, Fiamma había pensado que ir con él por aquellos exóticos puestecitos le habría encantado. Lo veía espiritual. Le olía a esencias raras, como venidas de algún país oriental. Aceptó sin dudarlo. Había olvidado por completo que estaba casada. Su exaltación de niña le había borrado de un tirón la sensatez de adulta. Ahora quería reír, ver, oler, saborear, tocar, experimentar con alguien el bienestar que le producía pasearse por entre las locuras indias. Quería la alegría sencilla de la vida, pero no vivida en soledad sino compartida con un ser que ella empezaba a adivinar idéntico a ella. Sin pensárselo más se levantaron, seducidos por la idea de recorrer el mercadillo; era viernes y los viernes solían ser muy especiales en ese lugar.

Allí se maravillaron con los monos que saltaban por encima de sus cabezas. Encontraron una niña de ojos azabache vendiendo collares de flores para ofrecerlos al dios del único templo hindú que tenía el barrio, y Fiamma se quedó con uno de orquídeas lilas que David delicadamente colgó en su cuello. Entraron en una pequeña tienda que estaba a reventar de estatuillas de dioses hindúes. Sin saber que Fiamma coleccionaba estas deidades, David eligió de una vitrina una bella escultura tallada en madera. Era la imagen del dios Siva haciendo el amor con Parvati. Una pequeña figura de extrema delicadeza. La pequeña Parvati descansaba con sus piernas abiertas sobre el regazo de Siva, mientras sus brazos rodeaban con dejadez el cuello de su amado. Fiamma insistió en pagarla, pero él no aceptó. Una vez envuelta se la entregó. Ella no pudo reprimir su alegría de niña ante el regalo y se lanzó a darle un inocente beso, que en el aturdimiento terminó por rozar sin intención los labios de David. Se quedaron mirando, derramándose las ganas encima. Ella se separó de él, evitando sentir la cercanía de su cuerpo; acababa de descubrir que le alteraba la sangre.

Aprovechando que esa noche Fiamma tardaría en llegar, Martín había decidido volver a verse con Estrella. Esa madrugada se había esfumado de su casa y en todo el día no la había llamado. Con las ganas reventadas y acrecentadas por el éxito de la noche anterior, se reunieron de nuevo en el ático de Estrella, que volvió a convertirse en guarida de enamorados furtivos. Allí les faltaba tiempo para demostrarse su amor. Se veían perfectos, el uno para el otro. Esa falta de horas ayudaba a que lo vieran todo más difícil, a que su historia se fatigara de dolor. La frustración de no poder vivirse las veinticuatro horas del día actuaba como gasolina incendiaria. La negación les llevaba a sentir cada beso como si fuera el último. Terminaron con las bocas ensangrentadas de tanto morderse los dolores. Empezaron a crear estrategias de lo más variadas para poder verse cada noche. Se les convirtió en una obsesión el deseo de amanecer juntos y mezclar sus alientos entre albores de almohadas. No habían vuelto a aparecer por la capilla de Los
Ángel
es Custodios, y con la desaparición de ellos habían regresado los encarnizados rezos del fraile a san Antonio, quien al ver que las semanas pasaban sin ningún gesto había optado por amenazar al santo con cambiarse a santa Rita.

Así fueron transcurriendo las semanas. Martín se inventó un larguísimo trabajo nocturno; la creación de varios suplementos, uno para cada día de la semana, con los cuales sorprendería al editor, además de la posible creación de pequeñas gacetas de barrio que habría de ocuparle muchas noches. Le había dicho a Fiamma que, como el proyecto era secreto, en el diario lo desconocían casi todos. Con ello, se cubrió las espaldas de una posible indagación por parte de su mujer.

Terminaron por cancelar las cenas de los jueves en El jardín de los desquicios, pues se les habían convertido en ritual obligado, y desde hacía mucho ninguno de los dos disfrutaba de esas noches. Salvo los fines de semana, de lunes a viernes prácticamente ni se veían.

Para Fiamma esto supuso una tranquilidad; en el fondo necesitaba estar sola. Lo que le estaba pasando la tenía muy confundida. Desde la noche del beso rozado en el mercadillo indio se sentía culpable; aunque no había pasado nada entre ella y David Piedra, Fiamma no era capaz de mirar a los ojos de su marido sin sentir una punzada de angustia. Evitó durante muchos días verse con David, hasta que éste descubrió el número de su teléfono móvil y el de su consulta. Ella le había suplicado que no le llamara al trabajo y él había respetado a rajatabla su petición. A cambio, empezaron a verse cada tarde en la garita del baluarte de la Santa Inocencia que quedaba pegado a la torre de reloj. Se les escurrían los minutos observando las sombras del atardecer proyectadas sobre las murallas. Los agujeros de las rocas lejanas por donde se colaba el mar. Sus pensamientos iban y venían con las espumas de las olas. Se convirtieron en almas inseparables de sentires llanos y sencillos. Disfrutadores de castos momentos. En el fondo, David esperaba sin prisa a que surgiera un cambio en la relación de ella hacía él; estaba convencido que, en una parte escondida, ella guardaba el amor para él; pero como en ese momento sólo tenía acceso a la amistad, y él siempre había sido un solitario empedernido, había decidido esperar, estando atento a cualquier cambio, por muy sutil que éste fuera. Por su parte, Fiamma se relajó de su culpabilidad, pensando ingenuamente que lo que estaba viviendo con David era algo puro, sin ningún atisbo de deseo. Decidieron jugar como niños a ser amigos del alma, sin que el cuerpo interviniera para nada en los encuentros. Sólo valiéndose de él para desplazarse por los sitios. Como si fueran seres asexuados. David se sentía repleto de gozo. La mujer que él tanto había esculpido no era un sueño; era la realidad más maravillosa que jamás hubiera imaginado. Sufría del síndrome de
Pigmalión
. Se había enamorado de una mujer imaginaria y el cielo le había regalado el milagro de tenerla cerca en carne y hueso. ¿Qué más podía pedirle a la vida?

Esas frugales tardes de observación les fueron llevando sutilmente a la clara cristalización de sus fantasías. En Fiamma fue el regreso a su ilusión temprana; el reflorecimiento de su anhelo infantil de dedicar su vida al arte. Garmendia del Viento ofrecía, como ningún otro lugar, una magistral visión de luz y sombra. Tanta piedra virgen, agua, tejados, agujeros, recovecos, balcones, plazas, iglesias y torrecillas, eran un suculento banquete para los ojos. Con el caer de la tarde, la abrasadora luz del sol empezaba a deslizarse entre palmeras como reina majestuosa, dejando a su paso perfiles de despeinadas sombras en la arena, que con el viento terminaban por crear una danza negra, como si se tratara de una obra de teatro japonés. De todo esto, los ojos de Fiamma y David se iban alimentando. Esas tardes bendecidas de brisa y sal bautizaron las ganas de Fiamma de amasar barro. Volvió a buscar en el suelo piedrecitas con formas raras; a rellenar sus bolsillos con cuanta cosa llamaba su atención. Por las noches llegaba a casa, como cuando era niña, con los pantalones a reventar. Se consiguió una caja de madera donde empezó a guardar todo lo que recolectaba con David en los crepúsculos. Ahora no tenía a su madre para que le tirara a la basura sus «tesoros» callejeros. Se empezó a sentir con ganas de vivir la vida. Por la mañana se levantaba ilusionada, cantarina y erguida; aquella posición encorvada de los últimos tiempos había dado paso a una altiva elegancia, propia de las personas realizadas.

Su comunicación con Martín se limitada estrictamente a formalidades; lo había notado feliz y dicharachero, y esa alegría la atribuyó inmediatamente a la realización de aquellos proyectos nocturnos en los que estaba tan inmerso. La frialdad que soportaban como pareja era calentada individualmente por otros sistemas. No habían vuelto a hacer el amor, pero tampoco les hacía falta.

Fiamma se iba sumergiendo cada vez más en las páginas blancas de su pequeño diario. Los fines de semana salía desde muy temprano a los acantilados para respirar el aire fresco y cargarse de energía marina. Solía hacer meditación sentada sobre su roca favorita, acampanada por el sonido del silencio y alguno que otro grito que a esas horas mañaneras le regalaba una gaviota hambrienta. Allí se sentía dueña del mundo; lo había convertido en su santuario personal. Era un escondite desconocido por todos, menos por su marido, que hacía años había dejado de asomarse por ahí. Una vez se había desnudado, y con los brazos abiertos había recibido el amanecer, haciendo una ceremonia personal de salutación al sol, imitando las ceremonias de los hindúes. Aquel día se había sentido plena, reina absoluta de la naturaleza. Jamás había querido desvelarle a otros ese rincón abierto al mar, pues le gustaba tener una parcela personal donde dejarse ir sin testigos ni juicios. Siempre había creído que todos los seres humanos debían guardarse para sí un espacio íntimo, por pequeño que éste fuera; una zona donde sólo reinara la individualidad; donde se guardaran aquellos anhelos imposibles de compartir con ningún otro ser, para preservarlos del tiempo y el rumbo que pudiera tomar la vida. Era en ese lugar donde sus diarios de portadas de colores se habían ido cargando de letras y dibujos. Ahora iba llenando, con sus sensaciones, el de la portada roja. Mientras observaba, no paraba de tomar apuntes de troncos retorcidos, buscando en ellos el alarido de una boca, manos crispadas suplicantes, ojos saltones, algún talle de mujer; una curva, óvalo o rectángulo que le manifestara algo. Descubrió por la gracia del sol, en la base de un gran tronco, los torsos abrazados de una pareja besándose. Los dibujó como pudo y debajo escribió «El beso». Le dieron ganas de esculpirlos tal como los había visto. Recordó la proposición que le había hecho David Piedra de enseñarle a trabajar el fango; se entusiasmó con la idea de hacerlo, y aunque se sentía vieja para ese tipo de experiencias pensó en probarlo, ya que a esas alturas no tenía que demostrarle nada a nadie, pues su carrera como sicóloga ya estaba hecha y en ella había triunfado plenamente.

Últimamente había notado que, cuando pensaba en David, se le agitaba de golpe el corazón, pero inmediatamente ponía en orden los pensamientos y lo situaba en el plano de la amistad cordial que habían ido construyendo y que les estaba regalando tanta belleza interior, los latidos volvían a caminar a ritmo sereno. Mientras saboreaba la idea de hundir sus manos en tierra una paloma roja vino a posarse en su hombro. Era la primera vez que se topaba con una de ese color. El recuerdo de su querido palomo muerto la invadió de tristeza, pero como la paloma no se iba de su hombro por más que ella se movía, resolvió distraer la pena hablando con ella. Comenzó por contarle lo que estaba pensando hacer; le dijo que si se quedaba con ella le llamaría
passionata
, y empezó a repetir este nombre observando como la paloma giraba su cabeza, como si le escuchara atentamente. Probó a levantarse pensando que la paloma se espantaría al perder estabilidad, pero las patas se le agarraron a la camisa, así que decidió llevarla consigo hasta donde ella quisiera ir. Dejó que la mañana la absorbiera con todas sus bienaventuranzas; sintió unas ganas irreprimibles de bañarse en el mar, así que sin pensarlo dos veces bajó por la escalera esculpida en la roca hasta llegar abajo de todo. Desde allí examinó la piedra donde antes había meditado. Era como un embarazado útero gigante que paría feroces cascadas de agua. Nunca se había dado cuenta de la perfección del descomunal pedrusco, semejante a una escultura de Henry Moore. Le hubiera gustado compartir esa visión con David. Mientras sus ojos lo escudriñaban todo tropezó con la mirada de la paloma roja que desde arriba la observaba intrigada. Se quitó la ropa y poco a poco se sumergió en las tibias y cristalinas aguas, dejando que el agua la acariciara. Había olvidado el goce de sumergirse desnuda en ese infinito mar azul a plena luz del día y nadar libre, arropada por la soledad de la piedra. Ahora sabía por qué era su sitio favorito. Era el útero cálido y acuoso que la protegía de la vida.

Cada vez que iba a la consulta de Fiamma la euforia de Estrella llenaba la sala de aires triunfales. Su historia con
Ángel
iba viento en Popa. No había vuelto a faltar ni un solo día a las citas con su sicóloga. Desde que entraba no paraba de hablar, con tal algarabía que Fiamma tenía que serenarla, haciéndole inhalar vapores calientes de eucalipto. Ahora la vida con
Ángel
había ido cogiendo una romántica rutina diaria de encuentros, charlas y cuerpos. Se la pasaba ebria de ganas y deseos. De aquellas noches donde se sumergía en bloques de hielo para enfriar calenturas había pasado a los revolcones de sábanas y al agotamiento frugal de cuerpos tocados. Se sabía de memoria el libro que Fiamma le había dejado para inventar noches de desnudos placeres; ahora, El goce de amar era su lectura de cabecera y no paraba de hacer prácticas de todas sus páginas. Se había convertido en una amante consumada. Trataba de sorprender a
Ángel
con situaciones que más parecían sacadas de alguna película que sentidas en realidad, pero con ello enloquecía de placer a su amado. Entre risitas cómplices le contó que una noche, después de haber visto un póster de Marlene Dietrich se le había ocurrido la idea de esperar a
Ángel
vestida sólo con un sombrero de ala caída, un bigote postizo estilo hitleriano y unos ligueros que aguantaban unas medias negras de rejilla; al llegar
Ángel
, ella había dejado sonar la canción
Lili Marlene
, imitando con sus gestos a la actriz y haciendo un doblaje perfecto de su voz. Le dijo que habían acabado llorando de risa, con el bigote pegado arriba de su ombligo, que
Ángel
había terminado por convertir en una cara, pintándole alrededor ojos y nariz.

Fiamma había llegado a la conclusión de que Estrella estaba viviendo el florecimiento tardío de su sexualidad, algo que le estaba sirviendo para curarle el trauma producido por su marido violador. Estrella consumía esas semanas con descargas físicas de orgasmos múltiples. Fueron días en que sólo habló de la satisfacción que le producía el amor corporal que estaba viviendo con
Ángel
. Mientras la escuchaba, el interior de Fiamma se revolvía en una sana envidia; empezó a fantasear con tener esos momentos, ya no con su marido sino con David; se imaginó desnuda delante del escultor; al pensarlo, la mariposa que dormía entre sus piernas de golpe se despertó. Sintió un ligero aleteo en su sexo; una palpitación que le había recordado que también estaba viva de cintura para abajo. Fantaseó ideando un tipo de sexualidad con David muy diferente del que le contaba Estrella; más en consonancia con lo que estaba viviendo en esos momentos de encuentros crepusculares de alma; un sexo liviano, que levitara ingrávido, invitando a la floración de espíritus. Creía que el amor no tenía que disfrazarse de panteradas para alcanzar su plenitud carnal. Soñaba con una entrega romántica y lenta, pero no por ello menos intensa y gloriosa. Había hecho todo un estudio sobre el amor tántrico, aquel que ponía a participar todos los sentidos, pero se lo había reservado para ella sola, con un egoísmo inusual; ni siquiera lo había explicado a ninguna de sus pacientes, pues en eso quería ser precursora; siempre había pensado que un día se daría la ocasión de probarlo con Martín, aunque nunca había encontrado el momento perfecto para introducirlo de manera fluida sin que pareciera la aplicación formal de un método y fuera a restarle color y sentimiento. Ahora le parecía mucho más fácil llegar a ello con David Piedra. Al tiempo que hacía todas estas reflexiones cayó en cuenta de algo que le estaba sucediendo cada vez con mayor frecuencia: a raíz de sus encuentros con el escultor, su atención hacia las pacientes había disminuido considerablemente. Muchas tardes, cuando se iba acercando la hora de verse con David, se sorprendía observando los labios de éstas, sin que sus oídos percibieran ni una sola palabra. Había dejado de escuchar a los demás. Se perdía en su elevada distracción y sólo volvía en sí cuando descubría los ojos suplicantes de la paciente, esperando algún tipo de anotación a su perorata desatada; entonces se veía en calzas prietas para coger el hilo. Desde su juventud Fiamma no había vuelto a sufrir de esas idas; ahora esa situación le recordaba a su aburrida y calva profesora Rachel, siempre con su impresionante y enlacada peluca, cuya voz monocorde y baja había terminado por no escuchar y, para sobrevivir a esas eternas horas de suplicio, como válvula de escape, a Fiamma le había tocado inventarse viajes fantásticos por su amada y desconocida India. Esas elevadas de cabeza le habían costado muchos ceros y convalidaciones a finales de año. Claro que se había desquitado a fondo, pues un día se había conseguido un loco artilugio; una dentadura postiza caminadora que, al accionar un botón, empezaba a carcajearse y caminar de manera tan desquiciada que hacía reír al más huraño y antipático. Así, una mañana, en plena clase de aburrimiento, Fiamma había hecho sonar la dentadura, haciendo salir de casillas a la profesora, quien empezó a perseguir como loca la dentadura entre los pupitres, buscando atrapar la alocada risa para acallarla de un pisotón, como si se tratara de una obscena cucaracha. La escena produjo en todas las alumnas un desmadre general. Se morían de la risa contemplando el corre-corre de su iracunda profesora, que acabó con la peluca torcida a punto de caer, caminando en altibajos, pues en la carrera había perdido el tacón de uno de sus zapatos, vociferando arrebatados castigos, cada cual más loco e imposible de cumplir, mientras la infernal risa continuaba haciendo de las suyas por entre las patas de los asientos. Habían pasado muchos años desde aquel día. A veces Fiamma se encontraba por la calle con su profesora Raquel, ya muy anciana, quien nunca la perdonó, y sólo verla volvía a castigarla y a insultarla en público, la mayoría de las veces mandándola al carajo a grito pelado.

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