Deja en paz al diablo (15 page)

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Authors: John Verdon

Tags: #Intriga

Gurney procuró no hacer caso del comentario.

—Entonces, ¿a qué tienes acceso?

Hardwick se aclaró la garganta con una meticulosidad que revolvía el estómago.

—Atestados originales, identificación e información biográfica de las víctimas, fotografías del daño que las balas de gran calibre causan a caras y cráneos… Por cierto, hablando de eso, recuerdo que una de las víctimas, una mujer muy elegante del negocio inmobiliario, perdió grandes porciones de la mandíbula y la cabeza por un balazo de la Desert Eagle. Un joven del equipo de recogida de pruebas que estaba peinando la escena del crimen descubrió algo que nunca olvidará. Un trozo del lóbulo de la oreja de la señora, del tamaño de una moneda de diez centavos; estaba colgando de la rama de un arbusto de zumaque junto a la carretera, con su gran diamante todavía allí. ¿Te lo imaginas, campeón? Es la clase de cosas que tienden a quedarse en la memoria. —Hizo un momento de pausa, como para que Gurney pudiera recrear bien aquella imagen—. Bueno, la cuestión es que tenemos montones de detalles como ese, además de los hallazgos del forense, informes de los equipos de recogida de pruebas, hasta el culo de informes de laboratorio, informes de investigación, perfil del asesino de la Unidad de Ciencias de Comportamiento del FBI, tal y cual, toneladas de mierda variopinta, alguna accesible y otra no. ¿Qué estás buscando?

—¿Qué te parece todo lo que puedas enviarme sin demasiados problemas?

Hardwick respondió con su risa de lija.

—Todo en lo que el FBI está implicado puede suponer un problema. Son una panda de capullos arrogantes, politizados y obsesionados por el control. —Hizo una pausa—. Haré lo que pueda. Te enviaré un par de cosas ahora mismo y otras más tarde. No dejes de mirar el correo electrónico. —Hardwick era siempre más servicial cuando se trataba de romper ciertas normas y pisar algún juanete.

—Por cierto —dijo Gurney—, acabo de salir de una reunión con el señor Clinter.

La risa de Hardwick estalló otra vez, más alto.

—¿Maxie te ha causado impresión?

—¿Alguna vez has visto su casa?

—Huesos, serpientes, Hummers y mierda de caballo. ¿Es el sitio del que estás hablando?

—Me da la impresión de que no le das mucho peso a las peroratas del señor Clinter.

—¿Tú sí?

—No lo sé. Tiene un componente psicótico, pero creo ver una parte de actor que quiere pasar por psicótico. Es difícil establecer la frontera. Mencionó el estrés postraumático. ¿No sabrás por casualidad si eso surgió del accidente que tuvo cuando estaba borracho y que le costó el despido?

—No, fue en la primera guerra del Golfo. Según cuentan, una ráfaga de fuego amigo desde un helicóptero voló a un tipo que estaba a su lado. Al parecer, Maxie lo superó, pero quizá se le quedó dentro, no sé. Es probable que todo resurgiera con el caso del Buen Pastor. ¿Quién sabe? Quizás esa noche pensó que estaba disparando a un puto helicóptero.

—¿Alguien prestó atención a sus teorías sobre el caso?

—No tenía teorías. Tenía ideas absurdas basadas en lo primero que se le ocurría. ¿Alguna vez has escuchado a un loco explicar que el número de patas de una silla multiplicado por el número místico siete da el número de días de un mes lunar? Maxie estaba hasta las orejas de todo tipo de chorradas.

—Así pues, ¿no crees que tuviera nada que aportar?

Hardwick gruñó, pensativo.

—Lo único real que Maxie aporta a la mesa es odio, obsesión y una inteligencia completamente desquiciada.

Gurney se había encontrado antes con esa combinación y, sin duda, conducía al desastre.

Un cuarto de hora más tarde, después de atravesar las colinas bucólicas que separaban el lago Cayuga del lago Owasco, paró en una gasolinera con supermercado, justo en la salida de Auburn, para llenar el depósito y recargar su cerebro con un café bien cargado. Según el reloj del salpicadero eran las 13.05.

Después de recoger el recibo de la gasolina, aparcó en un rincón de la zona de aparcamiento, lejos del surtidor, para tomarse su café y planear su entrevista con Meese-Montague.

Sonó su teléfono. Era un mensaje de texto: «Mira tu mail».

Cuando lo hizo descubrió un mensaje de Hardwick. El asunto del mensaje decía: «Mira documentos adjuntos: atestados (7), complemento de movimientos previos, informes ViCap, resumen de elementos comunes, imágenes de las víctimas preautopsia».

El título de cada uno de los atestados estaba compuesto de un número entre el uno y el seis, que aparentemente designaba su lugar en la serie, y el apellido de la víctima. Gurney seleccionó el documento 1-VILLANI, y empezó a hojear las cincuenta y dos páginas.

Se incluían las observaciones del agente que llegó al lugar el primero, diagramas de la escena del crimen, fotografías del sitio, una reconstrucción de los hechos basada en las pruebas con una explicación hipotética, informe de daños de vehículos, informe de recopilación de pruebas, lista de unidades y oficiales que acudieron, informe preliminar del forense y una lista de test de laboratorio pendientes.

Si este primer atestado era representativo de los otros en longitud y detalle, tendría que leerse unas trescientas cincuenta páginas. No era algo que fuera a hacer en la pantalla de tres pulgadas de su teléfono móvil.

Volvió a la lista de adjuntos y seleccionó el documento «Elementos comunes», que detallaba los factores que relacionaban los seis homicidios entre sí. Le gustó ver una página con trece puntos concisos.

1.
Los ataques ocurrieron en fines de semana consecutivos, entre el 24 de marzo y el 8 de abril de 2000.

2.
Los ataques se produjeron en un periodo de dos horas: de las 21.11 a las 23.11.

3.
Los ataques ocurrieron en un área de 300 por 80 kilómetros que se extendía desde el centro del estado de Nueva York hasta Massachusetts.

4.
Los ataques se produjeron en curvas hacia la izquierda con buena visibilidad hacia delante.

5.
Velocidades de vehículo moderadas (74 a 93 km/h) en el momento de los disparos.

6.
Escaso o nulo tráfico, sin testigos conocidos, sin cámaras de vigilancia conocidas, sin estructuras comerciales o residenciales cercanas.

7.
Los ataques se produjeron en carreteras rurales secundarias que unían carreteras importantes con zonas residenciales de clase alta.

8.
Vehículo de la víctima: Mercedes negro último modelo, de clase superlujo (precio recomendado de venta al público entre 82.400 y 162.760 dólares).

9.
Un único disparo en la cabeza del conductor, daño cerebral masivo, muerte prácticamente instantánea.

10.
Distancia estimada del asesino a la víctima en cada caso: de 1,80 a 3,60 metros.

11.
Todas las balas recuperadas Action Express calibre 50, de uso exclusivo para la pistola Desert Eagle.

12.
Animales de plástico de un juego popular depositados en las escenas de los crímenes. Orden de aparición: león, jirafa, leopardo, cebra, mono, elefante.

13.
Conductor-víctima varón en 5 de 6 ataques.

Todo aquello planteaba una serie de preguntas. Cerró el archivo de «Elementos comunes» y abrió «Imágenes de la víctima preautopsia», esbozando una mueca ante la idea de lo que iba a ver. Había doce fotografías, dos de cada víctima: una estaba tomada en el vehículo en la escena del crimen; la otra era un primer plano de la cara en la mesa de autopsias.

Gurney hizo chirriar los dientes y avanzó a través de la galería de fotos del horror. Le recordaron otra vez que los policías y el personal de urgencias compartían el dudoso privilegio de conocer algo que el noventa y nueve por ciento de la población nunca sabría: lo que una bala expansiva de gran calibre puede hacerle a una cabeza humana. Puede reducirla a algo asombrosa y nauseabundamente ridículo. Puede darle a un cráneo forma de casco destrozado, convertir el cuero cabelludo en una gorra torcida sobre la frente. Puede reordenar una cara en una mueca de humor o sorpresa. Puede doblarla en una expresión de cómic de la idiotez y la atrocidad. Puede hacerla explotar por completo, dejando solo una mancha pastosa de sesos y dientes.

Gurney cerró el archivo de fotos, salió del programa de correo y cogió su café. Estaba frío. Aun así, tomó unos cuantos sorbos; luego lo dejó a un lado y llamó a Hardwick.

Una cosa que le gustaba de aquel tipo era que prefería contestar antes de que se conectara el buzón de voz.

—¿Qué coño pasa ahora, Sherlock?

—Gracias por los datos. Has sido rápido.

—Sí. ¿Qué quieres ahora?

—He llamado para darte las gracias.

—Mentira. ¿Qué quieres?

—Quiero lo que no hayas anotado.

—Parece que piensas que sé más de lo que sé.

—Nunca he conocido a nadie con mejor memoria que tú. Parece que la mierda se te pegue al cerebro, Jack. Podría ser tu mayor virtud.

—Vete a tomar por el culo.

—Gracias. Y ahora, ¿puedes hacerme un breve retrato de las víctimas, quizá de dónde venían cuando les dispararon?

—Primer ataque, Bruno Villani. Bruno y su mujer, Carmella, volvían de un bautizo en Long Island a su propiedad rural en Chatham, Nueva York. En realidad el bautizo servía para presentar sus respetos a colegas de negocios. Bruno no pensaba en nada más que en dinero y negocios. Hubo rumores de que Bruno podría haber estado relacionado con la mafia, pero probablemente no más que un montón de tipos de la industria de la construcción de Nueva York, y los rumores casi seguro que lo beneficiaron. La bala entró por la ventanilla lateral de su Mercedes, le arrancó una tercera parte de la cabeza, alcanzó a Carmella y la dejó en coma. El hijo Paul y la hija Paula, de casi treinta años entonces, parecían legítimamente destrozados, así que a lo mejor papá tenía algunas buenas cualidades. ¿Esta es la clase de datos que buscas?

—Lo que se te ocurra.

—Muy bien. Segundo ataque. Carl Rotker se dirigía a casa, en un barrio privado cerca del puerto de Bolton, en la orilla oeste del lago George, desde su enorme tienda de material de fontanería en Schenectady. Como solía ocurrir con Carl, su ruta se había alargado por un desvío hasta la casa de una mujer brasileña a la que le doblaba la edad. En el Mercedes sonaba a todo trapo
My way
, de Sinatra. Lo sabemos porque el puto disco seguía sonando cuando la policía encontró el coche volcado junto a la carretera y con la mitad de la sangre de Carl encharcando el interior del techo. ¿Quieres más?

—Todo lo que puedas darme.

—El tercero. Ian Sterne era un dentista de mucho éxito, propietario y principal promotor de una clínica sumamente rentable que empleaba a más de una docena de profesionales en el Upper East Side de Manhattan. Ortodoncia, prostodoncia cosmética, cirugía plástica y maxilofacial; más que nada era una fábrica que producía sonrisas perfectas y pómulos perfectos para gente con ganas de pagar el dinero que tenían por la belleza que les faltaba. El doctor en sí, una criatura arrugada, parecía un lagarto listo. Tenía una bonita relación artística con una joven pianista rusa en Juilliard. Rumores de matrimonio. Un final divertido: cuando la gran bala destrozó la corteza cerebral de Ian y el gran Mercedes negro clase S terminó hundido hasta el tapacubos en un arroyo cercano, lo primero que vio claramente el primer agente que llegó (justo por encima del agua, iluminado por las luces intermitentes de emergencia que se encendieron por el impacto) fue la matrícula de Ian: A SMILE 4U. ¿Aún no has tenido bastante?

—Ni mucho menos, Jack. Eres un narrador nato.

—Número cuatro. Sharon Stone, agente inmobiliaria cañón con un nombre increíble. Se dirigía a su casa en el pequeño pueblo de Markham Dell desde una gran fiesta con amigos poderosos del Gobierno del estado. Vivía en una preciosa casa colonial antigua con su hijo gay de veintisiete años y un jardinero musculoso. Se rumoreaba insistentemente que el tipo estaba liado con la madre y con el hijo. La señora Stone era propietaria del lóbulo de la oreja del que te he hablado antes. —Hardwick hizo una pausa, como esperando una reacción.

—Adelante —dijo Gurney.

—El quinto era James Brewster, un gran médico experto en cirugía cardiaca. El talento, la reputación y la obsesión por el trabajo del hombre lo hicieron rico, acabaron con sus dos primeros matrimonios y convirtieron a su hijo en un ermitaño amargado que no quiso hablar con él durante años y que parecía feliz de que estuviera muerto. En esa última noche se dirigía desde el Albany Medical Center a su casa de las suaves colinas gentilmente adineradas de Williamstown. Con el control de velocidad de su Mercedes AMG coupé programado, el médico estaba dictando su respuesta a una invitación para presentar una reunión de experto en cirugía cardiaca en Aspen. Las astillas de la grabadora que estaba usando quedaron esparcidas con sus sesos por todo el asiento del pasajero. El hecho de que ocurriera a tres kilómetros de la frontera estatal de Massachusetts fue lo que, finalmente, hizo que el FBI se sumara al circo.

—¿EL DIC no lo vio como un gran plus?

Esta vez la risa sonó tuberculosa.

—Bueno, eso nos lleva al gran final. Número seis. Harold Blum estaba lejos de la cima de la abogacía. A sus cincuenta y cinco años ya no iba a subir mucho más. Harold era la clase de tipo que se desvivía por dar la impresión de que todos sus esfuerzos estaban dando frutos. Según su mujer, Ruthie, que tenía mucho que decir, era el consumidor perfecto, siempre haciendo compras más allá de sus posibilidades, como si esas posesiones pudieran cambiar algo o al menos atraer mejores clientes. Ella parecía quererle mucho. Esa noche, Harold volvía desde su oficina de Horseheads a su casa del lago Cayuga, conduciendo su sedán Mercedes brillante, cuyo
leasing
, según su mujer, ya lo estaba ahogando. Por lo que se extrae de la reconstrucción del accidente, el Buen Pastor, fiel a su estilo, apareció en su costado izquierdo y disparó un solo tiro. El córtex visual de Harold probablemente voló en pedazos antes de que pudiera registrar el destello del cañón.

—¿Y es ahí donde Max Clinter entra en escena?

—Entra en escena con un chirrido de neumáticos. Maxie oye el disparo que mató a Blum alto y claro. Mira por la ventanilla de su coche aparcado a tiempo de divisar el Mercedes de Blum derrapando en el arcén y las luces traseras del segundo vehículo que huye a toda velocidad. Así que mete la marcha en su Camaro SS de trescientos veinte caballos y da un volantazo desde detrás de un arbusto de rododendros para entrar en la carretera estatal y empezar una persecución, quemando los neumáticos. El problema es que Max no está solo y no está sobrio. Aunque está casado y tiene tres hijos, en el asiento del pasajero hay una chica de veintiún años que ha conocido una hora antes en uno de los bares universitarios de Ithaca y con la que estaba follando en su coche detrás de los rododendros. Pisa a fondo el acelerador (el Camaro va a unos ciento ochenta), pero no tiene ni plan ni móvil ni idea racional de lo que está haciendo. Esto es una persecución pura, primitiva, animal. La chica empieza a llorar. Él le dice que se calle. El tipo que tiene delante se está escapando. Llegados a este punto, Maxie ha perdido el juicio a causa del alcohol, el ego y la adrenalina. Mete la mano en la chaqueta, saca su Glock calibre cuarenta, baja la ventanilla y empieza a disparar al vehículo que tiene delante. Una locura. Una locura de alto riesgo y locamente ilegal. La chica está gritando, Maxie está perdiendo la cabeza por completo, el Camaro derrapa.

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