Deja en paz al diablo (17 page)

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Authors: John Verdon

Tags: #Intriga

El documento concluía con una lista de artículos periodísticos relacionados con campos como la lingüística, la psicometría y la psicopatología forenses. A continuación había una lista de libros profesionales, obra de autores con muchos doctorados:
La sublimación de la rabia, Represión sexual y violencia, Estructura familiar y actitudes sociales, Patologías fomentadas por el abuso, Cruzadas sociales como expresión de trauma temprano
. El último de la lista era:
Asesinato en serie impulsado por una misión
, de la doctora Rebecca Holdenfield.

Gurney pasó al inicio del documento y lo leyó todo una vez más, haciendo lo posible por mantener su mente abierta a cualquier posibilidad. Era difícil. Las conclusiones no tan científicas como pretendían, envueltas en lenguaje científico, así como la petulancia académica general de la escritura, le provocaron las mismas ganas de discutir que le provocaba cualquier perfil que leía.

Por sus más de dos décadas de experiencia en Homicidios, sabía que los perfiles eran ocasionalmente precisos, u ocasionalmente equivocados por completo, pero sobre todo desiguales. Hasta que terminaba el caso nunca sabías si tenías un buen perfil o no; y, por supuesto, si el caso no se cerraba, nunca llegabas a saberlo.

Pero no era solo la falibilidad de los perfiles lo que le molestaba, sino la incapacidad de muchos de sus creadores y usuarios para reconocer esa falibilidad.

Se preguntó por qué se había sentido tan ansioso por leer ese perfil, por qué no podía esperar hasta más tarde, teniendo en cuenta que tenía muy poca fe en ellos. ¿Se debía a su peculiar estado de ánimo? ¿A que deseaba rebatir algo? ¿A que necesitaba discutir sobre algo? ¿Era el mismo impulso que lo empujaba a leer a columnistas políticos con los que no comulgaba?

Negó con la cabeza, enfadado consigo mismo. ¿Cuántas preguntas absurdas se le podían ocurrir? ¿Cuántos ángeles podían bailar en la cabeza de un alfiler?

Se recostó en la silla y cerró los ojos.

Los abrió con un sobresalto.

El reloj del salpicadero indicaba que eran las 17.55. Miró calle abajo, a la casa en la que vivía Meese. El sol estaba bajo en el cielo y la casa quedaba a la sombra del arce gigante que había delante.

Bajó del coche y caminó unos cien metros. Se acercó a la puerta de Meese y escuchó. Estaba sonando alguna clase de música tecno. Llamó. No hubo respuesta. Llamó otra vez. Nada.

Sacó el teléfono, bloqueó el identificador de llamada y marcó el número de Meese. Para su sorpresa, respondió al segundo tono.

—Robert. —La voz era suave, teatral.

—Hola, Robert. Soy Dave.

—¿Dave?

—Hemos de hablar.

—¿Perdón? ¿Le conozco? —La voz se había tensado un poco.

—Es difícil de decir, Robert. Quizá me conoces, quizá no. ¿Por qué no abres la puerta y me miras?

—¿Perdón?

—Tu puerta, Robert. Estoy delante de tu puerta. Esperando.

—No lo entiendo. ¿Quién es? ¿De qué le conozco?

—Tenemos amigos en común, pero ¿no te parece una estupidez estar hablando por teléfono cuando tú estás aquí y yo también?

—Espere un segundo. —La voz sonaba confusa, ansiosa.

La conexión telefónica se cortó. La música se detuvo. Al cabo de un minuto, la puerta se entreabrió.

—¿Qué quiere?

El joven que lo preguntaba estaba de pie, parcialmente detrás de la puerta, sirviéndose de esta como si fuera una especie de escudo o, tal vez, para ocultar lo que sostenía en la mano izquierda. Tenía más o menos la misma estatura que Gurney: metro ochenta. Era delgado, con rasgos duros, cabello oscuro despeinado y ojos asombrosamente azules, como los de una estrella de cine. Solo una cosa estropeaba esa imagen cuasi perfecta: una expresión agria en torno a la boca, un apunte de algo desagradable, como si hubiera algo rencoroso en su alma.

—Hola, señor Montague. Me llamo Dave Gurney.

Vio un débil temblor en los párpados del joven.

—¿Te suena? —preguntó Gurney.

—¿Debería?

—Me ha parecido que me habías reconocido.

El temblor continuó.

—¿Qué quiere?

Gurney decidió arriesgarse lo mínimo, algo que le resultaba particularmente útil cuando no estaba seguro de cuánto podía saber de él su interlocutor. Debía ceñirse a los hechos, pero jugando con el tono. Se trataba de manipular las corrientes subterráneas.

—¿Qué quiero? Buena pregunta, Robert. —Sonrió de manera absurda, hablando con el hastío de un mercenario de vuelta de todo al que le está empezando a dar guerra la artritis—. Eso depende de cuál sea la situación. Para empezar, necesito cierto consejo. Mira, estoy tratando de decidir si aceptar un trabajo que me han ofrecido, y si lo hago, quiero saber en qué términos debería hacerlo. ¿Conoces a una mujer llamada Connie Clarke?

—No estoy seguro, ¿por qué?

—¿No estás seguro? ¿Crees que a lo mejor la conoces, pero no estás seguro? No lo entiendo.

—El nombre me suena, nada más.

—Ah, ya veo. ¿Se te ocurre algo si te digo que su hija se llama Kim Corazon?

Pestañeó con rapidez.

—¿Quién demonios es usted? ¿Qué es esto?

—¿Puedo pasar, señor Montague? Es una cuestión muy personal para hablarla en el umbral.

—No, no puede. —Cambió ligeramente el peso del cuerpo, todavía con la mano izquierda fuera de su campo visual—. Por favor, vaya al grano.

Gurney suspiró, se rascó el hombro, un tanto ausente, y clavó la mirada en Robby Meese.

—La cuestión es que me han pedido que proporcione seguridad personal a la señorita Corazon, y estoy tratando de decidir cuánto cobrarle.

—¿Cobrarle? No…, o sea…, no veo… ¿Qué?

—El caso es que quiero ser justo. Si no he de hacer nada, si solo tengo que tener los ojos abiertos, preparado para ver qué ocurre, entonces es una clase de tarifa. Pero si la situación requiere, digamos, una acción preventiva, entonces es otra clase de tarifa. ¿Me entiendes, Bobby?

El temblor en el párpado parecía estar empeorando.

—¿Me está amenazado?

—¿Te estoy amenazando? ¿Por qué tendría que hacer eso? Amenazarte iría contra la ley. Como agente de policía retirado, tengo un gran respeto por la ley. Algunos de mis mejores amigos son agentes de policía. Algunos de ellos trabajan aquí mismo, en Siracusa. Jimmy Schiff, por ejemplo. A lo mejor lo conoces. Bueno, la cuestión es que siempre me gusta saber qué tarifa puedo aplicar antes de aceptar un trabajo. Seguro que eso lo puedes entender. Así que deja que te lo pregunte otra vez: ¿conoces alguna razón por la cual proporcionar servicios de seguridad personal a la señorita Corazon podría requerir que cobre algo más que mi tarifa normal?

La mirada de Meese traslucía algo de temor.

—¿Qué se supone que he de saber yo sobre sus problemas de seguridad? ¿Qué tiene que ver esto conmigo?

—Tienes razón, Bobby. Pareces un buen hombre, un joven muy atractivo, que no quiere causar ningún problema a nadie. ¿Tengo razón?

—Yo no soy el que está causando problemas.

Gurney asintió lentamente, con calma.

Meese se mordió el labio inferior.

—Teníamos una gran relación. Yo no quería que terminara como terminó. Con esas estúpidas acusaciones. Acusaciones falsas. Mentiras. Difamación. Quejas mentirosas a la policía. Y ahora usted. Ni siquiera entiendo a qué ha venido.

—Te he dicho a qué he venido.

—Pero no tiene sentido. No debería estar molestándome. Debería estar visitando a los cerdos que ella ha metido en su vida. Si tiene problemas de seguridad, es por ellos.

—¿Quiénes serían esos cerdos?

Meese se rio con un ruido desquiciante, como si rebotara, como un efecto de sonido teatral.

—¿Sabía que se está acostando con su profesor, su «director de tesis»? ¿Sabía que se está follando a cualquiera que pueda ayudarla a avanzar en su carrera en la telebasura? ¿Sabía que se está follando a Rudy Getz, el mayor cerdo de todo este puto mundo? ¿Sabía que está completamente loca? ¿Lo sabía?

Meese parecía ir a lomos de una suerte de caballo emocional que no podía controlar.

Gurney quería continuar, para ver adónde llegaba.

—No, no sabía nada de eso. Pero te agradezco la información, Robert. No me había dado cuenta de que estuviera loca. Y esa es una de las cosas que podrían hacer que mi tarifa subiera de lo lindo. Proporcionar seguridad a una mujer loca puede resultar un coñazo. ¿Cómo de loca dirías que está?

Meese negó con la cabeza.

—Lo descubrirá. No voy a decir ni una palabra más. Lo descubrirá. ¿Sabe dónde he estado esta tarde? En el despacho de mi abogado. Vamos a emprender acciones legales contra esa perra. Le aconsejo que se mantenga alejado de ella. Muy lejos. —Dio un portazo.

A continuación, se oyó el paso de dos cerraduras.

Quizás estuviera actuando. Si era así, había que reconocer que lo hacía bien.

15. Escalada

Gurney siguió las indicaciones de su GPS hasta la interestatal. El reflejo turbio de una puesta de sol fucsia se extendía por el lago Onondaga. En casi cualquier otra masa de agua del norte del estado podría haber sido hermoso. Sin embargo, lo que acecha escondido en nuestras mentes afecta a cómo vemos las cosas. Así pues, Gurney no vio la puesta de sol reflejada, sino el infierno de un fuego químico que ardía en el lecho del lago tóxico, quince metros por debajo de la superficie.

El Gobierno y la industria estaban haciendo esfuerzos para reparar los daños que había sufrido el lago. Pero a Gurney no le parecía que eso mejorara mucho la cosa. De una manera extraña, lo empeoraba. Es como cuando ves a un tipo saliendo de una reunión de Alcohólicos Anónimos: parece que hace que su problema parezca más grave que si lo ves saliendo de un bar.

Cuando hacía unos minutos que Gurney estaba circulando por la I-81, sonó su teléfono. Le llamaban desde su casa. Miró la hora. Eran las 18.58. Madeleine ya llevaría al menos tres cuartos de hora en casa después de regresar de su trabajo a tiempo parcial en la clínica. Lo sintió como una cuchillada de culpa.

—Hola, lo siento, debería haber llamado —dijo deprisa.

—¿Dónde estás? —Madeleine parecía más preocupada que enfadada.

—Entre Siracusa y Binghamton. Debería llegar a casa poco después de las ocho.

—¿Has estado todo este tiempo con Clinter?

—Con él, con Jack Hardwick al teléfono, en mi coche con documentos del caso que el propio Hardwick me envió por correo, con el exnovio de Kim Corazon, etcétera.

—¿El acosador?

—No estoy seguro de qué es. Y tampoco estoy seguro de qué es Clinter.

—Por lo que me dijiste anoche parecía peligrosamente inestable.

—Sí, bueno, podría ser. Aunque luego…

—Será mejor que prestes atención a…

Gurney había entrado en una zona sin cobertura de móvil. La conexión se interrumpió. Decidió esperar a que ella le devolviera la llamada. Puso el teléfono en vertical en uno de los soportes para bebidas del coche. Sonó al cabo de menos de un minuto.

—La última cosa que te he oído decir —empezó— era que sería mejor prestar atención a algo.

—¿Hola?

—Estoy aquí. Estamos en un punto ciego.

—Lo siento, ¿qué has dicho? —Era una voz femenina, pero no la de Madeleine.

—Oh, perdona, pensaba que eras otra persona.

—¿Dave? Soy Kim. ¿Estás en medio de algo?

—Exacto. Por cierto, perdona que no te haya llamado. ¿Qué está pasando?

—¿Recibiste mi mensaje? RAM va a seguir adelante con la primera entrega.

—Algo así. «El proyecto va», creo que escribiste.

—El primer programa se emitirá el domingo. No tenía ni idea de que iría tan deprisa. Están usando el material de prueba que filmé con Ruth Blum, como dijo Rudy Getz. Y quieren que siga con todas las entrevistas que pueda, con las otras familias. La serie se emitirá todos los domingos.

—¿Así que las cosas van más deprisa de lo esperado?

—Sin duda.

—Pero…

—Pero nada. Es genial.

—Pero…

—Pero… tengo… un problemita estúpido aquí.

—¿Sí?

—Las luces. Están apagadas otra vez.

—¿Las luces de tu apartamento?

—Sí. ¿Te conté que una vez aflojaron todas las bombillas?

—¿Lo ha hecho otra vez?

—No. He comprobado la lámpara en la sala de estar: la bombilla está ajustada. Así que supongo que será el diferencial. Pero no pienso bajar al sótano a comprobarlo.

—¿Has llamado a alguien?

—No lo consideran una emergencia.

—¿Quién?

—La policía. Puede que le pidan a alguien que se pase después. Pero no debería contar con eso. Los diferenciales no son cuestión de la policía, me han dicho. Han insistido en que debería llamar al casero o al encargado de mantenimiento, o a un electricista, o a un vecino amigo… A cualquiera menos a ellos.

—¿Lo has hecho?

—¿Llamar a mi casero? Claro. Me salió el buzón de voz. Solo Dios sabe cuándo lo escucha. ¿Al tipo de mantenimiento? Claro. Pero está en Cortland, trabajando en otro edificio que es propiedad del mismo tipo. Dice que es ridículo para él ir hasta Siracusa para mirar el diferencial. No va a hacerlo. El electricista al que he llamado me pide ciento cincuenta dólares como mínimo por venir a casa. Y no tengo vecinos muy amigables. —Hizo una pausa—. Así que esto es… mi pequeño problema estúpido. ¿Algún consejo?

—¿Estás en el apartamento ahora?

—No. He salido. Estoy en el coche. Está oscureciendo y no quiero estar ahí sin luces. No dejo de pensar en el sótano, y en lo que podría haber allí.

—¿Alguna posibilidad de que puedas volver a casa de tu madre y quedarte con ella hasta que las cosas se solucionen?

—¡No! —Su respuesta sonó tan enfadada como la última vez que Gurney sacó el tema—. Ya no es mi casa. Ahora «esta» es mi casa. No voy a huir como una niña asustada a casa de mamá, solo porque algún capullo está jugando conmigo.

Sin embargo, sonaba exactamente como una niña asustada que, eso sí, trataba de actuar como creía que debía actuar un adulto. Gurney se sintió un tanto ansioso y responsable.

—Vale —dijo, pasando impulsivamente al carril derecho y hacia una rampa de salida en el último instante—. Quédate donde estás. Puedo estar allí dentro de veinte minutos.

Después de conducir la mayor parte del camino a ciento veinte por hora, diecinueve minutos después estaba en Siracusa, en la manzana poco agraciada donde vivía Kim Corazon. Aparcó enfrente de su apartamento, al otro lado de la calle. Ya estaba anocheciendo. Gurney apenas reconoció el lugar que había visto dos días antes a la luz del día. Buscó en la guantera y sacó una pesada linterna de metal, de las que pueden usarse también como una porra pequeña.

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