Deja en paz al diablo (21 page)

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Authors: John Verdon

Tags: #Intriga

—No, no lo está. No es tan impresionable. ¿Qué quiere?

Gurney se encogió de hombros.

—Necesito algo de ayuda para entender el caso del Buen Pastor.

—¿Y eso?

—Es una larga historia.

—Cuénteme la versión abreviada.

—La hija de una vieja conocida está produciendo un documental de televisión sobre las familias de las víctimas del Buen Pastor. Quiere que la vigile, que actúe como una especie de tabla de salvación para ella, etcétera. —Mientras Gurney estaba hablando, lo que de verdad significaba aquel etcétera lo estaba devorando por dentro.

—¿Qué necesita saber?

—Mucho. Es difícil decidir por dónde empezar.

Detectó un tic de inquietud en la comisura de los labios de la psicóloga.

—Por cualquier sitio mejor que por ninguna parte.

—Patrón de resonancia.

Ella pestañeó.

—¿Qué?

—Es un término que ha usado en su presentación de hoy. También lo usó en el título de un artículo de revista que escribió hace nueve años. ¿Qué significa?

—¿Ha leído el artículo?

—Me intimidó el título tan largo y pensé que el resto me superaría.

—Dios, es usted un artista de la farsa. —Hizo que sonara como un cumplido.

—Así pues, hábleme del patrón de resonancia.

Ella miró otra vez su reloj.

—No estoy segura de tener tiempo suficiente.

—Inténtelo.

—Se refiere a la transferencia de energía entre constructos mentales.

—En el vocabulario de un humilde detective retirado, nacido en el Bronx, eso significaría…

Hubo un destello divertido en los ojos de Holdenfield.

—Es un concepto de sublimación de Freud repensado y revisado: la desviación forzada de energía peligrosamente agresiva o sexual a canales alternativos más seguros.

—Rebecca, los humildes detectives retirados hablan el lenguaje de la calle.

—Vaya, Gurney, es todo un farsante. Pero, bueno, hagámoslo a su manera. Olvídese de Freud. Hay un famoso poema de una chica llamada Margaret que experimenta el dolor cuando ve caer las hojas en otoño. Pero los dos últimos versos son: «Es la plaga por la que el hombre nació, es por lo que Margaret lloró». Es un patrón de resonancia. La emoción intensa que siente al observar la muerte de las hojas en realidad procede de un conocimiento más profundo de su propio destino inevitable.

—Es decir, que la energía emocional en una experiencia puede transferirse a otra sin…

—Sin darnos cuenta de que lo que estamos sintiendo ahora mismo puede que no proceda de lo que está ocurriendo en este momento. ¡Esa es la cuestión! —Había un orgullo particular en la voz.

—¿Cómo se aplica todo esto al Buen Pastor?

—¿Cómo? De todas las maneras posibles. Sus acciones, su pensamiento, su lenguaje y su motivación encajan perfectamente en el concepto. Su caso es una de las validaciones más claras del concepto. Esta clase de asesinato, guiado por una misión, nunca trata de lo que parece en la superficie. Por debajo de la motivación consciente del asesino siempre hay otra fuente de energía, una experiencia traumática o un conjunto de experiencias que ocurrieron en un momento muy anterior de su vida. Hay un poso de miedo reprimido y de rabia generada por esa experiencia. A través de un proceso de asociación, el asesino conecta su experiencia pasada con algo que ocurre en el presente, y los viejos sentimientos empiezan a animar sus pensamientos actuales. Estamos hechos para creer que lo que estamos sintiendo ahora es el resultado de lo que estamos experimentando justo en este momento. Si me siento alegre o triste, supongo que es porque algo en mi vida actual está yendo bien o mal, no porque algún elemento de energía emocional ha sido transferido al presente desde un recuerdo reprimido. Suele ser un error inofensivo. Pero no es tan inofensivo cuando la emoción transferida es una rabia patológica. Y eso es exactamente lo que ocurre con cierta clase de asesino: el Buen Pastor es un ejemplo perfecto.

—¿Alguna idea de qué clase de experiencia infantil proporcionó toda esa energía transferida que hay detrás de los asesinatos?

—Me inclinaría por un terror traumático causado por un padre violento y materialista.

—Entonces, ¿por qué cree que paró después del sexto crimen?

—¿Se le ha ocurrido pensar que podría estar muerto? —Holdenfield miró su reloj con expresión de alarma—. Lo siento, David, la verdad es que no tengo más tiempo.

—Le agradezco que me haya hecho un hueco en su apretada agenda. Por cierto, durante su estudio del caso, ¿habló con Max Clinter?

—Ja. Clinter. Sí, por supuesto. ¿Qué pasa con él?

—Precisamente, esa es mi pregunta.

Holdenfield suspiró con impaciencia, luego habló muy deprisa: —Max Clinter es un narcisista furioso que cree que el caso del Buen Pastor se centra en él. Cuenta un sinfín de teorías de la conspiración que no tienen sentido. También es un borracho autocompasivo que una noche calamitosa arrasó con su vida y la de su familia. Desde entonces ha estado tratando de conectar todos los datos de cualquier manera rara que se le ocurra, para que la culpa recaiga sobre cualquiera menos en él.

—¿Por qué cree que está muerto?

—¿Qué?

—Ha dicho que el Buen Pastor podría estar muerto.

—Eso es: podría.

—¿Por qué otro motivo podría haber parado?

Holdenfield soltó otro suspiro de impaciencia, más teatral que el anterior.

—Tal vez una de las balas de Clinter le pasara muy cerca…, puede incluso que le diera. Tal vez tuvo una crisis, una descomposición psicótica. Podría estar en un hospital psiquiátrico, o incluso en prisión por algo que nada tuviera que ver con los asesinatos. Hay muchas razones por las que alguien puede desaparecer del mapa. No tiene sentido especular sin pruebas. —Holdenfield se alejó de la mesa—. Lo siento, he de irme. —Saludó rápidamente a Gurney con la cabeza y se encaminó hacia la puerta que separaba la galería del vestíbulo del hotel.

Gurney habló a su espalda.

—¿Hay alguna razón por la que alguien quiera impedir un nuevo examen del caso?

Se volvió a mirarlo.

—¿De qué está hablando?

—A la joven que está haciendo el documental que he mencionado antes le han ocurrido una serie de cosas extrañas, cosas que podrían interpretarse como amenazas…, o, cuando menos, como sugerencias hostiles de que se aleje del proyecto.

Holdenfield parecía perpleja.

—¿Como qué?

—Gente que entra en su apartamento, objetos personales que aparecen en un lugar distinto al que estaban, cuchillos de cocina que desaparecen y vuelven a aparecer donde no deberían, gotas de sangre, luces que se apagan desde el cuadro eléctrico, un peldaño serrado en la escalera del sótano… —Estaba a punto de mencionar la advertencia susurrada, pero su inseguridad lo detuvo—. Hay una posibilidad de que la estén acosando por otra razón, de que las amenazas no estén relacionadas con el caso, pero creo que sí lo están. Deje que le pregunte algo: en el caso de que el Buen Pastor siga en alguna parte, ¿cree que querría impedir que su caso se discutiera en televisión?

Ella negó con la cabeza de manera enérgica.

—Todo lo contrario. Le encantaría. Está hablando de alguien que escribió un manifiesto de veinte páginas y que luego lo envió a los medios más importantes del país. Estos tipos, cuya patología subyacente adopta la forma de una rabia específica contra la sociedad, quieren audiencia. Es algo que desean por encima de todas las cosas. Desean que todo el mundo aprecie la importancia de su misión.

—¿Se le ocurre alguien más que pudiera querer entrometerse?

—No, no se me ocurre.

—Así pues, tengo un pequeño misterio en mis manos. ¿Supongo que el agente al mando Trout no querrá hablar conmigo?

—¿Matt Trout? Está de broma.

—Sí, soy así. Dave, el bromista. Gracias por su tiempo, Rebecca.

La expresión perpleja no había desaparecido del rostro de Holdenfield cuando se volvió y entró en el vestíbulo.

19. Causar problemas

Tres adolescentes con camisetas y pantalones rojos estaban dando patadas a un balón en el césped impecablemente cuidado del borde del lago. Al parecer no les importaba que el sol hubiera desaparecido detrás de unas nubes que avanzaban como si quisieran empujar a la primavera otra vez hacia el invierno.

Gurney se levantó de la mesa, frotándose los brazos para deshacerse del frío. Después de la caída de la noche anterior, le dolían todos los huesos del cuerpo. Los acúfenos, de los cuales solo era consciente de manera esporádica, ahora parecían más presentes. Al dirigirse de manera un poco inestable hacia la puerta que conducía al vestíbulo, un joven de uniforme se la abrió con una sonrisa automática y una voz indefinida que desdibujó sus palabras.

—¿Disculpe? —dijo Gurney.

El joven habló más alto, como un asistente en un asilo.

—Solo le preguntaba si está todo bien, señor.

—Sí, bien, gracias.

Gurney volvió a la zona de aparcamiento. Cuatro jugadores de golf con pantalones lisos tradicionales y jerséis de pico salieron de un enorme todoterreno que le recordó un electrodoméstico de cocina cara. Normalmente, la idea de que alguien hubiera pagado 75000 dólares para conducir una tostadora gigante le habría hecho sonreír. En cambio, en ese momento lo vio como un síntoma más de un mundo decadente, un mundo en el cual los imbéciles codiciosos se conjuraban constantemente para acumular la mayor cantidad de estupideces posible.

Quizás el Buen Pastor tenía un punto de razón.

Se metió en su coche, se sentó y cerró los ojos.

Tenía sed. Miró en el asiento de atrás, donde sabía que había un par de botellas de agua, pero no estaban a la vista; supuso que habían rodado del asiento de atrás y estarían debajo del asiento delantero. Salió, abrió la puerta de atrás y cogió una de las botellas. Se bebió la mitad y volvió a entrar en el coche.

Una vez más, cerró los ojos, pensando que podría despejar la cabeza con una siesta de cinco minutos. Pero una cosa que le había dicho Holdenfield no le dejaba desconectar: «Está de broma».

Se dijo que había sido un comentario hecho a la ligera, que se refería más a que Trout se mostraba inaccesible, y no tanto a su calidad de policía retirado. O tal vez Holdenfield hubiera malinterpretado sus palabras, como si él hubiera pretendido que los presentara y ella hubiera querido librarse con aquella respuesta. En cualquier caso, no tenía sentido darle más vueltas a aquello.

Sin embargo, más allá de todos esos pensamientos, lo cierto es que sentía rabia. Rabia por el pomposo obseso del control que supuestamente se negaría a verle; por Holdenfield, que estaba demasiado inmersa en sus propias prioridades para interceder; por toda la arrogancia del FBI.

Empezó a darle vueltas a la conferencia de Holdenfield, a su concepto de patrón de resonancia del asesino en serie, al perfil del Buen Pastor, al peldaño serrado, a la insistencia de Robby Meese en que Kim Corazon era una loca peligrosa, al estrafalario Max Clinter, al repelente Rudy Getz, a la maldita flecha con emplumado rojo que había aparecido en su jardín. Sin embargo, las palabras de la psicóloga volvían una y otra vez a su mente: «Está de broma».

¿Qué respuesta buscaba? «Por supuesto que le recibirá. Con su asombrosa reputación en la policía de Nueva York, ¿cómo iba a no querer recibirle el agente Trout?»

¡Cielos! ¿De verdad era tan patético? ¿Tanto necesitaba que reconocieran que era un detective estrella? Cuando reconocieron públicamente su labor, se había sentido incómodo. Sin embargo, que no lo tuvieran en cuenta le sentaba incluso peor. En el fondo, ¿quién era él sin esa reputación? ¿Solo otro tipo cuya carrera había terminado? ¿Solo otro tipo que no sabía quién demonios era porque la jerarquía que le había dado su identidad también tenía el poder de ningunearlo? ¿Solo otro expolicía triste, sentado a un lado del camino, que soñaba con los días en que su vida tenía sentido, que esperaba una llamada para volver a la acción?

«Dios, qué mierda de autocompasión. ¡Basta! Soy detective. Quizá siempre lo he sido y de un modo o de otro siempre lo seré. Esto es así, independientemente de los detalles de mi nómina o de lo que diga la cadena de mando. Tengo un talento que me hace ser lo que soy. Y aprovecharlo es lo más importante, no la opinión de Rebecca Holdenfield ni del agente Trout ni de nadie. Mi autoestima, mi razón de ser, depende de mi propia conducta, no de las reacciones de una
profiler
, con toda su jerga psicológica, ni de ningún federal burócrata al que ni siquiera conozco.»

Se aferró a este pensamiento para calmarse, aunque sabía que había algo un tanto melodramático en todo aquello. De todos modos, cierto nivel de convicción era mejor que nada. Si quería mantener su equilibrio, como para ir en bicicleta, necesitaba impulso. Debía hacer algo.

Sacó el móvil, accedió a su correo electrónico y, una vez más, abrió la serie de atestados que Hardwick le había enviado.

Repasándolos, recordó que la agente inmobiliaria, la que tenía nombre de estrella de cine, se encontraba a solo unos kilómetros de su casa en Markham Dell cuando se convirtió en la cuarta víctima del Buen Pastor.

Markham Dell no estaba lejos de Cooperstown. En el atestado encontró la localización exacta en Long Swamp Road. Había una serie de fotografías del punto en el que habían volado la mitad de la cara de Sharon Stone, del lugar donde su coche había salido del asfalto para caer en el lodo.

Introdujo la dirección en su GPS y cruzó las verjas del aparcamiento del Otesaga. No esperaba hacer un gran descubrimiento, pero sí que sentía que tal vez le sirviera para volver a poner los pies en el suelo y reencontrar un punto de partida.

Visitar una escena del crimen por primera vez, incluso diez años después de los hechos, le producía una sensación que no sabía cómo definir. Llamarlo estimulante podía parecer perverso, pero sin duda aguzaba sus sentidos. Toda escena de la vida cotidiana pasaba de inmediato a un segundo plano.

No era la primera vez que trataba de examinar el escenario de un asesinato cometido hacía mucho. En cierta ocasión, había logrado que un asesino en serie confesara haber asesinado a una adolescente en una zona boscosa cerca de Orchard Beach, en el Bronx, doce años antes.

Al tiempo que conducía despacio por la suave curva hacia la izquierda que separaba Long Swamp Road de la carretera estatal que llevaba hasta Dead Dog Pond, sintió lo mismo que en Orchard Beach. Su mente viajó hasta el pasado, y fue como si todos aquellos árboles jóvenes y pequeños arbustos que habían crecido durante aquellos diez años no lo hubieran hecho.

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