Las fotos del informe podían guiarle para reconstruir cómo era aquel lugar hace ya algunos años. No había ni edificios ni tablones de anuncios ni postes telefónicos nuevos. La carretera no tenía guardarraíl en el año 2000; tampoco ahora. Tres árboles altos aparecían prácticamente idénticos. La época del año, principios de primavera, era la misma, lo que hacía que las viejas fotos no lo parecieran tanto.
La posición de los árboles altos y las anotaciones y las medidas de ángulo y distancia que acompañaban a las fotografías le permitieron localizar la posición aproximada del coche de Sharon Stone cuando la bala le impactó.
Volvió hasta el cruce con una carretera que conectaba con la autopista estatal. Luego condujo hasta el punto del disparo. Desde allí continuó durante tres kilómetros de ciénagas y marismas, más allá de Dead Dog Lake. Atravesó el pueblo de postal de Markham Dell, y recorrió casi otro par de kilómetros hasta donde Long Swamp Road se unía en un cruce en T con una carretera muy transitada.
A continuación volvió al punto de partida y repitió el proceso, pero esta vez hizo lo que imaginaba que podría haber hecho el Buen Pastor. Primero encontró un buen lugar para aparcar al lado de la carretera, no muy lejos de la ruta de conexión con la carretera estatal, un lugar razonable para que alguien esperara al acecho el paso de un Mercedes, un vehículo popular entre los residentes de fin de semana de Markham Dell.
Gurney salió detrás de un Mercedes negro imaginario, lo «siguió» hasta el principio de una curva larga, aceleró, se metió en el carril izquierdo, bajó la ventanilla del pasajero y, en el punto aproximado indicado en la reconstrucción del accidente, levantó el brazo derecho y apuntó al conductor imaginario.
«¡Bam!», gritó lo más alto que pudo, sabiendo que ningún sonido que pudiera hacer llegaría ni al diez por ciento del estallido del monstruo de calibre cincuenta que había empleado el asesino. Al simular el disparo, pisó los frenos. Se imaginó el coche de la víctima, que se desviaba del arco de la curva, hacia el cenagal, quizás un centenar de metros por delante de él. Simuló que dejaba la pistola en el asiento, que cogía un pequeño animal de juguete del bolsillo de su camisa y lo lanzaba al arcén de la carretera, cerca del sitio donde había visto el Mercedes incrustado en el barro, rodeado de aneas marrones.
Después condujo hacia Markham Dell. Por el camino, consideró todas las opciones disponibles para deshacerse de la pistola Desert Eagle. Pasaron tres coches en dirección contraria, uno de ellos un Mercedes negro. Un escalofrío le recorrió la nuca.
En el semáforo del pueblo, Gurney dio un giro de ciento ochenta grados. Cuando se estaba acercando a Dead Dog Lake, sopesando los pros y los contras que convertían a aquel lugar en un buen sitio donde dejar la pistola, sonó su teléfono. En la pantalla apareció el número fijo de su casa.
—¿Madeleine?
—¿Dónde estás?
—En una carretera secundaria cerca de Markham Dell. ¿Por qué?
—¿Por qué?
Gurney vaciló.
—¿Hay algún problema?
—¿Qué hora es? —preguntó ella con inquietante calma.
—¿Qué hora? No…, oh, Dios… sí, ya veo. Lo olvidé.
El reloj del salpicadero decía que eran las 15.15. Había prometido estar en casa a las tres. A las tres como muy tarde.
—¿Te has olvidado?
—Lo siento.
—¿Es eso? ¿Lo has olvidado? —Había una rabia latente en el tono mesurado de su mujer.
—Lo siento. Olvidar no es algo sobre lo que tenga mucho control. No olvido las cosas a propósito.
—Sí.
—¿Cómo demonios iba a hacerlo? Olvidar es olvidar. No es algo intencionado.
—Te acuerdas de las cosas que te importan. Te olvidas de lo que no te importa.
—Eso no…
—Sí. Siempre culpas a tu memoria. No tiene nada que ver con tu memoria. Nunca te has olvidado de comparecer en un juicio, ¿verdad? Nunca te has olvidado de una cita con el fiscal. No tienes un problema de memoria, David, tienes un problema de interés.
—Mira, lo siento.
—Exacto. ¿Cuándo estarás en casa?
—Estoy de camino. Treinta y cinco o cuarenta minutos.
—Entonces estás diciendo que estarás aquí a las cuatro.
—A las cuatro seguro. Puede que antes.
—Bien, a las cuatro en punto. Solo una hora tarde. Hasta luego.
Había colgado.
A las 15.52 llegó al tranquilo camino que ascendía junto al arroyo y atravesaba un declive en las colinas hasta su casa. Aparcó no muy lejos del camino, en una zona de hierba que había delante de una cabaña que alguien utilizaba ocasionalmente, algún fin de semana.
Había pasado los primeros diez minutos del viaje desde Markham Dell preguntándose por qué Madeleine estaba tan irritada —más irritada de lo habitual— por su olvido, su descuido, su incapacidad de anotar cosas que podrían olvidársele. Sin embargo, el resto del viaje se lo había pasado dándole vueltas a todo aquel asunto del Buen Pastor.
Se preguntó si la oficina de campo del FBI en Albany habría hecho algún progreso que no constara en los archivos de la policía del estado de Nueva York a los que Hardwick tenía acceso. ¿Había alguna forma de averiguarlo sin tener que preguntarle al agente Trout? No se le ocurrió ninguna.
No obstante…, si Trout era tan rígido como todos los demás parecían pensar, Gurney sabía que tendría un punto débil. La experiencia le decía que un hombre tiende a situar sus defensas más fuertes en un determinado lugar para proteger su punto más débil.
Así pues, una manía por el control delataba un terror al caos.
Y eso sugería un camino a la fortaleza.
Sacó su teléfono y marcó el número de Holdenfield: el buzón de voz.
—Hola, Rebecca. Siento molestarla otra vez en un día tan atareado. Pero hay algunas cosas del caso del Buen Pastor que no encajan. De hecho, podría haber un defecto fatal en el enfoque del caso por parte del FBI. Llámeme cuando tenga un momento.
Se guardó el móvil en el bolsillo y condujo hasta lo alto de la colina.
Cuando pasó entre el estanque y el granero, cuando ya se veía la casa en lo alto del prado, Gurney atisbó —apenas visible sobre las puntas dobladas y rotas de la hierba marrón— el manillar y el depósito de gasolina de una motocicleta aparcada junto al coche de Madeleine.
Reaccionó con una mezcla de interés y sospecha. Cuando estacionó a su lado, su interés creció. La motocicleta, en muy buen estado, era una BSA Cyclone, una máquina cada vez más rara que no se había fabricado desde la década de los sesenta.
Le recordó una moto que había tenido hacía muchos años. En 1979, cuando era estudiante de primer año en Fordham y vivía con sus padres en un apartamento del Bronx, Gurney iba al campus en una Triumph Bonneville que ya entonces contaba veinte años. Cuando se la robaron el verano entre el primer y el segundo curso, decidió que ya había soportado suficientes tormentas, vientos gélidos y casi accidentes en el Cross Bronx Expressway para que el aburrimiento del autobús le resultara aceptable.
Entró en la casa por una puerta lateral que conducía a la gran cocina a través de un pequeño pasillo. Esperaba oír voces, quizá la del motorista, pero lo único que oyó fue algo que chisporroteaba en el fuego. Cuando entró en la cocina, le invadió el aroma de cebollas que Madeleine estaba salteando en un
wok
. Su mujer no levantó la mirada.
—¿De quién es la moto? —preguntó.
—¿Estaba en tu sitio?
—No he dicho que estuviera en mi sitio. —Esperó, mirándola—. ¿Y?
—¿Y?
—¿Y? ¿De quién es?
—Se supone que no he de decírtelo.
—¿Qué?
Madeleine suspiró.
—No he de decírtelo.
—¿Por qué no?
—Porque… alguien quiere que su visita sea una sorpresa.
—¿Quién? ¿Quién es?
—Es una sorpresa —respondió, un tanto incómoda.
—¿Alguien ha venido a verme?
—Exacto. —Madeleine bajó el fuego, retiró el
wok
y ralló las cebollas sobre una capa de arroz esparcida sobre la fuente de horno que había junto a la cocina.
—¿Dónde está Kim?
—Ella y el visitante han ido a dar un paseo. —Fue a la nevera, sacó un bol de gambas peladas, otro de pimientos y apio picados, y un tarro de ajo troceado.
—Sabes que no me gustan mucho las sorpresas —dijo Gurney.
—Ni a mí. —Madeleine subió el gas, colocó de nuevo el
wok
sobre el hornillo, vertió la verdura en él y empezó a revolver vigorosamente con la espátula.
Permanecieron un rato en silencio, hasta que él se sintió incómodo.
—Supongo que es alguien que conozco. —De inmediato lamentó la inanidad de la pregunta.
Madeleine lo miró por primera vez desde que había entrado.
—Eso espero.
Dave respiró profundamente.
—Esto es una tontería muy grande. Dime quién ha venido en esa motocicleta y por qué está aquí.
Madeleine se encogió de hombros.
—Kyle. Para verte.
—¿Qué?
—Ya me has oído. Tus acúfenos no son tan graves.
—¿Mi hijo? ¿Kyle? ¿Ha venido desde Nueva York en moto? ¿Para verme?
—Para darte una sorpresa. Planeaba estar aquí a las tres, porque es cuando dijiste que vendrías. A las tres como muy tarde. De hecho llegó a las dos, para tener tiempo de sorprenderte si te adelantabas.
—¿Lo has preparado tú? —Sonó a medio camino entre una pregunta y una acusación.
—No, no lo he preparado yo. Fue idea suya venir a verte. No te ha visto desde que estuviste en el hospital. Lo único que hice yo fue decirle a qué hora estarías aquí, la hora que me dijiste. ¿Por qué me miras así?
—Qué coincidencia que ayer estuvieras sugiriendo que Kyle y Kim podrían hacer buena pareja y que ahora estén dando un paseo juntos.
—Esas cosas pasan, David. Por eso existe la palabra «coincidencia». —Volvió su atención al
wok
.
Gurney se sentía más molesto de lo que estaba dispuesto a admitir. No le gustaban los cambios de planes, perder la ilusión de que lo tenía todo controlado. Tampoco ayudaba que su relación con Kyle, su hijo, que ya tenía veintiséis años, fruto de su primer matrimonio, resultaba desde hacía tiempo algo conflictiva. Además, los ibuprofenos que se había tomado para el pinzamiento del nervio de su brazo estaban perdiendo su efecto. Otra vez empezaba a dolerle todo y…
Trató de que su voz no dejara entrever la hostilidad y la autocompasión que sentía.
—¿Sabes adónde han ido a caminar?
Madeleine sacó el
wok
del fuego y añadió su contenido al arroz y a las cebollas de la bandeja del horno. No respondió hasta que limpió el
wok
, volvió a ponerlo en el fuego y añadió más aceite.
—Les sugerí el camino de la cumbre, el que lleva hasta el sendero que conduce al estanque.
—¿A qué hora se han ido?
—Cuando nos hemos enterado de que llegarías una hora tarde.
—Ojalá me hubieras hablado de esto.
—¿Habría cambiado algo?
—Por supuesto que habría cambiado algo.
—Interesante.
El aceite del
wok
estaba empezando a humear. Madeleine fue al armarito de las especias, volvió con jengibre en polvo, cardamomo, cilantro y una bolsita de anacardos. Puso el extractor al máximo, echó un puñado de anacardos en el
wok
, una cucharadita de té de cada una de las especias y empezó a removerlo todo.
Señaló con la cabeza hacia la ventana de al lado del fuego.
—Están subiendo la colina.
Gurney se acercó y miró al exterior. Kim y Kyle estaban ascendiendo por el sendero de hierba, a través del prado, ella con un impermeable de Madeleine de color chillón, y Kyle con vaqueros gastados y una chaqueta de cuero negra. Parecía que se estaba riendo.
Gurney los observó. Madeleine lo miró fijamente.
—Antes de que lleguen a la puerta —dijo—, podrías poner una cara más agradable.
—Solo estaba pensando en la moto.
Madeleine volcó la picada de anacardos y especias del
wok
en la fuente de horno, sobre el resto de los ingredientes.
—¿Qué pasa?
—Una moto clásica de hace cincuenta años restaurada y en estado impecable no es barata.
—¡Ja! —Madeleine puso el
wok
en el fregadero y dejó que corriera el agua—. ¿Desde cuándo Kyle ha comprado cosas baratas?
Dave asintió vagamente.
—La única vez que vino a esta casa fue hace dos años, para alardear de su maldito Porsche amarillo recién comprado con su bono de Wall Street. Ahora es una BSA cara. ¡Dios!
—Tú eres su padre.
—¿Qué significa eso?
Madeleine suspiró, mirándolo con una combinación extraña de exasperación y compasión.
—¿No es evidente? Quiere que estés orgulloso de él. Tienes razón en que lo intenta de una forma que no funciona. Creo que no os conocéis muy bien…
—Supongo que no. —Dave vio que su mujer ponía la bandeja en el horno—. Todo este lujo…, todo este rollo de marcas…, supongo que me hace pensar en ese gen materialista que heredó de su madre. Era muy buena ganando dinero en su trabajo como agente inmobiliaria, y aún mejor era a la hora de gastárselo. No dejaba de decirme que estaba perdiendo el tiempo siendo policía, que debería ir a la Facultad de Derecho, porque se gana mucho más dinero defendiendo criminales que atrapándolos. Y ahora Kyle va a la Facultad de Derecho…
—¿Estás enfadado porque crees que quiere defender a criminales?
—No estoy enfadado.
Ella le lanzó una mirada de incredulidad.
—A lo mejor estoy enfadado. No lo sé. Parece que últimamente todo me saca de quicio.
Madeleine se encogió de hombros.
—No te olvides de que es tu hijo el que ha venido a verte hoy, no tu exmujer.
—Exacto. Ojalá…
Lo interrumpió el sonido de la puerta lateral al abrirse. Oyó la excitada voz de Kyle en el pasillo.
—Ni hablar, ¡es demasiado raro! O sea, es lo más enfermizo que he oído.
El chico entró el primero en la cocina, sonriendo de oreja a oreja.
—Hola, papá. ¡Me alegro de verte!
Se saludaron con un abrazo torpe.
—Yo también me alegro, hijo. Es un largo viaje hasta aquí en moto, ¿eh?
—En realidad ha sido perfecto. Había poco tráfico en la 17. Desde allí hasta aquí las carreteras son ideales para ir en moto. ¿Te gusta?
—Creo que nunca había visto una tan bien restaurada.