Empezó a caminar poco a poco por el sendero del prado. El motorista puso en marcha su máquina, una gran moto de motocrós, llena de barro. Empezó a subir erráticamente por el sendero desde el extremo inferior, a la misma velocidad que los pasos de Gurney. Se encontraron en un punto intermedio. Hasta que no se subió la visera del casco, no reconoció los ojos intensos de Max Clinter.
—Debería haberme avisado de que venía —dijo Gurney con tranquilidad—. Tengo una reunión esta mañana. Podría no haberme encontrado.
—No sabía que iba a venir hasta que ya estaba de camino —respondió Clinter, nervioso—. Hay un montón de cosas en mi lista y es difícil decidir el orden. El orden que uno debe seguir es la clave. ¿Se da cuenta de que las cosas están llegando a un punto crítico? —El motor seguía en marcha.
—Creo que el Buen Pastor ha vuelto, o que alguien quiere que pensemos eso.
—Oh, ha vuelto. Lo siento en los huesos, los huesos que se rompieron hace diez años. El muy cabrón ha vuelto, sin duda.
—¿Qué puedo hacer por usted, Max?
—He venido a hacerle una pregunta. —Sus ojos centellearon.
—Si me hubiera dejado un número cuando llamó, le habría telefoneado.
—Al no responder, me lo tomé como una señal.
—¿Una señal de qué?
—De que siempre es mejor formular una pregunta cara a cara. Es mejor ver los ojos de un hombre que solo oír su voz. Así pues, esta es mi pregunta: ¿qué lugar ocupa en toda esta mierda de RAM?
—¿Cómo?
—El mundo está lleno de maldad, señor Gurney. El mal y su espejo. El asesinato y los medios. Necesito saber de qué lado está.
—¿Me está preguntando qué pienso respecto a cómo se ha tratado el caos en los medios? ¿Cómo se siente usted con eso?
Una risa áspera estalló en la garganta de Clinter.
—Es un drama para idiotas orquestado por gusanos. ¡Exageración, basura y mentiras! Eso es la cobertura informativa, señor Gurney. La glorificación de la ignorancia. Todo preparado para sacarle un provecho. La venta de ira y resentimiento como una mera fórmula para entretener. RAM News es lo peor. ¡Escupe bilis y mierda para que los cerdos se beneficien!
Una saliva blanca se había acumulado en las comisuras de la boca de Clinter.
—Parece que la ira puede con usted, señor Clinter —dijo Gurney con la placidez que siempre exhibía ante personas que perdían los nervios.
—¿Ira? ¡Oh, sí! Podría incluso decir que me consume. Pero yo no la vendo. No soy un bocazas que la vende en RAM News. Mi ira no está en venta.
El motor de la moto aún estaba al ralentí, un poco más ruidoso ahora. Clinter hizo rugir el motor.
—Así que usted no vende su ira —dijo Gurney cuando el rugido remitió—, pero ¿qué es usted, Max? No lo entiendo.
—Soy lo que ese cabrón hizo de mí. Soy la ira de Dios.
—¿Dónde está el Humvee?
—Es gracioso que lo pregunte.
—¿Alguna posibilidad de que estuviera cerca del lago Cayuga anteayer?
Clinter se lo quedó mirando fijamente un buen rato.
—Hay una posibilidad, sí.
—¿Le importa que le pregunte por qué?
Otra mirada apreciativa.
—Estuve allí por una invitación especial.
—¿Perdón?
—Su movimiento de apertura.
—No lo sigo.
—Recibí un mensaje de texto del Pastor, una invitación a reunirme con él en la carretera para terminar lo que quedó inacabado. Creer en sus palabras fue una estupidez. No apareció. A la mañana siguiente entendí por qué. El asesinato de Blum. Me tendió una trampa, ¿no se da cuenta? Me tuvo conduciendo junto a su casa, adelante y atrás, lleno de sed de venganza. Sabía que yo aparecería. Bien jugado. Un punto para él. El siguiente será para mí.
—Supongo que la fuente del mensaje no se puede localizar.
—No vale la pena, un teléfono móvil de prepago. Pero, dígame, ¿cómo sabía que estuve en el lago?
—Entrevistas puerta a puerta al día siguiente del asesinato. Al parecer, un par de personas recordaban el vehículo. Se lo dijeron a la policía, que me lo dijo a mí.
Los ojos de Clinter destellaron.
—¿Lo ve? ¡Una puta trampa, nada más!
—¿Así que decidió salir de su casa y esconder el Humvee?
—Hasta que lo necesite. —Se humedeció los labios y se limpió la boca con el dorso de la mano—. No sé cómo de profunda es la trampa que me tendió. Si me detuvieran para interrogarme o me retuvieran como sospechoso, no podría enfrentarme al enemigo. ¿Lo entiende?
—Supongo.
—Así pues, ¿de qué lado está?
—Estoy donde estoy, Max. En realidad, solo estoy de mi lado.
—Eso me parece bien.
De nuevo hizo rugir el motor; el estruendo duró al menos cinco segundos. Rebuscó en un bolsillo interior de su chaqueta de cuero y sacó lo que parecía una tarjeta de visita. No tenía ningún nombre ni dirección, pero sí un número de teléfono. Se la dio a Gurney.
—Mi móvil. Siempre lo llevo. Si cree que necesito saber algo… Los secretos provocan conflictos, espero que podamos evitarlos.
Gurney se guardó la tarjeta en el bolsillo.
—Una pregunta antes de que se vaya, Max. Creo que ha estudiado mucho mejor que nadie las vidas de las víctimas, y me gustaría saber qué idea tiene de todo esto.
—¿Qué quiere decir?
—Cuando piensa en las víctimas o en sus familias, ¿hay algo raro que aflore a la superficie, algo que podría conectarlos a todos?
Clinter se quedó pensativo, luego recitó los nombres en una especie de rápida letanía rítmica: —Villani, Rotker, Sterne, Stone, Brewster, Blum. —Frunció el ceño—. Muchas cosas extrañas. Las conexiones son escurridizas. Pasé semanas, años, navegando por Internet. Seguí los nombres en artículos de noticias, que aportaron más nombres, organizaciones, empresas, adelante y atrás, una cosa conducía a otras diez. Bruno Villani y Harold Blum fueron al mismo instituto en Queens, en años diferentes. El hijo de Ian Sterne tenía una novia que fue una de las víctimas del Estrangulador de las Montañas Blancas. Era alumno de último año en Dartmouth al mismo tiempo que Jimi Brewster era estudiante de primer año allí mismo. Sharon Stone podría haberle enseñado alguna vez una casa a Roberta Rotker, cuyos rottweilers procedían de un criadero de perros de Williamstown, a tres kilómetros de la finca del doctor Brewster. Podría continuar, pero … ¿me entiende? Son conexiones poco claras.
Una ráfaga de viento barrió el prado y dobló las hierbas rígidas y secas.
Gurney se metió las manos en los bolsillos de la chaqueta.
—¿Nunca descubrió un hilo que los conectara a todos?
—Nada, salvo los putos coches. Por supuesto, era el único que investigaba. Sé que mis colegas estaban pensando: los coches son la conexión obvia, ¿por qué buscar una segunda conexión?
—Pero cree que existe, ¿no?
—No es que lo crea, es que estoy seguro. Un plan más grande que nadie ha entendido, pero ahora ya estamos mucho más allá de eso.
—¿Más allá?
—El Buen Pastor está en movimiento. Me ha tendido una trampa para acabar conmigo. Todo llega a un punto crítico. Se acabó pensar, sopesar y hacer cábalas. La hora de pensar ha quedado atrás. Es hora del combate. Hora de irse. Se está acabando el tiempo.
—Una última pregunta, Max: ¿le dice algo la frase «Deja en paz al diablo»?
—Nada. —Abrió desmesuradamente los ojos—. Aunque es una expresión siniestra, ¿no? ¿Dónde la ha oído?
—En un sótano oscuro.
Clinter miró a Gurney un buen rato. Se ajustó el casco negro, aceleró el motor, ofreció un breve saludo militar, dio un rápido giro de ciento ochenta grados y bajó por la colina.
Cuando moto y motorista se perdieron de vista, Gurney volvió a subir a la casa, cavilando sobre los extraños vínculos que Clinter había encontrado entre las familias. Le recordó la teoría de los seis grados de separación, según la cual las vidas de diversas personas aparentemente sin conexión se pueden cruzar un número considerable de veces.
De nuevo en la cocina, Gurney se sirvió otra taza de café. Madeleine entró en la casa por el lavadero y preguntó con voz suave: —¿Un amigo?
—Era Max Clinter. —Empezó a contarle lo que le había dicho, pero, de repente, se fijó en la hora—. Lo siento, es más tarde de lo que pensaba. He de estar en Sasparilla a las diez menos cuarto.
—Y yo voy al cuarto de baño.
Unos minutos después, Gurney le dio una voz a su mujer para decirle que se marchaba. Ella le gritó que tuviera cuidado.
—Te quiero —dijo él.
—Te quiero —contestó ella.
Al cabo de cinco minutos, cuando había bajado un par de kilómetros por el camino de montaña, vio una furgoneta de correo urgente que subía. Solo había otras dos casas entre ese punto y la suya, ambas ocupadas sobre todo los fines de semana, lo que significaba que, probablemente, el envío era para él o para Madeleine. Se detuvo y saludó al bajar del coche.
El conductor de la furgoneta reconoció a Gurney y se detuvo. Sacó un sobre urgente de la parte de atrás del camión y se lo entregó. Después del intercambio de unas pocas palabras de lamento por una primavera demasiado gélida, el conductor se metió en la furgoneta y Gurney abrió el sobre, que estaba dirigido a él.
Dentro del sobre exterior había otro liso, que también abrió. Una única hoja de papel. La leyó: La codicia se extiende en una familia como la sangre séptica en el agua de la bañera. Infecta todo lo que toca. Por consiguiente, las mujeres y los hijos que presentáis como objetos de pesar y compasión también deben ser destruidos. Los hijos de la codicia son malvados, y malvados son aquellos a los que abrazan. Así pues, ellos también deben ser destruidos. Todos aquellos a los que presentáis para que los necios del mundo los consuelen, todos deben ser destruidos, todos los relacionados por sangre o por matrimonio con los hijos de la codicia.
Consumir el producto de la codicia es consumir su mácula. El fruto deja su marca. Los beneficiarios de la codicia son portadores del pecado de la codicia y han de recibir su castigo. Morirán en el foco de tu alabanza. Tu alabanza será su perdición. Tu lástima es un veneno. Tu compasión los condena a muerte.
¿No puedes ver la verdad? ¿Tan grande es tu ceguera?
El mundo se ha vuelto loco. La codicia se disfraza de ambición loable. La riqueza finge ser prueba de talento y valor. Los canales de comunicación han caído en manos de monstruos. Se exalta lo peor de lo peor.
Con los demonios en los púlpitos y los ángeles olvidados, corresponde al honrado castigar aquello que la locura del mundo recompensa.
Estas son las verdaderas y últimas palabras del Buen Pastor.
Cuando Gurney giró en la carretera 7, la principal vía que atravesaba Sasparilla, sonó su móvil. El identificador decía que era Kyle, pero la voz era la de Kim.
El
shock
y el miedo habían sustituido a la culpa y la rabia.
—Acaba de llegarme algo por correo urgente… Es de él…, del Buen Pastor… Habla de gente destruida…, de gente que morirá.
Gurney le pidió que se lo leyera. Quería asegurarse de que era el mismo mensaje que había recibido él mismo.
Era idéntico.
—¿Qué deberíamos hacer? —preguntó Kim—. ¿Llamamos a la policía?
Gurney le dijo que había recibido el mismo mensaje y que dentro de poco iba a asistir a una reunión con una agente de la policía estatal y con gente del FBI. Él les informaría de la nota.
—¿A quién va dirigido el sobre? —preguntó él.
—Eso es lo que da más miedo. —Le temblaba la voz—. El sobre exterior estaba dirigido a Kyle, venía la dirección de su apartamento. Después, dentro, había un segundo sobre con mi nombre. Eso implica que el Buen Pastor sabe dónde estoy, sabe que estamos juntos. ¿Cómo puede saberlo?
Después de oír el mensaje que Meese había dejado en su contestador, Madeleine se había preguntado lo mismo. Gurney había descartado la idea de que les hubiera seguido, pero ahora ya no estaba tan seguro.
—¿Cómo podía saberlo? —repitió Kim, subiendo la voz.
—Puede que no supiera que estáis juntos. Puede que simplemente creyera que Kyle tendría una forma de contactar contigo, de hacerte llegar el mensaje.
Él mismo se dio cuenta de que aquella teoría no tenía sentido, pero tal vez ayudara a calmar a Kim.
Al parecer no funcionó.
—El correo urgente significa que quería que lo recibiera esta mañana. Y usó nuestros dos nombres. Así que tenía que saber que estamos los dos aquí.
Esa lógica no era perfecta, pero Gurney no iba a discutir con ella. Por un momento consideró la posibilidad de involucrar en el caso al Departamento de Policía de Nueva York, aunque solo fuera para que un agente de uniforme los visitara; así crearía cierta ilusión de que estaban protegidos. Sin embargo, no traería más que confusión, y la necesidad de dar explicaciones. No había una amenaza directa sobre ellos; implicar al Departamento de Policía de Nueva York probablemente empezaría con una discusión y terminaría con un embrollo.
—Te diré lo que quiero que hagáis. Quiero que os quedéis en el apartamento, los dos. Aseguraos de que la puerta está bien cerrada. No abráis a nadie. Os telefonearé otra vez después de mi reunión. Entre tanto, si hay alguna amenaza tangible o alguien se pone en contacto con vosotros, llamadme de inmediato. ¿De acuerdo?
—De acuerdo.
—Ahora deja que te pregunte otra cosa: ¿tienes acceso a la grabación de tu entrevista con Jimi Brewster?
—Sí, claro. Tengo una copia en mi iPod.
—¿Lo tienes ahí?
—Sí.
—¿En un formato que puedas enviarme por correo electrónico?
—Depende de la capacidad que admita tu servidor de correo. Bajaré la resolución para reducir el tamaño del archivo. No debería haber problema.
—Bien, mientras sepa lo que estoy mirando.
—¿Quieres que te lo mande ahora mismo?
—Por favor.
—¿Puedo preguntarte por qué?
—El nombre de Jimi Brewster ha surgido en otro contexto, en una conversación que he tenido con Max Clinter. Me gustaría saber quién es exactamente.
Cuando Gurney colgó, estaba entrando en el aparcamiento de la comisaría central de la Policía del Estado de Nueva York. Pasó ante una fila de coches patrulla y aparcó al lado de un BWW 640i plateado.
Que un simple funcionario tuviera un ostentoso vehículo de ochenta y cinco mil dólares no tenía mucho sentido, pero sí lo tenía si su dueña era una asesora de altos vuelos que se estaba comiendo el mundo. Hasta entonces no se le había ocurrido que Rebecca Holdenfield podría asistir a la reunión, pero en ese momento incluso habría apostado dinero por ello. Aquel coche le venía como anillo al dedo.