Deja en paz al diablo (54 page)

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Authors: John Verdon

Tags: #Intriga

—¿Qué?

Dave negó con la cabeza. Había intentado gastar una broma, pero no le había salido muy bien.

—No importa, lo siento.

Cuando volvió de Siracusa, Madeleine estaba en la misma mesa que aquella mañana, sentada, con el mismo libro entre las manos. Después de contarle breve e insulsamente el drama que él y Kim habían representado, se había ido a acostar.

Se terminó el café y fue a servirse una segunda taza. Mientras lo hacía, Madeleine cerró el libro y lo deslizó unos centímetros hacia el centro de la mesa.

—A lo mejor no deberías tomar tanto café —dijo.

—Probablemente tengas razón. —De todos modos, se llenó la taza, pero, como si fuera una concesión a su mujer, le agregó solo un sobre de sacarina, en lugar de los dos de costumbre.

Madeleine continuó observándolo. Tenía la impresión de que le preocupaba algo más importante que su consumo de cafeína.

Después de apagar la cafetera y volver a la ventana, preguntó en voz baja: —¿Puedo ayudarte en algo?

La pregunta tuvo un extraño efecto sobre él. Parecía abarcarlo todo, pero al mismo tiempo era muy simple.

—No creo. —Incluso a él mismo su respuesta le pareció inadecuada.

—Bueno —dijo ella—, dímelo si se te ocurre algo.

El tono amable de su esposa le hizo sentirse un completo inepto. Trató de animarse cambiando de tema.

—Bueno, ¿qué tienes hoy en la agenda?

—La clínica, naturalmente. Y puede que no esté en casa para cenar. Puede que vaya a casa de Betty después del trabajo. —Hizo una pausa—. ¿Te parece bien?

Solía hacer aquella pregunta en contextos de lo más diverso: podía plantearla respecto a ir a algún sitio, o sobre plantar algo en el jardín, o acerca de una receta de cocina. Gurney, al que aquella respuesta, no sabía muy bien por qué, le parecía de lo más irritante, siempre le respondía lo mismo: —Por supuesto que me parece bien.

Y después siempre se hacía el silencio entre los dos.

Madeleine volvió a abrir
Guerra y paz
.

Dave se tomó el café en el estudio, sentado a su escritorio y pensando en la situación en la que se iba a meter, solo y muy poco preparado, en la cabaña de Max Clinter.

De repente le sobrevino una nueva idea, una nueva preocupación. Dejó el café en el escritorio y se acercó al coche de Madeleine.

Veinte minutos después volvió a entrar, satisfecho de que su temor hubiera resultado infundado: no había ningún dispositivo electrónico indeseado en el coche de su mujer.

—¿De qué iba ese viajecito? —preguntó ella, mirándolo por encima del libro cuando Dave atravesó la cocina de camino al estudio.

Lo mejor opción era contarle la verdad. Le dijo lo que había estado buscando y por qué, y describió lo que había descubierto en el coche de Kim y en el suyo.

—¿Quién crees que los instaló? —El tono de Madeleine era plano, pero había cierta tirantez en las comisuras de los ojos.

—No estoy seguro. —Técnicamente eso era cierto.

—¿Ese tal Meese? —sugirió ella, casi con esperanza.

—Tal vez.

—¿O tal vez la persona que incendió nuestro granero y puso una trampa en la escalera de Kim?

—Tal vez.

—¿Tal vez el Buen Pastor en persona?

—Tal vez.

Madeleine respiró hondo.

—¿Significa eso que te ha estado siguiendo?

—No necesariamente. Desde luego no de cerca. Lo habría notado. Puede que solo quiera saber dónde estoy.

—¿Por qué iba a querer saberlo?

—Prevención de riesgos. Sensación de control. Deseo natural de saber dónde está su enemigo en todo momento.

Ella lo miró con la boca apretada. Estaba claro que se le ocurría otra forma más violenta de emplear aquella información.

Estaba a punto de disipar parte del miedo de su esposa explicándole que ya había desconectado el localizador que había encontrado en su Outback, pero entonces le preguntaría por qué no había desconectado también el del Miata.

La respuesta, en realidad, era simple. El Pastor podría creer que se había agotado la batería, pero costaría creer que la versión conectada a la batería había fallado, y menos aún al mismo tiempo. No quería contarle todo aquello a Madeleine, porque sabía que se inquietaría ante la idea de que el Buen Pastor pudiera seguir localizando a Kim. Y la capacidad de Gurney para afrontar diversos problemas abiertos al mismo tiempo tenía un límite.

—Bueno, papá, ¿vas a contarnos cómo os fue?

Al oír la voz de Kyle, Gurney se volvió y vio que entraba en la cocina. Iba descalzo, con vaqueros y camiseta, y llevaba el pelo mojado, después de haberse dado una ducha.

—Más o menos como te dije anoche.

—Anoche en realidad no dijiste demasiado.

—Supongo que quería acostarme pronto. Estaba a punto de derrumbarme. Pero todo fue bien. Sin problemas técnicos. Creo que todo sonó bastante creíble.

—¿Ahora qué?

Delante de Madeleine, no podía hablar de todo lo que tenía planeado. Sabía que lo que se había propuesto era demasiado arriesgado.

—Básicamente, tomo posiciones y espero a que él caiga en la trampa —respondió del modo más natural del que fue capaz.

Kyle parecía escéptico.

—¿Tan sencillo?

Gurney se encogió de hombros. Madeleine había dejado de leer y estaba mirándolo.

—¿Cuáles fueron las palabras mágicas? —insistió Kyle.

—¿Perdón?

—¿Qué dijisteis en tu… escena improvisada…? ¿Qué va a hacer que ese tipo aparezca?

—Creamos la impresión de que podría tener una forma de deshacerse de mí. Es difícil recordar las palabras precisas… —Sonó el teléfono.

Miró la pantalla del móvil y reconoció el número de Kim. Agradeció la interrupción. Pero la gratitud duró apenas tres segundos.

Parecía que estuviera hiperventilando.

—¿Kim? ¿Qué pasa?

—Dios… Dios…

—¿Kim?

—Sí.

—¿Qué sucede? ¿Qué pasa?

—Robby está muerto.

—¿Qué?

—Está muerto.

—¿Robby Meese está muerto?

—Sí.

—¿Dónde?

—¿Qué?

—¿Puedes decirme dónde está?

—Está en mi cama.

—¿Qué ha ocurrido?

—No lo sé.

—¿Cómo terminó en tu cama?

—¡No lo sé! ¡Solo sé que está aquí! ¿Qué hago?

—¿Estás en el apartamento?

—Sí, ¿puedes venir?

—Dime qué ha ocurrido.

—No sé qué ha ocurrido. He venido del hotel esta mañana para coger algunas cosas. He entrado en el dormitorio y…

—¿Kim?

—¿Sí?

—Has entrado en el dormitorio…

—Está ahí. En mi cama.

—¿Cómo sabes que está muerto?

—Está boca abajo. He intentado darle la vuelta y despertarlo. Tiene… Tiene el mango de algo clavado en el pecho.

Las ideas se agolpaban en la mente de Gurney; las piezas de todo aquel puzle se levantaron en un remolino.

—¿Dave?

—¿Sí, Kim?

—¿Puedes venir, por favor?

—Escúchame, Kim. Llama a Emergencias.

—¿Puedes venir?

—Kim, que yo esté allí no va a ayudar. Has de llamar a Emergencias. Has de hacerlo ahora mismo. Después me vuelves a llamar. ¿Entendido?

—Sí.

Cuando Gurney colgó, Kyle y Madeleine lo estaban mirando. Cinco minutos después seguía contándoles la llamada con el máximo detalle posible. Kim volvió a llamar.

—Me han dicho que la policía está de camino —dijo, un poco más calmada.

—¿Estás bien?

—Supongo. No lo sé. Hay una nota de suicidio.

—¿Qué?

—Una nota de suicidio de Robby. En mi ordenador.

—¿Has mirado tu ordenador?

—Acabo de verlo. Está en la pantalla, delante de mí. Estaba encendido.

—¿Estás segura de que es una nota de suicidio?

—Por supuesto que estoy segura. ¿Qué otra cosa podría ser?

—¿Qué dice?

—Es horrible.

—¿Qué dice?

—No quiero leerla en voz alta. No puedo.

Gurney la oyó respirar profundamente.

—Por favor, Kim, intenta leérmela. Es importante.

—¿De verdad tengo que leerlo? Es espantoso.

—Inténtalo, por favor.

—Está bien, lo intentaré. —Leyó con voz temblorosa—: «La raza humana me da asco. La vida me da asco. Tú me das asco. Tú y Gurney juntos me dais asco. La vida es asquerosa. Espero que algún día veas la verdad y esta te mate. Es la última voluntad de Robert Montague». Nada más. Eso es todo. ¿Qué he de decir cuando venga la policía?

—Solo responde a sus preguntas.

—¿Debería hablarles de anoche?

—Responde sus preguntas de manera concisa y sincera. —Hizo una pausa, buscando las palabras adecuadas—. Yo no diría voluntariamente muchas cosas que solo lograrían emborronar la imagen.

—¿Está bien decir que estuviste aquí?

—Sí. Querrán saber si estabas en el apartamento, cuándo llegaste, cuándo te fuiste y si había alguien contigo. Puedes decirles que estuvimos allí, que estuvimos discutiendo el proyecto de RAM. No creo que sea útil distraerlos con detalles que no vienen al caso sobre Max Clinter o su casa. Debes decir la verdad, no puedes mentir, pero no tienes por qué contar detalles que no te pregunten. ¿Entiendes lo que estoy diciendo?

—Creo que sí. ¿Debo contarles que pasé la noche en un hotel?

—Desde luego. Querrán saber dónde estuviste. Tienes que ser sincera. Es normal que después de que entraran en tu apartamento varias veces y de que la policía local no actuara de un modo adecuado no quisieras dormir allí. Es normal que te sintieras más segura en un hotel, en Walnut Crossing o en el apartamento de un amigo en Manhattan. Por cierto, ¿saliste del hotel en algún momento durante la noche?

—No, por supuesto que no. Pero supón… —Hubo un fuerte sonido de alguien que llamaba a la puerta—. La policía está aquí. Mejor que vaya a abrir. Te llamaré después.

Después de colgar, Gurney se quedó donde estaba, en medio de la sala, tratando de aferrarse con fuerza a los hechos, dándole vueltas a todo lo que implicaban. Se sentía como alguien que está haciendo juegos malabares con media docena de naranjas y al que, de repente, le cae una sandía.

Una sandía cargada de nitroglicerina.

46. Ningún otro camino

—¿Suicidio? —dijo Kyle.

—Lo dudo —contestó Gurney—. No da el perfil. Y aunque lo diera, el homicidio sigue teniendo más sentido.

—¿Crees que los policías de Siracusa son lo bastante buenos para averiguar lo que ocurrió de verdad?

—Quizá con un poco de ayuda. —Pasó unos segundos sopesando sus opciones, luego sacó el teléfono y marcó el número de Hardwick.

—Puta casualidad —dijo la voz áspera, que respondió de inmediato.

—¿Perdón?

—Estaba cogiendo el teléfono para llamarte… y aquí estás. No me digas que no es una puta casualidad.

—Lo que tú digas, Jack. Te llamo porque sé algo que podría resultar valioso para el DIC. Además, tal vez seas la única persona del DIC dispuesta a hablar conmigo.

—Sí, bueno, después de que te dé cierta noticia, puede que te importe una mierda…

—Escúchame. Robby Meese está muerto.

—¿Muerto? ¿Muerto significa asesinado?

—Eso diría, aunque lo han preparado para que parezca un suicidio.

—¿Lo saben en el DIC?

—De momento, lo sabe la policía de Siracusa. Así pues, lo sabréis muy pronto, pero esa no es la cuestión. Quiero que el forense se asegure de mirar en el teclado del ordenador que se usó para escribir la supuesta nota de suicidio. Es probable que las manchas en las teclas sean similares a las del ordenador de Ruth Blum.

Hardwick hizo una pausa, como si tratara de comprenderlo.

—¿Dónde está el cadáver?

—En el apartamento de Kim Corazon.

Una pausa más larga.

—Los borrones de guantes de látex en el teclado de Blum. Alguien trató de escribir el mensaje sin que se borraran las huellas dactilares de la víctima. Trataba de dar la impresión de que lo había escrito ella. ¿Sí?

—Sí.

—¿Y en este caso? Las huellas en el teclado serían las de ella, no las de Meese. ¿Cómo iba a parecer que él escribió esa nota?

—El asesino podría haberle pedido a Meese que escribiera otra cosa (un correo electrónico, por ejemplo) antes de matarlo. Luego, con las huellas de Meese en el teclado, el asesino se pone los guantes y escribe la nota de suicidio.

—Y bien, ¿qué quieres que haga yo con todo eso?

—Cuando veas el informe del CJIS, que con suerte mencionará la nota del ordenador, podría ocurrírsete, de repente, quizá por la relación de Kim Corazon con Ruth Blum, que las huellas del teclado de ordenador deberían compararse. Puede que quieras mencionárselo a Bullard en Auburn. Y al detective James Schiff de Siracusa.

—¿No quieres hacerlo tú mismo?

—En estos momentos, no soy muy popular que digamos. Cualquier sugerencia mía terminaría al fondo de la pila, si es que llega a la pila.

Hardwick explotó en un acceso de tos. O podría haber sido una risa.

—Tío, no sabes cuánta razón tienes, y por eso estaba a punto de llamarte. La Unidad de Incendios ha decidido detenerte para interrogarte como sospechoso.

—¿Cuándo?

—Seguramente mañana por la mañana. Podría ser esta tarde. He pensado que sería bueno que lo supieras, por si prefieres no estar en casa.

—Bueno, Jack, gracias. Te cuelgo. Tengo que hacer unas cuantas cosas.

—Cuídate,
kemosabe
. La partida se está poniendo fea.

Cuando Gurney colgó, estaba de pie en medio de la gran sala. Madeleine y Kyle permanecían sentados a la mesa. Su hijo lo miraba asombrado.

—Esa historia de los guantes en el teclado es increíble. ¿Cómo la has descubierto?

—Solo es una posibilidad. Puede que no haya descubierto nada. Sin embargo, hay otro problema: los idiotas de los federales están presionando a los idiotas de la Unidad de Incendios para que me interroguen en relación con el incendio del granero.

Kyle parecía indignado.

—¿No es eso lo que ese capullo de Kramden hizo cuando estuvo aquí?

—Kramden me tomó declaración como testigo. Ahora quieren interrogarme como sospechoso.

Madeleine estaba desconcertada.

—¿Sospechoso? —gritó Kyle—. ¿Han perdido completamente el juicio?

—Eso no es todo —dijo Gurney—. Uno o más cuerpos policiales podrían querer interrogarme por la muerte de Robby Meese, porque estuve en el apartamento de Kim anoche. Así pues, creo que será mejor que no esté por aquí. Los interrogatorios de homicidios pueden eternizarse y esta noche tengo una cita a la que no puedo faltar.

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