Deja en paz al diablo (57 page)

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Authors: John Verdon

Tags: #Intriga

—Me pregunto a cuánta gente más ha matado, además de a los que conocemos. Posiblemente unos cuantos. ¿Tengo razón?

—Por supuesto.

Le asombró la franqueza de la respuesta. Por un momento fugaz, esperó que el hombre pudiera, orgulloso, empezar a alardear de lo que había hecho. Al fin y al cabo, los sociópatas tienen su ego y disfrutan de su despiadado poder. Quizá podía conseguir que hablara de sí mismo, a la espera de que alguien acudiera en su ayuda.

Sin embargo, la moneda de la esperanza mostró su otra cara. Se dio cuenta de que a aquel tipo no le importaba hablar porque no corría ningún riesgo, pues Gurney pronto estaría muerto.

El susurro ronco era una parodia de amabilidad.

—¿Qué otras cosas se pregunta?

—Me pregunto por Robby Meese y por su relación con él. Me pregunto qué hizo él por su cuenta y qué le alentó a hacer. Me pregunto por qué lo mató cuando lo hizo. Me pregunto si pensaba que la gente iba a creer la historia del suicidio.

—¿Qué más?

—Me pregunto si de verdad trataba de colgarle a Max Clinter el asesinato de Ruth Blum o si solo era un juego estúpido.

—¿Qué más?

—Me pregunto por mi granero. —Gurney estaba tratando de prolongar la conversación lo más posible, con el máximo de pausas que pudiera insertar. Cuanto más durara, mejor, en todos los sentidos.

—Siga hablando, detective.

—Me pregunto por los transmisores GPS en los coches. Me pregunto si el del coche de Kim fue idea suya o de Robby. Robby, el acosador.

—¿Qué más?

—Algunas de las cosas que ha hecho son muy inteligentes, aunque otras son muy estúpidas. Me pregunto si sabe cuáles son cuáles.

—La provocación no tiene sentido, detective. ¿Ha llegado al final de sus ideas?

—Me pregunto por el Estrangulador de las Montañas Blancas. Un caso muy extraño. ¿Está familiarizado con él? Tiene algunos aspectos interesantes.

Hubo un largo silencio. El tiempo equivalía a esperanza. El tiempo le daba espacio para pensar, quizás incluso una oportunidad de alcanzar la pistola que estaba a su espalda, sobre la mesa.

Cuando el Pastor habló otra vez, el ronroneo fue almibarado.

—¿Algunas ideas finales?

—Solo una más. ¿Cómo es posible que alguien tan listo como usted cometiera un error tan colosal en Lakeside Collision?

Hubo un largo silencio, un silencio alarmante que podría significar alguna cosa. Tal vez por fin algo le había pillado por sorpresa. O podía ser, simplemente, que su dedo se estuviera tensando en el gatillo. Gurney sintió un nudo en el estómago.

—¿De qué está hablando?

—Lo descubrirá muy pronto.

—Quiero saberlo ahora. —Había una nueva intensidad en el susurro, junto con el destello de algo que se movía en el rayo de luz de luna.

Gurney captó el primer atisbo del cañón plateado de una enorme pistola levantándose a la altura de su cara, a un par de metros.

—Ahora —repitió el hombre—. Hábleme de Lakeside Collision.

—Dejó una identificación allí.

—No llevo ninguna identificación.

—Esa noche la llevaba.

—Dígame exactamente qué era. Dígamelo ahora.

No había respuesta buena para esa pregunta, ninguna respuesta que pudiera salvarlo. Desde luego, revelar el hallazgo de la huella de los neumáticos no iba a conseguirle indulto. Y rogar por su vida sería peor que inútil. Solo había una opción, una posibilidad que le daba un rayo de esperanza para seguir con vida un minuto más: contestar con evasivas, negarse a decir nada más.

Gurney trató de que no le temblara la voz:

—Dejó la solución al rompecabezas en el aparcamiento de Lakeside Collision.

—No me gustan los acertijos. Tiene tres segundos para responder mi pregunta. Uno. —Levantó la pistola un poco, bajo el rayo de luz de luna—. Dos. —La movió ligeramente a la derecha y la mantuvo firme—. Tres. —Apretó el gatillo.

50. Apocalipsis

El movimiento reflejo de Gurney para apartarse del destello y el estallido ensordecedor habría derribado la silla si no hubiera sido por el borde de la mesa. Durante un minuto no pudo ver nada y lo único que pudo oír fue el eco discordante del disparo.

Sintió cierta humedad en el lado izquierdo del cuello, un leve goteo. Se llevó la mano a un lado de la cara y notó más humedad en el lóbulo de la oreja. Al palpar con los dedos descubrió un punto que le escocía, que le ardía, en la parte superior de la oreja: el origen de la sangre.

—Ponga las manos sobre la cabeza. Ahora. —La voz que susurraba parecía distante, perdida en la reverberación de sus oídos.

Pero hizo lo posible por obedecer.

—¿Me ha oído? —dijo la voz distante, apagada.

—Sí —dijo Gurney.

—Bien. Escuche con atención. Le haré la pregunta otra vez. Debe responderla. Sé juzgar bien qué es verdad y qué no lo es. Si oigo la verdad, continuamos con una bonita conversación inofensiva. Pero si escucho una mentira, aprieto el gatillo otra vez. ¿Está claro?

—Sí.

—Cada vez que oiga una mentira, pierde algo. La próxima vez no será solamente un trocito de su oreja. Perderá cosas más importantes. ¿Entiende?

—Entiendo. —La visión de Gurney estaba empezando a recuperarse del destello del cañón. Otra vez distinguía una franja de luz de luna en medio de la sala.

—Bien. Quiero saberlo todo de ese supuesto error en Lakeside Collision. Sin acertijos. La pura verdad. —A la luz de la luna, el cañón bañado en plata de la pistola descendió gradualmente hasta que se alineó con el tobillo derecho de Gurney.

Dave apretó los dientes para no temblar ante la idea de lo que una bala de la Desert Eagle podía hacerle a esa articulación. Podía ir despidiéndose del pie, pero lo peor sería la pérdida de sangre arterial. Y responder la verdad a aquellas preguntas no era la palanca que controlaría el resultado. La palanca era el sentido de seguridad personal del Buen Pastor. Y esa palanca solo podía moverse en una dirección. No había escenario alguno en el que un Gurney vivo pudiera plantear un riesgo menor para el Buen Pastor que un Gurney muerto.

Lo único que faltaba por determinar era cuántas partes de su cuerpo le amputaría antes de morir desangrado, solo, en el suelo de la cabaña de Max Clinter, en medio de una ciénaga, en medio de ninguna parte.

Cerró los ojos y vio a Madeleine junto al abedul.

En fucsia, violeta, rosa, azul, naranja, escarlata…, brillando bajo la luz del sol.

Caminó hacia ella, a través de una hierba que era tan verde como la vida y que olía tan dulce como debía de oler el cielo.

Madeleine puso sus dedos levemente en los labios de él y sonrió.

—Lo harás genial —dijo—. Lo harás genial.

Y un momento después estaba muerto.

O eso pensó.

A través de los párpados cerrados, sintió una iluminación repentina, acompañada por el sonido de una música distante que sonaba cada vez más fuerte en sus oídos, que todavía le zumbaban. Por encima oyó el ritmo de un gran tambor.

Y luego la voz.

La voz que lo devolvió a la cabaña en la ciénaga en medio de ninguna parte. Una voz poderosamente amplificada por un megáfono.

«Policía… Policía del estado de Nueva York… Tire sus armas… Tire sus armas y abra la puerta… Ahora… Tire sus armas y abra la puerta… Policía del estado de Nueva York… Tire sus armas y abra la puerta.»

Gurney abrió los ojos. En lugar de luz de luna, había un foco brillando en la ventana. Miró a través de la sala al lugar donde el Buen Pastor había permanecido como un ninja en la oscuridad. En su lugar había un hombre de estatura media, vestido con pantalones marrones y un cárdigan color habano, con una mano levantada para cubrirse los ojos del resplandor. Le costó asociar esa modesta figura con el monstruo homicida de su imaginación. Sin embargo, en la otra mano la brillante pistola Desert Eagle de calibre 50 no dejaba lugar a dudas. La pistola responsable de la sangre que aún goteaba por un lado del cuello de Gurney, del olor acre de pólvora en la sala, del zumbido en sus oídos.

La pistola que había estado a punto de acabar con su vida.

El hombre se apartó un poco del foco y con calma bajó la mano con la que se había protegido los ojos, revelando un rostro impasible, sin arrugas. Era una cara sin nada especial, que no reflejaba emoción alguna, sin ningún rasgo en particular. Era una cara equilibrada y ordinaria. Una cara que era esencialmente olvidable.

Sin embargo, Gurney sabía que la había visto antes.

Cuando finalmente fue capaz de situarla, cuando por fin pudo ponerle un nombre, pensó que se había equivocado. Parpadeó varias veces, tratando de encontrarle sentido a lo que veían sus ojos. Le costaba unir esa identidad callada e inofensiva con las palabras y acciones del Buen Pastor. En especial con una de esas acciones.

Sin embargo, al tiempo que aumentaba su certeza y se aseguraba de que no se equivocaba, casi pudo sentir que las piezas del puzle se movían y empezaban a encajar.

Larry Sterne le devolvió la mirada con expresión más reflexiva que temerosa. Larry Sterne, que le había recordado al señor Rogers. Larry Sterne, el odontólogo de voz calmada. Larry Sterne, el sereno empresario propietario de una gran clínica dental. Larry Sterne, el hijo de Ian Sterne, que había construido un imperio de la belleza que valía millones de dólares.

Larry Sterne, el hijo de Ian Sterne, quien había invitado a una encantadora joven pianista rusa a compartir su casa de Woodstock. Y casi con certeza su cama. Y, potencialmente, un lugar en su testamento.

Dios santo, ¿solo se trataba de eso?

¿Simplemente se trataba de asegurarse su herencia?

¿Solo intentaba proteger su futuro económico de los imprevisibles afectos de su padre?

Por supuesto, era una herencia sustancial. Una herencia por la que merecía la pena preocuparse. Una máquina de hacer dinero, en realidad. Algo que nadie querría perder.

¿El calmado y amable Larry había evitado, matando a su padre, cualquier riesgo de que esa máquina de hacer dinero terminara en manos de aquella joven y encantadora pianista rusa? Y luego, al llenar el paisaje con otros cinco cadáveres, simplemente había estado evitando correr cualquier riesgo de que la policía se planteara la que habría sido su primera pregunta si Ian Sterne hubiera sido la única víctima: la maldita pregunta que habría llevado directamente a Larry.

Cui bono
?

En la extraña combinación de luz de luna y focos en movimiento que iluminaban la ventana, Gurney vio que Sterne seguía agarrando su pistola de manera firme y estable, pero los ojos del hombre estaban innegablemente concentrados en un mundo de opciones que se reducían. Era difícil identificar la emoción exacta que se reflejaba en sus pupilas. ¿Era terror? ¿Rabia? ¿La feroz determinación de una rata acorralada? ¿La glacial calculadora acababa de saturarse y había dejado a aquel tipo en un estado frenético?

Gurney pensó que estaba viendo a alguien que actuaba mecánicamente, sin corazón. Ese mismo modo de actuar había provocado… ¿cuántas muertes?

¿Cuántas muertes? Entonces recordó el caso del Estrangulador de las Montañas Blancas. Encajaba en el patrón: un asesinato quedaba oculto por otros que solo servían a tal propósito, crímenes que parecían los típicos de un asesino en serie. Gurney se preguntó qué había hecho la novia de Larry para que su vida se convirtiera en un inconveniente para él. ¿Tal vez se había quedado embarazada? O tal vez no era nada tan importante. Para un hombre como Larry —el Estrangulador de las Montañas Blancas, el Buen Pastor— el asesinato no tenía por qué basarse en un motivo importante. Lo crucial era que el beneficio que pudiera extraer de él fuera mayor que su coste.

Gurney recordó las palabras del evangelista de RAM con un escalofrío: acabar con una vida, eliminarla como una voluta de humo, pisarla como un terrón de tierra, eso es la esencia del mal.

Fuera, más allá del estanque de los castores, una sirena intermitente se encendió durante cinco segundos y se apagó. El anuncio previo del megáfono se repitió entonces a pleno volumen.

Gurney se volvió en su silla y miró por la ventana delantera. Potentes focos iluminaban el terreno desde el fondo del camino elevado. Aquel sonido que había percibido antes debía de ser el de una sirena. Con el estallido de la pistola zumbando todavía en sus oídos, conmocionado, lo había tomado por música. Y lo que antes le había parecido un gran tambor ahora lo reconoció como el zumbido del rotor de un helicóptero que volaba en círculos. Su foco se desplazaba adelante y atrás por encima de la cabaña, por encima de la hierba enredada de la ciénaga, por encima de los troncos desnudos de los árboles que sobresalían del agua negra.

Gurney se volvió hacia Sterne. Tenía dos preguntas que pugnaban en lo alto de su lista de cuarenta o cincuenta. La primera era la más urgente.

—¿Qué va a hacer ahora, Larry?

—Actuar de la manera más razonable posible.

La respuesta no podría haber sido más demencial.

—¿Qué significa eso?

—Rendirme. Jugar el juego. Imponerme.

Gurney temía estar viendo la calma que precede a la tormenta, temía que la dulce luz de la razón y la rendición estuviera a punto de explotar para dar paso a un desquiciado baño de sangre.

—¿Imponerse?

—Siempre lo hago. Siempre lo haré.

—Pero ¿pretende rendirse?

—Por supuesto. —Sonrió como si estuviera intentando aliviar el temor de un niño de jardín de infancia a subir al autobús—. ¿Qué se creía? ¿Que iba a tomarlo como rehén, como escudo humano para escapar?

—No sería la primera vez.

—No es el caso. —Parecía estar divirtiéndose—. Sea realista, detective. ¿Qué clase de escudo sería? Por lo que he oído, sus colegas de profesión estarían encantados de tener una oportunidad para dispararle. Más me valdría escudarme con un saco de patatas.

Gurney no sabía qué decir ante la compostura de aquel hombre. ¿Estaba completamente loco?

—Teniendo en cuenta que es un hombre que terminará en la silla eléctrica, se le ve muy contento. —De inmediato se dio cuenta de lo peligroso y poco aconsejable que era aquel comentario, pero la actitud de Sterne lo frustraba.

Sin embargo, al parecer, no tenía por qué preocuparse. Sterne se limitó a negar con la cabeza.

—No sea tonto, detective. Tarados con abogados de tercera han conseguido posponer sus ejecuciones durante veinte años o más. Yo puedo hacerlo mejor. Mucho mejor. Tengo dinero. Un montón de dinero. Tengo conexiones tanto visibles como invisibles. Lo más importante de todo: conozco cómo funciona el sistema legal…, cómo funciona de verdad. Y tengo algo de gran valor para ofrecer al sistema. Algo que intercambiar, digamos. —Irradiaba una tranquilidad que se situaba en algún punto entre la paz de un yogui y la locura.

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