Deja en paz al diablo (58 page)

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Authors: John Verdon

Tags: #Intriga

—¿Qué tiene?

—Conocimiento.

—¿De?

—De ciertos casos sin resolver.

Fuera, cinco segundos de una sirena intermitente precedieron a otro anuncio de megáfono. Las palabras se habían hecho más urgentes.

«Policía del estado… Deje sus armas ahora… Abra la puerta ahora… Hágalo ahora… Deje sus armas inmediatamente y abra la puerta… Abra la puerta ahora.»

—¿Casos sin resolver, como, por ejemplo…?

—Hace unos minutos ha dicho que podría haber más cadáveres. Podría tener razón.

El rugido sordo del helicóptero estaba haciéndose más alto sobre la cabaña; su luz, más brillante. Sterne parecía ajeno a ello. Su atención estaba completamente centrada en Gurney, que a su vez intentaba analizar aquel penúltimo giro de uno de los casos más inquietantes de su carrera.

—No le sigo, Larry. Si pueden colgarle diez asesinatos…

—Bueno, habría que ver si son capaces de eso.

—Sí, de acuerdo, habría que verlo. Pero si pueden, no entiendo qué influencia podría tener confesar un par más.

Sterne sonrió.

—Ya veo lo que está haciendo. Intenta ridiculizar mi oferta para que le muestre mis cartas. Es una treta estúpida, pero me parece bien. Sin secretos entre amigos. Deje que le plantee una pregunta, pura hipótesis: ¿qué importancia tendría para una policía del estado resolver (pura hipótesis) treinta, cuarenta, cincuenta casos abiertos?

O Larry Sterne estaba loco más allá de lo imaginable, o era un mentiroso compulsivo, un megalómano que se creía capaz de inventarse cualquier cosa y hacer que la gente lo creyera.

El escepticismo de Gurney no le pasó desapercibido a Sterne, que dobló su apuesta.

—Supongo que poner cincuenta casos en la carpeta de resueltos mejoraría drásticamente las estadísticas del departamento, proporcionaría un cierre a las familias. Sí, puede tener su influencia. Y si cincuenta no es un número lo bastante grande, podríamos ofrecer sesenta. O setenta. Lo que sea necesario para cerrar el tipo de trato que tengo pensado.

—¿Cuál es, Larry?

—Nada que no sea razonable. Creo que descubrirá que soy el hombre más razonable que ha conocido. No hay necesidad de entrar en detalles. Lo único que pido es un encarcelamiento razonablemente civilizado. Una celda acogedora para mí solo. Comodidades sencillas. Simplemente la relajación de las reglas poco razonables. Nada que hombres de buena voluntad no puedan negociar razonablemente.

—¿Y a cambio de eso podría confesar cincuenta o sesenta asesinatos no resueltos, junto con detalles completos que corroborarían el móvil y el método?

—Hipotéticamente.

El megáfono anunció: «Está es su última oportunidad. Tire sus armas y abra la puerta. Es su última oportunidad».

Gurney lo volvió a intentar, a la desesperada.

—¿Incluido el caso del Estrangulador de las Montañas Blancas?

—Hipotéticamente.

—¿Y la razón del número tan elevado de víctimas es que el método siempre era el mismo: matar a cinco o seis personas cada vez, solo para disimular el motivo del único crimen que de verdad le importaba?

—Hipotéticamente.

—Ya veo, pero no estoy seguro de comprender el cálculo de riesgo. ¿No sería razonable asumir que un solo asesinato bien planeado presentaría menos riesgo de exposición que cinco o seis?

—La respuesta es no. Por bien planeado que esté un asesinato, sigue centrando la atención en la víctima y en las consecuencias de esa única muerte. No hay escapatoria de la singularidad del suceso. En cambio, los asesinatos adicionales prácticamente eliminan todo riesgo de que el crimen central reciba la atención que requiere, y casi no crea ningún riesgo adicional. A los asesinos se les detiene, básicamente, por su conexión con las víctimas. Si no hay conexión…, bueno, estoy seguro de que comprende el concepto.

—Y el coste, las vidas con las que acabó…

Sterne no dijo nada. Su sonrisa vacía tenía más valor que sus palabras.

Gurney se preguntó cuánto tiempo tardaría una dura prisión del estado en borrarle aquella sonrisa.

Una vez más Sterne pareció comprender lo que estaba pensando. Su sonrisa se ensanchó.

—De hecho ya tengo ganas de ver mis interacciones con el sistema penal y su población. Siempre pienso en positivo, detective. Acepto la realidad que se me presenta. Una prisión es un nuevo mundo por conquistar. Tengo cierta habilidad para atraer a gente a la que puedo usar. Parece que se ha fijado en mi éxito con Robby Meese. Piense en ello. Las instituciones penitenciarias están llenas de gente como Robby Meese, jóvenes susceptibles que buscan una figura paterna, alguien que los comprenda, alguien que esté a su lado, que pueda canalizar sus energías, sus temores, sus resentimientos. Piense en ello, detective. Bien guiados, jóvenes así pueden convertirse en una especie de guardia de palacio. Es una perspectiva excitante en la que he tenido ocasión de pensar muchas veces a lo largo de los años. En resumen, creo que la vida en prisión será manejable. Podría incluso convertirme en una celebridad…, con abogados y amigos famosos, con apelaciones de perfil alto y un sinfín de retos legales. Tengo la sensación de que podría convertirme otra vez en el niño mimado de la comunidad de psicólogos. Todos tratarán de rehabilitarse con profundas y nuevas ideas sobre la verdadera historia del Buen Pastor. Y no se olvide de los libros: biografías autorizadas y no autorizadas. Y especiales de RAM. Tal vez una película. ¿Y sabe una cosa? Puede que a largo plazo termine en una posición mucho mejor que la suya. Se ha ganado más enemigos fuera de los que yo tendré dentro. Cuando lo piense, verá que no es una gran victoria para usted. Yo puedo pagar a gente para que me proteja, a gente que es muy buena en esta clase de cosas. Pero ¿y usted? Yo, en su lugar, estaría preocupado.

Otra vez la voz tras el megáfono: «Tire las armas y abra la puerta».

Gurney observó a aquel tipo pequeño y común que vestía con un cárdigan color habano.

—¿Dígame una cosa, Larry? ¿Se arrepiente de algo?

Parecía sorprendido.

—Por supuesto que no. Todo tiene perfecto sentido.

—¿Incluido Lila?

—¿Perdón?

—¿Incluido matar a su mujer, Lila?

—¿Qué pasa con eso?

—¿También tiene perfecto sentido?

—Por supuesto. De lo contrario no lo habría hecho, siempre hablando en hipótesis. En realidad, debería decir que más bien teníamos un acuerdo comercial, no tanto un matrimonio convencional. Lila era una atleta sexual muy refinada. Pero eso es otra historia.

Pasó al lado de Gurney, se acercó a la puerta de la cabaña, la abrió y arrojó la gran pistola a la hierba.

«Muestre las manos… Levántelas por encima de la cabeza… Camine hacia delante muy poco a poco.»

Sterne levantó las manos y salió de la cabaña. Al dirigirse hacia el camino elevado, el foco del helicóptero se centró en él. Un vehículo en el otro extremo del paso elevado, con luces antiniebla y dos faros encendidos empezó a avanzar.

Era extraño. Lo normal era mantener la posición y dejar que el sospechoso avanzara hasta un punto preseleccionado. Allí, con la intervención de un equipo de apoyo, la situación podría controlarse mejor.

Y por cierto, ¿dónde estaban los refuerzos? ¿En el helicóptero que sobrevolaba la cabaña? Ningún jefe de equipo en su sano juicio lo manejaría de ese modo.

Había varios focos instalados, pero ningún faro más. No había coches de policía. Dios, si había uno, debería de haber una docena.

Gurney cogió la Beretta de la mesa y miró por la ventana.

Era difícil ver gran cosa del vehículo que se acercaba por el camino elevado, con aquellas luces enfocadas hacia delante. Pero había una cosa evidente: los faros estaban demasiado separados para pertenecer a un coche patrulla. El Departamento de Policía del estado de Nueva York tenía diversos todoterrenos, pero el que se acercaba por el paso elevado era un vehículo demasiado grande.

Y era lo bastante ancho como para ser el Humvee de Clinter.

Eso significaba que el helicóptero tampoco era de la policía.

¿Qué cojones?

Sterne ya estaba en el camino elevado, con las manos levantadas, a cinco o seis metros del vehículo que se acercaba.

Gurney salió de la cabaña. Con la Beretta a punto, levantó la mirada. A pesar del destello del faro del helicóptero no le costó reconocer el gigante logo de RAM en su vientre.

El faro barrió el camino elevado, iluminando primero a Sterne y luego al vehículo que tenía delante, que desde luego parecía el Humvee de Clinter. Había algo sobre el capó. ¿Quizás una clase de arma? La luz del helicóptero barrió el agua, volvió a la cabaña y regresó al camino elevado.

¿Qué coño estaba pasando ahí? ¿Qué pretendía hacer Max Clinter?

La respuesta llegó en un horrendo
shock
. El artefacto del capó disparó una llamarada que al momento envolvió a Sterne de la cabeza a los pies en un fuego naranja que se fue haciendo cada vez mayor. El hombre empezó a tambalearse, gritando. El helicóptero se inclinó para acercarse, pero la corriente de aire provocada por el rotor intensificó las llamas y el aparato se alejó elevándose rápidamente.

Gurney corrió desde la cabaña al camino elevado, pero cuando llegó Sterne ya había caído al suelo, inconsciente, por suerte. Estaba envuelto en un fuego que ardía con el calor cegador de un napalm casero.

Cuando Gurney levantó la mirada del cuerpo que ardía, vio a Max Clinter de pie, junto a la puerta del Humvee, con uniforme de camuflaje y botas de piel de serpiente. Tenía los labios retraídos y mostraba los dientes. Sostenía una ametralladora de las que Gurney solo había visto en viejas películas de guerra, siempre sobre un soporte. Parecía demasiado grande y pesada para que la llevara un hombre, pero Clinter no parecía tener problemas para aguantar su peso. Se separó varios pasos del Humvee y levantó el enorme cañón hacia el cielo.

Por un momento, por el ángulo del arma y la ferocidad demente en los ojos de Clinter tuvo la sensación de que estaba a punto de cargar contra la luna. Pero entonces el cañón se movió firmemente hacia el helicóptero de RAM, cuyo rugiente rotor estaba convirtiendo la plácida superficie del estanque en una masa de agua ondulada.

—¡Max, no! —gritó Gurney.

Sin embargo, Clinter estaba lejos de su alcance y no le escuchaba. Parecía que nada podía detenerle. Separó los pies, gritó algo que Gurney no pudo descifrar en medio de aquel estruendo y empezó a disparar.

Al principio la andanada de balas pareció no provocar efecto alguno, pero luego el helicóptero se inclinó y empezó a caer en pequeño arcos descendentes. Max siguió disparando. Gurney estaba tratando de llegar a él, pero el fuego que se extendía desde el cuerpo de Sterne le bloqueaba el paso. El calor y el hedor de carne quemada eran horrendos.

Entonces, con una abrupta sacudida, el helicóptero giró noventa grados de costado, estalló en llamas y se estrelló en el camino elevado justo detrás del Humvee. Hubo una segunda explosión y luego una tercera, cuando el vehículo de Clinter quedó envuelto en la conflagración. Clinter no pareció fijarse en que lo había rodeado una salpicadura de combustible ardiendo.

Gurney saltó al estanque para rodear el cuerpo de Sterne y avanzó por el agua, que le llegaba hasta la cadera, sobreponiéndose al efecto ventosa del barro del fondo. Cuando logró auparse otra vez al camino elevado, medio reptando, medio tambaleándose hacia Clinter, la ropa y el cabello del hombre ya estaban en llamas. Todavía sosteniendo el arma, Clinter empezó a correr como un loco en dirección a la cabaña: el aire que generaba al correr alimentaba el fuego que lo estaba consumiendo. Gurney se propulsó hacia delante para intentar arrojarlo al estanque, pero cayeron juntos al suelo, al borde del agua, mientras la enorme ametralladora, entre ellos, no dejaba de disparar balas en la noche.

51. Gracia

A la mañana siguiente, casi a mediodía, Gurney todavía estaba en la cama de una habitación de urgencias del hospital municipal de Ithaca. Aunque el personal de urgencias había estado relativamente seguro de que su estado no revestía gravedad —tenía algunas quemaduras de primer grado y algunas de segundo grado—, Madeleine había insistido después en que llamaran al dermatólogo de guardia. Una vez que este —que les pareció un niño jugando a ser médico en el recreo— se fue, después de confirmar el diagnóstico primero, estaban esperando a que se solucionara una confusión con el seguro y terminaran con el papeleo. El sistema informático de alguien había caído, no estaba claro el de quién, y les habían advertido con despreocupación de que todo el proceso podría prolongarse.

Kyle, que había acompañado a Madeleine al hospital, estaba vagando entre la habitación de Gurney y la sala de espera, entre la tienda de regalos y la cafetería, entre la sala de enfermeras y el aparcamiento. Estaba claro que quería estar allí e igual de claro que se sentía frustrado por no poder ocuparse de nada. Esa misma mañana, había entrado y había salido numerosas veces de la pequeña habitación de su padre. En un momento dado, con torpeza, dijo: —¿Sabes, papá, tenemos la cabeza más o menos del mismo tamaño? Me preguntaba… Quería saber… Quiero decir…, bueno, si podría quedarme con tu casco.

Se lo había querido pedir desde que Madeleine le había mencionado que el viejo casco de motocicleta de Gurney estaba guardado en el desván.

—Claro, por supuesto. Te lo daré cuando volvamos a casa. —Sonrió al pensar que, al parecer, su hijo había heredado esa forma indirecta de expresar afecto.

—Gracias, papá. Es genial. Guau. Gracias.

Kim había llamado —dos veces— para preguntar cómo estaba, para disculparse por no poder ir al hospital, para darle las gracias profusamente por arriesgar su vida enfrentándose al Buen Pastor y para hacerle saber que el detective Schiff iba a interrogarla a fondo en relación con el homicidio de Robby Meese. Ella había cooperado en todo. Sin embargo, cuando el agente Trout se había unido esa mañana a Schiff para volver a interrogarla, tras lo sucedido en la cabaña de Max Clinter, Kim hacía decidido que prefería que estuviera presente un abogado. Así pues, aquel nuevo interrogatorio debería esperar.

Hardwick entró en la habitación de Gurney un minuto antes del mediodía. Después de ofrecerle a Madeleine una sonrisa y un guiño tranquilizador, miró a su amigo con mala cara y estalló en una risa que era más un gruñido rítmico que una expresión de alegría.

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