Deja en paz al diablo (55 page)

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Authors: John Verdon

Tags: #Intriga

Kyle parecía ansioso, tenso, impotente. Caminó hasta el otro extremo de la sala y observó la estufa, que estaba apagada. Negó con la cabeza.

La mirada de Madeleine estaba clavada en su marido.

—¿Adónde irás?

—A la cabaña de Clinter.

—¿Y esta noche…?

—Esperaré, observaré, escucharé. A ver quién se presenta. Improvisaré.

—Que hables con tanta calma resulta aterrador.

—¿Por qué?

—Le restas importancia a todo, cuando todo está en juego.

—No me gusta el drama.

Hubo un silencio entre ellos, roto por el sonido de un graznido en la distancia. En el prado de abajo, tres cuervos alzaron el vuelo desde la hierba rala y ascendieron formando un arco hasta las copas de las cicutas, al otro lado del estanque.

Madeleine respiraba larga y lentamente.

—¿Y si el Buen Pastor entra con una pistola y te dispara?

—No te preocupes, eso no ocurrirá.

—¿Que no me preocupe? ¿Que no me preocupe? ¿De verdad has dicho eso?

—Lo que quiero decir es que quizá no haya tanto por lo que preocuparse como crees.

—¿Cómo lo sabes?

—Si ha estado escuchando esos micrófonos, me habrá oído decir que Max y yo vamos a reunirnos en la cabaña esta medianoche. Lo más razonable para él sería aparecer un par de horas antes que nosotros, decidir la posición más ventajosa, esconder su vehículo, ocultarse y esperar. Creo que ese le parecerá el mejor plan. Tiene mucha experiencia disparando a gente por la noche en entornos rurales remotos. De hecho, es muy bueno en eso. Tendrá a mano obtener una gran recompensa corriendo un riesgo mínimo. Además esa oscuridad y ese aislamiento le serán familiares, le alentarán. Será casi como una zona de confort.

—Solo si su mente trabaja como tú crees que lo hace.

—Es un hombre extremadamente racional.

—¿Racional?

—Extremadamente, no tiene ningún tipo de empatía. Eso es lo que lo convierte en un monstruo, en un completo sociópata. Pero también hace que sea más fácil de comprender. Su mente es una calculadora que siente infinita aversión por el riesgo…, y las calculadoras son predecibles.

Madeleine lo miró como si le estuviera hablando en un idioma diferente, en un idioma de otro planeta.

—Así que tu plan es, básicamente, aparecer antes —dijo Kyle, cuya voz reflejaba toda sus dudas—. Tú le esperarás a él en lugar de que él te espere a ti.

—Algo así. En realidad es muy simple.

—¿Estás seguro?

—Lo bastante seguro para seguir adelante.

Hasta cierto punto era verdad, aunque todo era relativo. No podía quedarse quieto y no se le ocurría ninguna otra manera de seguir adelante.

Madeleine se levantó de la mesa y se llevó sus copos de avena fríos y la tostada sin terminar al fregadero. Miró el grifo durante un rato, sin tocarlo, con los ojos llenos de terror. Luego, levantando la mirada, con una sonrisa tensa, dijo: —Hace un buen día; voy a ir a dar un paseo.

—¿No vas a trabajar en la clínica hoy? —preguntó Gurney.

—No he de estar allí hasta las diez y media. Tengo mucho tiempo. La mañana es demasiado bonita para estar en casa.

Fue al dormitorio y dos minutos más tarde salió con una combinación de colores arriesgada: pantalones de lana color lavanda, chaqueta de nailon rosa y una boina roja.

—Estaré al lado del estanque —dijo ella—. Te veré antes de que te vayas.

47. La partida de un ángel

Kyle se acercó y se sentó a la mesa con su padre.

—¿Crees que está bien?

—Claro. Es decir…, obviamente está… Estoy seguro de que está bien. Estar al aire libre siempre le ayuda. Caminar le ayuda, le sienta bien.

Kyle asintió.

—¿Qué debo hacer?

Sonó como la pregunta más trascendente que un hijo le puede hacer a un padre. Gurney sonrió.

—Mantén los ojos bien abiertos. —Hizo una pausa—. ¿Cómo va tu trabajo? ¿Y las cosas de la facultad?

—El correo electrónico es mágico.

—Bien. Me siento mal con todo esto. Te he arrastrado a algo… Tengo la sensación de que te he creado un problema, de que te he puesto en peligro. Es algo que un padre… —Su voz se fue apagando. Miró por la puerta cristalera, para ver si los cuervos seguían posados en la cicuta.

—No es cierto, papá. Precisamente, eres tú quien se encarga de alejar el peligro.

—Sí, claro. Bueno, será mejor que me prepare. No quiero quedarme atrapado con esta cuestión absurda del incendio cuando necesito estar en otro sitio.

—¿Quieres que haga algo?

—Lo que te he dicho: mantén los ojos abiertos. Y ya… sabes dónde… —Gurney hizo un gesto hacia el dormitorio.

—Dónde está la escopeta. Sí. No hay problema.

—Mañana por la mañana, con un poco de suerte, todo debería estar bien. —Tras estas palabras, que le parecieron un tanto huecas, Gurney salió de la habitación.

Realmente no tenía mucho que hacer antes de salir. Comprobó que su teléfono estaba cargado, el mecanismo de su Beretta y la seguridad de su cartuchera de tobillo. Fue a su escritorio y sacó la carpeta de información que Kim le había dado en su primera reunión y agregó las copias impresas de los informes que Hardwick le había enviado por correo electrónico. Contaba con unas horas antes de que ocurriera nada. Tendría tiempo para revisar todo aquello.

Cuando salió a la cocina, Kyle estaba de pie junto a la mesa, demasiado ansioso para permanecer quieto.

—Oye, hijo, será mejor que me vaya.

—Bueno, pues… hasta luego. Hasta esta noche. —El chico levantó la mano de un modo que quiso aparentar normalidad, algo entre un gesto y un saludo.

—Claro. Hasta luego.

Gurney cogió su chaqueta del lavadero y se dirigió al coche. Apenas era consciente de que estaba conduciendo por el sendero del prado cuando llegó junto al estanque, donde la hierba se mezclaba con la gravilla del camino rural. En ese momento vio a Madeleine.

Estaba de pie junto a un abedul alto en el borde del estanque del lado de la colina, con los ojos cerrados y la cara levantada hacia el sol. Detuvo el coche, bajó y caminó hacia ella. Quería despedirse y decirle que estaría en casa antes de la mañana.

Ella abrió los ojos despacio y le sonrió.

—¿No es asombroso?

—¿Qué?

—El aire.

—Oh. Sí, muy bonito. Ya estaba en camino y pensaba…

La sonrisa de su mujer lo pilló a contrapié. Estaba tan… intensamente llena de…, ¿de qué? No era exactamente tristeza. Era otra cosa.

Fuese lo que fuese, también estaba en su voz.

—Solo para un momento —dijo ella— y siente el aire en la cara.

Durante unos instantes —unos segundos, un minuto quizá, no estaba seguro— sintió una emoción que lo paralizó.

—¿No es asombroso? —dijo ella otra vez, con tanta suavidad que las palabras parecían parte del aire que ella estaba describiendo.

—He de irme —dijo—. He de irme antes…

Ella lo detuvo.

—Lo sé. Sé qué has de irte. Ten cuidado. —Puso la mano en la mejilla de Dave—. Te quiero.

—Oh, Dios. —La miró—. Tengo miedo, Maddie. Siempre he sido capaz de resolver las cosas. Por Dios, espero saber lo que estoy haciendo. Es lo único que me queda.

Ella puso los dedos suavemente en sus labios.

—Lo harás genial.

No recordaba haber caminado hacia su coche, haberse subido en él.

Lo que recordaba era mirar atrás, ver a Madeleine de pie en el terreno alto de encima del abedul, radiante a la luz del sol, con aquella profusión de colores, saludándolo, sonriendo de un modo conmovedor que iba más allá de lo que él podía comprender.

48. El que importaba

El terreno rural entre Walnut Crossing y el condado de Cayuga ofrecía un paisaje bucólico clásico: pequeñas granjas, viñedos y ondulados campos de maíz intercalados con bosquecillos de árboles de madera dura. Pero Gurney apenas se fijó. Solo pensaba en su destino —una pequeña cabaña austera en una ciénaga de agua negra— y en lo que podría ocurrir esa noche.

Todavía no era mediodía cuando llegó. En lugar de entrar, decidió pasar de largo junto a la entrada de tierra, con aquel esqueleto centinela y la puerta de aluminio combada. La puerta estaba abierta, lo que parecía más un mal presagio que una invitación.

Continuó un par de kilómetros y dio un giro de ciento ochenta grados. Al volver, a medio camino del sendero intimidante de Clinter, vio un granero grande y decrépito en medio de un campo lleno de malas hierbas. El techo se estaba combando. Faltaban unos pocos tablones del lateral, así como una de las puertas dobles. No había ninguna casa a la vista, solo unos cimientos ruinosos que podrían haberla sostenido.

Gurney sintió curiosidad. En cuanto llegó a lo que sospechaba que había sido la entrada, ascendió lentamente por el campo hasta el granero. Dentro estaba oscuro. Tuvo que encender los faros para formarse una idea del interior. El suelo era de hormigón. Un pasillo abierto se extendía desde la claridad de la entrada hasta la oscura parte de atrás del edificio. Estaba sucio, con heno en descomposición por todas partes, pero, por lo demás, estaba vacío.

Entró lentamente en la oscuridad del granero y se adentró hasta donde pudo. Cogió la carpeta con la información de
Los huérfanos
y los informes policiales, bajó del coche y cerró las puertas. Era mediodía. Iba a ser una larga espera, pero estaba preparado para aprovecharla bien.

Continuó a pie, bajando por el campo enmarañado y a lo largo de la carretera hasta el sendero de Clinter. Al entrar por el estrecho camino elevado que atravesaba el estanque de castores y la ciénaga adyacente, le sorprendió otra vez la determinación del hombre por controlar el acceso a su casa. Su evidente paranoia le había servido para crear ciertos elementos disuasorios eficaces para que nadie entrara sin permiso.

Como le había prometido Clinter, la puerta delantera de la cabaña no estaba cerrada con llave. El interior, una gran sala, olía a humedad, el típico olor de un lugar cuyas ventanas rara vez se abren. Las paredes de troncos aportaban otro olor, leñoso y acre. Los muebles parecían proceder todos de una tienda especializada en estilo rústico. Era un entorno masculino. Un entorno de cazador.

Había un hornillo, un fregadero y un frigorífico contra una pared; una mesa larga con tres sillas junto a la pared adyacente; un cama individual baja contra otra pared. El suelo estaba hecho de planchas de pino con manchas oscuras. La silueta de lo que parecía ser una trampilla en el suelo captó su atención. Vio un orificio del tamaño de un dedo en uno de los bordes, supuso que era un medio para levantar la trampilla. Por curiosidad, Gurney intentó abrirla, pero no se movió. Presumiblemente, en algún momento del pasado, la habían cerrado. O, conociendo a Clinter, podía haber un cierre oculto en alguna parte. Quizás allí guardaba las armas de colección que vendía a otros coleccionistas sin que le fuera necesaria una licencia federal de armas.

Había una ventana que proporcionaba cierta luz natural y una vista de la senda exterior. Se acomodó en una de las tres sillas y trató de ordenar la gruesa pila de papeles para mantenerse entretenido las horas que tenía por delante. Después de ordenar y reordenar los documentos de diferentes modos, decidió empezar por donde se le antojara.

Armándose de valor, cogió la hoja de las fotos de las autopsias de diez años antes y eligió las de las heridas en la cabeza. Una vez más le parecieron espantosas: la forma en que los traumas masivos distorsionaban los rasgos faciales de las víctimas en facsímiles grotescos de emociones vivas. Aquella brutal violación de la dignidad personal renovó sus ganas de llevar a aquel asesino ante la justicia, de reponer el honor de las víctimas.

Se sintió mejor. Era una determinación sin complicaciones y que le daba fuerzas. Sin embargo, su momentáneo entusiasmo pronto empezó a apagarse.

Al mirar en torno a la estancia —esa sala fría, poco acogedora e impersonal que servía de hogar a un hombre— le sorprendió la pequeñez del mundo de Max Clinter. No sabía cómo había sido su vida antes de su encuentro con el Buen Pastor, pero desde luego se había marchitado y contraído en los años transcurridos desde entonces. Esa cabaña, esa pequeña caja apostada en un montículo de tierra en medio de una ciénaga, en medio de ninguna parte, era la guarida de un ermitaño. Clinter era un ser humano profundamente aislado, movido por sus demonios, por sus fantasías, por su hambre de venganza. Clinter era Ahab. Un Ahab herido y obsesionado. Sin embargo, en lugar de vagar por el mar, este Ahab acechaba en el páramo. Era un Ahab con pistolas en lugar de arpones. Obsesionado por su propia búsqueda, no imaginaba otro futuro que la culminación de su misión, no oía nada más que las voces que resonaban en su mente.

Ese hombre estaba completamente solo.

La certeza y la fuerza de esa idea llevaron a Gurney al borde de las lágrimas.

Pero no lloraba por Max.

Lloraba por sí mismo.

Y fue entonces cuando pensó en la imagen de Madeleine. El recuerdo de su mujer de pie en el pequeño montículo detrás del abedul, entre el estanque y el bosque. Allí de pie, diciéndole adiós, con ese desenfrenado estallido de color y luz, saludando y sonriendo. Sonriendo con una emoción que estaba mucho más allá de él. Una emoción que iba más allá de las palabras.

Era como el final de una película, una película sobre un hombre al que le habían dado un gran regalo, un ángel para iluminar con amor su camino, un ángel que podía habérselo mostrado todo, que podía haberle conducido a todas partes, simplemente con que él hubiera estado dispuesto a mirar, a escuchar, a seguirlo. Pero el hombre había estado demasiado ocupado, demasiado absorto en demasiadas cosas, encerrado en sí mismo. Y al final el ángel tuvo que marcharse, porque ya había hecho todo lo posible por él, todo lo que él estaba dispuesto a permitir. Ella lo quería, sabía todo lo que había que saber de él, lo amaba y lo aceptaba exactamente como era, le deseaba todo el amor y la luz y la felicidad que él era capaz de aceptar, le deseaba todo lo mejor para siempre. Pero ahora era hora de que se fuera. Y la película terminaba con el ángel sonriendo, sonriendo con todo el amor del mundo, mientras ella desaparecía en la luz del sol.

Gurney bajó la cabeza y se mordió el labio. Unas lágrimas rodaron por sus mejillas. Y empezó a sollozar. Por la película imaginada. Por su propia vida.

Era ridículo, pensó una hora después. Era absurdo. Un desatino autoindulgente, desbordado e hiperemocional. Cuando tuviera tiempo, lo estudiaría con más atención, descubriría lo que en realidad había desencadenado aquella crisis infantil y sin importancia. Obviamente había estado sintiéndose vulnerable. Todos los problemas derivados del caso y lo que le estaba costando recuperarse de las heridas de bala le hacían sentirse frustrado y demasiado sensible. Y sin duda había cuestiones más profundas, ecos de inseguridades infantiles, temores… Decididamente tenía que examinarlo, pero en ese momento…

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