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Authors: Carlos Castaneda

Tags: #Autoayuda, Esoterismo, Relato

Relatos de poder

 

La relación de las últimas «enseñanzas de don Juan» cierra impecablemente el ciclo iniciado con el libro de ese título y proseguido en
Una realidad aparte
y
Viaje a Ixtlán
.

Las lecciones de brujería y la obra que las narra llevan aquí sus postulados a la conclusión natural: los misterios del conocimiento secreto se disipan como la bruma en el acto mismo de cobrar concreción definitiva; una acumulación de poder personal resulta en la despersonalización del poder y todos los prodigios se funden en el único prodigio de la vida terrena.

Puede advertirse el paralelismo entre la iniciación guerrera que Castaneda ha cursado y la «disciplina sin doctrina» del Zen, y no son menos claras las diferencias de tono y humor, es decir, civilización.

Sabiduría bárbara, la de don Juan reaviva estructuras primitivas de la conciencia e inserta su realidad mágica en nuestro realismo convencional, no sólo produciendo fenómenos que contradicen las convenciones, sino a través del discurso articulado que postula todo un modelo del mundo.

Pero este encuentro de la cultura occidental con las raíces indígenas es, en primera instancia, una historia cautivante que fluye entre el asombro y la risa.

Carlos Castaneda

Relatos de poder

ePUB v1.0

silente
08.07.12

Título original:
Tales of power

Carlos Castaneda, 1974.

Traducción: Luis Tovar

Editor original: silente (v1.0)

ePub base v2.0

Las condiciones del pájaro solitario son cinco. La primera, que se va a lo más alto; la segunda, que no sufre compañía aunque sea de su naturaleza; la tercera, que pone el pico al aire; la cuarta, que no tiene determinado color; la quinta, que canta suavemente.

San Juan de la Cruz, «Dichos de luz y amor»

P
RIMERA
P
ARTE

UN TESTIGO DE ACTOS DE PODER

CITA CON EL CONOCIMIENTO

Llevaba yo varios meses sin ver a don Juan. Era el otoño de 1971. Tuve la certeza de que se encontraba en casa de don Genaro, en el México central, y realicé los preparativos necesarios para un viaje de seis o siete días. Al segundo día, obedeciendo a un impulso, me detuve al mediar la tarde en la casa de don Juan en Sonora. Estacioné el coche y caminé una corta dis­tancia hasta la casa misma. Para mi sorpresa, lo encontré allí.

—¡Don Juan! No esperaba hallarlo aquí —dije.

Echó a reír, deleitado por mi asombro. Estaba sen­tado en un cajón de leche vacío, junto a la puerta delantera. Al parecer me aguardaba. Había un aire de hazaña cumplida en la desenvoltura con que me saludó. Quitándose el sombrero, lo agitó cómicamente en florido gesto. Se lo puso de nuevo y me hizo un saludo militar. Se hallaba reclinado en la pared, a horcajadas en el cajón como sobre una silla de montar.

—Siéntate, siéntate —dijo en tono jovial—. Qué gusto me da que estés otra vez por aquí.

—Ya me estaba yendo hasta Oaxaca a buscarlo, don Juan —dije—. Y luego habría tenido que regresar a Los ángeles. El hallarlo aquí me ahorra días y días de manejar.

—De todos modos me habrías encontrado —dijo él en tono misterioso—, pero digamos que me debes los seis días que hubieras tardado en llegar allá, días que deberías emplear en algo más interesante que andar correteando en tu carro.

Había algo cautivante en la sonrisa de don Juan. Su calidez era contagiosa.

—¿Y dónde están los instrumentos? —preguntó, haciendo un gesto de escribir a mano.

Le dije que los había dejado en el coche; él res­pondió que sin ellos me veía extraño y me hizo ir a traerlos.

—Acabo de escribir un libro —dije.

Fijó en mí una mirada larga y peculiar que me dio comezón en la boca del estómago. Era como si em­pujase mi parte media con un objeta suave. Sentí que me iba a poner mal, pero entonces don Juan miró para otro lado y recobré mi primera sensación de bienestar.

Quise hablar de mi libro, pero él indicó con un gesto que no quería oír nada sobre el tema. Sonrió. Desbordaba ligereza y encanto, e inmediatamente me envolvió en una larga conversación acerca de perso­nas y de sucesos actuales. Al cabo de un buen rato logré por fin desviar la conversación hacia el tópico de mi interés. Empecé mencionando que, al revisar mis antiguas notas, me di cuenta de que él me había estado dando, desde el principio de nuestra asociación, una descripción detallada del mundo de los brujos. A la luz de lo que me dijo en aquellas etapas, comencé a poner en tela de juicio el papel de las plantas alu­cinógenas.

—¿Por qué me hizo usted tomar tantas veces esas plantas de poder? —pregunté.

Rió y musitó, en voz muy suave:

—Porque eres un idiota.

Lo oí perfectamente, pero quise cerciorarme y fin­gí no haber entendido.

—¿Cómo dijo? —inquirí.

—Tú sabes lo que dije —replicó, y se puso en pie.

Al pasar junto a mí me golpeó la cabeza con un dedo.

—Eres un poco lento —dijo—. Y no había otra for­ma de sacudirte.

—¿De modo que nada de eso era absolutamente ne­cesario? —pregunté.

—Lo era, en tu caso. Pero hay otros tipos de gente que no parecen necesitarlas.

Se quedó parado junto a mí, la vista fija en la copa de los matorrales al lado izquierdo de su casa; luego volvió a sentarse y habló de Eligio, su otro aprendiz. Dijo que Eligio había tomado plantas psicotrópicas una sola vez desde el inicio del aprendizaje, pero no obstante se hallaba, quizás, incluso más adelantado que yo.

—Tener sensibilidad es una condición natural de cierta gente —dijo—. Tú no la tienes. Pero tampoco yo. A fin de cuentas, la sensibilidad importa muy poco.

—¿Qué es entonces lo que importa? —pregunté.

Pareció buscar una respuesta adecuada.

—Lo que importa es que un guerrero sea impeca­ble —dijo al fin—. Pero eso es sólo una manera de decir las cosas, un modo de andarse por las ramas. Tú ya has terminado algunas tareas de brujería y creo que ya es hora de mencionar la fuente de todo lo que importa. Así pues, diré que lo importante para un guerrero es llegar a la totalidad de uno mismo.

—¿Qué es la totalidad de uno mismo, don Juan?

—Dije que nada más iba a mencionarla. Todavía quedan en tu vida muchos cabos sueltos que debes atar antes de que podamos hablar de la totalidad de uno mismo.

Con eso puso fin a la conversación. Hizo un ade­mán para callarme. Al parecer, había algo o alguien en la cercanía. Ladeó la cabeza hacia un lado, como para escuchar. Pude ver el blanco de sus ojos mien­tras enfocaban los arbustos más allá de la casa, hacia la izquierda. Escuchó atentamente unos momentos y luego se puso en pie, se acercó y me susurró al oído que debíamos dejar la casa y salir a un paseo.

—¿Algo anda mal? —pregunté, también en un susurro.

—No. Nada anda mal —dijo—. Todo anda bastan­te bien.

Me guió al chaparral desértico. Caminamos cosa de media hora y llegamos a una pequeña área circular libre de vegetación, un sitio de unos cuatro metros de diámetro donde el suelo rojizo estaba apisonado y perfectamente plano. No había, sin embargo, señas de que el espacio hubiera sido desmontado y apla­nado con maquinaria. Don Juan se sentó en el cen­tro, mirando al sureste. Señaló un sitio como a metro y medio de distancia y me pidió sentarme allí, dán­dole la cara.

—¿Qué vamos a hacer aquí? —pregunté.

—Tenemos una cita aquí esta noche —respondió.

Escudriñó los alrededores con rápida mirada, girando sobre su eje hasta hallarse de nuevo mirando al sureste.

Sus movimientos me alarmaron. Le pregunté con quién teníamos cita.

—Con el conocimiento —repuso—. Digamos que el conocimiento anda merodeando por aquí.

No me dio oportunidad de pensar en su críptica respuesta. Rápidamente cambió el tema y en tono jo­vial me instó a portarme con naturalidad, es decir, a tomar notas y hablar como hubiéramos hecho en su casa.

Lo que más presionaba mi mente en esos instantes era la vívida sensación que, seis meses antes, tuve de «hablar» con un coyote. Ese evento significaba que por vez primera fui capaz de visualizar o aprisionar, con mis cinco sentidos y en total sobriedad, la des­cripción mágica del mundo: una descripción en que la comunicación a través de palabras con los animales era asunto rutinario.

—No vamos a ponernos a revivir ninguna expe­riencia de tal naturaleza —dijo don Juan al oír mi pregunta—. No es dable que le des tal atención a los hechos pasados. Podemos tocarlos, pero sólo como referencia.

—¿Por qué motivo, don Juan?

—Todavía no tienes suficiente poder personal para buscar la explicación de los brujos.

—¡Entonces hay una explicación de brujos!

—Claro. Los brujos son hombres. Somos criaturas del pensamiento. Buscamos aclaraciones.

—Yo tenía la impresión de que mi gran falla era buscar explicaciones.

—No. Tu falla es buscar explicaciones convenien­tes, explicaciones que se ajustan a ti y a tu mundo. Lo que no me gusta es que seas tan razonable. Un brujo también explica las cosas en su mundo, pero no es tan terco como tú.

—¿Cómo puedo llegar a la explicación de los brujos?

—Acumulando poder personal. El poder personal te hará deslizarte con gran facilidad y entrar en la explicación de los brujos. La explicación no es lo que, tú llamarías una explicación; sin embargo, aunque no aclara el mundo ni sus misterios, los hace menos pavorosos. Ésa debería ser la esencia de una explicación, pero no es eso lo que tú buscas. Tú andas detrás del reflejo de ti y tus ideas.

Perdí el impulso de hacer preguntas. Pero su sonrisa me invitaba a seguir hablando. Otro asunto de gran importancia para mí era su amigo don Genaro y el extraordinario efecto que sus acciones habían surtido en mí. Cada vez que entraba en contacto con él, experimentaba distorsiones sensoriales de lo más, extrañas.

Don Juan rió cuando planteé mi pregunta.

—Genaro es estupendo —dijo—. Pero no tiene sen­tido por ahora hablar de él ni de lo que te hace. Tam­poco tienes suficiente poder personal para desenvol­ver ese tema. Espera a tenerlo, y entonces hablaremos.

—¿Y si nunca lo tengo?

—Si nunca lo tienes, nunca hablaremos.

—Al paso que voy, ¿tendré alguna vez el suficien­te? —pregunté.

—De ti depende —respondió—. Yo te he dado toda la información necesaria. Ahora es responsabili­dad tuya ganar suficiente poder personal para incli­nar la balanza.

—Habla usted en metáforas —dije—. Hábleme claro. Dígame exactamente qué debo hacer. Si ya me lo dijo, digamos que lo olvidé.

Don Juan chasqueó la lengua y se acostó, con los brazos detrás de la cabeza.

—Tú sabes exactamente lo que necesitas —dijo.

Respondí que a veces creía saberlo, pero que la mayor parte del tiempo carecía de confianza en mi mismo.

—Me temo que confundes las cosas —dijo—. La confianza de un guerrero no es la confianza del hom­bre común. El hombre común busca la certeza en los ojos del espectador y llama a eso confianza en sí mis­mo. El guerrero busca la impecabilidad en sus propios ojos y llama a eso humildad. El hombre común está enganchado a sus prójimos, mientras que el guerrero sólo depende de sí mismo. Andas en pos de lo impo­sible. Buscas la confianza del hombre común, cuando deberías buscar la humildad del guerrero. Hay una gran diferencia entre las dos. La confianza implica saber algo con certeza; la humildad implica ser impe­cable en los propias actos y sentimientos.

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