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Authors: Carlos Castaneda

Tags: #Autoayuda, Esoterismo, Relato

Relatos de poder (8 page)

—¿Qué anda mal conmigo, don Juan? —pregunté.

—Te entregas a tu vicio —respondió, brusco—. ­Sientes que entregarte a las dudas y a las tribulacio­nes es la marca de un hombre sensitivo. Bueno, la verdad del asunto es que está, muy lejos de ser eso. ¿Por qué fingir, pues? Ya te dije el otro día: un gue­rrero se acepta con humildad así como es.

—De la manera como usted lo dice, me hace apa­recer como si yo me confundiera a propósito —dije.

—Pues eso es lo que hacemos, nos confundimos a propósito —repuso—. Todos nosotros nos damos cuenta de lo que hacemos y nuestra razón se convier­te, a propósito, en el monstruo que se imagina ser. Pero ese molde le queda demasiado grande.

Le expliqué que mi dilema era quizá más complejo que como él lo presentaba. Dije que mientras él y don Genaro fuesen hombres como yo mismo, su do­minio superior los convertía en modelos para mi pro­pia conducta. Pero si eran en esencia hombres drás­ticamente distintos a mí, no me era ya posible con­cebirlos como modelos, sino como rarezas que yo no podía aspirar a emular.

—Genaro es un hombre —dijo don Juan en tono confortante—. Ya no es un hombre como tú, cierto. Pero ésa es su hazaña, y no debería darte miedo. Si es distinto, mayor razón para admirarlo.

—Pero su diferencia no es una diferencia humana —dije.

—¿Y qué cosa crees que es? ¿La diferencia entre un hombre y un caballo?

—No sé. Pero no es como yo.

—No obstante, lo fue una vez.

—¿Pero puedo yo entender su cambio?

—Claro. Tú mismo estás cambiando.

—¿Quiere usted decir que me saldrá un doble?

—A nadie le sale un doble. Ése es sólo un modo de hablar de eso. Pese a lo mucho que hablas, las pa­labras te enredan. Te quedas atrapado en sus signifi­cados. Y ahora seguramente has de creer que el doble le sale a uno por medios malignos. Todos nosotros los seres luminosos tenemos un doble. ¡Todos! Un guerrero aprende a darse cuenta de ello, eso es todo. Hay barreras que parecen infranqueables, que prote­gen ese conocimiento. Pero eso es de esperarse; de no ser por esas barreras, llegar a darse cuenta del doble no sería el desafío único que es.

—¿Por qué le temo yo tanto al doble, don Juan?

—Porque estás pensando que el doble es lo que dice la palabra, un doble, otro tú. Yo escogí esas pa­labras con el propósito de describirlo. El doble es uno mismo y no se puede encararlo de otro modo.

—¿Y si yo no quiero un doble?

—El doble no es asunto de gusto personal. Tampo­co es asunto de gusto personal quien resulta seleccio­nado para aprender el conocimiento de los brujos que nos llevan a darnos cuenta del doble. ¿Te has preguntado alguna vez por qué tú en particular?

—Todo el tiempo. Cientos de veces le he hecho esa pregunta, pero usted nunca ha respondido.

—No quise decir que lo hicieras una pregunta que busca respuesta, sino en el sentido de un guerrero que se asombra en su gran fortuna, la fortuna de ha­ber hallado un propósito.

Convertirlo en pregunta común es el recurso de un hombre ordinario y engreído que quiere que lo admiren o lo compadezcan por lo que hace. Yo no tengo ningún interés en esa clase de pregunta, por­que no hay modo de responderla. La decisión de es­cogerte a ti en particular fue un designio del poder; nadie puede penetrar los designios del poder. Ahora que has sido seleccionado, no hay nada que puedas hacer para que ese designio no se cumpla.

—Pero usted mismo dice, don Juan, que uno siem­pre puede fracasar.

—Cierto. Uno siempre puede fracasar. Pero yo creo que te refieres a otra cosa. Quieres hallar una salida. Quieres tener la libertad de fracasar y salir corriendo cuando se te dé la gana. Es demasiado tarde para eso. Un guerrero está en las manos del poder y su única libertad es elegir una vida impecable. No hay manera de fingir el triunfo o la derrota. Tu razón podrá querer que fracases por completo, para así ani­quilar la totalidad de tu ser. Pero hay una contrame­dida que no te permitirá declarar una falsa victoria o derrota. Si crees que puedes retirarte al refugio del fracaso, estás loco. Tu cuerpo montará guardia y no te dejará ir a ninguno de los dos lados.

Empezó a reír para sí, suavemente.

—¿Por qué ríe usted? —pregunté.

—Estás metido en un pantano espantoso —dijo—. Es demasiado tarde para retirarte, pero demasiado pronto para actuar. Lo único que puedes hacer es atestiguar. Estás en la miserable posición de una cria­tura que no puede regresar al vientre de la madre, pero tampoco puede corretear y actuar. Lo único que una criatura puede hacer es atestiguar, y escuchar los estupendos cuentos de acción que le cuentan. Tú es­tás ahora en ese punto preciso. No puedes regresar al vientre de tu viejo mundo, pero tampoco puedes ac­tuar con poder. Para ti no hay más que atestiguar actos de poder y escuchar cuentos, cuentos de poder.

—El doble es uno de esos cuentos. Lo sabes, y por eso cautiva tanto tu razón. Te estás golpeando la cabeza contra un muro si pretendes entender. Todo lo que puedo decirte, a manera de explicación, es que el doble, aunque se llega a él soñando, es de lo más real que hay.

—Según lo que usted me ha contado, don Juan, el doble puede realizar actos. ¿Puede entonces…?

No me dejó proseguir mi línea de razonamiento. Me recordó que era inadecuado decir que él me había contado del doble, cuando podía decir que yo mismo lo había presenciado.

—Por lo visto, el doble puede realizar actos —dije.

—¡Por lo visto! —repuso.

—¿Pero puede el doble actuar como uno mismo?

—Es uno mismo, ¡carajo!

Me resultaba muy difícil darme a entender. Tenía en mente que, sí un brujo podía ejecutar dos acciones a la vez su capacidad para la producción utilitaria necesariamente se duplicaba. Podía trabajar en dos empleos, estar en dos sitios, ver a dos personas, y así sucesivamente, al mismo tiempo.

Don Juan escuchó con paciencia.

—Permítame poner un ejemplo —dije—. Como pura teoría, ¿puede don Genaro matar a alguien a cientos de kilómetros de distancia, dejando que su do­ble lo haga?

Don Juan me miró. Meneó la cabeza y apartó los ojos.

—Estás repleto de cuentos de violencia —dijo—. Genaro no puede matar a nadie, sencillamente por­que ya no tiene ningún interés en sus semejantes. A la hora en que un guerrero es capaz de conquistar el ver y el soñar y de darse cuenta de su propia lumino­sidad, ya no le queda nada de ese interés.

Señalé que, al principio de mi aprendizaje, él ha­bía afirmado que un brujo, con la guía de su «alia­do»,\4 podía transportarse a cientos de kilómetros para descargar un golpe mortal a sus enemigos.

—Yo soy el responsable de esa confusión —dijo—. Pero debes recordar que en otra ocasión te dije que, contigo, yo no estaba siguiendo los pasos que mi pro­pio maestro me trazó. El era brujo, y propiamente yo debería haberte echado a ese mundo. No lo hice, porque ya no me conciernen los quehaceres de mis semejantes. Pero de todos modos, las palabras de mi maestro se me quedaron pegadas. Muchas veces hablé contigo en la forma en que él mismo hubiera ha­blado.

—Genaro es un hombre de conocimiento. El más puro de todos. Sus acciones son impecables. Está más allá de los hombres comunes, y más allá de los brujos. Su doble es una expresión de su alegría y su buen humor. Por eso, no puede de ningún modo usarlo para crear o resolver situaciones ordinarias. Hasta donde yo sé, el doble es el darse cuenta de nues­tro estado como seres luminosos. Puede hacer cual­quier cosa, pero escoge ser gentil y no llamar la atención.

—Mi error fue extraviarte con palabras prestadas. Mi maestro no era capaz de producir los efectos que Genaro produce. Para mi maestro, desdichadamente, ciertas cosas eran, como son para ti, sólo cuentos de poder.

Me vi compelido a defender mi premisa. Dije que hablaba en un sentido de posibilidades hipotéticas.

—No hay tal sentido cuando hablas del mundo de los hombres de conocimiento —dijo—. Un hombre de conocimiento no puede de ninguna manera actuar hacia sus semejantes en términos perjudiciales, hipo­téticamente o no.

—Pero ¿y si sus semejantes traman algo contra su seguridad y su bienestar? ¿Puede entonces usar su do­ble para protegerse?

Chasqueó la lengua con reprobación.

—Qué violencia increíble en tus pensamientos —di­jo—. Nadie puede tramar nada contra la seguridad y el bienestar de un hombre de conocimiento. Él ve, de modo que tomaría medidas para evitar cual­quier cosa por el estilo. Genaro, por ejemplo, corre un riesgo calculado al juntarse contigo. Pero no hay nada que podrías hacer tú para poner en peligro su seguridad. Si algo hubiera, su ver se lo haría saber. Ahora bien, si hay en ti algo que sea desde el fondo perjudicial para él, y su ver no lo alcanza, entonces es su destino, y ni Genaro ni nadie puede evitar eso. Conque, ya ves, un hombre de conocimiento tiene el control sin controlar nada.

Guardamos silencio. El sol estaba a punto de al­canzar la copa de las densas matas altas al lado oeste de la casa. Quedaban unas dos horas de luz diurna.

—¿Por qué no llamas a Genaro? —dijo don Juan en tono casual.

Mi cuerpo dio un salto. Mi reacción inicial fue abandonar todo y correr a mi coche. Don Juan esta­lló en una carcajada. Le dije que yo no tenía nada que probarme a mí mismo, y que me hallaba perfec­tamente satisfecho hablando con él. Don Juan no podía parar de reír. Finalmente dijo que era una vergüenza que Genaro no estuviera allí para disfrutar la escena.

—Mira, si a ti no te interesa llamar a Genaro, a mí sí —dijo en tono resuelto—. Me gusta su compañía.

Había un terrible amargor en mi paladar. El sudor goteaba de mis cejas y mi labio superior. Quise decir algo pero en realidad no había qué decir.

Don Juan me escudriñó con una larga mirada.

—Ándale —dijo—. Un guerrero siempre está listo. Ser guerrero no es el simple asunto de nomás querer serlo. Es más bien una lucha interminable que se­guirá hasta el último instante de nuestras vidas. Na­die nace guerrero, exactamente igual que nadie nace siendo un ser razonable. Nosotros nos hacemos lo uno o lo otro.

—Siéntate bien. No quiero que Genaro te vea tem­blando.

Se puso en pie y recorrió de un lado a otro el piso limpio de la ramada. No pude permanecer impasible. Mi nerviosismo era tan intenso que, incapaz de escribir una línea más, me levanté de un salto.

Don Juan me hizo trotar marcando el paso, cara al oeste. Me había puesto a realizar los mismos movi­mientos en varias ocasiones anteriores. La idea era sacar «poder» del crepúsculo inminente alzando los brazos al cielo con los dedos extendidos en abanico, y cerrando los puños con fuerza cuando los brazos estu­vieran en el punto medio entre horizonte y cenit.

El ejercicio surtió efecto y, casi de inmediato, me llené de calma y sosiego. No pude, sin embargo, de­jar de pensar qué habría ocurrido con el antiguo «yo» que nunca se habría relajado tan completamente eje­cutando esos movimientos sencillos e idiotas.

Quería enfocar toda mi atención en el procedimien­to que don Juan seguiría para llamar a don Genaro. Anticipaba actos portentosos. Don Juan se paró en el borde de la ramada, mirando al sureste, formó una bocina con las manos, y gritó:

—¡Genaro! ¡Ven aquí!

Un momento después, don Genaro surgió del cha­parral. Ambos resplandecían de contento. Práctica­mente bailaron frente a mí.

Don Genaro me saludó con abundantes efusiones y tomó asiento en el cajón de leche.

Algo espantoso me ocurría. Estaba calmado, impá­vido. Un increíble estado de indiferencia y distancia­miento dominaba todo mi ser. Casi me parecía estarme observando desde un escondrijo. Con gran despreocu­pación, le platiqué a don Genaro que durante mi úl­tima visita casi me había matado a sustos, y que ni siquiera durante mis experiencias con plantas psico­trópicas me había visto en un caos mayor. Ambos celebraron mis frases como si tuvieran propósito de chiste. Reí con ellos.

Obviamente estaban al tanto de mi estado de in­sensibilidad emotiva. Me vigilaban y me seguían la corriente como a un borracho.

Dentro de mí, algo luchaba desesperadamente por convertir la situación en cosa familiar. Quería sentir­me preocupado y temeroso.

Al cabo de un rato, don Juan me salpicó agua en la cara y me instó a sentarme y tomar notas. Dijo, como lo había hecho antes, que de no tomar notas me moriría. El mero acto de poner por escrito algu­nas palabras hizo regresar mi ánimo habitual. Fue como si algo se volviera de nuevo claro y cristalino, algo que unos momentos antes era opaco e inerte.

El advenimiento de mi personalidad acostumbrada significó a la vez el de mis miedos habituales. Curio­samente, yo tenía menos miedo de tener miedo que de no tenerlo. La familiaridad de mis viejos hábitos, por desagradables que fuesen, era un respiro deleitoso.

Entonces me di plena cuenta de que don Genaro acababa de surgir del chaparral. Mis procesos usua­les empezaban a funcionar. Comenzó rehusando a pensar o especular acerca del hecho. Hice la decisión de no preguntarle nada. Esta vez, sería un testigo si­lencioso.

—Genaro ha venido de nuevo, exclusivamente por u —dijo don Juan.

Don Genaro estaba reclinado en la pared de la casa, y reposaba la espalda, sentado en un cajón de leche puesto en declive. Parecía un jinete. Tenía las manos enfrente, y daban la impresión de que sostenía las riendas de un caballo.

—Eso es cierto, Carlitos —dijo bajando el cajón a la horizontal del piso.

Desmontó, pasando la pierna derecha sobre el ima­ginario cuello equino, y saltó a tierra. La destreza de sus movimientos me hizo sentir sin lugar a dudas que había llegado cabalgando. Vino y se sentó a mi iz­quierda.

—Genaro vino porque quiere hablarte del otro —dijo don Juan.

Hizo ademán de ceder la palabra. Don Genaro sa­ludó al auditorio. Se volvió ligeramente para darme la cara.

—¿Qué es lo que te gustaría saber, Carlitos? —pre­guntó en voz aguda.

—Bueno, si va usted a hablarme del otro, cuénte­melo todo —dije, fingiendo despreocupación.

Ambos menearon la cabeza y se miraron.

—Genaro te va a hablar acerca del soñador y el soñado —anunció don Juan.

Como ya sabes, Carlitos —dijo don Genaro con el aire de un orador que entra en materia—, el doble empieza en sueños.

Me lanzó una larga mirada y sonrió. Sus ojos se deslizaron de mi cara a mi cuaderno y mi lápiz.

—El doble es un sueño —dijo, rascándose los bra­zos, y luego se paró.

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