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Authors: Carlos Castaneda

Tags: #Autoayuda, Esoterismo, Relato

Relatos de poder (3 page)

Me hallaba, en ese momento, en un estado muy peculiar de conciencia. Tenía conocimiento del en­torno y de los procesos mentales que el entorno engen­draba en mí, pero no pensaba como pienso de ordinario. Por ejemplo, al darme cuenta de que la silueta superpuesta en las matas era un hombre, rememora otra ocasión en el desierto; en aquel entonces, mientras don Genaro y yo caminábamos, de noche, por el chaparral, noté que un hombre se ocultaba entre los arbustos, detrás de nosotros, pero lo perdí de vista apenas traté de explicar racionalmente el fenómeno. Esta vez, sin embargo, sentí llevar la ventaja y me rehusé a explicar o pensar en absoluto. Durante un momento tuve la impresión de que podía retener al hombre y forzarlo a permanecer donde se hallaba. En­tonces experimenté un extraño dolor en la boca del estómago. Algo pareció desgarrarse dentro de mí y ya no pude conservar en tensión los músculos de mi abdomen. En el preciso instante en que cedí, la forma oscura de un enorme pájaro, o alguna clase de animal volador, brotó del matorral y se me echó enci­ma. Fue como si la figura del hombre se hubiese transformado, en la de un ave. Tuve la clara percep­ción consciente del miedo. Di una boqueada, y luego un fuerte grito, y caí de espaldas.

Don Juan me ayudó a incorporarme. Su rostro es­taba muy cerca del mío. Reía.

—¿Qué fue eso? —vociferé.

Me silenció, cubriéndome la boca con la mano. Acercó los labios a mi oírlo y susurró que debíamos abandonar el sitio en forma tranquila y sosegada, como si nada hubiera ocurrido.

Laminamos lado a lado. Su paso era sereno y pare­jo. Un par de veces volvió rápidamente la cabeza. Lo imité, y en las dos ocasiones pude ver una masa oscu­ra que parecía seguirnos. Oí a mis espaldas un chilli­do escalofriante. Experimenté un momento de terror puro; un movimiento ondulatorio recorrió en espas­mos los músculos de mi estómago, creciendo en in­tensidad hasta que, sencillamente, forzó a mi cuerpo a correr.

Para hablar de mi reacción, es imprescindible usar la terminología de don Juan; así puedo decir que mi cuerpo, a causa del susto experimentado, fue ca­paz de ejecutar lo que él llamaba «la marcha de poder», una técnica que me había enseñado años antes para correr en la oscuridad sin tropezar ni las­timarse en forma alguna.

No tuve conciencia clara de qué había hecho ni de cómo lo hice. De pronto me hallé nuevamente en la casa de don Juan. Al parecer él había corrido tam­bién y llegamos al mismo tiempo. Encendió su lám­para de kerosén, la colgó de una viga en el techo v, con toda naturalidad, me invitó a tomar asiento y relajarme.

Troté marcando el paso durante un rato, hasta que mi nerviosismo se redujo a proporciones mane­jables. Luego me senté. Enfáticamente, me ordenó actuar como si nada hubiera pasado y me entregó mi cuaderno. Yo no había advertido que, en mi prisa por salir del matorral, lo dejé caer.

—¿Qué es lo que pasó, don Juan? —pregunté por fin.

—Tenías una cita con el conocimiento —repuso, señalando con un movimiento de barbilla el borde oscuro del chaparral desértico—. Te llevé allá por­que encontré al conocimiento ahí dando vueltas alre­dedor de la casa, cuando llegaste. Podrías decir que el conocimiento sabía de tu venida y te esperaba. En lugar de enfrentarlo aquí, me pareció propio enfrentarlo en un sitio de poder. Entonces preparé una prueba para ver si tenías suficiente poder personal para separarlo del resto de las cosas en torno nuestro. Lo hiciste muy bien.

—¡No se vaya tan de prisa! —protesté—. Vi la silueta de un hombre escondido detrás de una mata, y luego vi un enorme pájaro.

—¡No viste un hombre! —dijo con énfasis—. Tampoco viste un pájaro. La silueta en las matas, y lo que voló hacia nosotros, era una polilla. Si quieres ser exacto en términos de brujo, pero muy ridículo en tus propios términos, puedes decir que esta noche tenías cita con una polilla. El conocimiento es una polilla.

Me dirigió una mirada penetrante. La luz de la linterna creaba sombras extrañas en su cara. Aparté los ojos.

—A lo mejor tendrás bastante poder personal para deshilvanar hoy ese misterio —dijo—. Si no es hoy, será mañana; recuerda, todavía me debes seis días.

Don Juan se puso en pie y fue a la cocina en la parte trasera de la casa. Tomó la linterna y la puso contra la pared, sobre el tocón bajo y redondo que usaba como banco. Nos sentamos en el suelo, uno frente al otro, y nos servimos frijoles y carne de una olla que él había colocado frente a nosotros. Comimos en silencio.

De vez en cuando me echaba vistazos furtivos, y parecía a punto de reír. Sus ojos semejaban dos ra­nuras. Al mirarme los abría un poco y la humedad de la córnea reflejaba la luz de la linterna. Parecía estar usando la luz para crear un reflejo. Jugaba con el reflejo, sacudiendo la cabeza en forma casi imperceptible, cada vez que enfocaba en mí los ojos. El efecto era un fascinante estremecimiento luminoso. Tomé conciencia de sus maniobras después de que las hubo ejecutado un par de veces. Me sentí conven­cido de que actuaba con un propósito definido. No pude menos que preguntarle al respecto.

—Tengo un motivo ulterior —dijo empleando una voz tranquilizadora—. Te estoy calmando con mis ojos. No parece que te estés poniendo más nervioso, ¿verdad?

Tuve que admitir que me sentía bastante a mis anchas. El cintilar constante de sus ojos no era omi­noso, ni me había asustado o molestado en forma al­guna.

—¿Cómo hace usted para calmarme con los ojos? —pregunté.

Repitió el imperceptible oscilar de cabeza. Las córneas de sus ojos reflejaban en verdad la luz de la linterna de kerosén.

—Haz tú la prueba —dijo en tono casual, mien­tras se servía otro plato de comida—. Puedes calmar­te solo.

Intenté menear la cabeza; mis movimientos eran torpes.

—Si sacudes así la cabeza, no vas a calmarte —dijo, riendo—. Nada más te va a doler. El secreto no está en el meneo dé cabeza sino en la sensación que viene a los ojos desde la parte abajo del estómago. Esto es lo que mueve la cabeza.

Se frotó la región umbilical.

Habiendo terminado de comer, me recliné en una pila de leña donde había algunos costales. Traté de imitar su movimiento de cabeza. Don Juan parecía divertirse inmensamente. Lanzaba risitas y se golpeaba los muslos.

Un ruido súbito interrumpió su regocijo. Oí un extraño sonido grave, como golpeteó sobre madera, procedente del chaparral. Don Juan echó la mandíbula hacia adelante, haciéndome seña de permanecer alerta.

—Esa es la polilla que te llama —dijo en un tono carente de emoción.

Me levanté de un salto. El sonido cesó instantánea­mente. Miré a don Juan en busca de una explica­ción. Él hizo un gesto cómico de impotencia, alzando los hombros.

—Todavía no has cumplido con tu cita —añadió.

Le dije que me sentía indigno, y que tal vez debiera irme a casa y regresar cuando tuviera más fuerza.

—Esas son idioteces —repuso, cortante—. Un guerrero toma su suerte, sea la que sea, y la acepta con la máxima humildad. Se acepta con humildad así como es, no como base para lamentarse, sino como base para su lucha y su desafío.

Nos demoramos mucho para comprender eso y vi­virlo por entero. Yo, por ejemplo, odiaba mencionar la palabra humildad. Soy un indio, y los indios siem­pre hemos sido humildes y no hemos hecho nada más que agachar la cabeza. Yo pensaba que la humildad no tenía nada que ver con el camino del guerrero. ¡Me equivocaba! Ahora sé que la humildad del gue­rrero no es la humildad del pordiosero. El guerrero no agacha la cabeza ante nadie, pero, al mismo tiem­po, tampoco permite que nadie agache la cabeza ante él. En cambio, el pordiosero a la menor provocación pide piedad de rodillas y se echa al suelo a que lo Pise cualquiera a quien considera más encumbrado; pero al mismo tiempo, exige que alguien más bajo que él le haga lo mismo.

—Por eso te dije hace rato que no entiendo lo que debe sentir un maestro. Yo sólo conozco la humildad del guerrero, y eso jamás me permitirá ser el amo de nadie.

Guardamos silencio unos momentos. Sus palabras me habían causado una profunda agitación. Me con­movían, y al mismo tiempo me preocupaba lo presen­ciado en el matorral. Mi evaluación consciente era que don Juan me ocultaba cosas y que debía saber lo que realmente estaba ocurriendo.

Me hallaba envuelto en tales deliberaciones cuan­do el mismo extraño golpeteo dispersó mis pensa­mientos con una sacudida. Don Juan sonrió y luego empezó a reír por lo bajo.

—Te gusta la humildad del pordiosero —dijo sua­vemente—. Agachas la cabeza ante la razón.

—Siempre pienso que me están engañando —dije—. Ése es el punto de mi problema.

—Tienes razón. Te están engañando —repuso con una sonrisa encantadora—. Eso no puede ser tu pro­blema. El verdadero punto del asunto es que sientes que soy yo el que te está mintiendo, ¿no es así?

—Sí. Algo en mi no me permite creer que lo que está ocurriendo sea real.

—Otra vez tienes razón. Nada de lo que está ocu­rriendo es real.

—¿Qué quiere usted decir, don Juan?

—Las cosas son reales sólo cuando uno ha apren­dido a estar de acuerdo de que son reales. Lo que sucedió esta noche, por ejemplo, no puede de ninguna manera ser real para ti, porque nadie podría este, de acuerdo contigo en ese respecto.

—¿Quiere decir que usted no vio lo que ocurría?

—Claro que sí. Pero yo no cuento. Yo soy el que te está mintiendo, ¿recuerdas?

Don Juan rió hasta toser y atragantarse. Su risa era amistosa aunque se burlaba de mí.

—No le des tanta importancia a mis palabras —dijo, confortante—. Sólo trato de que descanses, y sé que te sientes a tus anchas sólo cuando estás confundido.

Su expresión era tan deliberadamente cómica que ambos reímos. Le dije que lo que acababa de decir me hacía sentir más atemorizado que nunca.

—¿Me tienes miedo? —preguntó.

—No a usted, sino a lo que usted representa.

—Represento la libertad del guerrero. ¿Tienes mie­do de eso?

—No. Pero tengo miedo de su conocimiento. Yo no tengo descanso, ni puedo refugiarme en nada.

—Otra vez confundes las cosas. Descanso, refugio, miedo: cavilaciones que has aprendido sin poner ja­más en duda su valor. Como podrás ver, los brujos malignos ya se han aliado contigo.

—¿Quiénes son los brujos malignos, don Juan?

—Todos nuestros prójimos son los brujos malignos. Y como andas revuelto con ellos, también tú eres un brujo maligno. Piensa un momento. ¿Puedes desviarte de la senda que te han trazado? No. Tus ideas y tus acciones están fijadas para siempre en sus términos. Eso es esclavitud. Yo, en cambio, te traje libertad. La libertad es muy cara, pero el precio no es imposible.

Ten miedo a tus carceleros, a tus amos. No desperdi­cies tu tiempo y tu poder en temerme a mí.

Supe que tenía razón, y sin embargo, pese a mi ge­nuina concordancia con él, supe también que los hábitos de toda mi vida me harían, inevitablemente, ceñirme a mi vieja senda. Me sentí en verdad un esclavo.

Tras un largo silencio, don Juan me preguntó si tenía fuerza suficiente para otro encuentro con el co­nocimiento.

—¿O sea, con la polilla? —pregunté, medio en broma.

Su cuerpo se contorsionó de risa. Fue como si yo le hubiera contado el chiste más gracioso del mundo.

—¿Qué quiere usted decir realmente con eso de que el conocimiento es una polilla? —pregunté.

—Eso es lo único que quiero decir —replicó—. Una polilla es una polilla. Pensé que a estas alturas, con todo lo que has aprendido y logrado, tendrías poder suficiente para ver. Pero en lugar de ver, tu mirada se fijó en un hombre, y eso no fue ver de verdad.

Desde el principio de mi aprendizaje, don Juan había descrito el concepto de «ver» como una capaci­dad especial que podía cultivarse y que permitía per­cibir la naturaleza «última» de las cosas.

A través de los años de nuestra relación, yo había desarrollado la idea de que con «ver» él se refería a una percepción intuitiva de las cosas, o a la capacidad de comprender algo de una sola vez, o quizás al don de penetrar las interacciones humanas y descubrir signi­ficados y motivos encubiertos.

—Yo diría que esta noche, cuando enfrentaste a la polilla, medio mirabas y medio veías —prosiguió don Juan—. En ese estado, aunque no eras del todo lo que eres de costumbre, fuiste capaz de darte cuenta de lo que estaba pasando, a fin de hacer operar tu conocimiento del mundo.

Don Juan hizo una pausa y me miró. Al principió no supe qué decir.

—¿Cómo estaba yo operando mi conocimiento del mundo? —pregunté.

—Tu conocimiento del mundo te decía que en los matorrales uno solamente puede hallar animales rondando u hombres escondidos detrás del follaje. Te aferrabas á ese pensamiento y, naturalmente, tuviste que hallar modos de hacer que el mundo se ajustara a tu pensamiento.

—Pero yo, no pensaba en absoluto, don Juan.

—Entonces no digamos que pensabas. Es más bien el hábito de hacer que el mundo se ajuste siempre a nuestros pensamientos. Cuando no se ajusta, simple­mente lo forzamos a hacerlo. Las polillas del tamaño de un hombre no pueden ser ni siquiera un pensa­miento, por lo tanto, para ti, lo que había en el ma­torral tenía que ser un hombre.

—Lo mismo pasó con el coyote. Tus viejos hábitos decidieron también la naturaleza de aquel encuentro. Algo tuvo lugar entre el coyote y tú, pero no fue con­versación. Yo mismo he estado en ese jaleo. Ya te conté que una vez hablé con un venado; tú hablaste con un coyote, pero ni tú ni yo sabremos jamás qué fue lo que realmente ocurrió en esas ocasiones.

—¿Qué me está usted diciendo, don Juan?

—Cuando la explicación de los brujos se me hizo clara, ya era demasiado tarde para saber qué me hizo el venado. Dije que hablamos, pero no fue así. Decir que tuvimos una conversación es sólo una forma de arreglar lo que pasó para así poder hablar de ello. El venado y yo hicimos algo, pero en el momento en que eso ocurría yo también necesitaba ajustar el mundo a mis ideas, igual que tú. Yo he hablado toda mi vida, igual que tú, por lo tanto mis hábitos se impusieron y se extendieron aún al venado. Cuando el venado se me acercó e hizo lo que hizo, me vi forzado a enten­derlo como conversación.

—¿Es ésta la explicación de los brujos?

—No. Es la explicación que yo te doy. Pero no se opone a la explicación de los brujos.

Sus aseveraciones me produjeron un estado de gran agitación intelectual. Durante un rato olvidé la mari­posa nocturna que rondaba, e incluso tomar notas. Intenté reformular sus postulados y entramos en una larga discusión acerca de la naturaleza reflexiva de nuestro mundo. El mundo, según don Juan, debía ajustarse a su descripción; es decir, la descripción se reflejaba a sí misma.

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