—He tratado de vivir de acuerdo con sus consejos —dije—. Tal vez no sea yo lo mejor, pero soy lo mejor de mí mismo. ¿Es eso impecabilidad?
—No. Debes ser aún mejor. Debes empujarte siempre más allá de tus límites.
—Pero eso sería una locura, don Juan. Nadie puede hacer eso.
—Muchas cosas que haces ahora te habrían parecido una locura hace diez años. Las cosas esas nunca cambiaron, pero sí cambió tu idea de ti mismo; lo que antes era imposible es ahora perfectamente posible, y a lo mejor el que logres cambiarte por completo es sólo cuestión de tiempo. En este asunto, el único camino posible para un guerrero es actuar directamente y sin reservas. Ya conoces el camino del guerrero lo suficiente para desenvolverte bastante bien; pero te salen al encuentro tus malas costumbres.
Comprendí a qué se refería.
—¿Cree usted que escribir es una de esas malas costumbres que debo cambiar? —pregunté—. ¿Debo destruir mi nuevo manuscrito?
No contestó. Se puso en pie y se volvió a mirar el borde del matorral.
Le conté que había recibido una cantidad de cartas en las que diversas personas me señalaban el error de escribir acerca de mi aprendizaje. Citaban como precedente el hecho de qué los maestros de las doctrinas esotéricas orientales exigían discreción absoluta con respecto a sus enseñanzas.
—Capaz si esos maestros tienen el vicio de ser maestros —dijo don Juan sin mirarme—. Yo no soy maestro. Yo soy solamente un guerrero. No sé en realidad qué es lo que uno siente como maestro.
—Pero quizás estoy revelando cosas que no debería, don Juan.
—No importa lo que uno revela ni lo que uno se guarda —dijo—. Todo cuanto hacemos, todo cuanto somos, descansa en nuestro poder personal. Si tenemos suficiente, una palabra que se nos diga podría ser suficiente para cambiar el curso de nuestra vida. Pero si no tenemos suficiente poder personal, se nos puede revelar la sabiduría más grande y esa revelación nos importaría un ajo.
Luego bajó la voz como si me estuviera revelando un asunto confidencial.
—Voy a decirte algo que a lo mejor es la mayor sabiduría a la que uno puede dar voz —dijo—. A ver qué haces can ella.
—¿Sabes que en este mismo instante estás rodeado por la eternidad? ¿Y sabes que puedes usar esa eternidad, si así lo deseas?
Tras una larga pausa, durante la cual un sutil movimiento de sus ojos me instaba a rendir alguna formulación, dije no entender de qué hablaba.
—¡Allí! ¡La eternidad está allí! —dijo, señalando el horizonte.
Luego apuntó hacia el cenit.
—O allí, o quizá podamos decir que la eternidad es así.
Extendió los brazos para señalar al este y al oeste.
Nos miramos. Sus ojos contenían una pregunta.
—¿Y qué me dices de esto? —inquirió, animándome a meditar sus palabras.
No supe qué responder.
—¿Sabes que puedes extenderte hasta el infinito en cualquiera de las direcciones que he señalado? —prosiguió—. ¿Sabes que un momento puede ser la eternidad? Esto no es una adivinanza; es un hecho, pero sólo si te montas en ese momento y lo usas para llevar la totalidad de ti mismo hasta el infinito, en cualquier dirección.
Se me quedó mirando.
—Antes no tenías este conocimiento —dijo, sonriendo—. Ahora es tuyo. Te lo he dado, y sin embargo no importa nada, porque no tienes suficiente poder personal para utilizar mi revelación. Pero si lo tuvieras, sólo mis palabras serían el medio para que acorralaras toda tu totalidad, y sacaras la parte que manda, de estos límites que la contienen.
Vino a mi lado y me tocó el pecho con los dedos; fue un golpe muy ligero.
—Estos son los límites de los que hablo —dije Uno puede salir de ellos. Somos un sentimiento, un darse cuenta encajonado aquí.
Me palmeó los hombros con las manos. Mi cuaderno y mi lápiz cayeron por tierra. Don Juan puso el pie sobre el cuaderno y me miró con fijeza; luego rió.
Le pregunté si lo molestaba tomando notas. Dijo que no, en tono confortante, y apartó el pie.
—Somos seres luminosos —dijo, meneando rítmicamente la cabeza—. Y para un ser luminoso lo único que importa es el poder personal. Pero si me preguntas qué cosa es el poder personal, debo decirte que mi explicación no lo explicará.
Don Juan miró el horizonte occidental y dijo que todavía quedaban unas horas de luz diurna.
—Tenemos que estarnos aquí mucho rato —explicó—. Así pues; o nos sentarnos en silencio o hablamos. Para ti no es natural estar callado, de modo que sigamos hablando. Este lugar es un sitio de poder y debe acostumbrarse a nosotros antes de que caiga la noche. Debes quedarte sentado, lo más natural que puedas, sin miedo y sin impaciencia. Parece que es más fácil para ti estar tranquilo cuando escribes, así que escribe cuanto se te dé la gana.
—Y ahora, a ver si me cuentas de tu soñar.
La súbita transición me tomó desprevenido. Don Juan repitió su petición. Había mucho que decir al respecto. «Soñar» implicaba el cultivo de un poder peculiar sobre los propios sueños, hasta el punto en que las experiencias habidas en ellos y las vividas en las horas de vigilia adquirían la misma valencia pragmática. Los brujos alegaban que, bajo el impacto del «soñar», los criterios ordinarios para diferenciar entre sueño y realidad se hacían inoperantes.
La praxis del «solar» era, para don Juan, un ejercicio que consistía en hallar las propias manos durante un sueño. En otras palabras, uno debía soñar deliberadamente que buscaba y hallaba sus manos en un sueño que consistía en soñar que uno alzaba las manos al nivel de los ojos.
Después de años de intentos infructuosos, yo había logrado finalmente la tarea. Considerando retrospectivamente, se me evidenció que sólo pude alcanzar el éxito tras haber obtenido cierto grado de dominio sobre el mundo de mi vida cotidiana.
Don Juan quiso saber los puntos salientes. Empecé a contarle que la dificultad de estructurar la orden de mirarme las manos parecía ser, muy a menudo, insuperable. Él me había advertido que la primera etapa de la faceta preparatoria, lo que él llamaba «armar los sueños», consistía en un juego mortal que la mente jugaba consigo misma, y que cierta parte de mi ser iba a hacer todo lo posible por impedir el cumplimiento de mi tarea. Eso podía incluir, dijo don Juan, el arrojarme a una pérdida de significado, a la melancolía, o incluso a una depresión suicida. Sin embargo, no llegué tan lejos. Mi experiencia se quedó más bien en el lado ligero, cómico; no obstante, la frustración era igual. Cada vez que, en un sueño, estaba a punto de mirarme las manos, algo extraordinario sucedía; echaba yo a volar, o el sueño se volvía pesadilla, o simplemente se transformaba en una placentera experiencia de excitación corporal; todo lo contenido en el sueño se extendía mucho más allá de lo «normal» en lo referente a vividez y, por ello, resultaba absorbente en extremo. La intención original de observar mis manos siempre se olvidaba a la luz de la nueva situación.
Una noche, inesperadamente, hallé mis manos en sueños. Soñaba recorrer una calle desconocida en una ciudad extranjera y de pronto alcé las manos y las puse frente a mi rostro. Fue como si algo en mí cediera para permitirme observar el dorso de mis manos.
Las instrucciones de don Juan estipulaban que, apenas la percepción de mis manos empezara a disolverse o transformarse, yo debía trasladar la mirada a cualquier otro elemento en el ámbito del sueño. En aquella ocasión particular, la trasladé a un edificio en el extremo de la calle. Cuando la apariencia del edificio empezó a disiparse, presté atención a otros elementos ambientales. El resultado final fue la imagen increíblemente clara, de una calle desierta en alguna ciudad extranjera.
Don Juan me hizo contar otras experiencias en el «soñar». Hablamos largo rato.
Al acabar mi reporte, él se levantó y fue al matorral. Me incorporé también. Estaba nervioso. Era una sensación injustificada, pues nada había que invocara miedo o cuidado. Don Juan no tardó en volver. Advirtió mi agitación.
—Sosiégate —dijo, mientras asía con suavidad mi brazo.
Me hizo tomar asiento y me puso el cuaderno en el regazo. Me animó a escribir. Argumentaba que yo no debía inquietar el sitio de poder con innecesarios sentimientos de miedo o vacilación.
—¿Por qué me pongo tan nervioso? —pregunté.
—Es natural —dijo—. Algo en ti se ve amenazado por tus quehaceres en el soñar. Mientras no pensabas en ellos, anduviste bien. Pero ahora que me revelaste tus acciones estás a punto de desmayarte:
—Cada guerrero tiene su propio modo de soñar. Todos son distintos. Lo único que tenemos en común es que algo en nosotros tiende trampas para obligarnos a abandonar la empresa. El remedio es persistir a pesar de todas las barreras y desilusiones.
Luego me preguntó si era yo capaz de elegir temas para «soñar». Dije no tener la menor idea de cómo hacerlo.
—La explicación de los brujos acerca de cómo escoger un tema para soñar —dijo él— es que el guerrero escoge el tema manteniendo a fuerza una imagen en la mente mientras para su diálogo interior. En otras palabras, si es capaz de no hablar consigo mismo por un momento, y luego evoca la imagen o el pensamiento de lo que quiere soñar, aunque sólo sea por un instante, lo deseado vendrá a él. Estoy seguro de que esto es lo que has hecho, aunque sin darte cuenta.
Hubo una larga pausa y después don Juan empezó a husmear el aire. Parecía limpiarse la nariz; exhaló por ella tres o cuatro veces, con gran fuerza. Los músculos de su abdomen se contraían en espasmos que él controlaba aspirando breves bocanadas de aire.
—Ya no vamos a hablar más de soñar —dijo—. Podrías obsesionarte. Para lograr éxito en cualquier empresa se debe ir muy despacio, con mucho esfuerzo pero sin tensión ni obsesiones.
Se puso en pie y caminó hasta el borde del matorral. Agachándose, escrutó el follaje. Parecía examinar algo en las hojas, sin acercarse a ellas demasiado.
—¿Qué hace usted? —pregunté, incapaz de contener la curiosidad.
Me encaró, sonriendo y alzando las cejas.
—Los matorrales están llenos de cosas extrañas —dijo al sentarse de nuevo.
De tan casual, su tono me asustó más que si hubiera lanzado un alarido súbito. Lápiz y cuaderno cayeron de mis manos. Me remedó entre risas y dijo que mis reacciones exageradas eran uno de los cabos sueltos que aún existían en mi vida.
Quise hacer una observación, pero no me dejó hablar.
—Todavía queda un poco de luz del día —dijo—. Hay otras cosas que deberíamos tocar antes de que caiga el crepúsculo.
Añadió entonces que, juzgando por los resultados de mi «soñar» yo debía de haber aprendido a interrumpir voluntariamente mi diálogo interno. Le dije que así era.
En el principio de nuestra relación, don Juan había delineado otro procedimiento: caminar largos trechos sin enfocar los ojos en nada. Su recomendación había sido no mirar nada directamente sino, cruzando levemente los ojos, mantener una visión periférica de cuanto se presentaba a la vista. Recalcó, aunque entonces no entendí, que conservando los ojos sin enfocar en un punto justamente arriba del horizonte, era posible percibir, en forma simultánea, cada elemento en el panorama total de casi 180 grados frente a los ojos. Me aseguró que ese ejercicio era la única manera de suspender el diálogo interno. Solía pedir reportes sobre mi progreso, pero luego dejó de preguntar por él.
Dije a don Juan que practiqué la técnica años enteros sin advertir cambio alguno, pero de todos modos no lo esperaba. Cierto día, sin embargo, me di cuenta, súbitamente, de que acababa de caminar durante unos diez minutos sin haberme dicho una sola palabra.
Mencioné también que en esa ocasión cobré conciencia de que suspender el diálogo interno implicaba algo más que sólo reprimir las palabras que me decía a mí mismo. Todos mis procesos intelectuales se detuvieron, y me sentí como suspendido, flotando. Una sensación de pánico surgió de esa vivencia, y tuve que reanudar mi diálogo interno como antídoto.
—Te he dicho que el diálogo interno es lo que nos hace arrastrar —dijo don Juan—. El mundo es así como es sólo porque hablamos con nosotros mismos acerca de que es así como es.
Don Juan explicó que el pasaje al mundo de los brujos se franquea después que el guerrero aprende a suspender el diálogo interno.
—Cambiar nuestra idea del mundo es la clave de la brujería —dijo—. Y la única manera de lograrlo es parar el diálogo interno. Lo demás sólo es arreglo. Ahora estás en la posición de saber que nada de lo que has visto o hecho, con la excepción de parar el diálogo interno, habría podido de por sí cambiar nada en ti, o en tu idea del mundo. El asunto, por supuesto, es que ese cambio no sea un trastorno. Ahora entenderás por qué un maestro no presiona a su aprendiz. Eso nada más fomentaría obsesión y morbidez.
Pidió detalles de otras experiencias que yo hubiera tenido al suspender el diálogo interno. Hice un recuento de cuanto pude recordar.
Hablamos hasta que oscureció y ya no pude tomar notas cómodamente; debía atender a la escritura y eso alteraba mi concentración. Don Juan se dio cuenta y se echó a reír. Señaló que yo había propiamente logrado otra tarea de brujo: escribir sin concentrarme. Apenas lo dijo, advertí que yo, en verdad, no prestaba atención al acto de tomar notas. Parecía ser una actividad separada con la cual yo no tenía que ver. Me sentí raro. Don Juan me, pidió sentarme junto a él en el centro del círculo. Dijo que había demasiada oscuridad y que ya no me hallaba seguro sentado tan al filo del matorral. Un escalofrío ascendió por mi espalda; salté a su lado.
Me hizo mirar al sureste y me pidió que interrumpiera mi diálogo interno y estuviera callado y sin pensamientos. Al principio fui incapaz y tuve un momento de impaciencia. Don Juan me dio la espalda y dijo que me apoyara en su hombro, y que una vez que aquietara mis pensamientos, debía mantener los ojos abiertos, mirando el matorral al sureste. En tono misterioso, agregó que me estaba planteando un problema, y que, de resolverlo, me hallaría preparado para otra faceta del mundo de los brujos.
Planteé una débil pregunta acerca de la naturaleza del problema. Él rió suavemente. Esperé su respuesta, y de pronto algo en mí se desconectó. Me sentí suspendido. Como si mis orejas se hubieran destapado, miríadas de ruidos en el chaparral se hicieron audibles. Había tantos que no me era posible distinguirlos individualmente. Sentí que me quedaba dormido y entonces, de pronto, algo captó mi atención. No era algo que involucrara mis procesos mentales; no era una visión, ni un aspecto del ámbito, pero de algún modo mi percepción participaba. Estaba completamente despierto. Tenía los ojos enfocados en un sitio al borde del matorral, pero no miraba, ni pensaba, ni hablaba conmigo mismo. Mis sentimientos eran claras sensaciones corpóreas; no requerían palabras. Sentía que me precipitaba hacia algo indefinido. Acaso se precipitaba lo que de ordinario habrían sido mis pensamientos; fuera como fuese, tuve la sensación de haber sido atrapado en un derrumbe y de que algo se desplomaba en avalancha, conmigo en la cima. Sentía la caída en el estómago. Algo me jalaba al chaparral. Discernía la masa oscura de las matas frente a mí. No era, sin embargo, una tiniebla indiferenciada como lo sería ordinariamente. Veía cada arbusto individual como si los mirara en un crepúsculo oscuro. Parecían moverse; la masa de su follaje semejaba faldas negras ondeando en mi dirección como si las agitara el viento, pero no había viento. Quedé absorto en sus hipnóticos movimientos; era un escarceo pulsante que parecía acercármelas más y más. Y entonces noté una silueta más clara, como superpuesta en las formas oscuras de las matas. Enfoqué los ojos en un sitio al lado de la silueta y pude percibir en ella un resplandor verdoso pálido. Luego la miré sin enfocar y tuve la certeza de que se trataba de un hombre oculto entre las matas.