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Authors: Carlos Castaneda

Tags: #Autoayuda, Esoterismo, Relato

Relatos de poder (25 page)

—Debo prevenirte —me dijo don Juan—: tienes que ejercer la vigilancia más exigente para estar se­guro de cuándo un hombre es un nagual y cuándo es simplemente un hombre. Puedes morir si entras en contacto físico directo con el nagual.

Don Juan se volvió a don Genaro y con ancha son­risa preguntó:

—¿No es así, Gerancho?

—Pues así es, Juancho —repuso don Genaro y am­bos rieron.

Su alegría infantil me conmovió en alto grado. Los sucesos del día habían sido agotadores y mi emotivi­dad estaba a flor de piel. Una oleada de autocompa­sión me envolvió. Casi lloraba al repetirme una y otra vez que lo que ellos me habían hecho, fuera lo que fuese, poseía carácter de irreversible y probablemente de perjudicial. Don Juan parecía leer mis pensamien­tos; meneó la cabeza en un gesto de incredulidad.

Chasqueó la lengua. Hice un esfuerzo por detener mi diálogo interno, y la autocompasión desapareció.

—Genaro es muy cariñoso —comentó don Juan cuando don Genaro se fue—. El designio del poder fue que hallaras un benefactor gentil.

No supe qué decir. La idea de que don Genaro era mi benefactor me intrigaba sobremanera. Quise que don Juan me dijera más al respecto. Él no parecía tener ganas de hablar. Miró el cielo y la cima de la oscura silueta de unos árboles al lado de la casa. Tomó asiento con la espalda contra un grueso palo ahor­quillado, plantado casi frente a la puerta, y me indicó sentarme junto a él, a su izquierda.

Así lo hice. Tomándome del brazo me jaló más cerca, hasta que nuestros cuerpos se tocaron. Dijo que esa hora de la noche era peligrosa para mí, sobré todo en aquella ocasión. Con voz muy tranquila me dio una serie de instrucciones: no nos moveríamos del sitio hasta que él lo creyera conveniente; seguiríamos hablando, en tono sosegado, sin interrupciones largas; yo debía respirar y parpadear como si me hallara fren­te al nagual.

—¿Está por aquí el nagual? —pregunté.

—Desde luego —dijo, y rió por lo bajo.

Prácticamente me acurruqué contra don Juan. Él empezó a hablar y solicitó de mí cualquier tipo de preguntas. Incluso me dio mi libreta y mi lápiz, como si yo pudiera escribir en la oscuridad. Afirmó que yo necesitaba estar lo más tranquilo y normal que fuese posible, y no había mejor modo de fortificar mi tonal que el de tomar notas. Planteó el asunto en un nivel conminatorio; dijo que si anotar era mi predilección, debía ser capaz de hacerlo aun entre tinieblas. Había en su voz un tono de reto cuando me dijo que yo podía convertir la anotación en una tarea de guerre­ro, en cuyo caso la oscuridad no sería ningún obs­táculo.

De algún modo debe de haberme convencido, pues logré garrapatear partes de nuestra conversación. El tema principal fue don Genaro como benefactor mío. Yo tenía curiosidad de saber cuándo se había vuelto tal, y don Juan me instó a recordar un supuesto suce­so extraordinario que tuvo lugar el día en que conocí a don Genaro, y que sirvió de señal propicia. No pude recordar nada por el estilo. Empecé a recontar la ex­periencia; hasta donde recordaba, fue un encuentro de lo más común y casual, ocurrido en la primave­ra del año 1968. Don Juan me detuvo.

—Si eres tan tonto que no te acuerdas —dijo—, más vale dejarlo así. Un guerrero sigue los dictados del poder. Lo recordarás cuando se haga necesario:

Don Juan dijo que tener benefactor era un asunto muy difícil. Citó como ejemplo el caso de su apren­diz Eligio, que llevaba muchos años con él. Dijo que Eligio no había podido encontrar benefactor. Le pre­gunté si a la larga lo hallaría; repuso que no había modo de predecir los caprichos del poder. Me recordó que una vez, años atrás, habíamos encontrado un gru­po de indios jóvenes explorando el desierto en el norte de México. Dijo que había «visto» en aquella ocasión que ninguno de ellos tenía benefactor, y que el entorno general y el ánimo del momento eran pro­picios para que él les diera una ayuda mostrándoles el nagual. Hablaba de una noche en que cuatro jó­venes presenciaron, sentados junto al fuego, lo que yo consideré un truco espectacular, en el cual don Juan pareció manifestarse en diferente forma ante cada uno de nosotros.

—Esos muchachos ya sabían bastante —dijo—. Tú eras el único novato entre ellos.

—¿Qué les ocurrió después? —pregunté.

—Algunos hallaron benefactor —fue la respuesta.

Don Juan dijo que el deber del benefactor era en­tregar a su pupilo al poder, y que el benefactor im­partía al neófito su toque personal, tanto como el maestro o más todavía.

Durante una corta pausa en la plática, oí un ex­traño ruido rasposo en la parte trasera de la casa. Don Juan me retuvo; yo casi me había levantado como reacción. Antes del ruido, nuestra conversación había sido para mí una cosa común y corriente. Pero cuando ocurrió la pausa, y hubo un momento de si­lencio, el extraño ruido se metió por él. En ese ins­tante tuve la certeza de que nuestra conversación era un suceso extraordinario. Sentí que el sonido de las palabras de don Juan y las mías, era como una capa quebradiza, y que el ruido había estado al acecho, en espera de una oportunidad para irrumpir.

Don Juan me ordenó seguir sentado sin prestar atención al entorno. El sonido rasposo evocaba a un topo cavando en suelo duro y seco. En el momento en que pensé en el símil, tuve asimismo la imagen visual de un roedor como el que don Juan me había enseñado en la palma de su mano. Era como si me estuviese durmiendo y mis pensamientos se hicieran visiones o sueños.

Inicié el ejercicio de respiración y sostuve mi estómago con las manos entrelazadas. Don Juan seguía hablando, pero yo no lo escuchaba. Mi atención se hallaba en el suave crujir de una cosa serpentina al deslizarse sobre pequeñas hojas secas. Tuve un mo­mento de pánico y repulsión física ante la idea de que una serpiente me pasara encima. Involuntaria­mente metí los pies bajo las piernas de don Juan mientras respiraba y parpadeaba frenéticamente.

Oí el ruido tan cerca que parecía estar a menos de un metro. Mi pánico aumentó. Don Juan dijo cal­madamente que la única manera de repeler al nagual era permanecer inalterable. Me ordenó estirar las pier­nas y no enfocar la atención en el ruido. Imperioso, exigió que escribiera c preguntara, e hiciera un es­fuerzo por no sucumbir.

Tras una gran pugna le pregunté si era don Gena­ro quien hacía el ruido. Dijo que era el nagual y que no los confundiese; Genaro era el nombre del tonal. Añadió otra cosa, pero no pude entenderle. Algo describía círculos en torno a la casa y yo no podía concentrarme en la conversación. Me ordenó hacer un esfuerzo supremo. En determinado momen­to me hallé balbuciendo inanidades. Tuve una sacu­dida de miedo y entré en un estado de gran lucidez. Don Juan me dijo entonces que podía escuchar. Pero no había sonido alguno.

—El nagual ya se fue —dijo don Juan, y levantán­dose entró en la casa.

Encendió una linterna de kerosén y preparó co­mida. La consumimos en silencio. Le pregunté si el nagual volvería.

—No —dijo con expresión seria—. Nada más te estaba probando. A esta hora, justo después del cre­púsculo, siempre deberías de ocuparte en algo. Cual­quier cosa es buena. Se trata sólo de un periodo corto, acaso una hora, pero en tu caso, una hora mortal.

—Esta noche, el nagual quiso hacerte perder el paso, pero fuiste lo bastante fuerte para rechazar su asalto. Una vez sucumbiste y tuve que echarte agua en todo el cuerpo; ahora lo hiciste mejor.

Observé que la palabra «asalto» daba a lo ocurrido un aire de peligro.

—¿Un aire de peligro? Bonita manera de decirlo —repuso—. No estoy tratando de asustarte. Las accio­nes del nagual son mortales. Ya te lo he dicho, y no es que Genaro trate de hacerte daño; al contrario, su preocupación por ti es impecable, pero si no tienes el poder suficiente para detener la embestida del na­gual, te mueres, pese a mi ayuda o a la preocupación de Genaro.

Cuando terminamos de comer, don Juan tomó asiento junto a mí y por encima de mi hombro miró las notas. Comenté que probablemente tardaría años en ordenar todo lo que me había pasado ese día. Me habían inundado percepciones que ni siquiera tenía la esperanza de entender.

—Si no entiendes, estás pero muy bien —dijo él—. Cuando entiendes es cuando te va mal. Eso es desde el punto de vista de un brujo, por supuesto. Desde el punto de vista de un hombre común, si no entiendes te vas a pique. En tu caso, yo diría que un hombre común creería que estás disociado, o que empiezas a disociarte.

Reí ante su elección de términos. Supe que me devolvía el concepto de disociación; yo se lo había mencionado alguna vez antes en conexión con mis temores. Le aseguré que en esta ocasión no iba a preguntar nada acerca de lo que había atravesado.

—Nunca te he prohibido hablar —dijo él—. Pode­mos hablar del nagual todo lo que se te dé la regalada gana, siempre y cuando no trates de explicarlo. Si re­cuerdas correctamente, dije que el nagual es sólo para presenciarse. Conque podemos hablar de lo que pre­senciamos y de cómo lo presenciamos. Pero tú quieres abordar la explicación de cómo es todo aquello posi­ble, y eso es una abominación. Quieres explicar el na­gual con el tonal. Eso es una estupidez, especialmente en tu caso, puesto que tú ya no puedes esconderte en —tu ignorancia. Tú sabes muy bien que nosotros tenemos sentido al hablar sólo porque permanecemos dentro de ciertas fronteras, y esas fronteras no se apli­can al nagual.

Intenté aclarar el asunto. No era solamente que yo quisiese explicarlo todo desde un punto de vista ra­cional; mi tendencia a explicar brotaba de la nece­sidad de mantener el orden a través de los tremendos asaltos de percepciones y estímulos caóticos que ha­bía sufrido.

El comentario de don Juan fue que yo trataba de defender un argumento en el que no creía.

—Sabes muy bien que te estás entregando —dijo—. ­Mantener el orden significa ser un tonal perfecto, y ser un tonal perfecto significa darse cuenta de todo cuanto ocurre en la isla del tonal. Pero tú no estás haciendo eso. Conque tu argumento de mantener el orden carece de verdad. Lo usas sólo para ganar una discusión.

No supe qué decir. Don Juan me consoló, más o menos, diciendo que se requería una pugna titánica para limpiar la isla del tonal. Luego me pidió relatar cuanto había percibido en mi segunda sesión con el nagual. Después de escucharme, señaló que lo que v; como un cocodrilo peludo era el epítome del sentido humorístico de don Genaro.

—Qué lástima que todavía seas tan pesado —dijo—. Siempre te atoras en el desconcierto y pierdes de vista el verdadero arte de Genaro.

—¿Advirtió usted su apariencia, don Juan?

—No. La función era nada más para ti.

—¿Qué vio usted?

—Todo lo que pude ver hoy fue el movimiento del nagual, deslizándose entre los árboles y girando en torno nuestro. Cualquiera que vea puede presen­ciar eso.

—¿Y alguien que no ve?

—No presenciaría nada; sólo, quizá, los árboles agitados por un ventarrón. Nosotros siempre inter­pretamos cualquier expresión desconocida del nagual como algo que conocemos; en este caso el nagual po­dría interpretarse como una brisa que sacude las ho­jas, o aún como una luz extraña, como una luciér­naga de gran tamaño. Si un hombre que no ve se halla presionado, dirá que creyó ver algo pero no pudo recordar qué. Esto es muy natural. Él estaría diciendo la verdad. Después de todo, sus ojos no ha­brían juzgado nada extraordinario; siendo los ojos del tonal, tienen que limitarse al mundo del tonal, y en ese mundo no hay nada asombrosamente nuevo, nada que los ojos no puedan captar y el tonal no pueda explicar.

La pregunté por las insólitas percepciones que me produjeron al susurrar en mis oídos.

—Ésa fue la mejor parte de todo lo ocurrido —di­jo—. Podríamos prescindir de los demás, pero ése fue el punto final del día. La regla pide que el benefactor y el maestro hagan ese arreglo final. El más difícil de todos los actos. Tanto el maestro como el benefactor deben ser guerreros impecables antes de intentar si­quiera la hazaña de partir a un hombre. Tú no sabes eso, porque todavía está más allá de tu dominio, pero el poder ha sido otra vez benévolo contigo. Genaro es el guerrero más impecable que existe.

—¿Por qué es el partir a un hombre tan grande hazaña?

—Porque es peligrosa. Podrías haber muerto como un bicho. O, peor todavía, podríamos no haber lo­grado juntarte de nuevo y te habrías perdido en ese extraño plano de sentimientos.

—¿Por qué era necesario que ustedes me hicieran eso, don Juan?

—Hay un cierto momento en que el nagual debe susurrar en el oído del aprendiz y partirlo.

—¿Qué significa eso, don Juan?

—Para ser un tonal común y corriente, un hombre debe tener unidad. Todo su ser debe pertenecer a la isla del tonal. Sin esa unidad el hombre se saldría de quicio; un brujo, sin embargo, debe romper esa uni­dad, pero sin poner en peligro su ser. La meta de un brujo es durar; es decir, no corre riegos innecesarios, por ello pasa años barriendo su isla hasta el momento en que puede, por así decirlo, escaparse de ella. Partir a un hombre en dos es la puerta para esa fugó.

—El partirte en dos, lo cual ha sido la cosa más peligrosa que has atravesado, fue sencillo y fácil. El nagual te guió con maestría. Créeme, sólo un guerrero impecable puede hacer eso. Me sentí muy bien por ti.

Don Juan me puso una mano en el hombro y ex­perimenté un enorme impulso de llorar.

—Ya estamos llegando al punto en que usted no volverá a verme, ¿verdad? —pregunté.

Riendo, meneó la cabeza.

—Te entregas a tu vicio como un hijo de la… —dijo—. Pero todos lo hacemos. De diferentes modos, eso es todo. A veces yo también me entrego. Mi modo es sentir que te he consentido y debilitado. Sé que Genaro siente lo mismo con respecto a Pablito. Lo consiente como a un niño. Pero así lo dispuso el poder. Genaro da a Pablito todo lo que es capaz de dar, y uno no puede desear que hiciera otra cosa. Uno no puede criticar a un guerrero por hacer cuanto impecablemente puede.

Calló un rato. Yo estaba demasiado nervioso pasa guardar silencio.

—¿Qué cree usted que me pasaba cuando me sentía chupado por un vacío? —pregunté.

—Te deslizabas —dijo como si tal cosa.

—¿Por el aire?

—No. Para el nagual no hay tierra, ni aire, ni agua. En este momento, tú mismo puedes estar de acuerdo con esto. Des veces estuviste en ese limbo y sólo esta­bas a las puertas del nagual. Me has dicho que todo cuanto encontraste era insólito. Así pues el nagual se desliza, o vuela, o hace lo que haga, en la hora del nagual, que nada tiene que ver con la hora del tonal. Las dos cosas no casan.

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