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Authors: Carlos Castaneda

Tags: #Autoayuda, Esoterismo, Relato

Relatos de poder (27 page)

—¿Qué cosa dijo?

Tuve una reacción automática a ambas preguntas y realicé una síntesis involuntaria.

—Sí. Me parece que preguntó ¿es chistoso? —dije.

Obviamente advertían el efecto de sus maniobras; ambos rieron hasta derramar lágrimas. Como de cos­tumbre, don Genaro exageraba más que don Juan; se tiró de espaldas y se puso a rodar a unos metros de mí. Echado bocabajo, extendió brazos y piernas y giró como un rehilete. Dio de vueltas hasta que llegó junto a mí y su pie tocó el mío. Abruptamente se sentó y sonrió con mansedumbre.

Don Juan se agarraba los costados. Reía muy duro y al parecer le dolía el estómago.

Tras un rato, ambos volvieron a hablarme al oído. Traté de memorizar la secuencia de sus frases, pero tras un esfuerzo fútil, desistí. Eran demasiadas.

Me susurraron en los oídos hasta que nuevamente tuve la sensación de haberme partido por la mitad. Como el día anterior, me convertí en una niebla, en un resplandor amarillo que percibía todo en forma directa. Es decir, yo «conocía» las cosas. No había pensamientos; sólo había certezas. Y al entrar en con­tacto con una sensación suave, esponjosa, elástica, ex­terior a mí y sin embargo parte mía, «supe» que era un árbol. Lo percibí por su olor. No olía como nin­gún árbol específico que yo recordara, pero algo en mí «sabía» que ese olor peculiar era la «esencia» del árbol. Yo no tenía solamente la sensación de saber, ni razonaba mi conocimiento, ni barajaba datos. Sim­plemente sabía que había algo en contacto conmigo, en todo mi derredor; un aroma tibio, amable, apre­miante, emanado de algo que no era sólido ni líquido sino un indefinido algo más, que yo «sabía» que era un árbol. Sentí que al «saber» en esa forma calaba yo su esencia. No me repelía. Más bien me invitaba a fundirme con él. Me abarcaba o yo lo abarcaba. Ha­bía entre nosotros un lazo que no era exquisito ni desagradable.

La siguiente sensación que pude recordar con clari­dad fue una oleada de maravilla y regocijo. Todo mi ser vibraba. Era como si me atravesaran cargas de elec­tricidad. No dolían. Eran agradables, pero en forma tan indeterminada que no había modo de categori­zarlas. Supe, sin embargo, que aquello con lo que me hallaba en contacto era el suelo. Cierta parte de mi ser reconocía con certeza y concisión que se trataba del suelo. Pero en el instante en que traté de discernir la infinitud de percepciones directas que experimen­taba, perdí toda capacidad de diferenciarlas.

Luego, de pronto, era de nuevo yo mismo. Pensa­ba. La transición fue tan abrupta que creí haber des­pertado. Pero algo había en el modo que me sentía, que no era del todo mío. Supe que, en verdad, algo faltaba, antes de abrir por entero los ojos. Miré en torno. Me hallaba aún en un sueño, o en alguna vi­sión. Sin embargo, mis procesos mentales no sólo fun­cionaban intactos, sino con extraordinaria claridad. Realicé una rápida evaluación. No me cabía duda de que don Juan y don Genaro habían inducido mi es­tado onírico para algún propósito específico. Parecía hallarme a punto de entender cuál era ese propósito, cuando algo ajeno a mí me forzó a prestar atención al entorno. Tardé un largo momento en orientarme.

Yacía bocabajo, y aquello sobre lo cual yacía era un piso de lo más espectacular. Examinándolo, no pude evitar un sentimiento de pavor y maravilla. No con­cebía de qué pudiera estar hecho. Losas irregulares de alguna sustancia desconocida habían sido colocadas en forma intrincada y, a la vez, sencilla. Las habían puesto juntas, pero no estaban pegadas al suelo ni entre sí. Eran elásticas y cedían cuando yo intentaba apartarlas con los dedos, pero libres de presión vol­vían en el acto a su posición original.

Quise incorporarme y me vi poseído por una gro­tesca distorsión sensorial. Carecía de control sobre mi cuerpo; de hecho, no parecía pertenecerme. Se halla­ba inerte; yo no tenía conexión con ninguna de sus partes y cuando traté de levantarme no pude mover los brazos y, balanceándome inerme sobre mi estóma­go, rodé hasta quedar de costado. El impulso del ba­lanceo casi me hizo dar la vuelta completa y quedar bocabajo de nuevo. Mis brazos y piernas, extendidos, lo impidieron, y quedé tendido de espaldas. En esa posición pude percibir dos piernas de forma extraña, y los pies más distorsionados que jamás había visto. ¡Era mi cuerpo! Parecía estar envuelto en una túnica. La idea que me vino a la mente fue que experimen­taba una escena en la que yo era un paralítico o un inválido de alguna índole. Intenté curvar la espalda y mirarme las piernas pero sólo pude mover a tirones el cuerpo. Miraba directamente un cielo amarillo, un cielo profundo y vívido, amarillo limón. Tenía surcos o canales de un tono amarillo más oscuro, y un nú­mero interminable de protuberancias que colgaban como gotas de agua. El efecto total de ese cielo in­creíble era apabullante. No pude determinar si las protuberancias eran nubes. También había áreas de sombras y áreas de diferentes tonos de amarillo, que descubrí al mover la cabeza de lado a lado.

Entonces algo más atrajo mi atención: un sol en el cenit mismo del cielo amarillo, directamente sobre mi cabeza, un sol tibio —a juzgar por el hecho de que podía mirarlo de frente— que despedía una luz blancuzca, apacible y uniforme.

Antes de que pudiese ponderar todas estas visiones ultraterrenas, me vi sacudido con violencia; mi ca­beza oscilaba hacia adelante y hacia atrás. Sentí que me alzaban. Oí una voz aguda, riente, y enfrenté un espectáculo asombroso: una gigantesca mujer descalza. Su rostro era redondo y enorme. Su cabello negro es­taba cortado al estilo paje. Sus brazos y piernas eran descomunales. Me levantó y me llevó hasta sus hom­bros como si fuera yo un muñeco. Mi cuerpo colgaba fláccido. Miré desde arriba su vigorosa espalda. Tenía un fino vello en torno de los hombros y sobre la espina dorsal. Desde su hombro, vi de nuevo el piso magnifico. Lo oía ceder elásticamente bajo el gran peso de la mujer, y veía las huellas que la presión de sus pies dejaba en él.

Me colocó bocabajo frente a una estructura, una especie de edificio. Noté entonces que algo fallaba en mi percepción de profundidad. No podía, mirando el edificio, calcular su tamaño. Por momentos parecía ridículamente pequeño, pero cuando, al parecer, ajus­té mi percepción, sus proporciones monumentales me maravillaron.

La muchacha gigante se sentó junto a mí haciendo rechinar el piso. Yo tocaba su enorme rodilla. Olía a dulce o a fresas. Me habló y yo entendí todo lo que dijo; señalando la estructura, decía que yo iba a vivir allí.

Mi habilidad de observador parecía aumentar con­forme yo superaba el choque inicial de encontrarme allí. Noté que el edificio tenía cuatro exquisitas co­lumnas no funcionales. No soportaban nada; estaban encima del edificio. Su forma era la sencillez misma; eran proyecciones largas y gráciles que parecían ten­derse hacia aquel impresionante cielo de increíble amarillo. El efecto de esas columnas invertidas era para mí la belleza pura. Tuve un ataque de éxtasis estético.

Las columnas parecían hechas de una pieza; yo no podía siquiera concebir tal factura. Las dos de en­frente estaban unidas por una delgada viga, una vara monumentalmente larga que, pensé, podía ser un ba­randal de algún tipo, o un pórtico sobre la fachada.

La muchacha gigante me deslizó bocarriba al inte­rior de la estructura. El techo era negro y plano, lleno de agujeros simétricos que dejaban pasar el res­plandor amarillento del sol, creando intrincados di­seños. Me sobrecogió la absoluta y sencilla belleza lograda por esos puntos de cielo amarillo que se mos­traban a través de aquellos precisos agujeros en el techo, y los dibujos de sombras creados sobre el piso intrincado y magnífico. La estructura era cuadrada, y más allá de su punzante belleza, incomprensible para mí.

Mi exaltación era en ese momento tan intensa que quise llorar, o quedarme allí para siempre. Pero al­guna fuerza o tensión, o algo indefinible, empezó a jalarme. De pronto me hallé fuera de la estructura; aún yacía bocarriba. La muchacha gigante seguía allí, pero con ella había otro ser, una mujer tan grande que casi llegaba al cielo y eclipsaba el sol. Comparada con ella, la muchacha era sólo una niñita. La mujer estaba enojada; asió la estructura por una de sus co­lumnas, la alzó, la volteó al revés y la puso en el suelo. ¡Era una silla!

Esa realización fue como un catalizador; dio rienda suelta a percepciones avasalladoras. Atravesé una se­rie de imágenes que, pese a su inconexión, podían ordenarse en una secuencia. En destellos sucesivos vi o supe que el suelo magnífico e incomprensible era una estera de paja; el cielo amarillo, era el techo estucado de una habitación; el gol, un foco eléctrico; la estructura que tanto me extasió, una silla puesta de cabeza por una niña que jugaba a la casita.

Tuve aún otra visión coherente y secuencial de una misteriosa estructura arquitectónica de proporciones monumentales. Se erguía aislada. Casi parecía la con­cha puntiaguda de un caracol parado de cabeza. Las paredes constaban de placas cóncavas y convexas de algún extraño material violeta; cada placa tenía sur­cos que parecían más funcionales que ornamentales.

Examiné la estructura meticulosa y detalladamente, y hallé que, como la anterior, era incomprensible por completo. Esperaba ajustar de pronto mi percepción para captar la «verdadera» naturaleza de la estructu­ra. Pero no ocurrió nada por el estilo. Experimenté luego un conglomerado de «tomas de conciencia» o «hallazgos», ajenos e inextricables, acerca del edificio y su función; no tenían sentido, pues yo carecía de un marco de referencia donde colocarlos.

De un momento a otro recobré mi conciencia nor­mal. Don Juan y don Genaro estaban junto a mí. Me hallaba cansado. Buqué mi reloj; había desaparecido. Don Juan y don Genaro soltaron risitas unísonas.

Don Juan dijo que no me preocupara por el tiempo y que me concentrara en seguir ciertas recomendacio­nes que don Genaro me había hecho.

Miré a don Genaro y él hizo un chiste. La reco­mendación más importante, dijo, era que aprendiese a escribir con el dedo, para ahorrar lápices y para presumir.

Bromearon un rato más acerca de mis notas y luego me quedé dormido.

Don Juan y don Genaro escucharon el detallado re­cuento de mi experiencia, que a petición de don Juan hice al despertar al día siguiente.

—Genaro cree que ya tuviste suficiente por el mo­mento —dijo don Juan cuando hube terminado.

Don Genaro asintió con la cabeza.

—¿Qué significa lo que experimenté anoche? —in­quirí.

—Le echaste un vistazo al asunto más importante de la brujería —dijo don Juan—. Anoche te asomaste a la totalidad de ti mismo. Pero éstas palabras, desde luego, no tienen sentido para ti en este momento. Por lo que queda dicho, ya sabes que llegar a la totalidad de uno mismo no es cosa de que uno quiera aceptar, o de que uno esté dispuesto a aprender. Genaro pien­sa que tu cuerpo necesita tiempo para que el susurro del nagual te penetre.

Don Genaro volvió a asentir.

—Bastante tiempo —dijo, meneando la cabeza de arriba a abajo—. Unos veinte o treinta años.

No supe cómo reaccionar. Miré a don Juan en bus­ca de una guía. Ambos tenían expresiones serias.

—¿De veras me faltan veinte o treinta años? —pre­gunté.

—¡Claro que no! —gritó don Genaro, y ambos sol­taron la risa.

Don Juan me dijo que volviera cuando mi voz in­terna así lo indicase, y que mientras tanto intentara ordenar todas las sugerencias que me hicieron cuan­do estaba partido.

—¿Cómo lo hago? —pregunté.

—Cerrando tu diálogo interno y dejando que algo en ti fluya y se expanda —repuso don Juan—. Ese algo es tu percepción, pero no trates de razonar de lo que te digo. Nada más déjate guiar por el susurro del nagual.

Luego dijo que la noche anterior yo había tenido dos perspectivas intrínsecamente distintas. Una era inexplicable; la otra, perfectamente natural, y el or­den en que ocurrieron indicaba una condición inma­nente en todos nosotros.

—Una vista era él nagual, la otra el tonal —añadió don Genaro.

Le pedí explicar su frase. Me miró y me palmeó la espalda.

Don Juan terció para decir que las dos primeras visiones eran el nagual, y que don Genaro había ele­gido un árbol y el suelo como puntos de énfasis. Las otras dos eran visiones del tonal seleccionadas por él mismo; una de ellas fue mi percepción del mundo cuando niño.

—Te parecía un mundo extraño porque tu percepción todavía no había sido cortada para ajustarla al molde deseado —dijo.

—¿Era así como yo veía realmente el mundo? —pre­gunté.

—Claro —dijo—. Eso fue tu memoria.

Pregunté a don Juan si el sentimiento de aprecia­ción estética que me había extasiado era también par­te de mi recuerdo.

—Entramos en esas vistas tal como somos hoy —di­jo—. Veías la escena como la verías ahora. Pero el ejercicio era de percepción. Ésa era la escena de la época en que el mundo se volvió para ti lo que es ahora. Una época en que una silla se hizo una silla.

No quiso discutir la otra escena.

—Eso no era un recuerdo de mi niñez —dije.

—Pues claro que no —repuso—. Eso era otra cosa.

—¿Era algo que veré en el futuro? —pregunté.

—¡No hay futuro! —exclamó, cortante—. El futuro no es más que una manera de hablar. Para un brujo sólo existe el aquí y el ahora.

Dijo que esencialmente no había nada que decir al respecto porque el propósito del ejercicio fue abrir las alas de mi percepción, y que, si bien no volé con esas alas, toqué sin embargo cuatro puntos inconce­bibles de alcanzar desde el punto de vista de mi per­cepción ordinaria.

Empecé a reunir mis cosas para marcharme. Don Genaro me ayudó a empacar mi cuaderno; lo puso en el fondo de mi portafolios.

—Allí estará calientito y tranquilo —dijo, guiñan­do un ojo—. Puedes tener la seguridad de que no se resfriará.

En esos momentos don Juan pareció cambiar de idea con respecto a mi partida y empezó a hablar de mi experiencia. Automáticamente quise tomar mi portafolios de manos de don Genaro, pero él lo dejó caer antes de que yo lo tocara. Don Juan hablaba de espaldas a mí. Recogí el portafolios y busqué pre­suroso mi cuaderno. Dan Genaro lo había empacado tan apretadamente que sacarlo me costó un trabajo infernal; finalmente lo tuve en mis manos y empecé a escribir. Don Juan y don Genaro me observaban.

—Pero que mal andas —dijo don Juan, riendo­—. Buscas tu cuaderno como un borracho la botella.

—Como una madre amorosa busca a su niño —re­plicó don Genaro.

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