Relatos de poder (22 page)

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Authors: Carlos Castaneda

Tags: #Autoayuda, Esoterismo, Relato

Don Juan rió tanto que casi se ahoga.

—¿Qué hiciste después de que me fui? —preguntó cuando ambos se hubieron calmado.

—El jueves fui al mercado —dije.

—¿Qué hacías allí? ¿Desandando tus pasos? —re­puso.

Don Genaro cayó hacia atrás y produjo con los la­bios el ruido seco de una cabeza al golpear contra el suelo. Me miró de reojo e hizo un guiño.

—Tuve que hacerlo —dije—. Y descubrí que en­tre semana no hay puestos de monedas ni de libros usados.

Los dos rieron. Luego don Juan dijo que hacer preguntas no revelaría nada nuevo.

—¿Qué es lo que realmente pasó, don Juan? —pre­gunté.

—Créeme, no hay manera de saberlo —dijo con sequedad—. En esos asuntos, tú y yo estamos en las mismas. Mi ventaja sobre ti en este momento es que yo sé cómo llegar al nagual, y tú no. Pero una vez que llego allí, no tengo más ventaja ni más conoci­miento que tú.

—¿Aterricé realmente en el mercado, don Juan? —pregunté.

—Claro que sí. Ya te lo dije: el nagual está a las órdenes del guerrero. ¿No es cierto, Genaro?

—¡Cierto! —exclamó don Genaro con voz atrona­dora y se incorporó en un solo movimiento. Fue como si su voz lo hubiera alzado, desde una postura ya­cente, hasta una perfectamente vertical.

Don Juan casi rodaba por el suelo de tanto reír. Don Genaro, con aire de indiferencia, hizo una có­mica reverencia y dijo adiós.

—Genaro te verá mañana en la mañana —dijo don Juan—. Ahora debes quedarte aquí sentado en silencio completo.

No dijimos otra palabra. Tras horas de silencio, me quedé dormido.

Miré mi reloj. Eran casi las seis de la mañana. Don Juan examinó la sólida masa de nubes, blancas y densas, sobre el horizonte oriental, y concluyó que sería un día nublado. Don Genaro olfateó el aire y añadió que también sería caluroso y sin viento.

—¿Hasta dónde vamos? —pregunté.

—Hasta esos eucaliptos de allá —replicó don Ge­naro, señalando lo que parecía ser una arboleda, a menos de dos kilómetros de distancia.

Cuando llegamos allí, pude ver que no era una arboleda; los eucaliptos habían sido plantados en lí­neas rectas para marcar los limites de campos donde se hacían diferentes cultivos. Caminamos por el bor­de de un maizal, bajo una fila de árboles enormes, delgados y derechos, de más de treinta metros de al­tura, y llegamos a un campo baldío. Supuse que la cosecha acababa de recogerse. Quedaban sólo hojas y tallos secos de unas plantas que no reconocí. Me aga­ché a recoger una hoja, pero don Genaro me detuvo. Asió mi brazo con gran fuerza. Me retraje dolorido, y entonces noté que sólo me tocaba suavemente con los dedos.

Evidentemente sabía lo que había hecho y lo que yo experimentaba. Con un veloz movimiento, quitó los dedos de mi brazo y luego los puso de nuevo, gen­tilmente. Lo repitió una vez más y rió de mi mueca de dolor, como un niño deleitado. Luego me mostró el perfil. Su nariz aguileña le daba aspecto de pájaro: de un pájaro con extraños y largos dientes blancos.

En voz suave, don Juan me dijo que no tocara nada. Le pregunté si sabía qué clase de cosecha se había levantado allí. Parecía a punto de responder, pero don Genaro terció diciendo que era un campo de gusanos.

Don Juan me miró con fijeza, sin asomo de son­risa. La respuesta absurda de don Genaro tenía visos de chiste. Aguardé el pie para empezar a reír, pero ellos sólo me miraron.

—Un campo de gusanos muy lindos —dijo don Ge­naro—. Sí, lo que aquí crecía eran los gusanos más bonitos que yo he visto.

Se volvió hacia don Juan. Ambos se miraron un instante.

—¿No es cierto? —preguntó.

—Absolutamente cierto —dijo don Juan, y volvién­dose a mí añadió en voz baja—: Genaro tiene hoy la batuta; sólo él puede decir qué es qué, conque haz exactamente lo que diga.

La idea de que don Genaro tenía las riendas me llenó de terror. Miré a don Juan para decírselo; pero antes de que pudiera pronunciar una sola palabra, don Genaro soltó un largo y formidable grito: un cla­mor tan fuerte y temible que sentí cómo mi nuca se hinchaba y el cabello flotaba como si un viento lo moviera. Tuve un instante de disociación completa y habría permanecido inmóvil en mi sitio de no haber sido por don Juan, quien con increíble velocidad y dominio hizo girar mi cuerpo para que mis ojos ates­tiguaran una hazaña inconcebible. Don Genaro esta­ba parado horizontalmente, a unos treinta metros del suelo, sobre el tronco de un eucalipto que se hallaba acaso a cincuenta metros de distancia. Es decir, es­taba parado con las piernas abiertas, perpendicular al tronco. Era como si tuviese ganchos en el calzado y con ellos pudiera desafiar la gravedad. Tenía los bra­zos cruzados sobre el pecho y me daba la espalda.

Lo miré fijamente. No quería parpadear por miedo a perderlo de vista. Realicé un rápido juicio y concluí que, de conservarlo dentro de mi campo de visión, tal vez podría detectar un indicio, un movimiento, un gesto, o cualquier cosa que me ayudara a comprender qué ocurría.

Sentí la cabeza de don Juan junto a mi oído dere­cho; en un susurro me dijo que cualquier intento de explicar era inútil e idiota. Lo oí repetir:

—Empuja la barriga para abajo, para abajo.

Era una técnica que me había enseñado, años an­tes, para momentos de gran peligro, miedo o ten­sión. Consistía en empujar hacia abajo el diafragma mientras se tomaban cuatro marcadas bocanadas de aire, seguidas por cuatro hondas inhalaciones y exha­laciones por la nariz. Había explicado que las boca­nadas tenían que sentirse como sacudidas en la parte media del cuerpo, y que el mantener las manos apre­tadamente enlazadas, cubriendo el ombligo, daba fuerza a la sección abdominal y ayudaba a controlar las bocanadas y las inhalaciones profundas, que de­bían retenerse hasta la cuenta de ocho mientras el diafragma se presionaba hacia abajo. Las exhalaciones se hacían dos veces a través de la nariz y dos a través de la boca, en forma lenta o acelerada, según la propia preferencia.

Maquinalmente obedecí a don Juan. No me atre­vía, sin embargo, a apartar los ojos de don Genaro. Conforme seguía respirando, mi cuerpo se relajó y me di cuenta de que don Juan torcía mis piernas. Al parecer, cuando me hizo girar mi pie derecho se ato­ró en un montón de tierra y mi pierna izquierda quedó forzadamente doblada. Cuando me enderezó, cobré conciencia de que el choque de ver a don Ge­naro parado en el tronco de un árbol me había hecho ignorar mi incomodidad.

Don Juan me susurró al oído que no fijara la vista en don Genaro.

—¡Parpadea! ¡Parpadea! —lo oí decir.

Durante un momento sentí renuencia. Don Juan volvió a ordenarme. Yo estaba convencido de que todo el fenómeno se ligaba de algún modo a mí como el observador, y que si yo, único testigo de la hazaña de don Genaro, dejaba de mirarlo, caería por tierra, o acaso la escena entera desaparecería.

Tras una inmovilidad torturantemente larga, don Genaro giró sobre sus talones, cuarenta y cinco gra­dos a la derecha, y empezó a caminar tronco arriba. Su cuerpo temblaba: Lo vi dar un pequeño paso tras otro, hasta que hubo avanzado ocho. Incluso rodeó una rama. Luego, con los brazos cruzados todavía so­bre el pecho, tomó asiento en el tronco, dándome la espalda. Sus piernas pendían como si se hallara sen­tado en una silla, como si la gravedad no tuviera efecto sobre él. Luego pareció andar sentado, hacia abajo. Alcanzó una rama paralela a su cuerpo y por unos segundos se reclinó en ella con el brazo izquier­do y la cabeza; parecía apoyarse para lograr un efec­to dramático más que para sostener su cuerpo. Luego reanudó su camino pasando, centímetro a centímetro, del tronco a la rama, hasta que hubo cambiado de postura y se halló sentado como cualquiera podría sentarse normalmente en una rama.

Don Juan rió por lo bajo. Yo tenía un horrible sabor en la boca. Quise volverme hacia don Juan, que se hallaba un poco detrás de mí, a la derecha, pero no me atrevía a perderme ninguna de las acciones de don Genaro.

Tras unos minutos, cruzó los pies y los meció sua­vemente; finalmente, volvió a deslizarse hacia arriba sobre el tronco.

Don Juan me tomó la cabeza entre las manos y la inclinó hacia la izquierda a modo que mi línea de visión fuera paralela al árbol, más que perpendicular. Mirando a don Genaro desde ese ángulo, no parecía estar desafiando la gravedad. Simplemente se hallaba sentado en el tronco de un árbol. Noté entonces que, si lo miraba sin pestañear, el trasfondo se hacía vago y difuso, y la claridad del cuerpo de don Genaro se intensificaba; su forma se hacía predominante, como si nada más existiera.

Velozmente, don Genaro volvió a deslizarse a la rama. Quedó sentado meciendo los pies, como en un trapecio. El mirarlo desde una perspectiva sesgada hacía que ambas posiciones, especialmente aquélla sobre el tronco, parecieran factibles.

Don Juan volvió mi cabeza a la derecha hasta lle­varla a descansar sobre mi hombro. La posición de don Genaro en la rama se miraba perfectamente normal, pero cuando pasó de nuevo al tronco, no pude efectuar el ajuste de percepción necesario y lo vi como si estuviese al revés, con la cabeza hacia el suelo.

Don Genaro se desplazó varias veces de un lado a otro, y don Juan, a la par, movía mi cabeza de lado a lado. El resultado de sus manipulaciones fue que perdí por entero la pista de mi perspectiva normal, y sin ella las acciones de don Genaro no eran tan espeluznantes.

Don Genaro permaneció un largo rato en la rama. Don Juan me enderezó el cuello y susurró que don Genaro estaba a punto de descender. Lo oí decir en tono imperioso:

—Empuja para abajo, para abajo.

Me hallaba a mitad de una exhalación rápida cuando el cuerpo de don Genaro pareció transfigu­rarse por alguna especie de tensión; resplandeció, se hizo laxo, osciló hacia atrás y colgó un momento de las rodillas. Sus piernas parecían fláccidas, incapa­ces de seguir dobladas, y cayó al suelo.

En el instante que empezó a caer, yo mismo expe­rimenté una sensación de caída a través de espacio interminable. Mi cuerpo entero sentía una angustia dolorosa y al mismo tiempo altamente placentera; una angustia de tal intensidad y duración que mis piernas no pudieron ya soportar el peso de mi cuer­po y caí sobre la tierra suave. Apenas pude mover los brazos para aminorar la caída. Respiraba tan agita­damente que la tierra se metió en mi nariz y me daba comezón. Traté de levantarme; mis músculos pare­cían haber perdido la fuerza.

Don Juan y don Genaro vinieron a mi lado oía sus voces como si estuvieran lejos, pero los sentía jalarme. Deben de haberme levantado, asiéndome cada uno por un brazo y una pierna, para llevarme en vilo. Yo tenía plena conciencia de la incómoda po­sición de mi cuello y mi cabeza. Mis ojos estaban abiertos. Veía el suelo y trozos de hierba pasar debajo de mí. Finalmente, tuve un ataque de frío. El agua entraba en mi boca y mi nariz y me hacía toser. Mis brazos y mis piernas se movieron frenéticamente. Em­pecé a nadar, pero el agua no era lo bastante pro­funda, y me hallé de pie en el río de poco fondo al que me habían arrojado.

Don Juan y don Genaro rieron hasta la tontería. Don Juan se enrolló los pantalones y se acercó a mí; me miró a los ojos, dijo que aún no estaba completo, y suavemente volvió a empujarme al agua. Mi cuerpo no ofreció resistencia. Yo no deseaba sumergirme de nuevo, pero no había manera de conectar mi volición a mis músculos, v me desplomé hacia atrás. El frío fue todavía más intenso. Me levanté de un salto y, por error, salí corriendo a la ribera opuesta. Don Juan y don Genaro se pusieron a gritar y a silbar y arro­jaban piedras a los arbustos delante de mí, como si acorralaran a un novillo fugitivo. Regresé cruzando el río y tomé asiento en una roca junto a ellos. Don Genaro me dio mi ropa y entonces advertí que me hallaba desnudo, aunque no recordaba cuándo ni cómo me quité la ropa. Estaba empapado, y no quise ponérmela de inmediato. Don Juan se volvió a don Genaro y dijo con voz resonante:

—¡Por amor de Dios, dénle una toalla a este hom­bre!

Tardé un par de segundos en advertir el absurdo. Me sentía muy bien. De hecho, era tan feliz que no deseaba hablar. Tuve, empero, la certeza de que, si mostraba mi euforia, volverían a echarme al agua.

Don Genaro me vigilaba. Sus ojos brillaban como los de un animal salvaje. Me atravesaban.

—Ya estás mejor —me dijo don Juan de repente—. Ya estás controlándote ahora, pero allá junto a los eucaliptos te diste a tus vicios como hijo de puta.

Quise reír histéricamente. Las palabras de don Juan parecían tan por entero graciosas que costó un esfuer­zo supremo dominarme. Una comezón incontrolable en la parte media de mi cuerpo me hizo quitarme la ropa y echarme de nuevo al agua. Permanecí en el río unos cinco minutos. La frialdad restauró mi sen­tido de lo propio. Cuando salí, era yo mismo otra vez.

—Bien hecho —dijo don Juan, tocándome el hombro.

Me guiaron de regreso a los eucaliptos. Conforme íbamos, don Juan explicó que mi tonal había resul­tado peligrosamente vulnerable, y al parecer tuvo de­masiado con la incongruencia de los actos de don Ge­naro. Dijo que decidieron ya no meterse con él y regresar a la casa de don Genaro, pero el hecho de que supe que debía lanzarme al río cambiaba todo. No dijo, sin embargo, lo que se proponían.

Nos detuvimos a mitad de un campo, en el sitio donde estuvimos antes. Don Juan estaba a mi dere­cha y don Genaro a mi izquierda. Ambos tensaban los músculos, en estado de alerta. Mantuvieron la ten­sión unos diez minutos. Yo movía los ojos del uno al otro. Pensé que don Juan me indicaría qué hacer. Tenía razón. En determinado momento relajó el cuer­po y pateó unos terrones. Sin mirarme, dijo:

—Creo que mejor nos vamos.

Automáticamente razoné que don Genaro debía de haber tenido la intención de darme otra demos­tración del nagual, pero decidió no hacerlo. Me sentí aliviado. Esperé otro momento por una confirmación definitiva. Don Genaro también se destensó y enton­ces ambos dieron un paso. Supe que habíamos termi­nado allí. Pero en el instante mismo en que me aflo­jé, don Genaro volvió a lanzar un grito increíble.

Empecé a respirar frenéticamente. Miré en torno. Don Genaro había desaparecido. Don Juan estaba frente a mí. Su cuerpo se estremecía de risa. Me dio la cara.

—Lo siento —dijo en un susurro—. No hay otro modo.

Quise preguntar por don Genaro, pero sentía que, de no seguir respirando y presionando mí diafragma, moriría. Don Juan señaló con su barbilla un sitio a mis espaldas. Sin mover los pies, empecé a volverme a mirar sobre el hombro izquierdo. Pero antes de que pudiese ver lo que señalaba, don Juan saltó y me detuvo. La fuerza de su salto y la celeridad con que me aferró hicieron que perdiese mi equilibrio. Al caer de espaldas tuve la sensación de que mi reac­ción sobresaltada había sido agarrarme a don Juan, y que en consecuencia lo arrastraba en mi caída. Pero cuando alcé la vista, hubo total discordancia entre las impresiones de mis sentidos táctil y visual. Vi a don Juan de pie junto a mí, riendo, mientras mi cuerpo sentía sin lugar a dudas el peso y la presión de otro cuerpo encima de mí, casi inmovilizándome.

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