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Authors: Carlos Castaneda

Tags: #Autoayuda, Esoterismo, Relato

Relatos de poder (20 page)

Observé en torno para orientarme. Advertí que me hallaba muy cerca de donde había encontrado a don Juan durante mi primer día en la ciudad de México, acaso estuviera incluso en el mismo sitio. Los pues­tos de monedas antiguas estaban a metro y medio. Hice un esfuerzo supremo por cobrar dominio de mí. Obviamente, experimentaba una alucinación. No po­día ser de ningún otro modo. Rápidamente me volví para trasponer de nuevo la puerta de la oficina, pero a mis espaldas no hallé más que una hilera de pues­tos con libros y revistas de segunda mano. Don Juan estaba junto a mí, a mi derecha. Lucía una enorme sonrisa.

Había una presión en mi cabeza, una sensación cos­quilleante, como si por mi nariz pasara soda carbona­tada. Me hallaba mudo. Traté, sin éxito, de decir algo.

Oí con claridad la voz de don Juan: me decía que no tratara de hablar ni de pensar, pero yo quería decir algo, cualquier cosa. Una angustia espantosa crecía dentro de mi pecho. Sentí lágrimas rodar por mis mejillas.

Don Juan no me sacudió, como suele hacer cuando caigo presa de un miedo incontrolable. En vez de ello, me dio suaves palmaditas en la cabeza.

—Ya, ya, Carlitos —dijo—. No te me deschavetes.

Sostuvo mi rostro entre sus manos por un instante.

—No trates de hablar —dijo.

Soltándome, señaló lo que tenía lugar en torno nuestro.

—Esto no es para hablar —dijo—. Esto es nada más para observar. ¡Observa! ¡Observa todo!

Yo estaba en verdad llorando. Pero mi reacción al llanto era muy extraña; lo dejaba fluir sin ninguna preocupación. No me importaba, en ese momento, si hacía o no el ridículo.

Miré alrededor. Precisamente frente a mí había un hombre de edad madura, con camisa rosa de man­ga corta y pantalones gris oscuro. Parecía norteame­ricano. Una mujer regordeta, sin duda su esposa, lo tomaba del brazo. El hombre manipulaba algunas monedas, mientras un muchacho de trece o catorce años, acaso el hijo del propietario, lo vigilaba. El muchacho seguía cada movimiento del hombre. Fi­nalmente, éste puso de nuevo las monedas sobre la mesa, y el muchacho se relajó de inmediato.

—¡Observa todo! —volvió a ordenar don Juan.

No había nada insólito que observar. La gente pasaba en todas direcciones. Me volví. Un hombre, que parecía atender el puesto de revistas, me miraba con fijeza. Parpadeó repetidas veces, como a punto de quedarse dormido. Se veía cansado o enfermo, amén de andrajoso.

Sentí que no había nada que observar, al menos nada de verdadera importancia. Contemplé la esce­na. Descubrí que era imposible concentrar mi aten­ción en cualquier cosa. Don Juan caminó en círculo a mi derredor. Actuaba como si evaluase algo en mí. Meneó la cabeza y frunció los labios.

—Vamos, vamos —dijo, tomándome gentilmente del brazo—. Es hora de andar.

Apenas empezamos a movernos, advertí que mi cuerpo era muy ligero. De hecho, sentía esponjosas las plantas de los pies. Tenían una elasticidad pecu­liar, como si fueran de hule.

Don Juan estaba sin duda al tanto de mis sensa­ciones: me sostenía con fuerza, como para impedirme escapar; me lastraba, como temiendo que yo fuera a ascender más allá de su alcance, a semejanza de un globo.

Caminando me sentí mejor. El nerviosismo cedió el paso a una tranquilidad amable.

Nuevamente, don Juan insistió en que yo debía observarlo todo. Le dije que no había nada que yo quisiera observar, que no me concernía lo que la gen­te estuviera haciendo en el mercado, y que no desea­ba sentirme como un idiota, obsecrando cumplida­mente la trivial actividad de alguien que compraba mondas o libros viejos, mientras lo importante se me escapaba entre los dedos.

—¿Y cuál es lo importante? —preguntó.

Me detuve y le dije con vehemencia que lo impor­tante era lo que él hubiese hecho para hacerme per­cibir que en cuestión de segundos había cubierto la distancia entre la oficina de boletos y el mercado.

En ese punto me eché a temblar y sentí que iba a enfermar. Don Juan me hizo poner las manos contra el estómago.

Señaló en torno y declaró una vez más, en tono sereno, que la actividad mundana en nuestro derre­dor era lo único importante.

Me enojé con él. Tuve una sensación física de gi­rar. Aspiré hondo.

—¿Qué hizo usted, don Juan? —pregunté con for­zada naturalidad.

En tono confortante, repuso que de eso podía ha­blarme en cualquier momento, pero que los aconteci­mientos en torno mío no se repetirían jamás. Yo estaba en completo acuerdo con ello. La actividad que yo presenciaba no podía, obviamente, repetirse en toda su complejidad. Mi argumento fue que en cualquier momento me era posible observar una ac­tividad muy semejante. En cambio, la implicación de haber sido transportado a través de la distancia, fuera en la forma que fuere, era inconmensurable­mente significativa.

Cuando expuse este parecer, don Juan hizo temblar su cabeza como si lo que oía le resultara doloroso.

Anduvimos un trecho en silencio. Mi cuerpo estaba enfebrecido. Noté que las palmas de mis manos y las plantas de mis pies ardían. El mismo calor insólito parecía también localizarse en mis fosas nasales y mis párpados.

—¿Qué hizo usted, don Juan? —pregunté, implo­rante.

En vez de responder, me palmeó el pecho y rió. Dijo que los hombres eran criaturas muy frágiles, y se hacían aún más frágiles a través de su vicio de en­tregarse a todo. En un tono sumamente serio, me exhortó a no sentirme a punto de perecer; a empu­jarme más allá de mis límites y, simplemente, centrar la atención en el mundo en torno mío.

Seguimos caminando, a un paso muy lento. Mi preocupación era suprema. No me permitía prestar atención a nada. Don Juan se detuvo y pareció deli­berar si hablaba o no. Abrió la boca para decir algo, pero aparentemente cambió de idea y echamos a an­dar de nuevo.

—Lo que pasó es que viniste aquí —dijo de repen­te, mientras se volvía a mirarme con fijeza.

—¿Cómo ocurrió eso?

Dijo que lo ignoraba; lo único que sabía era que yo mismo había elegido ese lugar.

El nudo ciego se complicaba aún más conforme ha­blábamos. Yo quería conocer los pasos que él había seguido, y él insistía en que la elección del sitio era la única cosa que podíamos discutir, y como yo no sabía por qué lo elegí, no había esencialmente nada de qué hablar. Criticó, sin enfado, mi obsesión por razonarlo todo, y la llamó una entrega innecesaria. Dijo que actuar sin buscar explicaciones era más sencillo y efectivo, y que yo disipaba mi experiencia hablando y pensando acerca de ella.

Tras unos momentos, declaró que debíamos dejar ese sitio, pues yo lo había echado a perder y me sería cada vez más dañino.

Dejamos el mercado y caminamos hasta la Alameda. Me hallaba exhausto. Me desplomé en una banca. Sólo entonces se me ocurrió mirar mi reloj. Eran las 10:20 AM. Tuve que realizar un gran esfuerzo para enfocar mi atención. No recordaba la hora exac­ta en que don Juan y yo nos encontramos. Calculé que habría sido alrededor de las diez. Y no podíamos haber tardado más de diez minutos en caminar del mercado al parque, lo cual dejaba sólo otros diez mi­nutos fuera de cuenta.

Hablé a don Juan de mis cálculos. Sonrió. Tuve la certeza de que la sonrisa ocultaba desprecio, aun­que nada había en su rostro que traicionara tal sen­timiento.

—Usted piensa que soy un idiota sin remedio, ¿no es cierto, don Juan?

—¡Ajá! —exclamó, incorporándose de un salto.

Su reacción fue tan inesperada que yo también sal­té al mismo tiempo.

—Dime exactamente que es lo que estoy sintiendo —dijo con énfasis.

Yo sentía conocer sus sentimientos. Era como si yo mismo los sintiera. Pero cuando traté de decir lo que sentía, me di cuenta de que no podía hablar de ello. Hablar requería un esfuerzo tremendo.

Don Juan dijo que yo todavía no tenía poder su­ficiente para «verlo» a él. Pero ciertamente podía «ver» lo bastante para encontrar por mí mismo expli­caciones adecuadas de lo que estaba ocurriendo.

—No tengas pena —dijo—. Dime exactamente lo que ves.

Tuve un pensamiento súbito y extraño, muy simi­lar a los que suelen acudir a mi mente antes de que­darme dormido. Era más que una idea; podría lla­mársele, con más exactitud, una imagen completa. Vi un cuadro que contenta diversos personajes. El que estaba justo enfrente de mí era un hombre sentado tras un marco de ventana. El área más allá del mar­co era difusa, pero el marco y el hombre resaltaban con la claridad del cristal. El hombre me miraba; tenía la cabeza vuelta ligeramente hacia la izquierda, de manera que la mirada era de reojo. Pude ver que sus ojos se movían para conservarme en foco. Apoya­ba en el pretil el codo derecho. Tenía empuñada la mano y contraídos los músculos.

A la izquierda del hombre, había otra imagen en el cuadro. Era un león volador. Es decir, la cabeza y la melena eran de león, pero la parte inferior del cuerpo pertenecía a un perro de aguas de pelambre blanca y rizada.

Iba yo a enfocar en él mi atención, cuando el hom­bre produjo con los labios un ruido chasqueante y sacó por la ventana la cabeza y el tronco. Todo su cuerpo emergió como si algo lo empujara. Quedó suspendido un momento, agarrando el pretil con las puntas de los dedos mientras oscilaba como péndulo. Después se soltó.

Experimenté en mi propio cuerpo la sensación de caída. No era un desplome, sino un descenso suave, y luego un flotar acojinado. El hombre carecía de peso. Permaneció estacionario un instante y luego se perdió de vista como si una fuerza incontrolable lo hubiera absorbido a través de una grieta en el cua­dro. Un segundo después se hallaba de nuevo en la ventana, mirándome de reojo. Su antebrazo derecho descansaba en el pretil, sólo que esta vez su mano se agitaba diciéndome adiós.

El comentario de don Juan fue que mi «ver» era demasiado elaborado.

—Eso no es lo mejor que tienes —dijo—. ¿Quieres que te explique lo que sucedió? Bueno, pues yo quie­ro que uses tu ver para explicarlo. Ahorita viste, pero viste porquerías. Esa clase de información es inútil para un guerrero. Llevaría demasiado tiempo desci­frar qué es qué. El ver debe ser directo, porque un guerrero no puede malgastar su tiempo en deshilar lo que él mismo está viendo. Ver es ver porque acaba con todas esas idioteces.

Le pregunté si consideraba que mi visión había sido sólo una alucinación, y no «ver» en realidad. Él es­taba convencido, a causa de lo intrincado del detalle, de que había sido «ver», pero que no se ajustaba a la ocasión.

—¿Piensa usted que mis visiones explican algo? —pregunté.

—Seguro que sí. Pero si yo estuviera en tu lugar no me pondría a deshilvanarlas. Al principio, ver es confuso y es muy fácil perderse allí. Pero, a medida que el guerrero se pone más fuerte, su ver se convierte en lo que debería ser: un conocimiento directo.

Mientras don Juan hablaba, tuve uno de aquellos peculiares lapsos de sentimiento, y claramente percibí que estaba a punto de quitar el velo a algo que ya conocía, una cosa que me eludía convirtiéndose en algo borroso. Tomé conciencia de hallarme enmedio de una pugna. Mientras más intentaba definir o al­canzar aquel esquivo conocimiento, más hondo se hundía.

—Ese ver fue demasiado… demasiado visionario —dijo don Juan.

El sonido de su voz me estremeció.

—Un guerrero hace una pregunta, y a través dé su ver obtiene una respuesta, pero la respuesta es sencilla, nunca es adornada hasta el punto de que hay perros de aguas voladores.

Reímos de la imagen. Y, medio en broma, le dije que él era demasiado estricto; cualquiera que atrave­sara lo que yo había atravesado esa mañana, merecía un poco de tolerancia.

—Eso es irse por lo fácil —dijo—. Es el camino de la entrega. Tú haces girar el mundo sobre el sen­timiento de que todo es demasiado para ti. Tú no estás viviendo como guerrero.

Le dije que, habiendo tantas facetas en lo que él llamaba el camino del guerrero, resultaba imposible cumplirlas todas, y que el sentido del concepto sólo se aclaraba cuando yo encontraba nuevas instancias en las que debía aplicarlo.

—Una regla básica para un guerrero —repuso— es hacer sus decisiones con tanto cuidado que nada de lo que pueda ocurrir como resultado de ellas sea ca­paz de sorprenderlo, mucho menos de menguar su poder.

—Ser un guerrero significa ser humilde y alerta. Hoy día, lo que tenías que haber hecho era observar la escena que se desarrollaba frente a tus ojos, no rom­perte el seso tratando de razonar cómo era eso posi­ble. Enfocaste tu atención en el sitio que no debías. Si yo quisiera ser bueno contigo, me sería fácil decir que, siendo ésta la primera vez que te ocurrió, no estabas preparado. Pero eso no se puede permitir, porque viniste aquí como un guerrero, dispuesto a morir; por lo tanto, lo que te ocurrió hoy no debía haberte agarrado con los pantalones en la mano.

Concedí que mi tendencia era la de entregarme al miedo y al desconcierto.

—Digamos que una regla básica para ti debe ser que, cuando vengas a verme, vengas preparado a mo­rir —dijo él—. Si vienes dispuesto a morir, no habrá caídas, ni sorpresas desagradables, ni acciones innece­sarias. Todo caerá suavemente en su sitio, porque tú no estás esperando nada.

—Eso es fácil de decir, don Juan. Pero yo estoy en la línea de fuego. Yo soy el que tiene que vivir con todo esto.

—El caso no es el que tengas que vivir con todo esto. Tú eres todo esto. No estás solamente tolerán­dolo por lo pronto. Tu decisión de unir fuerzas con este maligno mundo de la brujería, debería haber quemado todos esos pesados sentimientos de confusión y debería haberte dado la ligereza necesaria para reclamar todo esto como tu mundo.

Me sentí apenado y triste. Las acciones de don Juan, por más preparado que me hallara, me abru­maban en tal forma que cada vez que entraba en contacto con el no me quedaba otro recurso sino el de actuar y sentirme como una persona regañona, semirracional. Experimenté un brote de ira y no qui­se seguir escribiendo. En ese momento, deseaba des­garrar mis notas y tirarlas en el bote de la basura. Y lo hubiera hecho de no ser por don Juan, quien rió y detuvo mi brazo.

En tono burlón dijo que mi «tonal» estaba a pun­to de caer en sus tonterías habituales. Me recomendó ir a la fuente y echarme agua en el cuello y las orejas.

El agua me tranquilizó. Permanecimos callados lar­go tiempo.

—Escribe, escribe —me instó don Juan en tono amistoso—. Digamos que tu cuaderno es la única bru­jería que tienes. Romperlo es otro modo de abrirte a tu muerte. Sería otro de tus berrinches, un berrin­che vistoso cuando mucho, pero no un cambio. Un guerrero jamás deja la isla del tonal. La utiliza.

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