—Observa con mucho cuidado a esas dos viejas —dijo—. Pero no las veas como personas, ni como rostros que tienen cosas en común con nosotros; velas como tonales.
Las dos mujeres llegaron al pie de los escalones. Se movían como si la áspera grava estuviera hecha de canicas y ellas se viesen a punto de resbalar y perder el equilibrio. Caminaban del brazo, apuntalándose entre sí con el peso de sus cuerpos.
—¡Míralas! —dijo don Juan en voz baja—. Esas viejas son el mejor ejemplo del peor tonal que puede hallarse.
Noté que las mujeres eran de huesos pequeños, pero gordas. Tendrían poco más de cincuenta años. Sus rostros mostraban una expresión dolorosa, como si descender los peldaños de la iglesia hubiera sido una empresa superior a sus fuerzas.
Estaban frente a nosotros; vacilaron un momento y después se detuvieron. Había otro peldaño más en la senda de grava.
—Tengan cuidado, señoras —gritó don Juan al incorporarse dramáticamente.
Las mujeres lo miraron, al parecer confundidas por su repentina exclamación.
—El otro día, mi mami se rompió la cadera aquí mismo —añadió él mientras acudía a prestarles ayuda.
Le dieron profusamente las gracias, y él les aconsejó que, si alguna vez perdían el equilibrio y caían, permanecieran inmóviles en el sitio hasta que llegara la ambulancia. Las mujeres se santiguaron.
Don Juan volvió a sentarse. Sus ojos resplandecían. Habló con suavidad.
—Esas mujeres no son tan viejas, ni sus cuerpos tan débiles, y sin embargo están decrépitas. Todo en ellas es sombrío y triste: su ropa, su olor, su actitud. ¿Por qué crees tú que son así?
—Quizá nacieron así —dije.
—Nadie nace así. Nos hacemos así. El tonal de esas viejas es débil y tímido.
—Te dije que éste iba a ser el día del tonal; con eso quise decir que hoy quiero tratar exclusivamente con el tonal. También te dije que me había puesto mi traje para ese mismo propósito. Quise mostrarte con mi traje que un guerrero trata a su tonal en forma muy especial. Te hice ver que mi traje fue hecho a la medida, y que todo lo que hoy traigo puesto me queda a la perfección. No es mi vanidad lo que quería mostrar, sino mi espíritu de guerrero, mi tonal de guerrero.
—Esas dos viejas te dieron hoy tu primera visión del tonal. La vida puede ser tan despiadada contigo como es con ellas, si eres descuidado con tu tonal. Yo me pongo de contraparte. Si comprendes correctamente, no será necesario recalcar este punto.
Tuve un repentino ataque de incertidumbre y le pedí descifrarme lo que yo debía de haber entendido. Sin duda, mi voz sonó desesperada. Don Juan rió con fuerza.
—Mira a ese muchacho de pantalones verdes y camisa rosada —susurró, indicando a un joven flaco y muy moreno, de facciones afiladas, parado casi frente a nosotros. Parecía indeciso entre ir hacia la iglesia o hacia la calle. Dos veces alzó la mano en dirección del templo, como si hablara consigo mismo y estuviera a punto de encaminarse a la puerta. Luego me miró con expresión vacía.
—Mira cómo está vestido —dijo don Juan en un susurro—. ¡Fíjate en esos zapatos!
La ropa del muchacho se veía andrajosa y arrugada, y sus zapatos estaban cayéndose a pedazos.
—Se ve que es muy pobre —dije.
—¿Es eso todo lo que puedes decir? —preguntó don Juan.
Enumeré una serie de razones que podrían haber explicado la astrosa apariencia del joven: mala salud, un revés de la suerte, indolencia, indiferencia hacia su apariencia personal, o la posibilidad de que acabara de salir de la cárcel.
Don Juan dijo que yo no hacía sino especular, y que no le interesaba justificar nada sugiriendo que el joven era víctima de fuerzas inconquistables.
—A lo mejor es un agente secreto que se ha disfrazado de vago —dije en son de broma.
El muchacho se alejó hacia la calle con paso incoherente.
—No se ha disfrazado de vago; es un vago —dijo don Juan—. Mira qué débil está su cuerpo. Tiene los brazos y las piernas como, alambres. Apenas puede caminar. Nadie es capaz de fingir esa apariencia. Algo anda muy mal con él, pero sin lugar a duda, no sus circunstancias. Debo insistir de nuevo que quiero que veas a ese hombre como a un tonal.
—¿Qué implica el ver a alguien como a un tonal?
—Implica dejar de juzgarlo en un sentido moral, o disculparlo con la idea de que es como una hoja a merced del viento. En otras palabras, implica ver a un hombre sin pensar que no tiene ni esperanza ni remedio.
—Tú sabes exactamente lo que yo estoy diciendo. Puedes valorar a ese muchacho sin condenarlo ni perdonarlo.
—Bebe demasiado —dije.
No fue una frase volitiva. Simplemente la enuncié sin saber en realidad por qué. Por un instante, incluso sentí que alguien parado a mis espaldas había dicho las palabras. Me vi impulsado a explicar que la afirmación era, otra de mis especulaciones.
—Ése no fue el caso —dijo don Juan—. El tono de tu voz tenía una certeza que no tenía antes. No dijiste: «A lo mejor es borracho».
Me sentí apenado, aunque sin poder determinar con exactitud el motivo. Don Juan rió.
—Viste a través de ese hombre —dijo—. Eso fue ver. Ver es así. Uno hace afirmaciones con gran certeza, y sin saber cómo.
—Tú sabes que el tonal de ese joven está fundido, pero no sabes cómo lo sabes.
Hube de admitir que de algún modo había tenido esa impresión.
—Es muy cierto —dijo don Juan—. No importa realmente que sea joven; está tan decrépito como esas dos viejas. La juventud no le pone de ningún modo barrera al deterioro del tonal.
—Tú pensaste que podría haber muchísimas razones para la condición de aquel hombre. Yo encuentro que sólo hay una: su tonal. No es que su tonal sea débil por la bebida; es al contrario: bebe porque su tonal es débil. Esa debilidad lo fuerza a ser lo que es. Pero lo mismo nos pasa a todos nosotros en una forma o en otra.
—¿Pero no está usted también justificando la conducta de ese muchacho al decir que es cosa de su tonal?
—Te estoy dando una explicación que jamás has encontrado antes. No es una justificación ni una condena. El tonal de ese muchacho es débil y timorato. Y sin embargo él no es único en esto. Todos nosotros pasamos más o menos por las mismas.
En ese momento, un hombre de gran corpulencia pasó frente a nosotros, en dirección a la iglesia. Vestía un fino traje de negocios gris oscuro, y llevaba un portafolios. El cuello de su camisa estaba desabotonado, y la corbata floja. Sudaba profusamente. Su piel era muy blanca, lo cual hacia aún más obvia la transpiración.
—¡Fíjate en él! —me ordenó don Juan.
Los pasos del hombre eran cortos pero pesados. Su andar tenía cierto bamboleo. No subió hacia la iglesia; la rodeó y desapareció tras ella.
—No hay necesidad de tratar el cuerpo de una manera tan atroz —dijo don Juan con un toque de sarcasmo—. Pero la triste verdad es que todos nosotros hemos aprendido a la perfección cómo debilitar a nuestro tonal. Yo llamo a eso entregarse al vicio.
Puso la mano sobre mi cuaderno y no me dejó escribir más. Razonaba que, mientras yo siguiera tomando notas, sería incapaz de concentrarme. Me sugirió relajarme, cortar el diálogo interno y dejarme ir, para así fundirme con la persona observada.
Le pedí explicar a qué se refería con fundirse. Repuso que no había manera de explicarlo; era algo que el cuerpo sentía o hacía al ponerse en contacto de observación con otros cuerpos. Luego clarificó el tema diciendo que en el pasado había llamado «ver» a ese proceso, el cual consistía en un lapso de verdadero silencio interno, seguido por una elongación externa de algo en el sí-mismo: una elongación que encontraba y se fundía con el otro cuerpo, o con cualquier cosa dentro del campo de percepción.
En ese momento quise volver a mi cuaderno, pero don Juan me detuvo y empezó a señalar distintas personas entre la multitud que pasaba.
Indicó docenas de individuos, cubriendo una amplia gama de tipos entre hombres, mujeres y niños de diversas edades. Don Juan dijo que elegía personas cuyo débil tonal encajara en un esquema de categorización; así, me había mostrado una preconcebida variedad de tonales que se entregaban al vicio de darse a sí mismos.
No me era posible recordar a toda la gente que él había señalado y discutido. Quejoso, dije que, de haber tomado notas, habría al menos bosquejado su intrincado esquema de tonales que se entregaban a dicho vicio. El caso era que él no quería repetirlo, o quizá tampoco lo recordaba.
Riendo, dijo que no lo recordaba, porque en la vida de un brujo, el responsable de la creatividad era el nagual.
Miró el cielo y dijo que se hacia tarde, y que desde ese momento en adelante cambiaríamos de rumbo. En vez de tonales débiles, aguardaríamos la aparición de un «tonal hecho y derecho». Añadió que sólo un guerrero poseía tal tonal, y que el hombre común, cuando mucho, podía tener un «tonal en buen estado».
Cuando hubimos esperado unos minutos, se dio una palmada en el muslo y chasqueó la lengua.
—Mira quiénes vienen —dijo, señalando la calle con un movimiento de barbilla—. Como si los hubiéramos encargado.
Vi a tres indios que se acercaban. Vestían cotones pardos de lana, pantalones blancos que les llegaban a media pantorrilla, camisas blancas de manga larga, huaraches sucios y gastados y viejos sombreros de paja. Cada uno llevaba un bulto atado a la espalda.
Don Juan se levantó y fue a encontrarlos. Les habló. Ellos, sorprendidos al parecer, lo rodearon. Le sonrieron. Aparentemente les decía algo acerca de mí; los tres se volvieron a sonreírme. Estaban a tres o cuatro metros de distancia; escuché con atención, pero no pude oír lo que decían.
Don Juan metió la mano en el bolsillo y les dio unos billetes. Parecieron alegrarse; movían los pies con nerviosismo. Me simpatizaron mucho. Daban las impresión de ser unos niños. Todos tenían dientes pequeños y blancos, y facciones apacibles, muy agradables. Uno de ellos, el mayor según todas las apariencias, tenía bigotes. Sus ojos se vetan cansados, pero bondadosos. Se quitó el sombrero y se acercó a la banca. Los otros lo siguieron. Los tres me saludaron al unísono. Nos dimos la mano. Don Juan me dijo que les diera algo de dinero. Lo agradecieron y, tras un silencio cortés, dijeron adiós. Don Juan volvió a sentarse en la banca y los miramos desaparecer en la multitud.
Dije a don Juan que, por algún motivo extraño, me habían simpatizado en extremo.
—No es tan extraño —dijo él—. Has de haber sentido que tienen un buen tonal. Un tonal bueno, sí, pero no para nuestro tiempo.
—Probablemente sentiste que eran como niños. Lo son. Y eso es muy duro. Yo los entiendo mejor que tú; por eso no pude menos que sentir un poquitín de tristeza. Los indios son como perros: no tienen nada. Pero ésa es la naturaleza de su fortuna, y no debería entristecerme. Mi tristeza, desde luego, es mi propia manera de entregarme a mi vicio.
—¿De dónde son, don Juan?
—De las sierras. Han venido aquí a buscar fortuna. Quieren hacerse comerciantes. Son hermanos. Les dije que yo también vine de las sierras y que soy comerciante. Dije que eras mi socio. El dinero que les dimos fue un rasgo que tuvimos con ellos; un guerrero debe tener rasgos todo el tiempo. Sin duda necesitan el dinero, pero la necesidad no debe ser una consideración esencial cuando se tiene un rasgo. Lo que hay que buscar es el sentimiento. A mí en lo personal me conmovieron esos tres.
—Los indios son los desafortunados de nuestro tiempo. Su caída empezó con los españoles y ahora, bajo el reino de sus descendientes, los indios lo han perdido todo. No es una exageración decir que los indios han perdido su tonal.
—¿Es eso una metáfora, don Juan?
—No. Es un hecho. El tonal es muy vulnerable. No soporta el maltrato. El hombre de razón, el blanco, desde el día en que puso el pie en esta tierra, ha destruido sistemáticamente no sólo el tonal del tiempo, sino también el tonal personal de cada indio. Uno puede fácilmente darse cuenta de que para el pobre indio común, el reino del blanco ha sido un verdadero infierno. Y sin embargo, la ironía es que, para otra clase de indio, ha sido una verdadera bendición.
—¿De quién habla usted? ¿Cuáles es esa otra clase de indio?
—El brujo. Para el brujo, la Conquista fue un desafío a muerte. Esos fueron los únicos a los que la Conquista no destruyó; se adaptaron a ella y le sacaron el último jugo.
—¿Cómo pudo ser eso, don Juan? Yo tenía la impresión de que los españoles arrasaron con todo.
—Digamos que arrasaron con todo lo que estaba dentro de los limites de su propio tonal. Pero en la vida que vivían los indios había cosas incomprensibles para el blanco; esas cosas ni siquiera las notaron. Capaz fue la pura suerte de los brujos, o capaz fue su conocimiento lo que los salvó. Después que el tonal del tiempo, y el tonal personal de cada indio, fueron aniquilados, los brujos se encontraron agarrados de lo único que seguía en pie: el nagual. En otras palabras, el tonal del brujo buscó refugio en su nagual. Esto no habría podido pasar de no ser por las penurias del pueblo vencido. Los hombres de conocimiento de hoy, son el producto de esas condiciones y los únicos catadores del nagual, puesto que los dejaron allí, totalmente solos. En esos matorrales, el blanco nunca se ha aventurado. Es más aún, ni siquiera tiene la idea de que existen.
Me sentí impelido en ese punto a presentar un argumento. Argüí con toda sinceridad que el pensamiento europeo había tomado nota de lo que él llamaba nagual, traje a colación el concepto del Ego Trascendente, o el observador inobservado presente en todas nuestras ideas, percepciones y sentimientos. Expliqué a don Juan que el individuo podía percibirse o intuirse a sí mismo, como una entidad en sí, a través del Ego Trascendente, porque sólo éste era capaz de juicio, capaz de revelar la realidad dentro del terreno de su conciencia.
Don Juan no se inmutó. Echó a reír.
—Revelar la realidad —dijo, remedándome—. Eso es lo que hace el tonal.
Aduje que el tonal podía llamarse el Ego Empírico localizado en la corriente pasajera de la propia conciencia o experiencia, mientras que el Ego Trascendente se hallaba detrás de esa corriente.
—Observando, supongo —dijo él con sorna.
—Cierto. Observándose a sí mismo —dije.
—Oigo lo que dices —repuso—. Pero no dices nada. El nagual no es ni la experiencia ni la intuición ni el consciente. Esos términos, y todos los demás que se te dé la gana decir, son sólo objetos en la isla del tonal. El nagual, en cambio, solo es efecto. El tonal empieza al nacer y termina al morir, pero el nagual nunca termina. El nagual no tiene límites. He dicho que el nagual es donde se cierne el poder; ésa era sólo una forma de aludirlo. Quizá, por razones del efecto que causa, el nagual pueda entenderse mejor en términos de poder. Por ejemplo, cuando hace rato te sentiste entumido y sin poder hablar, yo te estaba en verdad tranquilizando; esto es, mi nagual actuaba sobre ti.