—¿Cómo le fue posible hacer eso, don Juan?
—No vas a creerlo, pero nadie sabe cómo. Yo nada más sé que quería tu atención completa, y entonces mi nagual se encargó de hacerte el resto. Esto yo lo sé porque soy el testigo de sus efectos, pero no sé cómo funciona.
Calló un momento. Yo quería seguir sobre el tema. Intenté hacer una pregunta: me silenció.
—Uno puede decir que el nagual es el responsable de la creatividad —dijo al fin, y me miró con ojos penetrantes—. El nagual es la única parte de nosotros capaz de crear.
Permaneció callado, mirándome. Sentí que estaba encaminando la discusión a un tópico que yo había deseado que él elucidara más ampliamente. Me había dicho que el tonal no creaba nada, sino sólo atestiguaba y evaluaba. Le pregunté cómo explicaba el hecho de que construimos magníficas estructuras y máquinas.
—Eso no es creatividad —dijo—. Eso es solamente moldear cualquier cosa con nuestras manos, ya sea personalmente o en conjunto con las manos de otros tonales. Un grupo de tonales puede moldear lo que sea: estructuras magníficas, como dices.
—¿Pero entonces qué es la creatividad, don Juan?
Se me quedó mirando, los ojos entrecerrados. Chasqueó suavemente la boca, alzó la mano derecha por encima de la cabeza y, con un brusco tirón, torció la muñeca como si hiciera girar una perilla de puerta.
—La creatividad es esto —dijo al poner la mano, con la palma ahuecada, al nivel de mis ojos.
Tardé un tiempo increíblemente largo en enfocar los ojos en su mano. Sentí que una membrana transparente sujetaba todo mi cuerpo en una posición fija, y que tenía que romperla para posar la vista en aquella mano.
Me esforcé hasta que gotas de sudor fluyeron a mis ojos. Por fin, oí o sentí un chasquido, y mis ojos y mi cabeza se libraron de golpe.
En la diestra de don Juan había el roedor más curioso que yo hubiese visto. Parecía una ardilla de cola esponjosa. La cola, sin embargo, era más bien la de un puercoespín. Tenía púas tiesas.
—¡Tócalo! —dijo don Juan con suavidad.
Maquinalmente lo obedecí y pasé un dedo sobre el lomo suave. Don Juan acercó más su mano a mis ojos, y entonces noté algo que me produjo espasmos nerviosos. La ardilla tenía anteojos y dientes muy grandes.
—Parece un japonés —dije, y me eché a reír histéricamente.
El roedor empezó a crecer en la palma de don Juan. Y mientras mis ojos seguían llenos de lágrimas de risa, se hizo tan enorme que desapareció. Literalmente, salió de mi campo de visión. Ocurrió con tal rapidez que me quedé a la mitad de un espasmo de risa. Citando miré de nuevo, o cuando enjugué mis ojos y los enfoqué debidamente, me hallé mirando a don Juan. Estaba sentado en la banca y yo de pie frente a él, aunque no recordaba haberme parado.
Por un momento mi nerviosismo fue incontrolable. Con toda calma, don Juan se levantó, me forzó a tomar asiento, apoyó mi barbilla entre el bíceps y el antebrazo de su brazo izquierdo y me golpeó en la cima de la cabeza con los nudillos de su diestra. El efecto fue como la sacudida de una corriente eléctrica. Me tranquilizó de inmediato.
Yo deseaba preguntar tantas cosas. Pero mis palabras no lograban vadear todos esos pensamientos. Tuve entonces aguda conciencia de que había perdido el control sobre mis cuerdas vocales. Pero no quise esforzarme por hablar, y me recliné contra el respaldo de la banca. Don Juan dijo con energía que yo debía integrarme y dejarme de tonterías. Me sentía un poco mareado. Imperioso, me ordenó escribir mis notas, y me alargó mi bloque y mi lápiz tras recogerlos de bajo la banca.
Hice un esfuerzo supremo por decir algo, y de nuevo tuve la clara sensación de que una membrana me envolvía. Resoplé y gruñí durante un momento, mientras don Juan reía, hasta que oí o sentí otro chasquido.
Inmediatamente me puse a escribir. Don Juan habló como si me dictara.
—Uno de los actos de un guerrero es no dejar que nunca lo afecte nada —dijo—. De este modo, un guerrero puede estar viendo al mismo diablo, pero jamás dejará que nadie lo sepa. El control del guerrero tiene que ser impecable.
Esperó a que yo terminara de escribir y luego preguntó, riendo:
—¿Anotaste todo eso?
Sugerí que friéramos a un restaurante a cenar. Me sentía desfallecer. Él dijo que debíamos quedarnos hasta que apareciera el «tonal hecho y derecho». Añadió con seriedad que, si no venía aquel día, tendríamos que quedarnos en la banca hasta que le diera la gana aparecer.
—¿Qué es un tonal hecho y derecho? —pregunté.
—Un tonal en su punto justo, equilibrado y armonioso. Se supone que hoy encontrarás uno, o mejor dicho, que tu poder nos lo traerá.
—¿Pero cómo puedo distinguirlo de otros tonales?
—No te apures por eso. Yo te lo señalaré.
—¿Cómo es el tonal ese, don Juan?
—Eso es muy difícil de saber. Depende de ti. La función es para ti; por lo tanto, tú mismo pondrás esas condiciones.
—¿Cómo?
—Eso yo no lo sé. Lo hará tu poder, tu nagual.
—Hablando en general, hay dos lados en cada tonal. Uno es la parte externa, el margen, la superficie de la isla. Ésa es la parte relacionada con la acción y la actuación, el lado áspero. La otra parte es la decisión y el juicio, el tonal interno, más suave, más delicado y más complejo.
—El tonal hecho y derecho es un tonal donde los dos niveles se encuentran en perfecta armonía y equilibrio.
Don Juan calló. Ya había oscurecido bastante, y me era difícil tomar notas. Me indicó estirarme y descansar. Dijo que el día había sido agotador, pero muy prolífico, y que sin duda el tonal hecho y derecho aparecería.
Pasaron docenas de personas. Estuvimos sentados, en calma y silencio, unos diez o quince minutos. Entonces don Juan se incorporó abruptamente.
—¡No le hagas, hombre! Mira lo que viene allí. ¡Una vieja!
Señaló con una inclinación de cabeza a una joven que cruzaba el parque y se aproximaba a la vecindad de nuestra banca. Don Juan dijo que la joven era el tonal hecho y derecho, y que si se detenía a hablar con cualquiera de nosotros, sería una indicación extraordinaria, y tendríamos que hacer lo que ella quisiese.
No me era posible distinguir con claridad las facciones de la mujer, aunque aún había luz suficiente. Se acercó a menos de un metro, pero pasó sin mirarnos. Don Juan me ordenó, en un susurro, alcanzarla y hablarle.
Corrí tras ella; pretendí estar perdido y le pedí orientación. Me acerqué mucho a ella. Era joven, de unos veinticinco años, de estatura mediana, muy atractiva y bien arreglada. Sus ojos eran claros y apacibles. Sonreía al escucharme. Había en ella algo que conquistaba. Me simpatizó tanto como los tres indios.
Regresé a la banca y tomé asiento.
—¿Es esa chica un guerrero? —pregunté.
—No tanto —dijo don Juan—. Tu poder todavía no tiene la agudeza necesaria para traer un guerrero. Pero ese es un tonal en muy buen estado, que podría convertirse en tonal hecho y derecho. Los guerreros están hechos de esa madera.
Sus frases avivaron mi curiosidad. Le pregunté si las mujeres podían ser guerreros. Me miró, aparentemente desconcertado por la pregunta.
—Claro que pueden —dijo—, y están aún mejor equipadas que los hombres para el camino del conocimiento. Sólo que los hombres son un poco más resistentes. Pero yo diría que, a fin de cuentas, las mujeres llevan una ligera ventaja.
Me declaré intrigado por el hecho de que jamás habíamos hablado de mujeres en relación con su conocimiento.
—Tú eres hombre —dijo él—; por ello uso el género masculino al hablar contigo. Eso es todo. Lo demás es igual.
Quise proseguir el interrogatorio, pero él hizo un gesto para cerrar el tema. Alzó la vista. El cielo estaba casi negro. Los conglomerados de nubes se veían extremadamente oscuros. Había aún, sin embargo, algunas áreas en que las nubes tenían un leve tinte anaranjado.
—El final del día es tu mejor hora —dijo don Juan—. La aparición de esa muchacha en el filo mismo del día, es una indicación. Hablábamos del tonal; por tanto, es una indicación acerca de tu tonal.
—¿Qué significa la indicación, don Juan?
—Significa que te queda muy poco tiempo para organizar tus arreglos. Cualquier arreglo que puedas haber construido tiene que ser en un arreglo vivo, porque no tienes tiempo para hacer otros nuevos. Tus arreglos deben funcionar ahora, o no tienen nada de arreglos.
—Te recomiendo que cuando vuelvas a tu casa, revises tus líneas y te asegures de que son fuertes. Las vas a necesitar.
—¿Qué va a pasar conmigo, don Juan?
—Hace años hiciste oferta al poder. Has seguido fielmente las penalidades del aprendizaje, sin inquietarte ni apurarte. Ahora estás al filo del día.
—¿Qué significa eso?
—Para un tonal hecho y derecho, todo cuanto hay en la isla del tonal es un desafío. Otra forma de decirlo es que, para un guerrero, todo en este mundo es un desafío. El mayor de todos es, desde luego, su oferta al poder. Pero el poder viene del nagual, y cuando un guerrero se encuentra al filo del día, eso significa que se aproxima la hora del nagual, la hora en que el poder acepta la oferta del guerrero.
—Sigo sin comprender el sentido de todo esto, don Juan. ¿Significa que voy a morir pronto?
—Si eres estúpido, pues ni modo —repuso él, cortante—. Pero, vamos a ponerlo en términos más amenos; todo esto que he dicho significa que se te van a caer los calzones. Una vez hiciste oferta al poder, y esa oferta no se puede retirar. No diré que estás a punto de cumplir tu destino, porque no hay destino. Lo único que uno puede decir es que estás a punto de cumplir tu oferta. La señal fue clara. La muchacha esa vino a ti al filo del día. Te queda muy poco tiempo, y ninguno para idioteces. Espléndido estado. Yo diría que lo mejor de nosotros siempre sale a flote cuando estamos de espaldas contra la pared, cuando sentimos que la espada se cierne sobre nuestra cabeza. En lo personal, yo prefiero ese estado y no viviría de ningún otro modo.
La mañana del miércoles dejé mi hotel a eso de las nueve cuarenta y, cinco. Caminé despacio, permitiéndome quince minutos para llegar al sitio en el que don Juan y yo habíamos quedado de vernos. Él había elegido una esquina del Paseo de la Reforma, a cinco o seis cuadras de distancia, frente a la oficina de boletos de una aerolínea.
Yo acababa de desayunarme con un amigo. Quiso acompañarme, pero le insinué que iba a ver a una muchacha. Deliberadamente, caminé por la acera opuesta al lado de la calle donde estaba la oficina. Tenía la persistente sospecha de que mi amigo, que siempre me pedía presentarle a don Juan, sabía que yo iba a verlo y acaso me siguiera. Temía que, de volverme, lo hallaría detrás de mí.
Vi a don Juan en un puesto de revistas, al otro lado de la calle. Empecé a cruzar, pero tuve que detenerme en el camellón y esperar hasta que fuera seguro atravesar el resto de la ancha avenida. Me volví, con aire casual, para ver si mi amigo me seguía. Estaba parado en la esquina detrás de mí. Sonrió avergonzado y saludó con la mano, como diciéndome que había sido incapaz de dominarse. Eché a correr hacia la otra acera sin darle tiempo de alcanzarme.
Don Juan parecía al tanto de mi predicamento. Cuando llegué con él, lanzó una mirada furtiva por encima de mi hombro.
—Ahí viene —dijo—. Mejor nos metemos por la calle lateral.
Señaló una calle que desembocaba diagonalmente en el Paseo de la Reforma en el punto donde nos hallábamos. Rápidamente me orienté. Nunca estuve en esa calle, pero dos días antes había ido a la oficina de la aerolínea. Conocía su peculiar distribución. La oficina estaba en la cuchilla formada por las dos calles. Una puerta daba a cada una; la distancia entre ambas sería de tres o cuatro metros. Un pasillo cruzaba la oficina de puerta a puerta, y era fácil pasar de una calle a otra. Había escritorios a un lado del pasadizo y, del otro, un gran mostrador redondo con dependientes y cajeras. El día en que estuve allí, el sitio se hallaba repleto de gente.
Quería apresurarme, incluso correr, pero el paso de don Juan era calmado. Cuando llegábamos a la puerta de la oficina, en la calle diagonal, supe, sin tener que volverme, que mi amigo había, atravesado corriendo la avenida y estaba a punto de tomar la calle por donde íbamos. Miré a don Juan, en la esperanza dé que tuviera una solución. Alzó los hombros. Me sentí molesto; tampoco a mí se me ocurría nada, excepto propinar una trompada a mi amigo. Debo de haber suspirado o exhalado en ese momento preciso, pues de buenas a primeras sentí una súbita pérdida de aire debida a un formidable empujón que don Juan me había dado, y que me lanzó, girando, por la puerta de la oficina. Impelido por el tremendo empellón, prácticamente entré volando. Don Juan me tomó tan desprevenido que mi cuerpo no ofreció resistencia alguna; el susto se mezcló con la sacudida concreta del empuje. Automáticamente extendí los brazos para proteger mi rostro. La fuerza del empujón fue tan grande que la saliva brotó de mi boca y experimenté un vértigo leve al trastabillar dentro del recinto. Casi perdí el equilibrio y tuve que hacer un esfuerzo supremo por no caer. Giré un par de veces; pareció que la velocidad de mis movimientos emborronara la escena. Vagamente advertí una multitud de clientes que realizaban sus negocios. Me sentí muy apenado. Supe que todo el mundo me miraba cruzar tambaleante la oficina. La idea de que estaba haciendo el ridículo era más que incómoda. Una serie de pensamientos cruzó en destellos mi mente. Tuve la certeza de que caería de cara. O chocaría con un cliente, acaso una anciana que sería lastimada por el impacto. O peor aun, la puerta de cristal en el otro lado estaría cerrada, y me estrellaría contra ella.
En un estado de ofuscación, alcancé la puerta al Paseo de la Reforma. Estaba abierta y salí. Mi preocupación del momento era conservar la calma, dar vuelta a la derecha y caminar hacia el centro como si nada hubiera ocurrido. Estaba seguro de que don Juan se me uniría, y tal vez mi amigo había seguido caminando por la calle diagonal.
Abrí los ojos, o mejor dicho los enfoqué en el área frente a mí. Tuve un largo momento de insensibilidad antes de tomar plena conciencia de lo que había pasado. No me hallaba en el Paseo de la Reforma, como debería haber sido, sino en el mercado de La Lagunilla, a dos kilómetros y medio de distancia.
Lo que experimenté en el instante de ese reconocimiento, fue un azoro tan intenso que sólo pude mirar, estupefacto.