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Authors: Carlos Castaneda

Tags: #Autoayuda, Esoterismo, Relato

Relatos de poder (23 page)

Don Juan extendió la mano y me ayudó a levan­tarme. Mi sensación corporal fue la de que él alzaba dos cuerpos. Sonrió como quien sabe y susurró que nunca había que volverse a la izquierda para enfrentar al nagual. Dijo que el nagual era fatídico y que no había necesidad de acrecentar todavía más el riesgo. Luego me dio vuelta con gentileza y me hizo encarar un enorme eucalipto. Era acaso el árbol más viejo de las inmediaciones. Su tronco era casi dos veces más grueso que el de cualquier otro. Don Juan señaló hacia arriba con los ojos. Don Genaro se halla­ba encaramado en una rama. Me daba el rostro. Vi sus ojos como dos espejos enormes que reflejaban luz. No quería mirar pero don Juan insistió en que no apartara la vista. En un susurro muy enérgico me ordenó que no parpadeara ni sucumbiera al susto o a la entrega.

Advertí que si pestañeaba de continuo, los ojos de don Genaro no eran tan imponentes. Sólo al fijar la vista el resplandor enloquecía.

Estuvo largo tiempo acuclillado en la rama. Lue­go, sin mover el cuerpo para nada, saltó y aterrizó, en la misma postura, a un par de metros de donde me encontraba. Presencié la secuencia completa de su sal­to, y supe haber percibido más de lo que mis ojos me permitieron aprehender. Don Genaro no había saltado en verdad. Algo lo había empujado desde atrás haciéndolo deslizar en curso parabólico. La rama donde estuvo trepado se hallaba a unos treinta metros de altura, y el árbol crecía como a cuarenta y cinco de distancia; así, su cuerpo tuvo que trazar una parábola para caer donde cayó. Pero la fuerza necesaria para, cubrir el trecho no era producto de los músculos de don Genaro; un «soplo» impulsó su cuerpo desde la rama hasta el suelo. En cierto punto vi las suelas de sus zapatos, y su posterior, conforme su cuerpo describía la parábola. Después aterrizó con suavidad, aunque su peso deshizo los terrones duros y secos e incluso levantó algo de polvo.

Don Juan rió por lo bajo a mis espaldas. Don Ge­naro se puso en pie, como si nada hubiese ocurrido y me jaló de la manga para indicar que nos íbamos.

Nadie habló en el camino a la casa. Me sentía lú­cido y compuesto. Un par de veces, don Juan se de­tuvo y examinó mis ojos mirándolos detenidamente. Pareció satisfecho. Apenas llegamos, don Genaro fue atrás de la casa. Todavía era temprano. Don Juan tomó asiento en el suelo junto a la puerta y me se­ñaló un sitio donde sentarme. Yo estaba exhausto. Me acosté y me apagué como una vela.

Desperté porque don Juan me sacudía. Quise ver la hora. No tenía reloj. Don Juan lo sacó del bolsillo de su camisa y me lo devolvió. Era la una de la tarde. Alcé los ojos y encontré los suyos.

—No. No hay explicación —dijo, volviéndose—. El nagual es sólo para atestiguarse.

Di la vuelta a la casa buscando a don Genaro; no lo hallé. Regresé a la parte frontal. Don Juan me había hecho algo de comer. Cuando lo hube comido empezó a hablar.

—Cuando uno está tratando con el nagual, nunca hay que mirarlo de frente —dijo—. Tú te le que­daste mirando fijamente esta mañana, y por eso te vaciaste. La única manera de mirar al nagual es como si fuera cosa común. Uno tiene que pestañear para romper la fijación. Nuestros ojos son los ojos del to­nal, o quizá sería más exacto decir que nuestros ojos han sido entrenados por el tonal, por eso el tonal los reclama. Una de tus fuentes de confusión y desconcierto es que tu tonal no te suelta los ojos. El día que lo haga, tu nagual habrá ganado una gran ba­talla. Tu obsesión, o mejor dicho la obsesión de todos nosotros, es arreglar el mundo según reglas de tonal; así, cada vez que nos enfrenta el nagual, hacemos lo imposible por volver nuestros ojos tiesos e intransigentes, debo apelar a la parte de tu tonal que en­tiende este dilema, y debes hacer un esfuerzo por li­berar tus ojos. La cosa es convencer al tonal de que hay otros mundos que pueden pasar frente a las mismas ventanas. El nagual te lo enseñó esta mañana. Conque deja que tus ojos sean libres; déjalos ser verdaderas ventanas. Los ojos pueden ser ventanas para contemplar el aburrimiento o para atisbar aquella infinitud.

Don Juan trazó con el brazo izquierdo un amplio arco para señalar el entorno. Había un brillo en sus ojos, y su sonrisa era a la vez temible e irresistible.

—¿Cómo puedo hacer eso? —pregunté.

—Yo digo que es un asunto muy fácil. Quizá lo llamo fácil porque llevo tanto tiempo haciéndolo. Todo lo que tienes que hacer es instalar tu intención como aduana. Cuando estés en el mundo del tonal, deberías de ser un tonal impecable; ahí no hay tiem­po para porquerías irracionales. Pero cuando estés en el mundo del nagual, también deberías ser impeca­ble; ahí no hay tiempo para porquerías racionales. Para el guerrero, la intención es la puerta de enmedio. Se cierra por completo detrás de él cuando va o cuando viene.

—Otra cosa que uno debe hacer cuando se enfrenta al nagual es cambiar la línea de los ojos de tiempo en tiempo, para así romper el encantamiento. Cam­biar la posición de los ojos siempre alivia la carga del tonal. Esta mañana noté que estabas muy vulne­rable y te cambié la posición de tu cabeza. Si estás en un aprieto de ésos, deberías ser capaz de cambiar tú solo. Pero el cambio ese sólo es para alivio, y no es otra manera de parapetarse para proteger el orden del tonal. Yo apostaría que tú vas a procurar usar esta técnica para esconder la racionalidad de tu tonal, y creer que así la estás salvando de la extinción. La falla de tu razonamiento es que nadie quiere ni busca la extinción de la racionalidad del tonal. Ese miedo es infundado.

—Nada más puedo decirte, excepto que sigas todos los movimientos de Genaro, sin agotarte. Ahora estás probando si tu tonal está o no repleto de banalidades. Si hay en tu isla demasiados objetos innecesarios, no podrás sostener el encuentro con el nagual.

—¿Qué me pasaría?

—Podrías morirte. Nadie es capaz de sobrevivir un encuentro voluntario con el nagual, sin una larga preparación. Lleva años preparar al tonal para tal encuentro. Por regla general, si un hombre común y corriente se encuentra un día cara a cara con el na­gual, la impresión es tan grande que lo mata. La meta de la preparación del guerrero no es entonces enseñarle conjuros ni embrujos, sino preparar a su tonal para que no se caiga de narices. Una empresa de lo más difícil. Al guerrero se le debe enseñar a ser impecable y a estar totalmente vacío antes de que Pueda aún siquiera concebir el ser testigo del nagual.

—En tu caso, por ejemplo, tienes que dejar de calcular. Lo que hacías esta mañana era absurdo. Tú lo llamas explicar. Yo lo llamo una insistencia estéril y tediosa del tonal por tener todo bajo su control. Cada vez que no le salen bien las cosas, hay un instante de confusión y entonces el tonal se abre a la muerte. ¡Qué hijo de la chingada! Primero se mata antes que ceder el control. Y sin embargo muy poco podemos hacer por cambiar esa condición.

—¿Cómo la cambió usted, don Juan?

—Hay que barrer la isla del tonal y mantenerla limpia. Es la única alternativa que tiene el guerrero. Una isla limpia no ofrece resistencia; es como si allí no hubiera nada.

Rodeó la casa y tomó asiento en una gran roca lisa. Desde allí se miraba hacia una hondonada. Me hizo seña de sentarme junto a él.

—¿Puede decirme, don Juan, qué más vamos a ha­cer hoy? —pregunté.

—No vamos a hacer nada. Es decir, tú y yo sere­mos sólo testigos. Tu benefactor es Genaro.

Pensé haber malentendido en mi afán de tomar notas. En las primeras etapas de mi aprendizaje, el mismo don Juan había introducido el término «be­nefactor».\4 Mi impresión había sido siempre la de que él mismo era mi benefactor.

Don Juan había callado y me miraba. Hice una rápida evaluación y concluí que sin duda se refería a que don Genaro era algo así como el actor estelar de aquella ocasión. Don Juan rió como si leyera mi mente.

—Genaro es tu benefactor —repitió.

—Usted lo es, ¿o no? —pregunté en tono frenético.

—Yo soy el que te ayudó a barrer la isla del tonal —dijo—. Genaro tiene dos aprendices, Pablito y Nés­tor. Los está ayudando a barrer la isla; pero soy yo el que les enseñará el nagual. Yo seré su benefactor. Genaro es sólo su maestro. En estos andares, uno ha­bla o actúa; uno no puede hacer las dos cosas con la misma persona. Uno toma la isla del tonal, o toma el nagual. En tu caso, mi deber ha sido trabajar con tu tonal.

Mientras don Juan hablaba, tuve un ataque de terror tan intenso que estuve a punto de enfermar­me. Sentí que iba a dejarme con don Genaro, y la idea me espantaba.

Don Juan rió y rió al escuchar mis miedos.

—Lo mismo le pasa a Pablito —dijo—. Nomás me ve y se enferma. El otro día entró en la casa cuando Genaro no estaba. Yo estaba solo aquí y había dejado mi sombrero junto a la puerta. Pablito lo vio y su tonal se asustó tanto que de verdad se cagó en los calzones.

Yo podía entender fácilmente los sentimientos de Pablito y proyectarme en ellos. Considerando con cuidado, había que admitir que don Juan era aterra­dor. Yo, sin embargo, había aprendido a sentirme a gusto con él. Experimentaba una familiaridad nacida de nuestra larga asociación.

—No voy a dejarte con Genaro —dijo, riendo aún—. Yo soy quien cuida tu tonal. Sin él estás muerto.

—¿Tiene todo aprendiz un maestro y un benefac­tor? —pregunté para calmar mi turbación.

—No, no todo aprendiz. Pero algunos sí.

—¿Por qué tienen algunos maestro y benefactor?

—Cuando un hombre común y corriente está listo, el poder le consigue un maestro, y se hace aprendiz. Cuando el aprendiz está listo, el poder le consigue un benefactor, y se hace brujo.

—¿Qué es lo que hace que un hombre esté listo, para que el poder le consiga un maestro?

—Nadie lo sabe. Sólo somos hombres. Algunos so­mos hombres que han aprendido a ver y a usar al nagual, pero nada de lo que hayamos podido ganar en el curso de nuestras vidas puede revelarnos los designios del poder. Así pues, no todo aprendiz tiene un benefactor. El poder decide eso.

Le pregunté si él mismo había tenido un maestro y un benefactor, y por primera vez en trece años ha­bló libremente de ellos. Dijo que tanto su maestro como su benefactor eran de Oaxaca. Yo siempre ha­bía considerado que ese tipo de información era valioso para mi investigación antropológica, pero por algún motivo, en el momento de la revelación, no me importó.

Don Juan me lanzó un vistazo. Pensé que era una mirada de preocupación. Luego cambió abruptamen­te de tema y me pidió relatar cada detalle de lo que experimenté en la mañana.

—Un susto repentino siempre encoge al tonal —di­jo al comentar la descripción de mi reacción al grito de don Genaro—. El problema es aquí no dejar que el tonal se encoja más de la cuenta. Un grave asunto para un guerrero es el saber precisamente cuándo dejar que su tonal se encoja y cuándo detenerlo. Eso sí que es un arte. El guerrero debe luchar como de­monio para encoger su tonal; pero en el mismo mo­mento en que el tonal se encoge, el guerrero debe voltear al revés la lucha inmediatamente para no dejarlo encogerse más.

—Pero al hacer eso, ¿no regresa a lo que ya era? —pregunté.

—No. Después que el tonal se encoge, el guerrero cierra la puerta desde el otro lado. Mientras nada desafíe a su tonal y sus ojos estén encajados sólo para el mundo del tonal, el guerrero anda en el lado se­guro de la cerca. Está en terreno familiar y conoce todas las reglas. Pero cuando su tonal se encoge, está en el lado de los ventarrones, y esa abertura debe sellarse en el acto, o el viento lo barrerá como a una hoja. Y esto no es sólo una manera de decir las cosas. Más allá de la puerta de los ojos del tonal, el viento es furibundo. Y ese es un viento real. Esto no es una metáfora. Un viento que le puede volar a uno la vida. De hecho, ése es el viento que se vuela a todas las cosas vivas que están sobre la tierra. Hace años te presenté a ese viento. Pero tú lo tomaste en broma.

Se refería a una vez que me llevó a las montañas para enseñarme ciertas propiedades del viento. A mí, sin embargo, nunca me pareció cosa de broma.

—No es importante si lo tomaste en serio o no —dijo tras escuchar mis protestas—. Por regla, el to­nal debe defenderse, a cualquier costo, siempre que se ve amenazado; así que no tiene importancia algu­na la forma en que el tonal reacciona para lograr su defensa. Lo único importante es que el tonal de un guerrero debe entrar en relaciones con otras alterna­tivas. Lo que un maestro trata de alcanzar, en este caso, es el peso total de esas posibilidades. El peso de esas nuevas posibilidades es lo que ayuda a encoger el tonal. Del mismo modo, ese mismo peso ayuda a impedir que el tonal se encoja más de la cuenta.

Me indicó proseguir el relato de los sucesos mati­nales, y me interrumpió en la parte en que don Ge­naro se deslizaba de un lado a otro entre el tronco y la rama.

—El nagual puede ejecutar cosas extraordinarias —dijo—. Cosas que no parecen posibles, cosas impen­sables para el tonal. Pero lo extraordinario es que el que actúa no tiene manera de saber cómo ocurren esas cosas. En otras palabras, Genaro no sabe cómo hace esas cosas; él sólo sabe que las hace. El secreto de un brujo es que sabe cómo llegar al nagual, pero una vez que llega allí, su opinión no vale más que la tuya, acerca de lo que ahí pasa.

—¿Pero qué siente uno al hacer esas cosas?

—Uno siente que uno está haciendo algo.

—¿Sentiría don Genaro que estaba caminando por el tronco de un árbol?

Don Juan me miró un momento; luego apartó la cara.

—No —dijo en un susurro enérgico—. No del modo que tú quieres decir.

No dijo nada más. Yo casi contenía el aliento, es­perando su explicación. Al fin tuve que preguntar:

—¿Pero qué siente?

—No puedo decirlo, no porque sea asunto personal, sino porque no hay manera de describirlo.

—Ándele —lo animé—. No hay nada que uno no pueda explicar o elucidar con palabras. Creo que, aunque no sea posible describir algo directamente, uno puede aludir, andarse por las ramas.

Don Juan rió. Su risa era amistosa y amable. Y sin embargo, había en ella un toque de burla y de tra­vesura.

—Tengo que cambiar el tema —dijo—. Baste decir que el nagual estaba apuntándote a ti esta mañana. Lo que hizo Genaro fue una mezcla entre tú y él. Su nagual se templaba con tu tonal.

Insistí en sondearlo y pregunté:

Guando usted le enseña el nagual a Pablito, ¿qué cosa siente?

—No puedo explicarlo —dijo con voz suave—. Y no porque no quiera; sencillamente, no puedo. Mi tonal se para allí.

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