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Authors: Carlos Castaneda

Tags: #Autoayuda, Esoterismo, Relato

Relatos de poder (26 page)

Mientras don Juan hablaba, sentí un temblor en el cuerpo. Mi quijada descendió y mi boca se abrió involuntariamente. Mis oídos se destaparon y pude escuchar un zumbido o vibración apenas perceptible. Al describir mis sensaciones a don Juan, noté que mis palabras sonaban como si alguien más las pronun­ciase. Era una sensación compleja, equivalente a oír lo que aún no decía.

Mi oído izquierdo era una fuente de percepciones extraordinaria. Sentí que era más potente y exacto que mi oído derecho. Tenía algo que no había tenido antes. Cuando me volví a encarar a don Juan, que estaba a mi derecha, advertí, en torno a ese oído, un campo de clara percepción auditiva. Era un espacio físico, un campo dentro del cual los sonidos adqui­rían una fidelidad increíble. Volviendo la cabeza, yo podía barrer el entorno con mi oído.

—El susurro del nagual te hizo eso —dijo don Juan cuando describí mi experiencia sensorial—. Vendrá a ratos y luego se perderá. No le tengas miedo a esto, ni tampoco a ninguna sensación desacostumbrada que tengas de aquí en adelante. Pero sobre todo, no te des a tu vicio ni te obsesiones con esas sensaciones. Sé que tendrás éxito. El momento que escogimos para partirte fue correcto. El poder dispuso todo eso. Aho­ra lo demás depende de ti. Si tienes poder suficiente, soportarás el gran choque de la partición. Pero si eres incapaz de soportarlo, perecerás. Empezarás a marchi­tarte, a perder peso; te volverás pálido, distraído, irritable, callado.

—Quizá —dije— si usted me hubiera dicho hace años lo que usted y don Genaro hacían, yo tendría bastante…

Alzó la mano y me impidió terminar.

—Lo que dices no tiene sentido —dijo—. Una vez me dijiste que, de no ser por el hecho de que eres terco y dado a explicaciones racionales, ya serías un brujo hoy en día. Pero ser brujo significa, en tu caso, que debes superar la terquedad y la necesidad de explicaciones racionales, que obstruyen tu camino. Más aún: esas limitaciones son tu camino al poder. No puedes decir que el poder fluiría hacia ti si tu vida fuera diferente.

—Genaro y yo tenemos que actuar igual que tú; dentro de ciertos límites. El poder dispone esos límites y un guerrero es, digamos, un prisionero del poder; un prisionero que puede hacer una decisión: la decisión de actuar como un guerrero impecable, o actuar como un asno. A fin de cuentas, quizás el guerrero no sea un prisionero sino un esclavo del po­der, porque la decisión ya no es una decisión para él. Genaro no puede actuar en ninguna otra forma más que impecablemente. Actuar como un asno lo agota ría y lo llevaría a la tumba.

—La razón por la que tienes miedo de Genaro, es porque él debe usar la avenida del susto para encoger tu tonal. Tu cuerpo sabe eso, aunque tal vez tu razón lo ignore, y por esto tu cuerpo quiere salir corriendo cada vez que Genaro anda cerca.

Mencioné que tenía curiosidad por saber si don Genaro se proponía deliberadamente asustarme. Don Juan dijo que el nagual hacía cosas extrañas, cosas que no podían preverse. Puso como ejemplo lo que había ocurrido entre nosotros esa mañana, cuando él me impidió voltear a la izquierda para mirar a don Genaro en el árbol. Dijo que se dio cuenta de lo que su nagual había hecho, aunque no tenía manera de saberlo por adelantado. Su explicación del asunto fue que mi súbito movimiento hacia la izquierda era un paso en dirección de mi muerte, un acto suicida que mi tonal realizaba a propósito. Ese movimiento agitó el nagual de don Juan, con el resultado de que una parte suya cayó encima de mí.

Hice un gesto involuntario de perplejidad.

—Tu razón te está diciendo otra vez que eres in­mortal —dijo.

—¿Qué quiere usted decir con eso, don Juan?

—Un ser inmortal tiene todo el tiempo del mundo para dudas y desconciertos y temores. Un guerrero, en cambio, no puede aferrarse a los significados que se hacen bajo las órdenes del tonal, porque el guerrero sabe con certeza que la totalidad de sí mismo tiene sólo un poquito de tiempo sobre esta tierra.

Quise presentar un argumento serio. Mis temores, mis dudas, mi desconcierto, no se daban en un nivel consciente y, por mucho que intentara controlarlos, me sentía desamparado cada vez que me enfrentaba con don Juan y don Genaro.

—Un guerrero no puede sentirse desamparado —di­jo él—. Ni desconcertado ni asustado, bajo ninguna circunstancia. Para un guerrero, sólo hay tiempo para su impecabilidad; todo lo demás agota su poder, la impecabilidad lo renueva.

—Volvamos a mi vieja pregunta, don Juan. ¿Qué es la impecabilidad?

—Sí, volvemos a tu vieja pregunta y por supuesto volvemos a mi vieja respuesta: «La impecabilidad es hacer lo mejor que puedas en lo que fuese».

—Pero, don Juan, yo me refiero a que siempre tengo la impresión de estar haciendo lo mejor que puedo, cuando por lo visto no lo hago.

—No es tan complicado como lo haces parecer. La clave de todos estos asuntos de impecabilidad es el sentido de tener o no tener tiempo. Por regla gene­ral, cuando te sientes y actúas como un ser inmortal que tiene todo el tiempo del mundo, no eres impe­cable; en esos momentos debes volverte, mirar alre­dedor tuyo, y entonces te darás cuenta de que tu sentimiento de tener tiempo es una idiotez. ¡No hay sobrevivientes en esta tierra!

LAS ALAS DE LA PERCEPCIÓN

Don Juan y yo pasamos todo el día en las montañas. Salimos al amanecer. Me llevó a cuatro sitios de po­der, y en cada uno de ellos me dio instrucciones es­pecíficas sobre cómo proceder al cumplimiento de la tarea particular que años antes me había bosquejado como situación de por vida. Regresamos al atardecer. Después de comer, don Juan dejó la casa de don Ge­naro. Me dijo que esperara a Pablito, el cual llevaría combustible para la lámpara, y que hablara con él.

Me puse a trabajar en mis notas y, absorto, no oí llegar a Pablito sino hasta tenerlo a mi lado. Él co­mentó que había estado practicando el «paso de po­der», y que debido a eso yo no hubiera podido oírlo de ningún modo, á menos que fuera capaz de «ver».

Pablito siempre me había simpatizado. Sin embar­go, aunque éramos buenos amigos, las oportunidades de charlar a solas con él habían sido escasas. Pablito me parecía una persona sumamente encantadora. Su nombre, por supuesto, era Pablo, pero el diminutivo le sentaba mejor. Era pequeño de huesos, pero duro. Como don Genaro, era magro de carnes, insospecha­damente musculoso y fuerte. Andaría quizá pisando los treinta años, pero parecía tener dieciocho. Era moreno y de estatura media. Tenía ojos cafés, claros y brillantes, y —de nuevo como don Genaro— una sonrisa cautivante, con cierto toque de malicia.

Le pregunté por su amigo Néstor, el otro aprendiz de don Genaro. Anteriormente siempre los había visto juntos, y me daban la impresión de tener una ex­celente relación mutua; sin embargo, eran opuestos en apariencia física y en carácter. Mientras Pablito era jovial y franco, Néstor era sombrío y reservado. También era más alto, más pesado, más moreno y mucho mayor.

Pablito dijo que Néstor se había involucrado final­mente en su trabajo con don Genaro, y que se había vuelto una persona totalmente distinta desde la últi­ma vez que lo vi. No quiso detallar el trabajo de Néstor ni su cambio de personalidad, y cambió abrup­tamente el tema.

—Entiendo que el nagual te anda pisando los ta­lones —dijo.

Me sorprendió que lo supiera y le pregunté cómo lo averiguó.

—Genaro me cuenta todo —repuso.

Noté que no hablaba de don Genaro con el for­malismo que yo usaba. Simplemente le decía Genaro, en tono familiar. Dijo que don Genaro era como su hermano, y que entre ambos existía una confianza de verdaderos parientes. Profesó abiertamente su gran cariño por don Genaro. Su sencillez y su candor me conmovieron en lo profundo. Hablándome, me di cuenta de la gran semejanza de temperamento entre don Juan y yo; debido a ella, nuestra relación era formal y estricta en comparación con la de don Ge­naro y Pablito.

Pregunté a Pablito por qué tenía miedo de don Juan. Hubo un titubeo en su mirada. Era como si la sola idea de don Juan lo hiciera retraerse. No respon­dió. Parecía evaluarme en alguna forma misteriosa.

—¿A poco tú no le tienes miedo? —preguntó.

Le dije que tenía miedo de don Genaro, y rió como si hubiera esperado oír todo menos eso. Dijo que la diferencia entre don Juan y don Genaro era como la diferencia entre el día y la noche. Don Genaro era el día; don Juan era la noche y, como tal, el ser más atemorizante del mundo. De la descripción de su te­mor hacia don Juan, Pablito pasó a comentar su pro­pia condición como aprendiz.

—Estoy que me lleva la chingada —dijo—. Si vie­ras lo que hay en mi casa, te darías cuenta de que sé demasiado para ser un hombre común, pero si me vieras con el nagual, te darías cuenta de que no sé lo suficiente.

Rápidamente cambió el tema y rió de que yo to­mara notas. Dijo que don Genaro los había divertido horas enteras imitándome. Añadió que don Genaro me quería mucho, con todo y mis rarezas, y que se declaraba encantado de que yo fuera su «protegido».

Era la primera vez que yo escuchaba ese término. Guardaba coherencia con otro que don Juan intro­dujo en el comienzo de nuestra asociación. Me había dicho que yo era su «escogido».

Pregunté a Pablito por sus encuentros con el nagual y me contó el primero de ellos. Dijo que cierta vez don Juan le dio una canasta, que él consideró un re­galo de buena voluntad. La puso en un gancho sobre la puerta de su cuarto, y como en ese momento no podía hallarle ningún uso, la olvidó todo el día. Pen­saba, dijo, que la canasta era un regalo de poder y debía utilizarse para algo muy especial.

Al anochecer —ésa era, también para él, la hora mortífera—, Pablito fue a su cuarto por su chamarra. Estaba solo en la casa y se disponía a ir de visita. La habitación se hallaba a oscuras. Tomó la chamarra y, cuando estaba por llegar a la puerta, la canasta cayó frente a él y rodó cerca de sus pies. Pablito rió de su propio sobresalto al ver que sólo había sido la canasta, caída del gancho. Se inclinó para recogerla y se llevó el susto de su vida. La canasta saltó fuera de su alcance y empezó a sacudirse y a rechinar, como si alguien la aplastara y la torciera. Pablito dijo que de la cocina entraba luz suficiente para discernir con claridad cuanto había en el cuarto. Por un momento se quedó mirando la canasta, aunque sentía que no debía Hacerlo. La canasta empezó a convulsionarse en medio de una ardua respiración, pesada y rasposa. Al narrar su experiencia, Pablito aseveró que vio y oyó respirar a la canasta; que estaba viva y lo persiguió por el aposento, cortándole la salida. Dijo que luego la canasta empezó a hincharse; las tiras de carrizo se destramaron para formar una pelota gigantesca, como un amaranto seco que rodara hacia él. Cayó de espal­das en el piso y la bola empezó a reptar por sus pies. Pablito dijo que para entonces se hallaba fuera de quicio y gritaba como histérico. La bola lo tenía atra­pado y se movía sobre sus piernas como alfileres que lo atravesaran. Trató de apartarla y entonces vio que la bola era el rostro de don Juan, con la boca abierta para devorarlo. Incapaz de soportar más tiem­po el terror, perdió el conocimiento.

En forma muy franca y abierta, Pablito me relató una serie de encuentros aterradores que él y otros miembros de su familia habían tenido con el nagual. Pasamos horas hablando. El brete en el cual se halla­ba parecía ser muy similar al mío, pero Pablito poseía sin duda mayor sensibilidad para conducirse dentro del marco de referencia proporcionado por la bru­jería.

En determinado momento se levantó y dijo que sentía venir a don Juan y no deseaba que lo hallara allí. Se marchó con rapidez increíble. Fue como si algo lo jalara sacándolo del cuarto. Me dejó con el adiós en la boca.

Don Juan y don Genaro no tardaron en volver. Reían.

—Pablito corría por el camino como alma que lleva el diablo —dijo don Juan—. ¿Pero qué tendrá?

—Yo creo que se asustó de ver a Carlitos gastarse los dedos hasta el hueso —dijo don Genaro, burlán­dose de mi escritura.

Se me acercó.

—¡Oye! Tengo una idea —dijo, casi en un su­surro—. Ya que tanto te gusta escribir, ¿por qué no aprendes a escribir sin lápiz, con el puro dedo? Eso sería lo mejor.

Don Juan y don Genaro tomaron asiento junto a mí y especularon, entre risas, sobre la posibilidad de escribir con el dedo. Don Juan, en tono serio, hizo un comentario extraño. Dijo:

—No hay duda de que podría escribir con el dedo, ¿pero sería capaz de leerlo?

Don Genaro se dobló de risa y repuso:

—Estoy seguro de que puede leer cualquier cosa.

Luego empezó a narrar una historia muy desconcer­tante acerca de un patán campesino que se convirtió en funcionario de importancia durante una época de trastornos políticos. Don Genaro dijo que el héroe de su cuento fue nombrado ministro, o gobernador, quizás incluso presidente, porque no había modo de saber lo que la gente haría en su locura. A causa de este nombramiento, llegó a creer que en verdad era importante y aprendió a actuar en consecuencia.

Don Genaro hizo una pausa y me examinó con el aire de un cómico sobreactuado. Me guiñó los ojos y movió las cejas de arriba a abajo. Dijo que el héroe de la historia era muy bueno en las apariciones pú­blicas y podía improvisar discursos sin la menor difi­cultad, pero su posición requería que leyera sus dis­cursos y el hombre era analfabeto. De modo que usó el ingenio para salvar las apariencias. Tenía una hoja de papel con algo escrito, y la blandía cada vez que pronunciaba un discurso. Así, su eficiencia y sus otras cualidades eran innegables para todos los campesinos. Pero cierto día, un fuereño con alguna preparación llegó por allí y advirtió que, al leer su discurso, el héroe sostenía la hoja al revés. Se echó a reír y señaló el engaño a todo el mundo.

Don Genaro hizo una nueva pausa; me miró, achi­cando los ojos, y preguntó:

—¿Crees que el héroe quedó atrapado? Ni modo. Miró a la gente con toda calma y dijo: «¿Al revés? Eso no le hace al que sabe leer». Y los campesinos estuvieron de acuerdo.

Don Juan y don Genaro estallaron en carcajadas. Don Genaro me dio suaves palmadas en la espalda. Era como si yo fuese el héroe del cuento. Me sentí apenado y reí con nerviosismo. Pensé que acaso la historia tenía algún sentido oculto, pero no me atre­ví a preguntar.

Don Juan se acercó más a mí. Inclinándose, susurró en mi oído derecho:

—¿No te parece chistoso?

Don Genaro se inclinó también hacia mí y su­surró en mi oído izquierdo:

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