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Authors: Carlos Castaneda

Tags: #Autoayuda, Esoterismo, Relato

Relatos de poder (30 page)

Yo no me preocupaba por lo que hacíamos: Enfo­caba mi atención en mi oído izquierdo, que parecía ser una unidad independiente del resto de mi per­sona. Algún sentimiento me forzaba a detenerme cada determinado tramo para reconocer el entorno con mi oído. Sabia que algo iba siguiéndonos. Era algo masivo; aplastaba las piedras al avanzar.

Néstor recobró en cierta medida la compostura y caminó por sí mismo, asiendo ocasionalmente el bra­zo de Pablito.

Llegamos a una arboleda. La oscuridad era ya to­tal. Oí un sonido repentino y extremadamente fuer­te. Era como el chasquido de un látigo monstruoso que azotara la copa de los árboles. Sentí sobre nues­tras cabezas el escarceo de una ola de alguna especie.

Pablito y Néstor gritaron y salieron de allí a toda velocidad. Quise detenerlos. No estaba seguro de po­der correr en las tinieblas. Pero en aquel instante oí y sentí una serie de pesadas exhalaciones justamente atrás de mí. El susto fue indescriptible.

Los tres corrimos juntos hasta llegar al coche. Nés­tor nos guió en alguna forma desconocida.

Pensé dejarlos en sus casas e irme a un hotel en el pueblo. No habría ido a casa de don Genaro por nada del mundo. Pero Néstor no quería dejar el co­che, ni Pablito ni yo tampoco. Terminamos en casa de Pablito. Mandó a Néstor a comprar cerveza y re­frescos de cola mientras su madre y sus hermanas nos preparaban de comer. Néstor, bromeando; preguntó si la hermana mayor no lo acompañaría, por si acaso lo atacaran perros o borrachos. Pablito rió y me dijo que le habían confiado a Néstor.

—¿Quién te lo confió? —pregunté.

—¡El poder, por supuesto! —repuso—. En otro tiempo Néstor era mayor que yo, pero Genaro le hizo algo y ahora es mucho más joven. Tú te diste cuen­ta, ¿no?

—¿Qué le hizo don Genaro? —pregunté.

—Ya sabes, lo volvió niño otra vez. Era demasiado importante y pesado. Ya se habría muerto si no lo vuelven más joven.

Había en Pablito algo verdaderamente cándido y encantador. La sencillez de su explicación me avasa­llaba. Néstor había en verdad rejuvenecido; no sólo se veía más joven, sino que actuaba como un niño inocente. Supe sin la menor duda que así se sentía.

—Yo lo cuido —prosiguió Pablito—. Genaro dice que es un honor cuidar a un guerrero. Néstor es un magnífico guerrero.

Sus ojos brillaban, como los de don Genaro. Me dio vigorosas palmadas en la espalda y rió.

—Deséale el bien, Carlitos —dijo—. Deséale el bien.

Me sentía muy fatigado. Tuve un extraño brote de tristeza alegre. Le dije que venía de un sitio donde rara vez, si acaso, se deseaba el bien.

—Yo lo sé —dijo—. Lo mismo me pasaba a mí. Pero ahora soy un guerrero y ya puedo desear el bien.

LA ESTRATEGIA DE UN BRUJO

Don Juan estaba en casa de don Genaro cuando lle­gué allí al declinar la mañana. Lo saludé.

—Oye, ¿qué te pasó? Genaro y yo te esperamos toda la noche —dijo.

Supe que bromeaba. Me sentía ligero y contento. Me había rehusado sistemáticamente a ponderar lo atestiguado el día anterior. En ese momento, sin em­bargo, mi curiosidad era incontrolable y lo interro­gué al respecto.

—Ah, esa fue nada más que una demostración de todas las cosas que debes saber antes de recibir la explicación de los brujos —dijo—. Lo que hiciste ayer le dio a Genaro la impresión de que has juntado poder suficiente para entrarle a lo de verdad. Por lo que se ve, has seguido sus indicaciones. Ayer dejas­te que las alas de tu percepción se abrieran. Estabas tieso, pero aun así percibiste todas las idas y venidas del nagual; en otras palabras, viste. También confir­maste algo que en este momento es todavía más im­portante que ver, y eso fue el hecho de que ya puedes poner tu atención entera en el nagual. Y eso es lo que decidirá el resultado del último asunto, la ex­plicación de los brujos.

—Pablito y tú la recibirán al mismo tiempo. Es un obsequio del poder el ser acompañado por un gue­rrero tan excelente.

Al parecer no quería decir nada más. Tras un rato, pregunté por don Genaro.

—Anda por ahí —dijo—. Fue al matorral a hacer temblar a las montañas.

Oí en ese momento un rumor lejano, como trueno sofocado.

Don Juan me miró y se echó a reír.

Me hizo tomar asiento y preguntó si había comido. Al responderle afirmativamente, me entregó mi cua­derno y me guió al sitio favorito de don Genaro, una gran roca en el lado occidental de la casa, mirando a una honda cañada.

—Ahora es cuando necesito toda tu atención —di­jo don Juan—. Atención en el sentido en que los guerreros la entienden: una verdadera pausa, para dejar que la explicación de los brujos te empape por entero. Estamos al final de nuestra labor; toda la ins­trucción necesaria te ha sido dada y ahora debes de­tenerte, volver la vista y reconsiderar tus pasos. Los brujos dicen que éste es el único modo de consolidar lo ganado: Yo habría preferido decirte todo esto en tu propio sitio de poder, pero Genaro es tu benefac­tor y tal vez su sitio te resulte más benéfico en un caso como éste.

Lo que llamaba mi «sitio de poder» era la cumbre de un cerro en el desierto norte de México; él me la había mostrado años antes y me la había «dado» como propia.

—¿Debo escucharlo nada más, sin tomar notas? —pregunté.

—Ésta es de veras una maniobra peliaguda —di­jo—. Por una parte, necesito toda tu atención, y por otra, necesitas tener calma y confianza en tus propias fuerzas. La única forma de que estés calmado es es­cribiendo, de modo que éste es el momento de echar mano de todo tu poder personal y cumplir esta im­posible tarea de ser lo que eres sin ser lo que eres.

Se dio una palmada en el muslo y rió.

—Ya te he dicho que estoy a cargo de tu tonal y que Genaro está a cargo de tu nagual —prosiguió—. Mi deber ha sido ayudarte en todos los asuntos con­cernientes a tu tonal y todo cuanto te he hecho o he hecho contigo ha sido a fin de cumplir una sola tarea, la tarea de limpiar y reordenar tu isla del tonal. Ése es mi trabajo como tú maestro. La tarea de Genaro como tu benefactor, es darte demostraciones innega­bles del nagual y enseñarte cómo llegar a él.

—¿Qué quiere usted decir con limpiar y reordenar la isla del tonal? —pregunté.

—Quiero decir el cambio total del que te he ha­blado desde el primer día que nos vimos —dijo—. Te he dicho incontables veces que necesitabas un cambio drástico si querías triunfar en el camino del conocimiento. Este cambio no es un cambio de áni­mo, o de actitud, o de lo que uno espera en la vida; ese cambio implica la transformación de la isla del tonal. Tú has cumplido con esa tarea.

—¿Cree usted que he cambiado? —pregunté.

Tras un titubeo, soltó la carcajada.

—Eres el mismo idiota de siempre —dijo—. Y sin embargo no eres el mismo. ¿Ves lo qué quiero decir?

Se burló de mis anotaciones y dijo que echaba de menos a don Genaro, quien habría disfrutado el ab­surdo de que yo escribiera la explicación de los brujos.

—En este punto preciso del camino, un maestro le tiene que decir a su discípulo que han llegado a una encrucijada final —prosiguió—. Pero decirlo así no más es falso. En mi opinión no hay encrucijada final, ni paso final en ninguna cosa. Y como no hay paso final en nada, no debe haber secreto acerca de nada de lo que es nuestra suerte como seres luminosos. El poder personal decide quién puede y quién no puede sacar provecho de una revelación; la experiencia que tengo con mis semejantes me ha mostrado que pocos, poquísimos de ellos estarían dispuestos a escuchar; y de los pocos que escuchan, menos aún estarían dis­puestos a actuar de acuerdo a lo que han escuchado; y de aquellos que están dispuestos a actuar, menos aún tienen suficiente poder personal para sacar pro­vecho de sus actos. Conque el asunto del secreto con respecto a la explicación de los brujos se reduce a una rutina, quizás una rutina tan vacía como cual­quier otra.

—En todo caso, ya sabes ahora del tonal y del na­gual, lo cual es el centro de la explicación de los brujos. Saber de ellos parece ser totalmente inofen­sivo. Estamos aquí sentados, hablando inocentemente del tonal y del nagual como si esto sólo fuera un tema común de conversación. Tú escribes tranqui­lamente como lo has hecho durante años. El paisaje que nos rodea es una imagen de la quietud. Ha pa­sado el mediodía pero todavía no es tarde, el día es hermoso, las montañas que nos rodean nos han en­vuelto en un capullo protector. Uno no tiene que ser brujo para darse cuenta de que este sitio, que habla del poder y la impecabilidad de Genaro, es el esce­nario más adecuado para abrir la puerta; porque eso es lo que estoy haciendo este día: abrirte la puerta. Pero antes de aventurarnos más allá de este punto, es de justicia hacer una advertencia; el maestro debe hablar con fervor y advertir a su discípulo que la inocencia y la placidez de este momento son un es­pejismo, que hay un abismo sin fondo frente a él, y que una vez que la puerta se abre no hay manera de volverla a cerrar.

Calló unos instantes.

Me sentía ligero y contento; desde el sitio predilecto de don Genaro, tenía un panorama imponente. Don Juan estaba en lo cierto; el día y el paisaje eran más que hermosos. Quise preocuparme por sus admoni­ciones y advertencias, pero de algún modo la tran­quilidad en torno impedía todos mis intentos, y me sorprendí deseando y esperando que estuviera ha­blando sólo de peligros metafóricos.

Súbitamente, don Juan habló de nuevo.

—Los años de duro entrenamiento son sólo una preparación para el devastador encuentro del guerre­ro con…

Hizo otra pausa, me miró achicando los ojos, y chas­queó la lengua.

—… con lo que fuera que está ahí, más allá de este punto —dijo.

Le pedí explicar sus frases ominosas.

—La explicación de los brujos, que no parece en nada una explicación, es mortal —dijo—. Parece in­ofensiva y encantadora, pero apenas el guerrero se abre a ella, descarga un golpe que nadie puede parar.

Soltó una fuerte carcajada.

—Conque prepárate para lo peor, pero no te apu­res ni te asustes —prosiguió—. Ya no te queda más tiempo, y sin embargo te rodea la eternidad. ¡Qué paradoja para tu razón!

Don Juan se puso en pie. Limpió una depresión lisa, en forma de cuenco, y allí se sentó cómodamente, con la espalda contra la roca, mirando al noroeste. Me indicó otro sitio donde yo también podía sen­tarme con comodidad. Me hallé a su izquierda, tam­bién con la cara hacia el noroeste. La roca estaba tibia y me dio un sentimiento de serenidad, de pro­tección. Era un día templado; un viento suave hacia agradable el calor, del sol vespertino. Me quité el sombrero, pero don Juan insistió en que lo tuviera puesto.

—Ahora estás mirando hacia tu propio sitio de po­der —dijo—. Ése es un apoyo que tal vez te proteja. Hoy necesitas todos los apoyos que puedas usar. Tal vez tu sombrero sea otro de ellos.

—¿Por qué me lo advierte usted, don Juan? ¿Qué va a ocurrir realmente? —pregunté.

—Lo que ocurra aquí hoy dependerá de si tienes o no suficiente poder personal para enfocar tu atención entera en las alas de tu percepción —dijo.

Sus ojos relumbraban. Parecía más excitado de lo que yo jamás lo había visto. Me pareció que en su voz había algo insólito, acaso un nerviosismo des­acostumbrado.

Dijo que la ocasión requería que allí mismo, en el sitio de predilección de mi benefactor, él recapi­tulara conmigo cada uno de los pasos que había to­mado en su lucha por ayudarme a limpiar y reorde­nar mi isla del tonal. Su recapitulación fue minu­ciosa y le llevó unas cinco horas. En forma brillante y clara, me dio un sucinto recuento de todo cuanto me había hecho desde el día en que nos conocimos. Fue como si un dique se rompiera. Sus revelaciones me tomaron por sorpresa. Yo me había acostumbrado a ser el tenaz inquisidor; por lo tanto, el hecho de que don Juan —quien siempre era la parte renuen­te— explicara de modo tan académico los puntos de su enseñanza, era tan asombroso como el de que vis­tiera traje en la ciudad de México. Su dominio del idioma, su exactitud dramática y su elección de pala­bras eran tan extraordinarios que yo no tenía modo de explicarlos racionalmente. Dijo que en momentos tales el maestro debía hablar en términos exclusivos a cada guerrero, que la forma en que me hablaba y la claridad de su explicación eran parte de su última treta, y que sólo al final tendría sentido para ml todo lo que él hacía. Habló sin parar, hasta concluir su recapitulación. Y yo escribí cuanto dijo, sin nece­sidad de ningún esfuerzo consciente.

—Empezaré por decirte que un maestro nunca bus­ca aprendices y nadie puede solicitar las enseñanzas —dijo—. Lo que señala al aprendiz es siempre un augurio. El guerrero que esté en la posición de vol­verse maestro debe andar siempre despierto para así coger su centímetro cúbico de suerte. Yo te vi justo antes de que nos presentaran; tenías un tonal en buen estado, como aquella muchacha que encontra­mos en México: Después de verte aguardé, tal como hicimos con la muchacha aquella noche en el parque. La muchacha pasó sin prestarnos atención. Pero a ti te trajo hasta donde yo estaba, un hombre que salió corriendo después de decir babosadas. Tú te quedaste allí frente a mí, también diciendo babosadas. Supe que debía actuar con rapidez y engancharte; tú mis­mo habrías tenido que hacer algo por el estilo si aque­lla muchacha te hubiera hablado. Lo que hice fue agarrarte con mi voluntad.

Don Juan aludía al modo extraordinario en que me miró el día en que nos conocimos. Fijó en mí su vista y tuve una inexplicable sensación de vacuidad, o entorpecimiento. No pude hallar ninguna explica­ción lógica de mi reacción, y siempre he creído que después de nuestro primer encuentro volví a buscarlo sólo porque esa mirada me obsesionaba.

—Ése era el modo más rápido de engancharte —di­jo—. Fue un golpe directo a tu tonal. Lo adormecí enfocando en él mi voluntad.

—¿Cómo lo hizo usted? —pregunté.

—La mirada del guerrero se coloca en el ojo de­recho de la otra persona —dijo—. Y lo que hace es parar el diálogo interno; entonces el nagual se hace cargo. De allí el peligro de esa maniobra. Cada vez que el nagual prevalece, así sea nomás por un ins­tante, no hay manera de describir la sensación que el cuerpo experimenta. Sé que has pasado horas sin fin tratando de aclarar lo que sentiste, y que hasta hoy no has podido. Pero yo logré lo que quería. Te enganché.

Le dije que aún recordaba cómo había fijado su vista en mí.

—La mirada en el ojo derecho no es fijar la vista —dijo—. Es más bien un agarrón duro que uno da a través del ojo de la otra persona. Es decir, uno agarra algo que hay detrás del ojo. Uno tiene la sen­sación física y real de estar agarrando algo con la voluntad.

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