—Genaro dice que a ustedes dos les va a ir bien —dijo por fin.
Don Genaro hizo un ademán para indicar que nos íbamos. Él y don Juan caminaron juntos, unos metros por delante de nosotros. Casi todo el día seguimos el mismo sendero montañés. Todos llevábamos una provisión de carne seca y un guaje de agua, y se entendía que comeríamos sobre la marcha. En cierto punto, el sendero se convirtió definitivamente en un camino. Se curvaba para rodear una ladera; de pronto, el panorama de un valle se desplegó frente a nosotros. Era un espectáculo que cortaba el aliento: un largo valle verde resplandeciente de sol; había sobre él dos magníficos arcoíris, y retazos de lluvia sobre las colinas circundantes.
Don Juan se detuvo y adelantó la barbilla para señalar a don Genaro algo que había en el valle. Don Genaro meneó la cabeza. No era un gesto afirmativo ni negativo; era más bien una especie de respingo. Ambos quedaron inmóviles largo rato, escudriñando el valle.
Dejamos el camino y tomamos lo que parecía un atajo. Empezamos a descender por una senda más estrecha y azarosa que llevaba a la parte norte del valle.
Cuando llegamos al terreno llano, mediaba la tarde. Me vi allí envuelto en el fuerte aroma de sauces acuáticos y tierra mojada. Durante un momento la lluvia fue un suave rugido verde sobre los árboles cercanos a mi izquierda; luego se convirtió en un temblor entre los juncos. Oí la carrera de un arroyo. Miré hacia la copa de los árboles; los altos cirros en el horizonte oeste parecían bolas de algodón desparramadas en el cielo. Me quedé observando las nubes el tiempo suficiente para que todos se me adelantaran un buen trecho. Corrí en pos de ellos.
Don Juan y don Genaro se detuvieron y voltearon al unísono; sus ojos se movieron y me enfocaron con tan uniforme precisión que ambos parecían una sola persona. Fue una breve mirada estupenda que me produjo escalofríos. Luego don Genaro rió y dijo que yo corría a trastazos, como un mexicano de cien kilos y pies planos.
—¿Por qué mexicano? —preguntó don Juan.
—Un indio de cien kilos y pies planos no corre —dijo don Genaro en tono explicativo.
—Ah —dijo don Juan como si don Genaro hubiese en realidad explicado algo.
Cruzamos el estrecho valle y trepamos a las montañas del lado este. Al pardear la tarde nos detuvimos por fin en una meseta plana y yerma que miraba a un valle alto hacia el sur. La vegetación había cambiado drásticamente. En todo el derredor había montañas redondas y erosionadas. La tierra del valle y las laderas estaba parcelada y cultivada, pero aun así toda la escena me sugería esterilidad.
El sol ya declinaba sobre el horizonte del suroeste. Don Juan y don Genaro nos llamaron al borde norte de la meseta. Desde este punto, el panorama era sublime. Había interminables valles y montañas hacia el norte, y una cordillera de altas sierras hacia el oeste. El sol reflejado en las distantes montañas del norte las hacía aparecer anaranjadas, del color de los bancos de nubes hacia occidente. Pese a su belleza, el paisaje era triste y solitario.
Don Juan me dio mi libreta, pero yo no sentía deseos de tomar notas. Nos sentamos en semicírculo, con don Juan y don Genaro en los extremos.
—Escribiendo empezaste en la senda del conocimiento, y en la misma forma terminarás —dijo don Juan.
Todos me instaron a escribir, como si ello fuera esencial.
—Estás en el mero borde, Carlitos —dijo de pronto don Genaro—. Tanto tú como Pablito.
Su voz era suave. Sin su tono de chanza, sonaba bondadosa y preocupada.
—Otros guerreros que viajaban a lo desconocido se han parado en este mismo sitio —dijo—. Todos ellos desean el bien a ustedes dos.
Sentí un escarceo en torno mío, como si el aire hubiera sido menos sólido y algo hubiese creado una ola que lo recorría.
—Todos nosotros, los que estamos aquí, les deseamos el bien a ustedes dos —dijo.
Néstor abrazó a Pablito y a mí y luego se sentó aparte.
—Todavía nos queda algo de tiempo —dijo don Genaro, mirando el cielo. Y luego, volviéndose hacia Néstor, preguntó—: ¿Qué debemos hacer mientras tanto?
—Reír y gozar —repuso Néstor ágilmente.
Dije a don Juan que tenía pavor a lo que me aguardaba, y que ciertamente me habían llevado a ello a fuerza de engaños; yo que ni siquiera había imaginado que existieran situaciones como la que Pablito y yo vivíamos. Dije que algo en verdad imponente se había apoderado de ml, y que me había empujado poco a poco hasta llevarme a encarar algo tal vez peor que la muerte.
—Ya te estás quejando otra vez —dijo don Juan con sequedad—. Te vas a tener lástima hasta el último minuto.
Todos rieron. Don Juan tenía razón. ¡Qué impulso invencible! Y yo que creía haberlo desarraigado de mi vida. Pedí a todos que perdonaran mi idiotez.
—No te disculpes —me dijo don Juan—. Las disculpas son una idiotez. Lo que realmente importa es el ser un guerrero impecable en este inigualable sitio de poder. Este lugar ha hospedado a los mejores guerreros. Sé así como ellos de excelente.
Luego se dirigió tanto a Pablito como a mí.
—Ya ustedes saben que ésta es la última tarea en la que estaremos juntos —dijo—. Ustedes dos van a entraren el nagual y el tonal por la sola fuerza de su poder personal. Genaro y yo estamos aquí sólo para decirles adiós. El poder ha determinado que Néstor deberá ser el testigo. Así sea.
—Ésta será también la última encrucijada en que Genaro y yo los asistiremos. Una vez que hayan entrado de por sí solos en lo desconocido, no pueden depender de nosotros para que los traigamos de vuelta, de manera que se impone una decisión; deben decidir si regresar o no. Nosotros confiamos en que ustedes dos tienen fuerza para regresar si eligen hacerlo. La otra noche ustedes fueron perfectamente capaces, unidos o por separado, de quitarse de encima al aliado, que de otro modo los habría aplastado hasta matarlos. Ésa fue una prueba de sus fuerzas.
—Debo añadir también que pocos guerreros sobreviven el encuentro con lo desconocido que ustedes están a punto de tener; no tanto porque sea difícil, sino porque el nagual es atrayente más allá de cuanto pueda decirse, y los guerreros que se adentran en él encuentran que el regreso al tonal, o al mundo del orden y el ruido y el dolor, es un asunto de lo más disgustante.
—La decisión de quedarse o de volver la realiza algo en nosotros que no es nuestra razón ni nuestro deseo, sino nuestra voluntad, de manera que no hay forma de saber el resultado por anticipado.
—Si eligen no volver, desaparecerán como si la tierra los hubiera tragado. Pero si eligen regresar a esta tierra, deben esperar como verdaderos guerreros hasta que sus tareas particulares estén cumplidas. Una vez que se cumplan, ya sea en el triunfo o en la derrota, tendrán dominio sobre la totalidad de ustedes mismos.
Don Juan hizo una pausa. Don Genaro me miró y guiñó un ojo.
—Carlitos quiere saber qué significa el tener dominio sobre la totalidad de uno mismo —dijo, y todos rieron.
Tenía razón. Bajo otras circunstancias, yo habría hecho la pregunta; sin embargo, la situación era demasiado solemne para ello.
—Significa que el guerrero ha encontrado finalmente el poder —dijo don Juan—. Nadie puede decir qué hará con él cada guerrero; tal vez ustedes dos vaguen en paz y sin nombre, en esta tierra, o quizá resulten ser dos hombres odiosos, o notables, o bondadosos. Todo eso depende de la impecabilidad y la libertad de sus espíritus.
—Lo importante es, sin embargo, su tarea. Eso es el regalo que un maestro y un benefactor hacen a sus aprendices. Yo ruego porque ustedes dos logren llevar sus tareas a la culminación.
—La espera para cumplir esa tarea es una espera muy especial —dijo de pronto don Genaro—. Les voy a contar a ustedes la historia de unos guerreros que en otros tiempos vivían en las montañas, por ahí en esos rumbos.
Señaló con despreocupación hacia el oriente, pero luego, tras un titubeo momentáneo, pareció cambiar de idea y, levantándose, indicó las distantes montañas del norte.
—No. Vivían ahí, en esa dirección —dijo, mirándome y sonriendo con aire erudito—. Exactamente ciento treinta y cinco kilómetros de aquí.
Tal vez don Genaro me remedaba. Contraía la boca y la frente, apretaba las manos contra el pecho sosteniendo algún objeto imaginario que bien podía ser una libreta. Su postura era totalmente ridícula. Yo había conocido otrora a un erudito alemán, un sinólogo, que tenía ese aspecto preciso. La idea de que yo hubiera podido estar imitando todo el tiempo los gestos de un sinólogo alemán me resultó sumamente graciosa. Reí a solas. Parecía ser un chiste nada más para mí.
Don Genaro volvió a sentarse y prosiguió su relato.
—Cada vez que se encontraba que uno de esos guerreros había hecho algo que iba en contra de las reglas, su destino era puesto en las manos de todos los demás. El culpable tenía primero que explicar las razones que lo llevaron a hacer lo que hizo. Sus camaradas tenían que escucharlo, y después, hacían una de dos, o se desbandaban y cada quien se iba por su lado porque las razones eran buenas, o se alineaban, con sus armas, en el mero filo de una montaña muy parecida a esta montaña donde estamos sentados, listos para ejecutar la sentencia de muerte porque encontraban que sus razones eran malas. En ese caso, el guerrero sentenciado tenía que despedirse de sus viejos camaradas, y empezaba su ejecución.
Don Genaro me miró, y miró a Pablito, como esperando una señal nuestra. Luego se volvió hacia Néstor.
—Tal vez el testigo aquí, pueda decirnos qué tiene que ver la historia con estos dos —le dijo.
Néstor sonrió con timidez y pareció hundirse en la meditación durante un momento.
—El testigo aquí no tiene ni la menor idea —dijo y soltó una risita nerviosa.
Don Genaro pidió a todos ponerse de pie y acompañarlo a mirar por el borde occidental de la meseta.
Había una pendiente suave hasta el fondo de la formación terrosa; luego, una tira estrecha de tierra llana terminaba en una hondonada que parecía ser un canal natural para el desagüe de la lluvia.
—Allí justo donde está esa zanja, había una hilera de árboles en la montaña de la historia —dijo—. Y luego más allá de ahí había una arboleda muy tupida.
—Después de decir adiós a sus camaradas, el guerrero sentenciado debía echar a andar cuesta abajo, hacia los árboles. Sus camaradas entonces preparaban sus armas y apuntaban. Si nadie disparaba, o si el guerrero sobrevivía a sus heridas y llegaba a los árboles, quedaba libre.
Volvimos al sitio donde habíamos estado.
—¿Y qué pasa ahora, testigo? —preguntó a Néstor—. ¿Ya puedes decirnos?
Néstor era el epitome del nerviosismo. Se quitó el sombrero y se rascó la cabeza. Luego ocultó el rostro entre las manos.
—¿Qué puede decir el pobre testigo si no sabe nada? —repuso finalmente en tono de reto, y rió con todos los demás.
—Dicen que hubo hombres que salieron sin ningún daño —prosiguió don Genaro—. Digamos que su poder personal afectó a sus camaradas. Una ola de algo les pasó por encima mientras le apuntaban y nadie se atrevió a disparar. O tal vez el temple del guerrero los impresionaba tanto que no podían hacerle daño.
Don Genaro me miró y luego miró a Pablito.
—Había una condición puesta para esa caminata hasta el borde de la arboleda —continuó—. El guerrero tenía que andar con calma, indiferente. Sus pasos tenían que ser seguros y firmes, sus ojos tenían que mirar al frente, sin —pena ni miedo. Tenía que bajar sin tropezar, sin volver la cara, y sobre todo sin correr.
Don Genaro hizo una pausa; Pablito asintió con la cabeza.
—Si ustedes dos deciden regresar a esta tierra —dijo don Genaro—, tendrán que esperar, como verdaderos guerreros, hasta haber cumplido sus tareas. Esa espera es muy parecida a la caminata del guerrero en la historia. Como se ve, a ese guerrero ya no le quedaba más tiempo humano, y a ustedes dos tampoco. La única diferencia está en quién les apunta. Los que apuntaban al guerrero eran sus propios camaradas. Pero los que a ustedes les apuntan son los tiradores de lo desconocido. Y lo único que ustedes dos tienen es la impecabilidad. Deben esperar sin mirar hacia atrás. Deben esperar sin pedir nada. Y deben dirigir todo el poder personal que tengan a cumplir la tarea.
—Si ustedes no actúan impecablemente, si empiezan a inquietarse, si se impacientan o se desesperan, serán cortados sin misericordia por los tiradores de lo desconocido.
—Si, por el contrario, su impecabilidad y poder personal son tales que les permiten cumplir sus tareas, lograrán entonces la promesa del poder. ¿Y cuál es esa promesa?, podrían preguntar. Es una promesa que el poder hace a los hombres como seres luminosos. Cada guerrero tiene un destino diferente, así que no hay modo de decir cuál será esa promesa para cualquiera de ustedes.
El sol estaba a punto de ocultarse. El anaranjado claro de las distantes montañas del norte se había oscurecido. El paisaje me dio el sentimiento de un mundo solitario barrido por el viento.
—Ustedes ya han aprendido que el temple de un guerrero está en el ser humilde y eficiente —dijo don Genaro, y su voz me hizo saltar—. Ya han aprendido a actuar sin esperar ni pedir nada a cambio. Ahora les digo que, para soportar lo que les aguarda más allá de este día, necesitarán ustedes contenerse hasta lo último.
Experimenté un choque en el estómago. Pablito empezó a temblar levemente.
—Un guerrero debe estar siempre listo. El destino de todos nosotros los que estamos aquí ha sido saber que somos prisioneros del poder. Nadie sabe por qué nosotros en particular, pero ¡qué buena suerte!
Don Genaro calló y bajó la cabeza como exhausto. Yo nunca lo había oído hablar en esos términos.
—Aquí es obligatorio que el guerrero diga adiós a todos los presentes y a todos los que deja atrás —dijo de pronto don Juan—. Debe hacerlo en sus propias palabras y en voz alta, para que su voz se quede para siempre en este sitio de poder.
La voz de don Juan añadió otra dimensión a mi estado de ser en ese momento. Nuestra conversación en el coche se hizo doblemente conmovedora. ¡Cuánta razón tenía al decir que la serenidad del paisaje en torno había sido sólo un espejismo, y que la explicación de los brujos descargaba un golpe que nadie podría parar! Yo había oído la explicación de los brujos y había experimentado sus premisas; y allí estaba, desarmado y desvalido como nunca lo había estado antes en mi vida. Nada de cuanto había hecho, de cuanto había imaginado, podía compararse con la angustia y la soledad de aquel momento. La explicación de los brujos me había despojado incluso de mi «razón». Don Juan también estaba en lo cierto al decir que un guerrero no podía evitar el dolor y el sufrimiento, sino únicamente la entrega a ellos. En ese momento mi tristeza era incontenible. No soportaba decir adiós a quienes habían compartido las vueltas de mi destino. Dije a don Juan y a don Genaro que había hecho un pacto de morir con cierta persona, y que mi espíritu no se resignaba a dejarla sola.