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Authors: Carlos Castaneda

Tags: #Autoayuda, Esoterismo, Relato

Relatos de poder (32 page)

Observé que, en mi propio caso, la palabra «téc­nicas» \4me había confundido. Siempre esperaba yo una serie de direcciones precisas, pero él sólo me daba vagas sugerencias, y yo había sido incapaz de tomarlas en serio o de actuar en concordancia con sus estipulaciones.

—Ése fue tu error —dijo—. Entonces tuve que de­cidir si usar o no las plantas de poder. Podrías haber empleado esas cuatro técnicas para limpiar y reor­denar tu isla del tonal. Te habrían llevado con el nagual. Pero no todos somos capaces de reaccionar a simples recomendaciones. Tú, y yo si a ésas vamos, necesitábamos otra cosa que nos sacudiera; necesitá­bamos esas plantas de poder.

En verdad, yo había tardado años en advertir la importancia de aquellas primeras sugerencias hechas por don Juan. El extraordinario efecto que las plan­tas psicotrópicas tuvieron sobre mí fue lo que me dio la idea de que su uso era el elemento clave en las enseñanzas. Me aferré a dicha convicción, y sólo en los años posteriores de mi aprendizaje caí en la cuen­ta de que las transformaciones y los descubrimientos significativos de los brujos siempre se realizaban en estados de sobriedad consciente.

—¿Qué habría pasado si yo hubiera tomado en serio sus recomendaciones? —pregunté.

—Habrías llegado al nagual —repuso.

—Pero ¿habría llegado al nagual sin tener bene­factor?

—El poder da de acuerdo a tu impecabilidad —di­jo—. Si hubieras empleado seriamente esas cuatro téc­nicas, habrías juntado suficiente poder personal para hallar un benefactor. Habrías sido impecable y el po­der habría abierto las vías necesarias. Ésa es la regla.

—¿Por qué no me dio usted más tiempo? —pre­gunté.

—Tuviste todo el tiempo que necesitabas —dijo—. El poder me mostró el camino. Una noche te di un acertijo que resolver; tenías que hallar tu sitio frente a la puerta de mi casa. Esa noche tú actuaste de ma­ravilla, pero a la mala, y en la mañana te dormiste sobre una piedra muy especial que yo había puesto allí. El poder me mostró que había que empujarte sin misericordia para que hicieras algo.

—¿Me ayudaron las plantas de poder? —pregunté.

—Claro —dijo—. Te abrieron al detener tu visión del mundo. En este aspecto, las plantas de poder tie­nen el mismo efecto sobre el tonal que la forma co­rrecta de andar. Ambas cosas lo inundan de informa­ción y fuerzan el diálogo interno a detenerse. Las plantas son excelentes para eso, pero muy costosas. Causan al cuerpo un daño incalculable. Ésa es su desventaja, sobre todo con la yerba del diablo.

—Si sabia usted que eran tan peligrosas, ¿por qué me dio tantas, y tantas veces? —pregunté.

Me aseguró que los detalles del procedimiento eran decididos por el poder mismo. Dijo que, si bien se suponía que las enseñanzas cubrieran los mismos asuntos en el caso de todo aprendiz, el orden era di­ferente para cada uno, y que él había recibido repe­tidas indicaciones de que yo necesitaba una gran cantidad de coerción para que me molestara en ha­cer cualquier cosa.

—Estaba yo tratando con un ser inmortal lleno de arrogancia que no tenía respeto por su vida ni por su muerte —dijo, riendo.

Mencioné el hecho de que él había descrito y dis­cutido aquellas plantas en términos de cualidades antropomórficas. Sus referencias a ellas sugerían in­variablemente que las plantas poseían personalidad. Replicó que ése era un medio prescrito para desviar la atención del aprendiz del verdadero propósito, que era detener el diálogo interno.

—Si sólo se usan para detener el diálogo interno, ¿cuál es su conexión con el aliado? —pregunté.

—Eso es un punto difícil de explicar —dijo—. Esas plantas llevan al aprendiz directamente al nagual, y el aliado es un aspecto del nagual. Funcionamos ex­clusivamente en el centro de la razón, sin importar quiénes somos ni de dónde venimos. La razón puede naturalmente responder en una u otra forma por todo lo que ocurre dentro de su visión del mundo. El alia­do es algo que se halla fuera de esa visión, fuera del terreno de la razón. El aliado se puede atestiguar so­lamente en el centro de la voluntad en momentos en que nuestra visión ordinaria se ha parado, por ello, el aliado es propiamente el nagual. Los brujos, sin embargo, pueden aprender a percibir el aliado en una forma de lo más intrincada, y al hacerlo así, se me­ten demasiado adentro en una nueva visión. Así que, para protegerte de ese destino, yo no recalqué el alia­do como los brujos lo hacen. Tras generaciones de usar plantas de poder, los brujos han aprendido a dar cuenta en sus visiones de todo lo que se pueden dar cuenta acerca de ellas. Yo diría que los brujos, al usar su voluntad, han logrado ampliar sus visiones del mundo. Mi maestro y mi benefactor eran claros ejem­plos de esto. Eran hombres de gran poder, pero no eran hombres de conocimiento. Jamás rompieron las barreras de sus enormes visiones y por eso jamás lle­garon a la totalidad de sí mismos, aunque sabían que existía. No era que viviesen vidas aberradas, tratando de agarrar cosas más allá de su alcance; sabían que habían perdido la ocasión y que sólo a la hora de su muerte se les revelaría el misterio total. La brujería les había permitido echar sólo un vistazo, pero nunca les dio el verdadero medio de llegar a esa esquiva totalidad de uno mismo.

—Yo te di lo suficiente de la visión de los brujos sin permitir que te enganchara. Te dije que si uno hace encarar a dos visiones, la una contra la otra, puede escurrirse entre ambas para llegar al mundo real. Me refería a que sólo puede llegarse a la tota­lidad de uno mismo cuando uno tiene bien enten­dido que el mundo es simplemente una visión, sin importar que esa visión pertenezca a un hombre co­mún o a un brujo.

—Aquí es donde me he apartado de la tradición. Tras una lucha de toda la vida, sé que lo importante no es aprender una nueva descripción sino llegar a la totalidad de uno mismo. Hay que llegar al nagual sin maltratar al tonal, y sobre todo, sin dañar el cuer­po. Tú tornaste esas plantas siguiendo los pasos exac­tos que yo mismo seguí. La única diferencia fue que, en vez de sumergirte en ellas, te detuve cuando creí que ya habías juntado suficientes visiones del nagual. Ésa es la razón por la que nunca quise discutir tus encuentros con plantas de poder, ni dejarte hablar como loco de ellas; no venía al caso tratar de hablar de lo que no se puede hablar. Ésas fueron verdaderas excursiones al nagual, a lo desconocido.

Mencioné que mi necesidad de hablar sobre mis percepciones bajo la influencia de plantas psicotrópi­cas, se debía al interés por aclarar una hipótesis mía. Me hallaba convencido de que, con ayuda de dichas plantas, don Juan me había dado memorias de incon­cebibles formas de percibir. Esas memorias, que en el momento de experimentarlas pudieron parecerme idiosincrásicas y desconectadas de todo lo significante, se ensamblaban después en unidades de significado. Supe que don Juan me había guiado certeramente en cada ocasión, y que cualquier ensamblaje de signifi­cado se realizaba bajo su guía.

—No quiero recalcar esos hechos ni explicarlos —dijo con sequedad—. El acto de meternos en ex­plicaciones nos pondría de nuevo en donde no que­remos estar; es decir, seríamos arrojados dentro de una visión del mundo, esta vez una visión mucho más amplia.

Don Juan dijo que, una vez detenido el diálogo interno del discípulo por el efecto de las plantas de poder, surgía un obstáculo invencible. El aprendiz empezaba a reconsiderar y a tener dudas de todo su aprendizaje. En opinión de don Juan, hasta el discípulo más ferviente sufría en ese punto una grave pér­dida de interés.

—Las plantas de poder sacuden al tonal y amena­zan la solidez de toda la isla —dijo—. A estas alturas el aprendiz se retira, lo cual es una cosa muy sana; y quiere salir de todo el enredo. También a estas altu­ras es cuando el maestro coloca su trampa más artera, al adversario que vale la pena. Esta trampa tiene dos propósitos. Primero, hace que el maestro atrape a su aprendiz, y segundo, hace que el aprendiz tenga un punto de referencia para su uso. La trampa es una maniobra, que trae a la arena al adversario que vale la pena. Sin la ayuda de un adversario así, que no es en realidad un enemigo sino un adversario total­mente dedicado, el aprendiz no tiene posibilidad de continuar en la senda del conocimiento. El mejor de los hombres se saldría volado a estas alturas si de él dependiera la decisión. Yo te traje, como un adver­sario que vale la pena, al mayor guerrero que pude encontrar, la Catalina.

Don Juan hablaba de una ocasión, años atrás, en que me había llevado a una batalla de largo alcance con una bruja india.

—Te puse en contacto corporal con ella —prosi­guió—. Elegí una mujer porque tú confías en las mu­jeres. Traicionar esa confianza fue muy difícil para ella. Años después me confesó que le habría gustado renunciar el encargo, porque tú le gustabas. Pero es una gran guerrera y, a pesar de sus sentimientos, casi te borra del planeta. Desarregló tu tonal en forma tan intensa que nunca volvió a ser el mismo. Efecti­vamente, la Catalina cambió tan profundamente el panorama de tu isla, que sus actos te metieron en otro terreno. Puede decirse que la Catalina habría podido ser tu benefactor, de no ser porque no esta­bas cortado para ser un brujo como ella. Algo andaba mal entre ustedes dos. Eras incapaz de tenerle mie­do. Casi te vuelves loco una noche en que te acosó, pero a pesar de eso ella te atraía. Era para ti una mujer deseable; por más asustado que estuvieras. Ella lo sabía. Una vez te sorprendí en el pueblo mirándola; temblabas de miedo y sin embargo se te caía la baba.

—Es debido, entonces, a los actos de un adversa­rio que vale la pena, que el aprendiz puede quedar hecho pedazos o cambiar radicalmente. Las acciones de la Catalina contigo, como no te mataron —no porque ella no se esforzara lo bastante, sino porque eres resistente—, tuvieron en ti un efecto benéfico, y también trajeron a tu alcance una decisión.

—El maestro usa al adversario para forzar al apren­diz a hacer la decisión de su vida. El aprendiz debe escoger entre el mundo del guerrero y su mundo or­dinario. Pero no hay decisión posible si el aprendiz no entiende lo que tiene que decidir; por eso, el maestro debe tener una actitud enteramente pacien­te y comprensiva y debe guiar al aprendiz, con mano firme, a que elija el mundo y la vida del guerrero. Yo logré esto pidiéndote que me ayudaras a vencer a la Catalina. Te dije que estaba a punto de ma­tarme y que necesitaba tu ayuda para librarme de ella. Te advertí las consecuencias de tu decisión y te di tiempo suficiente para saber si la hacías o no.

Yo recordaba claramente que don Juan me dejó ir aquel día. Me dijo que, si no quería ayudarlo, es­taba en libertad de irme y nunca volver. Sentí en ese momento que me hallaba en libertad de elegir mi propio curso y que ya no tenía obligaciones ha­cia él.

Subí al coche y me alejé de su casa con una mezcla de tristeza y contento. Me entristecía dejas a don Juan y a la vez me alegraba haber roto con todas sus desconcertantes actividades. Pensé en Los Ánge­les y en mis amigos y en todas las rutinas cotidianas que me aguardaban, esas pequeñas rutinas que siem­pre me habían dado tanto placer. Durante un rato me sentí eufórico. La rareza de don Juan y de su vida quedaba tras de mí y yo era libre.

Pero mi felicidad no duró mucho. El deseo de abandonar el mundo de don Juan era insostenible. Mis rutinas habían perdido su poder. Quise pensar en algo que deseara hacer en Los Ángeles, pero no había nada. Una vez don Juan me había dicho que yo tenía miedo a la gente y había aprendido a de­fenderme no queriendo nada. Dijo que no querer nada era el mejor logro de un guerrero. Sin embar­go, en mi estupidez yo había ampliado la sensación de no querer nada, haciéndola caer en la de no dis­frutar nada. Así, mi vida era tediosa y vacía.

Tenía razón y, al correr hacía el norte sobre la carretera, me golpeó al fin el impacto pleno de mi propia locura insospechada. Empecé a recapacitar en lo que mi elección implicaba. Yo dejaba un mundo mágico de renovación continua por mi vida blanda y tediosa en Los Ángeles. Me puse a recordar mis días vacíos. Rememoré un domingo en particular. Todo aquel día me sentí inquieto, sin nada que hacer. Ningún amigo llegaba a visitarme. Nadie me había invitado a una fiesta. La gente que deseaba ver no estaba en casa y, lo peor de todo, yo había visto todas las películas que se exhibían en la ciudad. Al caer la tarde, desesperado en extremo, hurgué de nuevo en la lista de películas y hallé una que jamás había querido ver. La pasaban en un pueblo a se­senta kilómetros de distancia. Fui a verla, y la detes­té, pero hasta eso era mejor que no tener nada que hacer.

Bajo el impacto del mundo de don Juan, yo había cambiado. Por principio de cuentas, desde que lo conocí no había tenido tiempo de aburrirme. Eso en sí era suficiente para mí; en verdad, don Juan se había asegurado de que yo eligiera el mundo del guerrero. Di la vuelta y regresé a su casa.

—¿Qué habría ocurrido si decido volver a Los Án­geles? —pregunté.

—Eso habría sido una imposibilidad —repuso­—. Esa decisión no existía. Todo cuanto se requería de ti era que dejaras que tu tonal se diera cuenta de ha­ber decidido unirse al mundo de los brujos. El tonal no sabe que las decisiones están en el terreno del nagual. Cuando creemos decidir, no hacemos más que reconocer que algo más allá de nuestra com­prensión ha puesto el marco de nuestra dizque deci­sión, y todo lo que nosotros hacemos es consentir.

—En la vida del guerrero sólo hay una cosa, un único asunto que en realidad no está decidido: qué tan lejos puede uno avanzar en la senda del conoci­miento y el poder. Ése es un asunto abierto y nadie puede predecir el resultado. Una vez te dije que la libertad que un guerrero tiene, es actuar impecable­mente, o bien actuar como un imbécil. La impeca­bilidad es de verdad el único acto que es libre y, por ello, la verdadera medida del espíritu de un guerrero.

Don Juan dijo que, una vez que el aprendiz hacía su decisión de unirse al mundo de los brujos, el maestro le daba una labor pragmática, una tarea que cumplir en su vida cotidiana. Explicó que la tarea, planeada de acuerdo a la personalidad del aprendiz, suele ser una especie de situación vital traída de los cabellos, en la cual el aprendiz debe meterse como medio de afectar permanentemente su visión del mun­do. En mi propio caso, yo había entendido la tarea más como un divertido chiste que como una situa­ción vital seria. Con el paso del tiempo, sin embar­go, llegué a comprender que debía encararla con fervor.

—Una vez que el aprendiz ha recibido su tarea de brujería, está listo para otra clase de instrucción —prosiguió—. Es entonces un guerrero. En tu caso, como ya no eras aprendiz, te enseñé las tres técnicas que ayudan a soñar: romper las rutinas de la vida, la marcha de poder, y no-hacer. Tú, como siempre, eras persistente, tonto como aprendiz y tonto como guerrero. Escribías muy meticulosamente lo que yo decía y todo lo que te pasaba, pero no hacías exacta­mente lo que yo te decía que hicieras. De modo que todavía tuve que reventarte con plantas de poder.

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