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Authors: Carlos Castaneda

Tags: #Autoayuda, Esoterismo, Relato

Relatos de poder (31 page)

Se rascó la cabeza echando el sombrero hacia ade­lante, sobre su rostro.

—Esto, naturalmente, es sólo una manera de decir —continuó—. Una manera de explicar sensaciones fí­sicas extrañas.

Me ordenó dejar de escribir y mirarlo. Dijo que iba a «agarrar» gentilmente mi tonal con su «volun­tad».\4 La sensación que experimenté fue una repeti­ción de la que tuve aquel primer día que nos vimos y en otras ocasiones en qué don Juan me había hecho sentir que sus ojos me tocaban físicamente.

—¿Pero cómo me hace usted sentir que me está tocando, don Juan? ¿Qué hace usted concretamente? —pregunté.

—No hay modo de describir con exactitud lo que uno hace —dijo—. Algo sale de algún sitio abajo del estómago; ese algo posee dirección y puede enfocarse en cualquier cosa.

Nuevamente sentí que algo como unas pinzas sua­ves asía alguna parte indefinida de mi persona.

—Sólo funciona cuando el guerrero aprende a enfo­car su voluntad —explicó don Juan tras apartar los ojos—. No hay manera de practicarlo; por eso no he recomendado ni animado su uso. En un momento dado en la vida del guerrero, ocurre simplemente. Na­die sabe cómo.

Calló un rato. Me sentía extremadamente apren­sivo. Don Juan, de repente, habló de nuevo.

—El secreto está en el ojo izquierdo —dijo—. Con­forme un guerrero progresa en el camino del conoci­miento, su ojo izquierdo puede coger cualquier cosa. Por lo general, el ojo izquierdo del guerrero tiene una apariencia extraña; a veces se queda bizco, o se hace más pequeño que el otro, o más grande, o dife­rente de algún modo.

Me miró y en son de broma fingió examinar mi ojo izquierdo. Meneó la cabeza simulando desapro­bación y rió para sí.

—Una vez que el aprendiz ha sido enganchado em­pieza la instrucción —prosiguió—. El primer acto del maestro es introducir la idea de que el mundo que creemos ver es sólo una visión, una descripción del mundo. Cada esfuerzo del maestro se dirige a demos­trar este punto al aprendiz. Pero aceptarlo parece ser una de las cosas más difíciles de hacer; estamos com­placientemente atrapados en nuestra particular visión del mundo, que nos compele a sentirnos y a actuar como si supiéramos todo lo que hay que saber acerca del mundo. Un maestro, desde el primer acto que efectúa, se propone parar esa visión. Los brujos lo llaman parar el diálogo interno, y están convencidos de que esa técnica es la más importante que el apren­diz puede aprender.

—Para detener esa visión del mundo que uno ha te­nido desde la cuna, no es suficiente el que uno sim­plemente tenga el deseo, o se haga la resolución. Uno necesita una tarea práctica; esa tarea se llama la forma correcta de andar. Parece una cosa inocente y sin sen­tido. Como todo lo que tiene poder en sí o de por sí, la forma correcta de andar no llama la atención. Tú la entendiste y la consideraste, al menos durante varios años, una manera curiosa de comportarse. No se te hizo claro, hasta hace muy poco, que era el modo más eficaz de parar tu diálogo interno.

—¿Cómo detiene la forma correcta de andar el diá­logo interno? —pregunté.

—El andar en esa forma específica satura el tonal —dijo—. Lo inunda. Verás: la atención del tonal tie­ne que colocarse en sus creaciones. De hecho, esa atención es la que por principio de cuentas crea el orden del mundo; el tonal debe prestar atención a los elementos de su mundo con el fin de mantenerlo, y debe, sobre todo, sostener la visión del mundo como diálogo interno.

Dijo que la forma correcta de andar era un subter­fugio. El guerrero, al curvar los dedos, llama la aten­ción hacia sus brazos; luego, mirando sin enfocar cualquier punto directamente frente a él en el arco que empieza en las puntas de sus pies y termina so­bre el horizonte, inunda literalmente a su tonal con información. El tonal, sin su relación de uno-a-uno con los elementos de su descripción, no podía hablar consigo mismo, y así uno llegaba al silencio.

Don Juan explicó que la posición de los dedos no importaba en absoluto, que la única consideración era llamar atención hacia los brazos poniendo los de­dos en diversas posiciones desacostumbradas, y que lo importante era la forma en que los ojos, mantenidos fuera de foco, detectaban un enorme número de de­talles del mundo sin tener claridad con respecto a ellos. Añadió que en tal estado los ojos podían captar detalles demasiado fugaces para la visión normal.

—Junto con la forma correcta de andar —prosi­guió don Juan—, el maestro debe enseñar al aprendiz otra posibilidad, todavía más sutil: la posibilidad de actuar sin creer, sin esperar recompensa; de actuar sólo por actuar. No exagero al decirte que el éxito de la empresa del maestro depende de lo bien y lo armoniosamente que guíe a su aprendiz en este aspecto específico.

Dije a don Juan que yo no recordaba ninguna ocasión en la que él hubiera discutido el «actuar sólo por actuar» como una técnica particular; todo cuanto recordaba eran sus comentarios constantes, pero diva­gados, al respecto.

Rió y dijo que su maniobra había sido tan hábil que se me había escapado hasta ese día. Luego me trajo a la memoria todas las tareas sin sentido que, bromeando, solía encomendarme cada vez que iba yo a su casa. Labores absurdas como acomodar la leña según cierto diseño, circundar la casa con una cadena continua de círculos concéntricos dibujados en el polvo con el dedo, barrer la basura de un sitio a otro, y así por el estilo. Las tareas incluían también actos que yo debía realizar por mí mismo en casa, tales como ponerme una gorra negra, o atar primero mi zapato derecho, o abrocharme el cinturón de derecha a izquierda.

La razón de que nunca las hubiera tomado más que en guasa era que él siempre me decía que las olvidara después de haberlas establecido como ruti­nas habituales.

Conforme él recapitulaba las tareas que me había dado, me di cuenta de que, al hacerme realizar ru­tinas sin sentido, había implantado en mi la idea de actuar sin esperar nada a cambio.

—Parar el diálogo interno es, sin embargo, la llave del mundo de los brujos —dijo—. El resto de las actividades son sólo apoyos; lo único que hacen es acelerar el efecto de parar el diálogo interno.

Dijo que había dos actividades o técnicas princi­pales usadas para acelerar el cese del diálogo interno: borrar la historia personal y «soñar». Me recordó que, durante las primeras etapas de mi aprendizaje, me había dado cierto número de métodos específicos para cambiar mi «personalidad». Yo los puse en mis notas y los olvidé durante años, hasta advertir su importancia. Esos métodos parecían al principió re­cursos altamente idiosincrásicos para coaccionarme a modificar mi conducta.

Explicó que el arte del maestro consistía en des­viar la atención del discípulo de los asuntos princi­pales. Un agudo ejemplo de tal arte era el hecho de que hasta ese día yo no me había percatado de su treta para hacerme aprender ese punto de lo más crucial: actuar sin esperar recompensa.

Dijo que, en línea con aquella premisa, había cen­trado mi interés en la idea de «ver», que bien en­tendido era el acto de tratar directamente con el na­gual, un acto que a su vez era el inevitable producto final de sus enseñanzas, pero una tarea inalcanzable como tarea en sí.

—¿Cuál fue el objeto de engañarme así? —pre­gunté.

—Los brujos están convencidos de que todos nos­otros somos una bola de idiotas —dijo—. Nunca pode­mos abandonar voluntariamente nuestro control; por eso hay que engañarnos.

Su argumento era que al hacerme enfocar mi aten­ción en una seudotarea, aprender a «ver», había logrado dos cosas. Primero, bosquejó el encuentro directo con el nagual, sin mencionarlo, y segundo, me llevó a considerar los verdaderos puntales de sus en­señanzas como asuntos sin consecuencia. El borrar la historia personal y el «soñar» nunca fueron para mi tan importantes como «ver». Yo los consideraba acti­vidades muy divertidas. Incluso pensaba que eran las prácticas para las cuales yo tenía la mayor facilidad.

—La mayor facilidad —dijo, burlón, al oír mis comentarios—. Un maestro no debe dejar nada al azar. Te he dicho que tenías razón al sentir que te enga­ñaban. El problema fue que estabas convencido de que el engaño se dirigía a embaucar a tu razón. Para mí, la treta consistía en distraer tu atención, o en atraparla según el caso.

Me miró achicando los ojos y señaló en torno con un amplio ademán.

—El secreto de todo esto está en la atención de uno —dijo.

—¿Qué quiere usted decir, don Juan?

—Todo esto existe sólo a causa de nuestra atención. Este mismo peñasco donde estamos sentados es un peñasco porque hemos sido forzados a ponerle nues­tra atención como peñasco.

Quise que explicara esa idea. Rió y me apuntó con un dedo acusador.

—Esto es una recapitulación —dijo—. Llegaremos a eso después.

Aseveró que gracias a su maniobra encubridora yo me interesé en borrar la historia personal y en «so­ñar».\4 Dijo que el efecto de esas dos técnicas era ulti­madamente devastador si se ejercitaban en su totali­dad, y que entonces su preocupación fue la de todo maestro: no dejar que su discípulo hiciera nada que fuera a arrojarlo en la aberración y la morbidez.

—Borrar la historia personal y soñar deberían ser sólo una ayuda —dijo—. Lo que un aprendiz nece­sita para apuntalarse es la sobriedad y la fuerza. Por eso el maestro habla del camino del guerrero, o vivir como un guerrero. Ésa es la goma que pega todas las partes en el mundo de un brujo. El maestro debe forjarla y desarrollarla poco a poco. Sin la solidez y la serenidad del camino del guerrero no hay posibi­lidad de resistir la senda del conocimiento.

Don Juan dijo que aprender el camino del guerrero era una instancia en la que la atención del aprendiz debía atraparse más que desviarse, y que él atrapó mi atención sacándome de mis circunstancias ordina­rias cada vez que yo iba a verlo. Nuestros andares por el desierto y las montañas fueron el medio de lograr eso.

La maniobra de alterar el contexto de mi mundo ordinario llevándome a excursiones y a cazar, era otra instancia de su sistema que yo había pasado por alto. El desarreglo del contexto significaba que yo no co­nocía las claves y tenía que enfocar la atención en todo cuanto don Juan hiciera.

—¡Qué truco! ¿Eh? —dijo, riendo.

Reí a mi vez, impresionado. Nunca había supuesto tal deliberación en él.

A continuación enumeró los pasos seguidos para guiar y atrapar mi atención. Al finalizar su recuento, añadió que el maestro debía tomar en cuenta la per­sonalidad del aprendiz, y que en mi caso tuvo que actuar con cuidado, pues yo era violento y me habría resultado fácil matarme en un arranque de desespe­ración.

—Usted es un tipo terrible, don Juan —dije en broma, y él estalló en una enorme carcajada.

Explicó que, para ayudar a borrar la historia personal, se enseñaban otras tres técnicas: perder la importancia, asumir la responsabilidad, y usar a la muerte como consejera. La idea era que, sin el efecto benéfico de esas técnicas, el borrar la historia personal haría del aprendiz un individuo tornadizo, evasivo e innecesariamente dudoso de sí y de sus acciones.

Don Juan me pidió decirle cuál había sido, antes de hacerme aprendiz, mi reacción más natural en los momentos de tensión, frustración y desencanto. Dijo que su propia reacción había sido la ira. Le dije que la mía era la autocompasión.

—Aunque no te das cuenta de ello, tuviste que trabajar como loco para hacer de ése un sentimiento natural —dijo—. Para ahora, no hay manera de que recuerdes el inmenso esfuerzo que necesitaste para es­tablecer eso como un detalle de tu isla. La compasión por ti mismo era el testigo de todo cuanto hacías. La llevabas en la punta de los dedos, lista para aconse­jarte. El guerrero considera a la muerte un consejero más tratable, que también puede llevarse a ser el tes­tigo de todo cuanto uno hace, igual que la compasión por ti mismo o la ira. Por lo visto, tras una lucha sin cuento aprendiste a tenerte lástima. Pero también puedes aprender, en la misma forma, a sentir tu fin inminente, y así puedes aprender a tener en la punta de los dedos la idea de tu muerte. Como consejero, la compasión por ti mismo no es nada comparada con la muerte.

Don Juan señaló entonces que había una aparente contradicción en la idea del cambio; por una parte, el mundo de los brujos pedía una transformación drástica, y por otra, la explicación de los brujos decía que la isla del tonal estaba completa y que ni un solo elemento podía quitarse de ella. El cambio, pues, no significaba eliminar nada, sino más bien alterar el uso asignado a dichos elementos.

—La compasión por ti mismo, por ejemplo —dijo—. No hay manera de librarse de eso de una vez por todas; tiene un sitio y un carácter definidos en tu isla, una fachada definida que se puede identificar. Así; cada vez que se presenta la ocasión, la compa­sión por ti mismo se activa. Tiene historia. Si cam­bias entonces su fachada, habrás cambiado su sitio de prominencia.

Le pedí explicar el significado de sus metáforas, especialmente la idea de cambiar fachadas. Yo la en­tendía como, quizás, el acto teatral de interpretar más de un papel al mismo tiempo.

—La fachada se cambia alterando el uso de los ele­mentos de la isla —replicó—. Tomemos de nuevo el tenerte lástima a ti mismo. Te era útil porque te sentías importante y digno de mejores condiciones, de mejor trato, o bien porque no deseabas asumir responsabilidad por aquello que te despertaba la com­pasión por ti mismo, o porque eras incapaz de hacer que la idea de tu muerte atestiguara tus actos y te aconsejara.

—Borrar la historia personal, y sus tres técnicas com­pañeras, son los medios que usa el brujo para cambiar la fachada de los elementos de la isla. Por ejemplo, al borrar tu historia personal, le quitaste el uso al tener lástima por ti mismo; para que la compasión por ti mismo funcionara tenías que sentirte impor­tante, irresponsable, inmortal. Cuando esos sentimien­tos se alteraron en alguna forma, ya no te fue posible tenerte lástima.

—Lo mismo vale para todos los otros elementos que has cambiado en tu isla. Sin usar esas cuatro técnicas, jamás habrías logrado cambiarlos. Pero cambiar fa­chadas significa sólo que uno ha asignado un sitio secundario a un elemento antes importante. Tu com­pasión por ti mismo sigue siendo un detalle de tu isla; seguirá allí, relegada al segundo plano, igual que la idea de tu muerte, o tu humildad, o la responsa­bilidad de tus actos, estaban allí, sin usarse nunca.

Don Juan dijo que, una vez presentadas todas esas técnicas, el aprendiz llegaba a una encrucijada. Según su sensibilidad, hacía una de dos cosas. Tomaba en lo que valían las recomendaciones y los consejos de su maestro, actuando sin esperar recompensa, o bien tomaba todo como un chiste o una aberración.

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