Cruzaron una mirada furtiva. Don Juan dijo a don Genaro, en voz alta, que mi razón era peligrosa, y que podía matarme si no le daban la razón.
—¡Por Dios santo! —exclamó don Genaro con voz rugiente—. ¡Dale la razón a su razón!
Dieron de saltos riendo, como dos niños.
Don Juan me hizo sentar bajo la linterna y me dio mi cuaderno.
—Hoy si que te estábamos tomando el pelo —dijo en tono conciliador—. No tengas miedo. Genaro estaba escondido ahí debajo de mi sombrero.
EL TONAL Y EL NAGUAL
Caminé hacia el centro sobre el Paseo de la Reforma. Estaba cansado; sin duda, la altitud de la ciudad de México tenía algo que ver en ello. Podría haber tomado un autobús o un taxi pero, no obstante mi fatiga, deseaba caminar. Transcurría una tarde de domingo. Aunque el tránsito era mínimo, los escapes de los autobuses y camiones con motores de diesel daban a las estrechas calles del centro el aspecto de cañadas de smog.
Llegué al Zócalo y noté que la Catedral parecía haber aumentado su inclinación desde la última vez que la vi. Me adentré unas cuantos metros en los enormes recintos. Una idea cínica atravesó mi mente.
Después me dirigí al mercado de la Lagunilla. Carecía de propósito definido. Caminé al azar, pero a buen paso, sin mirar nada en particular. Fui a dar a los puestos de monedas antiguas y libros de segunda mano.
—¡Vaya, vaya! ¡Miren quién está aquí! —dijo alguien, tocando levemente mi hombro.
La voz y el contacto me hicieron saltar. Rápidamente giré hacia la derecha. La sorpresa me hizo abrir la boca. La persona que me hablaba era don Juan.
—¡Don Juan! —exclamé, y un escalofrío sacudió mi cuerpo de la cabeza a los pies—. ¿Qué hace usted aquí?
—¿Tú qué haces aquí? —replicó como un eco.
Le dije que me había detenido unos días en la ciudad antes de adentrarme a buscarlo en las montañas de México central.
—Bueno, digamos entonces que yo bajé de las montañas para encontrarte —dijo, sonriente.
Me palmeó el hombro repetidas veces. Parecía contento de verme. Puso las manos en las caderas, infló el pecho y preguntó si me agradaba su apariencia. Sólo entonces advertí que don Juan vestía de traje. El impacto de tal incongruencia me golpeó de lleno. Quedé atónito.
—¿Te gusta mi tacuche? —preguntó, regocijado—. Hoy ando de traje —añadió como si tuviera que explicar, y luego, señalando mi boca abierta—: ¡Ciérrala! ¡Ciérrala!
Reí, distraído. Él notó mi confusión. Sacudiéndose de risa, dio la vuelta para que yo pudiera verlo desde todos los ángulos. Su atuendo era increíble. Vestía un traje café claro con rayas delgadas, zapatos café, camisa blanca. ¡Y corbata! Y eso me hizo preguntarme: ¿llevaría calcetines, o se habría puesto los zapatos «a raíz»?
A mi desconcierto se sumaba la sensación enloquecedora de que, cuando don Juan me tocó el hombro y volví la cara, lo vi con su pantalón y su camisa de caqui, con sus huaraches y su sombrero de paja, y luego, cuando llamó mi atención sobre su atuendo y lo enfoqué en detalle, la unidad completa de su atavío se fijó, como si yo la creara con mi pensamiento. La boca parecía ser la parte de mi cuerpo más afectada por el asombro. Se abría involuntariamente. Don Juan me tocó levemente la barbilla, como ayudándome a cerrarla.
—De veras te está creciendo la papada —dijo, y rió en explosiones cortas.
Tomé nota, entonces, de que no llevaba sombrero; su cabello blanco y corto estaba peinado de raya. Se vela como un viejo caballero mexicano, un habitante urbano impecablemente vestido.
Le dije que Hallarlo allí me tenía tan estremecido que necesitaba sentarme. Se mostró muy comprensivo y sugirió ir a un parque cercano.
Anduvimos unas calles en completo silencio y llegamos a la Plaza Garibaldi, un sitio donde los mariachis ofrecen sus servicios: especie de centro de empleo para músicos.
Don Juan y yo nos mezclamos con veintenas de espectadores y turistas y circunvalamos el parque. Tras un rato se detuvo, se reclinó en una pared y alzó levemente sus pantalones, en las rodillas; llevaba calcetines café claro. Le pedí decirme el significado de su misteriosa atavío. Su vaga réplica fue que, sencillamente, debía andar de traje ese día por razones que se me aclararían después.
El hallar trajeado a don Juan había sido tan extraño que mi agitación resultaba casi incontrolable. Yo llevaba varios meses sin verlo y más que nada en el mundo quería hablar con él, pero de algún modo la escena no encajaba y mi atención se perdía en vericuetos. Notando, sin duda, mi ansiedad, don Juan sugirió que fuéramos a la Alameda, un parque más calmado, a algunas cuadras de distancia.
No había demasiada gente en el parque, ni tuvimos dificultad para hallar una banca vacía. Tomamos asiento. Mi nerviosismo había cedido el paso a un sentimiento de incomodidad. No me atrevía a mirar a don Juan.
Hubo una larga pausa enervante; aún sin verlo, dije que finalmente la voz interna me había lanzado en busca suya, que los tremendos sucesos presenciados en su casa habían afectado muy hondamente mi vida, y que me era necesario hablar de ellos.
Hizo un ademán de impaciencia y dijo que su política era no ocuparse nunca de sucesos pasados.
—Lo importante es que has seguido mi consejo —dijo—. Has tomado tu mundo cotidiano como un desafío, y la prueba de que has reunido suficiente poder personal es el hecho indiscutible de que me has encontrado sin ninguna dificultad, en el sitio exacto en que debías.
—Dudo mucho poder aceptar crédito por eso —dije.
—Yo te estaba esperando y llegaste —dijo—. Eso es lo único que sé; eso es lo único que a cualquier guerrero le importaría saber.
—¿Qué va a pasar ahora que lo he encontrado? —pregunté.
—Por principio de cuentas —dijo—, no vamos a discutir los dilemas de tu razón; esas experiencias pertenecen a otro tiempo y a otro ánimo. Son, hablando con propiedad, meros escalones de una escalera sin fin; darles importancia significaría quitársela a lo que está ocurriendo ahora. Un guerrero no puede de ningún modo permitirse eso.
Tuve un deseo casi invencible de quejarme. No era que resintiese nada que me hubiera ocurrido, pero anhelaba solaz y simpatía. Don Juan parecía estar al tanto de mi estado y habló como si yo hubiese dado voz a mis pensamientos.
—Sólo como guerrero puede uno soportar el camino del conocimiento —dijo—. Un guerrero no puede quejarse ni lamentar nada. Su vida es un desafío interminable, y no hay modo de que los desafíos sean buenos o malos. Los desafíos son simplemente desafíos.
Su tono era seco y severo; su sonrisa, cálida y apaciguadora.
—Ahora que estás aquí, lo que haremos será esperar una señal —dijo.
—¿Qué clase de señal? —pregunté.
—Necesitamos averiguar si tu poder puede valerse por sí solo —dijo—. La última vez se apagó en forma miserable; esta vez las circunstancias de tu vida personal parecen haberte dado, al menos en la superficie, todo lo necesario para tratar con la explicación de los brujos.
—¿Hay alguna probabilidad de que usted me hable de ella? —pregunté.
—Depende de tu poder personal —dijo—. Como pasa siempre en el hacer y el no-hacer de los guerreros, el poder personal es lo único que importa. Hasta ahora, yo diría que vas muy bien.
Tras un momento de silencio, como si quisiera cambiar de tema, se puso en pie y señaló su traje.
—Me puse mi traje para ti —dijo en tono misterioso—. Este traje es mi desafío. ¡Mira qué bien me queda! ¡Qué fácil! ¿Eh? ¡Como si no fuera nada!
En verdad, don Juan se veía extraordinariamente bien de traje. Todo lo que se me ocurría como rasero de comparación era el aspecto que mi abuelo solía tener en su pesado traje de franela inglesa. Siempre me daba la impresión de que se sentía desnaturalizado, fuera de lugar en un traje. Don Juan, al contrario, estaba a sus anchas.
—¿Piensas que es fácil para mí verme natural de traje? —preguntó don Juan.
No supe qué decir. Sin embargo, concluí para mis adentros que, a juzgar por su apariencia y su porte, era para él lo más fácil del mundo.
—Andar de traje es un desafío para mí —dijo—. Un desafío tan difícil como andar de huaraches y poncho sería para ti. Pero tú nunca has tenido la necesidad de tomar eso como desafío. Mi caso es diferente; soy indio.
Nos miramos. Alzó las cejas en muda interrogación, como pidiéndome comentarios.
—La diferencia básica entre un hombre común y un guerrero es que un guerrero toma todo como un desafío —prosiguió—, mientras un hombre ordinario toma todo como bendición o maldición. El hecho de que estés hoy aquí indica que has inclinado la balanza en favor del camino del guerrero.
Su mirada fija me ponía nervioso. Traté de levantarme y caminar, pero me hizo volver a mi sitio.
—Vas a estarte aquí sentado y tranquilo hasta que acabemos —dijo, imperioso—. Estamos esperando una señal; no podemos proceder sin ella, porque no basta que me hayas encontrado, como no bastó que encontraras a Genaro aquel día en el desierto. Tu poder debe acorralarse y dar una indicación.
—No puedo figurarme lo que usted quiere —dije.
—Vi algo rondando por este parque —dijo.
—¿Era el aliado? —pregunté.
—No. No lo era. Conque debemos sentamos aquí y averiguar qué clase de señal está acorralando tu poder.
Luego me pidió razón detallada de cómo había yo llevado a cabo las recomendaciones que don Genaro y él mismo hicieron acerca de mi mundo cotidiano y mis relaciones con la gente. Me sentí un poco apenado. Don Juan me tranquilizó con el argumento de que mis asuntos personales no eran privados, pues incluían una tarea de brujería que él y don Genaro estaban cultivando en mí. Observé, en broma, que mi vida se había arruinado a causa de esa tarea, e hice recuento de las dificultades para mantener mi mundo de día con día.
Hablé largo rato. Don Juan rió de mi relato hasta derramar lágrimas en abundancia. Se palmeaba repetidas veces los muslos; ese gesto, que yo le había visto cientos de veces, estaba definitivamente fuera de lugar cuando se hacia sobre los pantalones de un traje. Me llené de una aprensión que me vi compelido a expresar.
—Su traje me asusta más que todo lo que usted me ha hecho —dije.
—Ya te acostumbrarás —repuso—. Un guerrero debe ser fluido y debe variar en armonía con el mundo que lo rodea, ya sea el mundo de la razón o el mundo de la voluntad.
—El aspecto más peligroso de esa variación surge cada vez que el guerrero descubre que el mundo no es ni lo uno ni lo otro. A mí me dijeron que el único modo de salir a flote en medio de esas variaciones era proseguir con nuestras acciones como si uno creyera. En otras palabras, el secreto de un guerrero es que él cree sin creer. Pero, por lo visto, un guerrero no puede nada más decir que cree y dejar allí las cosas. Eso sería demasiado fácil. Creer no más que por creer lo libraría de examinar su situación. Cuan do un guerrero tiene por fuerza que creer, lo hace porque así lo escoge, como expresión de su predilección más íntima. Un guerrero no cree; un guerrero tiene que creer.
Se me quedó mirando unos segundos mientras yo escribía en mi cuaderno. Permanecí callado. No podía decir que comprendía la diferencia, pero tampoco quería discutir ni hacer preguntas. Quise pensar en lo que don Juan había dicho, pero mi mente se dispersó al mirar en torno. En la calle, a nuestras espaldas, había una larga fila de automóviles y autobuses, tocando sus bocinas. En el extremo del parque, a unos veinte metros de distancia, directamente en la línea de la banca donde estábamos sentados, un grupo de unas siete personas, incluyendo tres policías de uniforme gris claro, estaba congregado junto a un hombre que yacía inmóvil en el pasto. Parecía estar borracho, o acaso seriamente enfermo.
Miré a don Juan. También él había estado observando al hombre.
Le dije que, por algún motivo, me resultaba imposible esclarecer por mí mismo lo que acababa de decirme.
—Ya no quiero hacer preguntas —dije—. Pero sino le pido explicaciones, me quedo sin entender. No hacer preguntas es muy anormal para mí.
—Por favor, sé normal, con toda confianza —repuso con seriedad fingida.
Dije no comprender la diferencia entre creer y tener que creer. Para mí, ambas cosas eran la misma.
Discernir entre las dos formulaciones era bizantinismo.
—¿Recuerdas la historia que una vez me contaste de tu amiga y los gatos? —preguntó don Juan con tono casual.
Alzó lo ojos al cielo y se reclinó en la banca, estirando las piernas. Unió las manos detrás de la cabeza y contrajo los músculos de todo el cuerpo. Como siempre ocurre, sus huesos produjeron un fuerte crujido.
Se refería a la historia de una amiga mía que halló dos gatitos, casi muertos, dentro de una secadora de lavandería automática. Los revivió y, con excelente nutrición y cuidado, hizo de ellos dos gatos gigantescos, uno negro y otro rojizo.
Dos años después, vendió su casa. Como no podía llevar a los gatos consigo, ni les encontraba otro hogar, sólo le quedó llevarlos a un hospital de animales para que dispusieran de ellos.
Yo la acompañé. Los gatos nunca habían estado en un coche; ella trataba de calmarlos. La arañaron y la mordieron, sobre todo el gato rojizo, al que llamaba Max. Cuando finalmente llegamos al hospital, ella se llevó primero al gato negro; con él entre los brazos, y sin pronunciar palabra, bajó del coche. El gato jugaba con ella: la tocaba suavemente con la pata mientras ella abría, empujándola, la puerta de cristal de la clínica.
Miré a Max; estaba sentado en la parte trasera. El movimiento de mi cabeza debe haberlo asustado, pues se escurrió bajo el asiento del conductor. Deslicé el asiento hacia atrás. No quería meter la mano debajo por miedo de que el gato me mordiera o rasguñara. Max yacía en una concavidad en el piso del coche. Parecía muy agitado; su aliento se aceleraba. Me miró; nuestros ojos se encontraron y una sensación avasalladora me poseyó. Algo se hizo cargo de mi cuerpo: una forma de aprensión, desesperanza, o acaso vergüenza por ser parte de lo que ocurría.
Sentí la necesidad de explicar a Max que la decisión era de mi amiga, y que yo sólo la ayudaba. El gato seguía mirándome, como si entendiera mis palabras.
Miré por ver si ella venía. La vi a través de la puerta de cristal. Hablaba con la recepcionista. Mi cuerpo sintió una extraña sacudida, y automáticamente abrí la puerta del coche.