Relatos de poder (12 page)

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Authors: Carlos Castaneda

Tags: #Autoayuda, Esoterismo, Relato

—Hace unos años, tú y yo fuimos a las montañas y tú te encontraste con algo. Yo no tenía manera de aclararte lo que estaba ocurriendo: viste una sombra extraña volando de un lado a otro frente al fuego. Tú mismo dijiste que parecía una polilla; y aunque ni sabias lo que estabas diciendo, estabas absoluta­mente en lo cierto: la sombra era una polilla. Luego, en otra ocasión, y de nuevo frente a un fuego, algo casi te mata del susto después de que te dormiste frente a una hoguera. Te había advertido que no te durmieras, pero no me hiciste caso; eso te dejó a merced del aliado y la polilla te pisó la nuca. Por qué sobreviviste será siempre un misterio para mí. Tú lo supiste entonces, y yo tampoco te lo dije, pero va te había dado por muerto. Esa noche anduviste a ciegas.

—De allí en adelante, cada vez que hemos andado en las montañas o en el desierto, aunque no lo hayas notado, la polilla siempre nos ha seguido. Si toma­mos todo esto en cuenta, podemos decir que para ti el aliado es una polilla. Pero no puedo decir que sea realmente una polilla como son todas las polillas que conocemos. Llamar polilla al aliado es, nuevamente, sólo una manera de decir las cosas, una manera de hacer entender esa inmensidad que está allí afuera.

—¿Para usted también es una polilla el aliado? —pregunté.

—No. La manera que uno entiende al aliado es asunto personal —dijo.

Mencioné que habíamos vuelto al punto de parti­da; no me había dicho lo que en realidad era un aliado.

—No hay necesidad de confundirse —dijo—. La confusión es un sentimiento en el que uno se mete, pero también uno puede salirse de él. En este mo­mento no hay modo de dar aclaraciones. A lo mejor hoy, más tarde, podremos considerar en detalle estos asuntos: depende de ti. O más bien, depende de tu poder personal.

Rehusó decir una palabra más. Me preocupé mu­cho con el temor dé fallar en la prueba. Don Juan me llevó atrás de su casa y me hizo sentarme en un petate al borde de una zanja de riego. El agua se movía tan despacio que casi parecía estancada. Me ordenó estarme quieto, cesar mi diálogo interno y mirar el agua. Dijo haber descubierto, años antes, que yo tenía cierta afinidad con las masas de agua, un sentimiento de lo más conveniente para las em­presas en que me hallaba envuelto. Argüí que yo no tenía particular afición a las masas acuáticas, pero tampoco me disgustaban. Dije que precisamente por eso el agua era benéfica para mí: me es indiferente. En situaciones tensas que requerían esfuerzo máximo, el agua no podía atraparme, pero tampoco recha­zarme.

Se sentó un poco atrás de mí, a mi derecha, y me aconsejó dejarme ir sin miedo, porque él estaba allí para ayudarme si había necesidad.

Tuve un momento de temor. Lo miré, esperando otras instrucciones. Tomó mi cabeza y la volvió ha­cia el agua, ordenándome proceder. Yo no tenía idea de qué debía hacer, de modo que simplemente me relajé. Al mirar el agua, percibí los juncos en la otra orilla. Inconscientemente, posé en ellos mis ojos sin enfocar. La corriente despaciosa los hacía vibrar. El agua tenía el color de la tierra del desierto. Las ondulaciones en torno a los juncos me parecieron sur­cos o grietas sobre una superficie lisa. En cierto ins­tante los juncos se agigantaron, el agua era una pla­nicie ocre pulida, y luego, en cuestión de segundos, me quedé profundamente dormido, o acaso entré en un estado perceptual que carecía de paralelo. Lo que más se acercaría a describirlo sería decir que me dormí y tuve un sueño portentoso.

Sentí que podía seguir en él indefinidamente si así lo deseaba, pero deliberadamente le puse fin en­trando en un diálogo interno consciente. Abrí los ojos. Yacía en el petate. Don Juan estaba a unos metros. Mi sueño había sido de tal magnificencia que empecé a contárselo. Me hizo seña de callar. Con una larga vara, señaló dos sombras que unas ramas secas de matorral proyectaban sobre el suelo. La pun­ta de su vara siguió el perímetro de una de las som­bras como si la estuviera dibujando; luego saltó a la otra e hizo lo mismo con ella. Las sombras tenían unos treinta centímetros de largo y unos tres de an­cho; distaban entre sí doce o quince. El movimiento de la vara me hizo desenfocar los ojos y me hallé mi­rando, a lo bizco, cuatro sombras largas; de repente las dos de enmedio se juntaron en una y crearon una extraordinaria percepción de profundidad. Había cierta inexplicable redondez y volumen en la sombra así formada. Era casi un tubo transparente, una barra redonda de alguna sustancia desconocida. Sa­bía que tenía los ojos cruzados, y sin embargo parecía enfocar un solo sitio; la imagen era allí clara como el cristal. Pude mover los ojos sin disiparla.

Continué observando, pero sin bajar la guardia. Experimentaba una curiosa compulsión de soltarme y sumergirme en la escena. Algo en lo que observaba parecía jalarme; pero algo dentro de mí salió a la su­perficie e inicié un diálogo semiconsciente; casi en el acto tomé conciencia de mi entorno en el mundo de la vida cotidiana.

Don Juan me observaba. Parecía intrigado. Le pregunté si pasaba algo. No respondió. Me ayudó a sentarme. Sólo entonces advertí que yo había estado de espaldas, mirando el cielo, y que, don Juan había estado inclinado casi sobre mi rostro.

Mi primer impulso fue decirle que había visto las sombras en el piso mientras miraba el cielo, pero me puso la mano en la boca. Estuvimos un rato en silen­cio. Yo no tenía pensamientos. Experimentaba una exquisita sensación de paz, y luego, abruptamente, tuve un impulso irrefrenable de pararme e ir al cha­parral en busca de don Genaro.

Hice un intento de hablar a don Juan: él sacó la barbilla y torció los labios en un mandato mudo de callar. Traté de evaluar mi predicamento en forma racional; sin embargo, disfrutaba tanto mi silencio que no quería molestarme con consideraciones ló­gicas.

Tras una pausa momentánea, sentí de nuevo el de­seo imperioso de adentrarme en el matorral. Seguí una vereda. Don Juan iba a la zaga, como si yo fuera el guía.

Caminamos cosa de una hora. Logré permanecer sin pensamientos. Luego llegamos a un cerro. Don Genaro estaba allí, sentado cerca de la cima de un fa­rallón. Me saludó efusivamente, a gritos, pues se ha­llaba a unos quince metros del suelo. Don Juan me hizo tomar asiento y se sentó junto a mí.

Don Genaro explicó que yo había hallado el sitio donde me esperaba porque él me guió con un sonido que hizo. Apenas pronunció esas palabras, me di cuenta de que en verdad había estado oyendo un soni­do peculiar que creí ser zumbido en mis oídos; había parecido más bien un asunto interno, una condición corporal, un sentimiento de sonido que por indeter­minado escapaba a la evaluación y la interpretación conscientes.

Creí que don Genaro tenía un pequeño instrumen­to en la mano izquierda. Desde el lugar donde me hallaba, no lo distinguía claramente. Parecía un bi­rimbao; con él producía un sonido suave y extraño que era prácticamente indiscernible. Siguió tocándo­lo un momento, como dándome tiempo para enterar­me por completo de lo que me había dicho. Luego me mostró la mano izquierda. Estaba vacía; no tenía en ella ningún instrumento. Yo había tenido la im­presión de que tocaba algo por la forma en que se llevó la mano a la boca; de hecho, producía el sonido con los labios y con el borde de la mano izquierda, entre el pulgar y el índice.

Me volví hacia don Juan para explicarle que me habían engañado los movimientos de don Genaro. Él hizo un ademán rápido y me dijo que no hablara y que prestase mucha atención a lo que don Genaro hacía. Me volvía mirar a don Genaro, pero ya no estaba allí. Pensé que había descendido. Esperé unos momentos a que emergiera entre las matas. La roca donde había estado era una formación peculiar, algo así como un gran reborde en la cara del farallón. No le quité la vista de encima más que algunos segundos. Si hubiera ascendido, lo habría visto antes de que lle­gara a la cima del farallón, y si hubiera bajado tam­bién hubiera sido visible desde donde me hallaba.

Pregunté a don Juan dónde estaba don Genaro. Repuso que seguía de pie en el reborde. Hasta donde yo podía juzgar, no había nadie allí, pero don Juan insistió una y otra vez en que don Genaro seguía en la roca.

No parecía bromear. Sus ojos eran fijos y fieros. Dijo en tono cortante que mis sentidos no eran la avenida correcta para apreciar lo que don Genaro hacía. Me ordenó parar mi diálogo interno. Pugné un momento y empecé a cerrar los ojos: Don Juan se lanzó hacia mí y me sacudió por los hombros. Susu­rró que yo debía mantener la vista en el reborde.

Me sentía soñoliento y oía las palabras de don Juan como si llegasen de muy lejos. Automáticamen­te miré el reborde. Don Genaro estaba allí de nuevo. Eso no me interesaba. Noté, a media conciencia, que me resultaba muy difícil respirar, pero antes de que pu­diese pensar algo al respecto, don Genaro saltó a tierra. Eso tampoco captó mi interés. Se acercó y me ayudó a levantarme, sosteniéndome el brazo; don Juan me asió el otro. Entre los dos me levantaron. Luego, sólo don Genaro me ayudaba a caminar. Me susurró al oído algo que no entendí, y de pronto sentí que había jalado mi cuerpo de alguna manera extraña; me agarró, por así decirlo, de la piel del estómago, y me subió al reborde, o quizás a otra roca. Yo po­dría haber jurado que era el reborde; sin embargo, la fugacidad de la imagen me impidió evaluarla en de­talle. Luego sentí que algo en mí desfallecía y caí hacia atrás. Tuve una leve sensación de angustia, o acaso incomodidad física. Lo siguiente que supe fue que don Juan me hablaba. No le entendía. Concen­tré mi atención en sus labios. Tenía la sensación de que experimentaba un sueño; yo trataba de romper desde adentro una tela membranosa que me envolvía, mientras don Juan hacía por rasgarla desde afuera. Por fin se reventó; las palabras de don Juan se hicie­ron audibles, y su significado nítido. Me ordenaba salir por mí mismo a la superficie. Luché desespera­damente por cobrar sobriedad; no tuve éxito. Me pregunté, en un plano bien consciente, por qué pa­saba tantos apuros. Pugné por hablar conmigo mismo.

Don Juan parecía al tanto de mi dificultad. Me instó a un mayor esfuerzo. Algo allá afuera me impe­día establecer mi diálogo interno habitual. Era como si una fuerza extraña me volviera soñoliento e indi­ferente.

Le opuse resistencia hasta quedarme sin aliento. Oí a don Juan hablarme. Mi cuerpo se contrajo invo­luntariamente por la tensión. Me sentía trabado en mortal combate con algo que me impedía respirar. No temía; antes bien, una furia incontrolable me do­minaba. Mi ira llegaba a tal extremo que gruñía y gritaba como una bestia. Luego, una convulsión se apoderó de mi cuerpo; recibí una sacudida que me paró de inmediato. Nuevamente pude respirar en forma normal, y entonces me di cuenta de que don Juan había vaciado un guaje de agua en mi estómago y mi cuello, empapándome.

Me ayudó a sentarme. Don Genaro estaba en el reborde. Me llamó por mi nombre y saltó a tierra. Lo vi desplomarse desde una altura de quince metros o algo así, y experimenté una sensación insoportable en torno a la región umbilical; he sentido lo mis­mo en sueños de caída.

Don Genaro se acercó y me preguntó, sonriendo, si me había gustado su salto. Traté sin éxito de respon­der. Don Genaro volvió a gritar mi nombre.

—¡Carlitos! ¡Fíjate! —dijo.

Agitó los brazos a los lados cuatro o cinco veces, como para ganar impulso, y luego desapareció de un salto, o eso creí. Tal vez hizo otra cosa para la cual yo carecía de descripción. Estaba a menos de dos me­tros de distancia, y de pronto se desvaneció como chu­pado por una fuerza incontrolable.

Me sentía ajeno, fatigado. Tenía un sentimiento de indiferencia y no quería pensar ni hablar conmigo mismo. No sentía miedo, sino una tristeza inexplica­ble. Tenía ganas de llorar. Don Juan me dio varios coscorrones y rió como si todo lo ocurrido fuera un chiste. Me exigió hablar conmigo mismo porque en esa hora se necesitaba desesperadamente el diálogo interno. Oí que me ordenaba:

—¡Habla! ¡Habla!

Tuve un espasmo involuntario en los músculos la­biales. Mi boca se movió sin sonido. Recordé a don Genaro moviendo la boca en forma similar cuando estaba payaseando, y quise haber podido decir, como él: «Mi boca no quiere hablar» Traté de pronunciar las palabras y mis labios se contrajeron dolorosamen­te. Don Juan parecía a punto de desmembrarse de risa. Su regocijo era contagioso y reí a mi vez. Final­mente, me ayudó a ponerme en pie. Le pregunté si don Genaro iba a regresar. Dijo que Genaro ya se había hartado de mí por ese día.

—Casi te sale bien —dijo don Juan.

Estábamos sentados cerca de la estufa de tierra, donde ardía un fuego. Él había insistido en que yo comiera. Yo no tenía hambre ni cansancio. Una me­lancolía insólita me saturaba; me sentía distante de to­dos los eventos del día. Don Juan me dio mi cuader­no. Hice un intento supremo por recapturar mi estado habitual. Anoté algunos comentarios. Poco a poco, entré de nuevo en mis viejos patrones. Fue como si un velo se alzara; de pronto me vi de nuevo envuelto en mi actitud familiar de interés y descon­cierto.

—¡Qué bueno! —dijo don Juan, dándome palma­ditas en la cabeza—. Te he dicho que el verdadero arte de un guerrero consiste en equilibrar el terror y la maravilla.

Don Juan estaba de un humor insólito. Se veía casi nervioso, angustiado. Parecía dispuesto a hablar por iniciativa propia. Creí que me preparaba para la explicación de los brujos, y yo mismo me llené de an­siedad. Sus ojos tenían un brillo extraño que yo sólo había visto unas cuantas veces antes. Al decirle lo que pensaba de su extraña actitud, él respondió que se sentía dichoso en mi nombre; que, como guerrero podía regocijarme en los triunfos de sus semejantes, si eran triunfos del espíritu. Desdichadamente, agregó, yo no me hallaba todavía listo para la explicación de los brujos, pese a haber resuelto la adivinanza de don Genaro. Su argumento era que, cuando me vació encima el guaje de agua, yo había estado al borde de la muerte, y que toda mi hazaña se vio cancelada por mi incapacidad de rechazar la última embestida de don Genaro.

—El poder de Genaro era como la marea y así te cubrió —dijo.

—¿Quería hacerme daño don Genaro? —pregunté.

—No —repuso—. Genaro quiere ayudarte. Pero al poder sólo se lo puede enfrentar con poder. Te esta­ba probando y fallaste.

—Pero resolví su adivinanza, ¿o no?

—Lo hiciste muy bien —dijo—. Tan bien que Ge­naro te creyó capaz de una hazaña completa de gue­rrero. Y eso también casi te sale. Pero lo que te tiró al suelo esta vez no fue tu vicio de hacerte el chamaquito.

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