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Authors: Carlos Castaneda

Tags: #Autoayuda, Esoterismo, Relato

Relatos de poder (10 page)

Se doblaron de risa. Parecía que no quisieran reír abiertamente. Sus cuerpos se sacudían. La risa suave era como un cacareo rítmico.

Don Genaro enderezó la espalda y se deslizó sentado acercándose a mí. Me dio repetidas palmadas en el hombro, llamándome bribón, luego, con gran fuerza, jaló hacia sí mi brazo izquierdo. Perdí el equilibrio y caí de bruces. Casi me golpeo la cabeza en el piso. Automáticamente adelanté el brazo derecho y amorti­güé la caída. Uno de ellos presionó mi cuello para impedir que me levantara. No supe a ciencia cierta quién. La mano que me detenía parecía la de don Genaro. Tuve un momento de pánico devastador Sentía desmayarme; quizá me desmayé. La presión en mi estómago era tan intensa que vomité. Mi siguien­te percepción clara fue la de que alguien me ayudaba a enderezarme. Don Genaro estaba en cuclillas fren­te a mí. Volví la cara en busca de don Juan. No se veía en ninguna parte. Don Genaro lucía una son­risa resplandeciente. Sus ojos brillaban. Miraban fija­mente los míos. Le pregunté qué me había hecho y respondió que yo estaba en pedazos. Su tono era de reproche, y parecía molesto o insatisfecho conmigo. Repitió varias veces que me hallaba hecho pedazos y tenía que juntarme de nuevo. Trataba de asumir un tono severo, pero rió a mitad de su arenga. Me decía cuán terrible era verme desparramado por todo el suelo, y que él necesitaría una escoba para reunir mis pedazos. Añadió que tal vez los trozos iban a quedar fuera de lugar y yo terminaría con el dedo gordo del pie en lugar del pene. La risa le ganó en ese punto. Quise reír también y experimenté una sensación in­sólita. ¡Mi cuerpo se deshizo! Fue como si yo hubiera sido un juguete mecánico que se desarmara así como así. No tenía sensaciones físicas, ni tampoco miedo o cuidado. Desmoronarme era una escena que yo pre­senciaba desde la perspectiva del perceptor, y sin em­bargo no percibía nada desde un punto sensorial de referencia.

La siguiente cosa de que me apercibí fue que don Genaro manipulaba mi cuerpo. Tuve entonces una sensación física, una vibración tan intensa que me hizo perder de vista todo cuanto me rodeaba.

Una vez más sentí que alguien me ayudaba a en­derezarme. Vi de nuevo a don Genaro acuclillado frente a mí. Me empujó de los sobacos y me ayudó a caminar. Yo no podía determinar dónde estaba. Te­nía la sensación de estar en un sueño, pero asimismo tenía un sentido completo de secuencia temporal. Me hallaba agudamente consciente de que acababa de es­tar con don Genaro y don Juan en la ramada de la casa del segundo.

Don Genaro caminaba conmigo; me apoyaba soste­niendo mi sobaco izquierdo. El paisaje que yo con­templaba cambiaba de continuo. Yo no podía, sin embargo, determinar la naturaleza de lo que observa­ba. Lo que había frente a mis ojos era más bien un sentimiento o un estado de ánimo, y el centro de donde irradiaban todos esos cambios estaba definitivamen­te en mi estómago. Establecí esa relación no como una idea o un darme cuenta, sino como una sensación cor­pórea que de pronto se hizo fija y predominante. Las fluctuaciones en torno mío salían de mi estómago. Yo creaba un mundo, una corriente interminable de sen­timientos e imágenes. Todo cuanto conocía estaba allí. Eso mismo era una sensación, no un pensamiento ni una evaluación consciente.

Traté de llevar la cuenta durante un momento, a causa de mi hábito casi invencible de evaluarlo todo, pero en determinado instante mis procesos de conta­duría cesaron y un algo sin nombre me envolvió, sen­timientos e imágenes de todo tipo.

En cierto punto, algo en mí inició de nuevo la tabu­lación y noté que una imagen se repetía constante­mente: don Juan y don Genaro que trataban de alcan­zarme. La imagen era fugaz; pasaba rápida frente a mí. Era algo comparable a verlos desde la ventana de un vehículo en marcha veloz. Parecían tratar de aga­rrarme a la pasada. A fuerza de recurrir, la imagen se hizo más clara y perdurable. En algún momento tuve conciencia de estarla aislando deliberadamente de toda una miríada de imágenes. Pasaba las otras por alto para llegar a esa escena particular. Final­mente pude sostenerla pensando en ella. Una vez que empecé a pensar, mis procesos ordinarios tomaron las riendas. No eran tan definidos como en mis activida­des ordinarias, pero sí lo bastante claros para saber que había aislado la escena o sentimiento de que don Juan y don Genaro estaban en la ramada de la casa del segundo y me detenían por los sobacos. Quise seguir huyendo a través de otras imágenes y sensaciones, pero ellos no me dejaron. Me debatí un instante. Me sentía ágil y contento. Sabía que ambos me caían muy bien, y también que no les tenía miedo. Quería bromear con ellos; no sabía cómo, y reía y les daba palmadas en los hombros. Tuve otra peculiar toma de conciencia, la certidumbre de que estaba «soñan­do».\4 Cuando enfocaba los ojos en alguna cosa, inme­diatamente se deshacía.

Don Juan y don Genaro me hablaban. Yo no podía seguir el hilo de sus palabras ni distinguir quién de ellos las decía. Entonces don Juan dio vuelta a mi cuerpo y señaló un bulto en el piso. Don Genaro me acercó al objeto y me hizo circundarlo. Era un hom­bre y yacía bocabajo, el rostro vuelto a la derecha. Al hablarme, señalaban al hombre. Me jalaban y me torean en torno a él. Yo no podía enfocarlo con los ojos, pero finalmente tuve una sensación de quietud y sobriedad y miré al hombre. Desperté con lentitud en la conciencia de que el hombre tirado en el suelo era yo. El reconocimiento no produjo terror ni sufri­miento. Simplemente lo acepté sin emoción. En ese instante no me hallaba totalmente dormido, pero tam­poco totalmente despierto y sereno. También empecé a sentir más a don Juan y don Genaro, y podía dis­tinguirlos cuando me hablaban. Don Juan dijo que íbamos a ir al sitio redondo de poder en el chaparral. Apenas pronunció las palabras, la imagen del sitio brotó en mi mente. Vi las masas oscuras de los ar­bustos en torno. Me volví a la derecha; don Juan y don Genaro estaban también allí. Experimenté una sacudida y la sensación de tenerles miedo. Acaso por­que parecían dos sombras amenazantes. Se acercaron. Al mirar sus facciones, mis temores desaparecieron.

Mi efecto retornó. Era como si me hallase borracho y no tuviera asidero firme en ninguna parte. Me aga­rraron por los hombros y me sacudieron al unísono. Me ordenaban despertar. Yo oía sus voces clara y se­paradamente. Tuve entonces un momento único. Mi mente contenía dos imágenes, dos sueños. Sentí que algo de mi ser estaba profundamente dormido y em­pezaba a despertar y me hallé en el piso de la ramada, con don Juan y don Genaro que me sacudían. Pero también me encontraba en el sitio de poder y don Juan y don Genaro seguían sacudiéndome. Durante un instante crucial, no estuve en un lugar ni en el otro, sino más bien en ambos, como un observador que ve dos escenas al mismo tiempo. Tuve la increí­ble sensación de que en dicho instante habría podido tomar cualquier derrotero. Todo cuanto tenía que hacer en ese momento era cambiar de perspectiva y, más que observar cualquiera de ambas escenas desde el exterior, sentirla desde el punto de vista del sujeto.

Había algo muy cálido en la casa de don Juan. De modo que preferí esa escena.

Tuve entonces un ataque aterrador, tan brusco que recobré de golpe toda mi conciencia ordinaria. Don Juan y don Genaro me vertían encima baldes de agua. Estábamos en la ramada de la casa de don Juan.

Horas más tarde, tomamos asiento en la cocina. Don Juan insistía en que yo procediera como si nada hu­biese ocurrido. Me dio comida y dijo que debía co­mer mucho para compensar mi gasto de energía.

Pasaban de las nueve de la noche cuando miré mi reloj después de que nos sentamos a comer. Mi experiencia había durado varias horas. Sin embargo, desde mi perspectiva de recuerdo, parecía que sólo me había dormido un corto rato.

Aunque ya era totalmente el de siempre, seguía atontado. No recobré mi conciencia habitual hasta que empecé a escribir en mi cuaderno. Me sorpren­dió que el tomar notas pudiera producir sobriedad instantánea. Apenas me recobré, un torrente de pen­samientos razonables se desató en mi mente; me pro­ponía explicar el fenómeno que había experimentado. «Supe» en el acto que don Genaro me había hipnoti­zado en el momento en que me detuvo contra el piso, pero no intenté figurarme cómo lo había hecho.

Ambos rieron histéricamente cuando expresé mis ideas. Don Genaro examinó mi lápiz y dijo que ésa era la llave que me daba cuerda. Me puse belicoso. Estaba cansado e irritable. Me descubrí prácticamente gritándoles, mientras sus cuerpos se sacudían de risa.

Don Juan dijo que estaba bien el caerse al dar un salto, pero que no estaba bien el saltar de cara contra la pared, y que don Genaro había venido exclusiva­mente para ayudarme y enseñarme el misterio del So­ñador y el soñado.

Mi irritabilidad culminó. Don Juan hizo a don Ge­naro una seña con la cabeza. Ambos se levantaron y me llevaron a un lado de la casa. Allí don Genaro demostró su gran repertorio de gruñidos y gritos ani­males. Me sugirió que eligiera el rebuzno de un bu­rro y luego me enseñó a reproducirlo.

Tras horas de práctica, llegué al punto de poderlo imitar bastante bien. El resultado final fue que ellos habían disfrutado mis torpes intentos y reído hasta lloras, y yo había liberado mi tensión reproduciendo ese clamor. Les dije que había algo aterrador en mi imitación. El relajamiento de mi cuerpo era incom­parable. Don Juan dijo que, si perfeccionaba yo el rebuzno, podía convertirlo en cosa de poder, o sim­plemente usarlo para aliviar mi tensión cuando fuera necesario. Me sugirió dormir. Pero yo temía dormir­me. Me senté con ellos un largo rato, ante el fuego de la cocina, y después, sin querer, caí en un hondo sueño.

Desperté al amanecer. Don Genaro dormía junto a la puerta. Pareció despertar al mismo tiempo que yo. Me habían tapado y pusieron mi chaqueta doblada a modo de almohada. Me sentía muy tranquilo y des­cansado. Le comenté a don Genaro que había estado exhausto la noche anterior. Dijo que él también. Su­surró, como si me hiciera una confidencia, que don Juan estaba todavía más cansado por ser más viejo.

—Tú y yo somos jóvenes —dijo con un brillo en los ojos—. Pero él ya está muy viejo. Ya debe andar por los trescientos.

Me senté apresuradamente. Don Genaro se tapó la cara con su cobija y soltó una carcajada. Don Juan entró en ese momento.

Tuve un sentimiento de plenitud y paz. Por una vez, nada importaba realmente. Estaba tan a gusto que quería llorar.

Don Juan dijo que la noche anterior yo había em­pezado a tener presente mi luminosidad. Me advirtió no entregarme a la sensación de bienestar que atrave­saba, porque se convertiría en complacencia.

—En este momento —dije—, no quiero explicar nada. No importa lo que don Genaro me haya hecho anoche.

—Yo no te hice nada —repuso don Genaro—. Mira, soy yo, Genaro. ¡Tu Genaro! ¡Tócame!

Abracé a don Genaro y ambos reímos como niños.

Preguntó si me parecía extraño poder abrazarlo en­tonces, cuando la última vez que nos vimos allí me resultó imposible tocarlo. Le aseguré que esas cues­tiones ya no tenían pertinencia para mí.

El comentario de don Juan fue que yo me estaba entregando a ser tolerante y bueno.

—¡Cuidado! —dijo—. Un guerrero jamás baja la guardia. Si sigues así de feliz, vas a agotar el poco po­der que te queda.

—¿Qué debo hacer? —pregunté.

—Ponte de nuevo como eres —dijo—. Duda de todo. Desconfía.

—Pero no me gusta ser así, don Juan.

—No es cosa de que te guste o no. Lo importante es ¿qué puedes usar ahora a manera de escudo? Un guerrero debe usar todo lo que está a su alcance para cerrar su abertura mortal una vez que ésta se abre. Por eso no importa que en realidad no te guste ser desconfiado o hacer preguntas. Eso es ahora tu único escudo.

—Escribe, escribe. O te mueres. Morir de contento es muerte de imbécil.

—¿Cómo debe entonces morir un guerrero? —pre­guntó don Genaro exactamente en mi tono de voz.

—Un guerrero muere a la mala —dijo don Juan—. ­Su muerte debe luchar para llevárselo. El guerrero no se entrega ni aún a la muerte.

Don Genaro abrió desmesuradamente los ojos y luego parpadeó.

—Lo que Genaro te enseñó ayer es de suma importancia —prosiguió don Juan—. No te lo puedes sacu­dir haciéndote el piadoso. Ayer me dijiste que la idea del doble te volvía loco. Pero mírate ahora. Ya no te importa. Eso es lo malo de la gente que se vuelve loca; se vuelve loca para uno y otro lado. Ayer eras todo preguntas, hoy eres todo resignación.

Señalé que él siempre encontraba una falta en lo que yo hacía, sin importar cómo lo hiciera.

—¡Eso no es verdad! —exclamó—. No hay falla en el camino del guerrero. Síguelo y nadie podrá criticar tus actos. Toma como ejemplo lo que pasó ayer, el camino del guerrero habría sido, primero, hacer pre­guntas sin miedo y sin sospechas, y luego dejar que Genaro te enseñara el misterio del soñador, sin opo­nerle resistencia y sin agotarte. Hoy, el camino del guerrero sería juntar lo que aprendiste, sin presumir nada y sin hacerte el piadoso. Hazlo así y nadie po­drá encontrar fallas en lo que haces.

Pensé, por el tono, que don Juan estaba muy dis­gustado con mis errores. Pero me sonrió y luego soltó una risita que parecía motivada por sus propias pa­labras.

Le dije que simplemente me estaba conteniendo, pues no deseaba agobiarlos con mis inquisiciones. A mí me abrumaba en verdad lo que don Genaro había hecho. Yo estuve convencido —aunque eso ya no im­portaba— de que don Genaro esperó entre las matas que don Juan lo llamase. Más tarde, aprovechó mi susto para atontarme. Tenido a la fuerza en el suelo, debo haberme desmayado, y entonces don Genaro me hipnotizó.

Don Juan arguyó que yo era demasiado fuerte para que me dominaran con tal facilidad.

—¿Qué ocurrió entonces? —le pregunté.

—Genaro vino a verte para decirte una cosa muy exclusiva —dijo—. Cuando salió de las matas, era Ge­naro el doble. Hay otro modo de hablar de todo esto que lo explicaría mejor, pero no puedo usarlo ahora.

—¿Por qué no, don Juan?

—Porque todavía no estás listo para hablar de la totalidad de uno mismo. Por lo pronto, sólo puedo decirte que este Genaro que está aquí no es el doble.

Señaló a don Genaro con un movimiento de cabeza. Don Genaro parpadeó repetidas veces.

—El Genaro de anoche era el doble. Y cono ya te lo he dicho, el doble tiene un poder inconcebible. Te enseñó un asunto de lo más importante. Para hacerlo, tenía que tocarte. El doble simplemente te tocó en el pescuezo, en el mismo sitio que el aliado te pisó hace años. Naturalmente, te apagaste como vela. Y, natu­ralmente también, te entregaste como hijo de puta. Nos costó horas acorralarte de nuevo. Así disipaste tu poder y, cuando te tocó la hora de cumplir una ha­zaña de guerrero, te faltó el jugo.

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