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Authors: Carlos Castaneda

Tags: #Autoayuda, Esoterismo, Relato

Relatos de poder (6 page)

Don Juan tomó asiento y puso la cabeza entre las manos.

—No, no estaba escondido —dijo don Genaro con paciencia—. Estaba lejos de aquí y entonces me lla­maste, así que vine a verte.

—¿Dónde estaba usted, don Genaro?

—Lejos.

—¿Qué tan lejos?

Don Juan me interrumpió y dijo que don Genaro había venido como un acto de deferencia hacia mí, y que yo no podía preguntarle dónde había estado, por­que no había estado en parte alguna.

Don Genaro salió en mi defensa y dijo que estaba bien preguntarle cualquier cosa.

—Si no andaba escondido cerca de la casa, ¿dónde estaba usted, don Genaro? —pregunté.

—Estaba en mi casa —repuso con gran candor.

—¿En Oaxaca?

—¡Sí! Es la única casa que tengo.

Se miraron y nuevamente soltaron la risa. Yo sa­bia que me embromaban, pero decidí no llevar más lejos mis averiguaciones. Pensé que ambos debían haber tenido una razón para ponerse a montar un espectáculo tan complicado. Tomé asiento.

Me sentía verdaderamente cortado en dos; cierta parte de mi ser no se sobresaltaba en absoluto y po­día aceptar en su valor aparente cualquier reto de don Juan o don Genaro. Pero había otra parte que se negaba de plano; era mi parte más fuerte. Mi evaluación consciente era que yo había aceptado la descripción mágica del mundo, dada por don Juan, sólo en términos intelectuales, mientras mi cuerpo como entidad completa la rechazaba; de ahí mi dile­ma. Sin embargo, en el curso de los años que tenía de tratar a don Juan y a don Genaro, yo había expe­rimentado fenómenos extraordinarios, y todos habían sido experiencias corporales, no intelectuales. Esa misma noche yo había ejecutado «la marcha de poder», lo cual, desde la perspectiva de mi intelecto, era una hazaña inconcebible; y más aún, había tenido visio­nes increíbles sin usar otro medio que mi propia vo­lición.

Les expliqué la naturaleza de mi desconcierto, do­loroso y al mismo tiempo sincero.

—Este muchacho es un genio —dijo don Juan a don Genaro, meneando la cabeza con incredulidad.

—Eres un geniete, Carlitos —dijo don Genaro como transmitiendo un mensaje.

Tomaron asiento junto a mí, don Juan a la dere­cha y don Genaro a la izquierda. Don Juan observó que pronto sería de mañana. En ese instante oí de nuevo el llamado de la polilla. Se había movido. El sonido venía de la dirección contraria. Miré a uno y a, otro, sosteniendo su mirada. Mi esquema lógico empezó a desintegrarse. El sonido tenía una riqueza y una profundidad hipnotizantes. Luego percibí pasos ahogados, patas suaves que aplastaban los yerbajos secos. El sonido barbotante se acercó y me acu­rruqué contra don Juan. Secamente, me ordenó «ver» \4aquello. Hice un esfuerzo supremo, no tanto para complacerlo como para complacerme a mí mismo. Había estado seguro de que don Genaro era la polilla. Pero don Genaro estaba sentado junto a mí; ¿qué había entonces entre las matas? ¿Una polilla?

El barbotar resonaba en mis oídos. Yo no podía parar por entero mi diálogo interno. Oía el sonido, pero no podía sentirlo en el cuerpo, como antes. Per­cibí pasos definidos. Algo se deslizaba en la oscuri­dad. Hubo un fuerte crujido, como si una rama se partiera en dos, y de pronto me aferró un recuerdo aterrorizante. Años atrás, había pasado una noche tremenda en el yermo, y algo me hostigó: algo muy ligero y suave que pisó mi cuello repetidas veces mientras yo yacía agazapado. Don Juan había expli­cado el evento como un encuentro con «el aliado», una fuerza misteriosa que el brujo aprendía a perci­bir como entidad.

Me incliné hacia don Juan y susurré mi recuerdo. Don Genaro se nos acercó caminando a gatas.

—¿Qué dijo? —pregunté a don Juan en un susurro.

—Dijo que allí anda un aliado —repuso don Juan en voz baja.

Don Genaro regresó gateando a su sitio y se sentó. Luego se volvió hacia mí y susurró en voz baja:

—Eres un genio.

Rieron calladamente. Don Genaro señaló el ma­torral con un movimiento de barbilla.

—Anda allá afuera y agárralo —dijo—. Desnúdate y métele un buen susto a ese aliado.

Se sacudieron de risa. Mientras tanto, el sonido había cesado. Don Juan me ordenó detener mis pen­samientos pero conservar los ojos abiertos, enfocados en el borde del chaparral frente a mí. Dijo que la polilla había cambiado de posición porque don Ge­naro estaba allí, y que, si se me iba a manifestar, elegiría llegar por tal punto.

Tras luchar un momento por aquietar mis ideas, percibí otra vez el sonido. Su textura era más rica que nunca. Primero oí los pasos apagados sobre ra­mas secas y luego los sentí en mi cuerpo. En ese ins­tante discerní una masa oscura directamente frente a ml, al filo de las matas.

Sentí que me sacudían. Abrí los ojos. Don Juan y don Genaro se erguían a mi lado y yo estaba de ro­dillas, como si me hubiera dormido agazapado. Don Juan me dio agua y volví a sentarme con la espalda contra la pared.

Poco rato después vino la aurora. El chaparral pa­reció despertar. El frío matinal era terso y vigorizante.

La polilla no había sido don Genaro. Mi estruc­tura racional se cata a pedazos. No quería hacer más preguntas, ni quería tampoco permanecer en silencio. Finalmente tuve que hablar.

—Pero si estaba usted en las sierras de Oaxaca, don Genaro, ¿cómo llegó aquí? —pregunté.

Don Genaro hizo con la boca gestos absurdos e hilarantes.

—Lo siento —dijo—, mi boca no quiere hablar. Luego se volvió hacia don Juan y dijo, sonriendo:

—¿Por qué no le dices tú?

Don Juan titubeó. Luego dijo que don Genaro, como consumado artista de la brujería, era capaz de hechos prodigiosos.

El pecho de don Genaro se hinchó como si las palabras de don Juan lo inflaran. Parecía haber inhalado tanto aire que su pecho se miraba el doble del tamaño normal. Daba la impresión de hallarse a punto de flotar. Saltó por los aires. Me pareció como si el aire dentro de sus pulmones lo hubiera forzado a saltar. Caminó de un lado a otro sobre el piso de tierra hasta que, aparentemente, logró adquirir con­trol sobre su pecho; le dio de palmadas y, con gran fuerza, pasó las palmas de las manos desde los múscu­los pectorales hasta el estómago, como si desinflara la cámara de una llanta. Finalmente tomó asiento.

Don Juan sonreía. Un gran deleite brillaba en sus ojos.

—Escribe tus notas —me ordenó suavemente—. ¡Es­cribe, escribe, o te mueres!

Luego comentó que ya ni siquiera don Genaro sen­tía que mi hábito de tomar notas fuera tan extrava­gante.

—¡Cierto! —replicó don Genaro—. He estado pen­sando en ponerme a escribir yo también.

—Genaro es un hombre de conocimiento —dijo don Juan con sequedad—. Y siendo un hombre de conocimiento, es perfectamente capaz de trasladarse a grandes distancias.

Me recordó que una vez, años antes, los tres está­bamos en las montañas y don Genaro, en un esfuerzo por ayudarme a superar mi estúpida razón, dio un calco prodigioso hasta la cumbre de la Sierra, a quince kilómetros de distancia. El incidente figuraba en mi memoria, pero también el hecho de que yo ni siquiera pude concebir que don Genaro hubiera saltado.

Don Juan añadió que don Genaro era en ocasiones capaz de realizar hazañas extraordinarias.

—A veces Genaro no es Genaro sino su doble —dijo.

Lo repitió tres o cuatro veces. Luego ambos me observaron, como esperando mi reacción inminente.

Yo no había entendido lo de «su doble». Don Juan nunca había mencionado eso antes. Pedí una aclara­ción.

—Hay otro Genaro —explicó.

Los tres nos miramos. Me puse muy aprensivo. Con un movimiento de los ojos, don Juan me instó a se­guir hablando.

—¿Tiene usted un hermano gemelo? —pregunté, volviéndome a don Genaro.

—Claro que sí —dijo—. Tengo un cuate.

No pude determinar si me estaban jugando una broma o no. Ambos rieron con el abandono de niños traviesos.

—Puedes decir —prosiguió don Juan— que en este momento Genaro es su cuate.

Esa aseveración hizo que ambos se tiraran al suelo entre risas. Pero yo no podía disfrutar su regocijo. Mi cuerpo se estremeció involuntariamente.

Don Juan dijo, en tono severo, que yo estaba de­masiado pesado y engreído.

—¡Déjate ir! —me ordenó con sequedad—. Ya sabes que Genaro es un brujo y un guerrero impecable. Por eso es capaz de realizar hechos que serían inconcebibles para el hombre común. Su doble, el otro Genaro, es uno de esos hechos.

Quedé sin habla. No podía concebir que simplemente estuvieran burlándose de mí.

—Para un guerrero como Genaro —continuó—, producir al otro no es una cosa tan asombrosa.

Tras meditar largo rato qué decir, pregunté:

—¿Es el otro como uno mismo?

—El otro es uno mismo —replicó don Juan.

Su explicación había tomado un giro increíble, y sin embargo no era, en realidad, más increíble que todos los demás hechos de ambos.

—¿De qué está hecho el otro? —pregunté a don Juan tras algunos minutos de indecisión.

—No hay forma de saberlo —dijo.

—¿Es real, o sólo una ilusión?

—Claro que es real.

—¿Sería entonces posible decir que está hecho de carne y hueso? —pregunté.

—No. No sería posible —respondió don Genaro.

—Pero si es tan real como yo…

—¿Tan real como tú? —interrumpieron al unísono don Juan y don Genaro.

Se miraron entre sí y rieron hasta que pensé que se enfermarían. Don Genaro tiró al piso su sombrero y bailó alrededor. La danza era ágil y graciosa y, por algún motivo inexplicable, chistosa de principio a fin. Acaso el humor estaba en los movimientos ex­quisitamente «profesionales» que don Genaro ejecuta­ba. La incongruencia era tan sutil, y a la vez tan no­table, que me doblé de risa.

—Lo malo contigo, Carlitos —dijo al sentarse de nuevo— es que eres un genio.

—Tengo que averiguar eso del doble —dije.

—No hay manera de saber si es de carne y hueso —dijo don Juan—. Porque no es tan real como tú. El doble de Genaro es tan real como Genaro. ¿Ves lo que quiero decir?

—Pero tiene usted que admitir, don Juan, que debe haber algún modo de saber.

—El doble es uno mismo; esa explicación debería bastar. Pero si vieras, sabrías que hay una gran dife­rencia entre Genaro y su doble. Para un brujo que ve, el doble brilla más.

Me sentía demasiado débil para hacer nuevas pre­guntas. Dejé mi cuaderno y por un instante creí que iba a desmayarme. Tenía visión de un túnel; todo a mi alrededor estaba oscuro, con excepción de un sector redondo de paisaje claro, frente a mis ojos.

Don Juan dijo que yo necesitaba comer algo. Yo no tenía hambre. Don Genaro anunció que él tam­bién desfallecía, se puso en pie y fue a la parte trasera de la casa. Don Juan se levantó y me hizo seña de seguirlo. En la cocina, don Genaro se sirvió co­mida y luego inició una comiquísima pantomima imitando a alguien que quiere comer pero no puede tragar. Pensé que don Juan iba a morirse; rugía, pa­taleaba, lloraba, tosía y se atragantaba de risa. Yo también me sentía a punto de estallar. Las gracias de don Genaro eran incomparables.

Por fin desistió y nos miró por turno a don Juan y a mí; tenía los ojos relucientes y una sonrisa es­pléndida.

—Ni modo —dijo alzando los hombros.

Yo devoré una gran cantidad de comida, y lo mis­mo hizo don Juan; luego todos volvimos al frente de la casa. El sol resplandecía, el cielo estaba despejado y la brisa matinal refrescaba el aire. Me sentía dichoso y fuerte.

Nos sentamos en triángulo, dándonos la cara. Tras un silencio cortés, decidí pedirles clarificar mi dilema. Una vez más me hallaba en perfectas condiciones, y quería explotar mi fuerza.

—Hábleme más acerca del doble, don Juan —dije.

Don Juan señaló a don Genaro y don Genaro in­clinó la cabeza.

—Allí está —dijo don Juan—. No hay nada que decir. Aquí está para que lo atestigües.

—Pero es don Genaro —dije, en un débil intento por guiar la conversación.

—Claro que soy Genaro —dijo él, enderezando los hombros.

—¿Qué es entonces un doble, don Genaro? —pre­gunté.

—Pregúntale a él —repuso con brusquedad mien­tras señalaba a don Juan—. Él es el que habla. Yo soy mudo.

—Un doble es el brujo mismo, desarrollado a tra­vés de su soñar —explicó don Juan—. Un doble es un acto de poder para un brujo, pero sólo un cuento de poder para ti. En el caso de Genaro, su doble no se puede distinguir del original. Eso se debe a que su impecabilidad como guerrero es suprema; así, tú mismo nunca has notado la diferencia. Pero en los años que llevas de conocerlo, sólo dos veces has estado con el Genaro original; todas las otras veces has esta­do con su doble.

—¡Pero esto es absurdo! —exclamé.

Sentí la angustia crecer en mi pecho. Me agité tanto que dejé caer mi cuaderno, y el lápiz rodó per­diéndose de vista, don Juan y don Genaro se lanzaron al piso, casi como clavadistas, e iniciaron una búsqueda de farsa loca. Yo jamás había visto una re­presentación más asombrosa de magia teatral y pres­tidigitación. Sólo que no había escenario, ni tramoya, ni artefactos de ninguna clase, y lo más probable era que los actores no usasen pres­tidigitación.

Don Genaro, ti malo principal, y su asistente don Juan, produjeron en cuestión de minutos la mas sor­prendente, grotesca y extravagante colección de obje­tos, hallados debajo, detrás, o encima de paila cosa dentro de la periferia de la ramada.

Siguiendo el estilo de la magia teatral, el asistente disponía los elementos de tramoya, que en este raso eran los escasos objetos sobre el piso de tierra —pie­dras, costales, trozos de madera, un cajón de leche, una linterna y mi chaqueta—, y luego el mago, don Genaro, procedía a encontrar algo, que arrojaba a un lado inmediatamente después de constatar que no era mi lápiz. La colección de hallazgos incluía prendas de vestir, pelucas, anteojos, juguetes, utensilios, pie­zas de maquinaria, ropa interior femenina, dientes humanos, un sandwich de pollo, y objetos religiosos. Uno de ellos era francamente repugnante. Fue un compacto trozo de excremento humano que don Ge­naro sacó de debajo de mi chaqueta. Por fin, don Genaro halló mi lápiz y me lo entregó después de quitarle el polvo con el faldón de su camisa.

Celebraron sus payasadas con gritos y risas chas­queantes. Yo me descubrí observándolos, pero incapaz de unírmeles.

—No tomes las cosas tan en serio, Carlitos —dijo don Genaro con tono preocupado—. Se te va a reven­tar la…

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