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Authors: Carlos Castaneda

Tags: #Autoayuda, Esoterismo, Relato

Relatos de poder (4 page)

Otro punto en su elucidación era que habíamos aprendido a relacionarnos con nuestra descripción del mundo en términos de lo que él llamaba —hábitos—. Introduje un término que me parecía más totalizador: intencionalidad, la propiedad de la conciencia hu­mana por medio de la cual un objeto se alude o se propone.

Nuestra conversación engendró una especulación sumamente interesante. Examinada a la luz de la ex­plicación de don Juan, mi «conversación» con el co­yote adquiría un nuevo carácter. Yo había; en verdad, no solamente «propuesto» el diálogo, pues nunca he conocido otra avenida de comunicación intencional, sino que también había logrado ajustarme a la descripción de que la comunicación tiene lugar a través del diálogo, y en tal forma hice que la descripción se reflejara a sí misma.

Tuve un momento de gran alborozo. Don Juan rió y dijo que conmoverme a tal grado con las palabras era otro aspecto de mi tontería. Hizo una cómica pantomima de hablar sin sonidos.

—Todos pasamos por los mismos jalones —dijo tras una larga pausa—. La única manera de vencerlos es persistir en actuar como guerrero. El resto viene de sí mismo y por sí mismo.

—¿Qué es el resto, don Juan?

—El conocimiento y el poder. Los hombres de conocimiento tienen los dos. Y sin embargo, ninguno de ellos podría decir cómo llegó a tenerlos; simple­mente que siguieron actuando como guerreros y, en un momento dado, todo cambió.

Me miró. Parecía indeciso, luego se puso en pie y dijo que yo no tenía más recurso que cumplir mi cita con el conocimiento.

Sentí un escalofrío; mi corazón empezó a golpear con rapidez. Me incorporé. Don Juan caminó en tor­no mío como si examinase mi cuerpo desde todos los ángulos posibles. Me hizo seña de tomar asiento y se­guir escribiendo.

—Si te asustas demasiado, no podrás cumplir con tu cita —dijo—. Un guerrero debe tener serenidad y aplomo, y no debe perder nunca los estribos.

—Estoy verdaderamente asustado —dije—. Polilla o lo que sea, hay algo que ronda allí afuera entre las matas.

—¡Claro que sí! —exclamó—. Lo que me fastidia de ti es que insistes en pensar que es un hombre, igual que insistes en pensar que hablaste con un coyote.

Cierta parte mía comprendía totalmente su argu­mento; había, sin embargo, otro aspecto de mi per­sona que no cedía, y que a pesar de la evidencia se aferraba con firmeza a la «razón».

Dije a don Juan que su explicación no satisfacía mis sentidos, aunque mi acuerdo intelectual con ella era completo.

—Eso es lo malo de las palabras —dijo con gran certidumbre—. Siempre nos fuerzan a sentirnos ilu­minados, pero cuando damos la vuelta para encarar al mundo siempre nos fallan y terminamos encaran­do al mundo como lo hemos hecho siempre, sin ilu­minación. Por este motivo, a un brujo le precisa ac­tuar más que hablar, y para efectuar eso obtiene una nueva descripción del mundo: una nueva descripción en la cual el hablar no es tan importante y en la cual los actos nuevos tienen nuevas reflexiones.

Tomó asiento junto a mí, me miró a los ojos y me pidió decir en voz alta lo que realmente había «visto» en el matorral.

Me enfrentaba en ese momento a una inconsistencia absorbente. Yo había visto la silueta oscura de un hombre, pero también había visto que dicha silueta se convertía en un pájaro. Había, por tanto, presenciado más de lo que mi razón me permitía considerar posible. Pero en lugar de descartar por entero mi razón, algo en mí había seleccionado partes de mi ex­periencia, como el tamaño y el contorno general de la silueta oscura, y las enarbolaba como posibilidades razonables, mientras descartaba otras partes, como la transformación de la figura en un pájaro. Y así había llegado a convencerme a mí mismo de haber visto un hombre.

Don Juan rió a carcajadas cuando expuse mi dilema. Dijo que tarde o temprano la explicación de los brujos llegaría a mí rescate y todo estaría entonces perfectamente claro, sin tener que ser razonable 0 irrazonable.

—Mientras tanto, lo único que puedo hacer por ti es garantizarte que eso no era un hombre —añadió.

La mirada de don Juan se hizo decididamente enervante. Mi cuerpo se estremeció en forma involuntaria. Me hacía sentir apenado y nervios.

—Busco marcas en tu cuerpo —explicó—. Tal vez no lo sepas, pero esta noche tuviste todo un combate allá afuera.

—¿Qué clase de marcas busca usted?

—No son propiamente marcas físicas en tu cuerpo, sino señales, indicios en tus fibras luminosas, zonas de mucho brillo. Somos seres luminosos y todo cuanto somos o sentimos se nota en nuestras fibras. Los seres humanos tienen un brillo que les es peculiar. Ésa es la única manera de distinguirlos de otros seres vivien­tes luminosos.

—Si hubieras viste esta noche, habrías notado que la figura en las matas no era un ser viviente luminoso.

Quise seguir preguntando, pero él me cubrió la boca con la mano y siseó para acallarme. Luego acercó la boca a mi oído y susurró que escuchara y tratase de oír un crujido suave, los leves pasos apagados de una mariposa nocturna sobre las hojas y ramas secas en el suelo.

No pude oír nada. Den Juan se levantó abruptamente, recogió la linterna y dijo que íbamos a sen­tarnos bajo la ramada junto a la puerta del frente. Me guió por la salida trasera y rodeamos la casa, al borde del chaparral, en vez de atravesar el cuarto y salir por enfrente. Explicó que era esencial hacer ob­via nuestra presencia. Describimos un semicírculo en torno al costado izquierdo de la casa. El paso de don Juan era extremadamente lento. Sus pisadas eran débiles y vacilantes. Su brazo temblaba al sostener la linterna.

Le pregunté si algo le pasaba. Con un guiño, me susurró que la enorme mariposa que andaba rondando tenía cita con un hombre joven, y que el lento andar de un anciano decrépito era una forma obvia de in­dicar quién era el interesado.

Cuando finalmente llegamos a la fachada de la casa, don Juan colgó la linterna de una viga y me hizo tomar asiento con la espalda contra la pared. Se sentó a mi derecha.

—Vamos a estarnos aquí —dijo— y tú vas a escri­bir y a hablar conmigo en forma muy normal. La polilla que hoy se te echó encima anda por aquí, en las matas. Dentro de un rato se acercará a mirarte. Por eso puse la linterna exactamente encima de ti. La luz guiará a la polilla para que te encuentre. Cuando llegue al filo del matorral, te llamará. Es un sonido muy especial. El sonido por si solo pude ayudarte.

—¿Qué clase de sonido es, don Juan?

—Es una canción. Un grito hipnotizante que las polillas producen. Por lo común no puede oírse, pero la polilla que anda por las matas es una polilla rara; oirás claramente su llamado y, siempre y cuando seas impecable, lo conservarás el resto de tu vida.

—¿En qué me va a ayudar?

—Esta noche, vas a tratar de acabar lo que empezaste antes. El ver sólo ocurre cuando el guerrero es capaz de parar el diálogo interno.

—Hoy paraste tu diálogo a pura fuerza, allá en las matas. Y viste. Lo que viste no fue claro. Pensaste que era un hombre. Yo digo que era una polilla. Nin­guno de los dos está en lo cierto, pero eso se debe a que tenemos que hablar. Yo te sigo llevando ventaja porque veo mejor que tú y porque estoy familiarizado con la explicación de los brujos; de modo que yo sé, aunque esto no sea exacto par entero, que la figura que viste hoy era una polilla.

—Y ahora vas a quedarte callado y sin pensamientos para dejar que la polillita venga otra vez a ti.

Apenas me era posible tomar notas. Don Juan, rien­do, me instó a proseguir mi escritura como si nada me molestara. Me tocó el brazo y me dijo que escribir era el mejor escudo de protección con que yo podría contar.

—Nunca hemos hablado de las polillas —conti­nuó—. No había llegado la hora hasta hoy. Como ya sabes, tu espíritu estaba sin balance. Para contrarres­tar eso, te enseñé la vida del guerrero. Pues bien, un guerrero empieza la faena con la certeza de que su espíritu está fuera de balance; pero a medida que va adquiriendo, sin pena ni apuro, control y conocimien­to, también va haciendo lo mejor que puede por ga­nar ese balance.

—En tu caso, como en el de todos los hombres, tu falta de balance se debía a la suma total de todas tus acciones. Pero ahora tu espíritu parece estar en una claridad propicia para hablar de las polillas.

—¿Cómo supo usted que ésta era la hora correcta para hablar de las polillas?

—Cuando llegaste, miré a una rondando alrededor de la casa. Esa era la primera vez que se mostraba amistosa y abierta. Ya la había visto antes en las mon­tañas, junto a la casa de Genaro, pero solamente como una figura espeluznante que reflejaba tu falta de orden.

En ese momento oí un extraño sonido. Era como el crujido apagado de una rama que raspase contra otra, o como el petardeo de un motor pequeño oído a distancia. Cambiaba de escalas, como un tono mu­sical, creando un ritmo sobrecogedor. Luego cesó.

—Esa fue la polilla —dijo don Juan—. A lo me­jor ya notaste que, aunque la luz de la linterna es lo bastante viva para atraer polillas, no hay ni siquie­ra una sola volando en torno de ella.

Yo no había prestado atención al hecho, pero una vez que don Juan me lo hizo notar, advertí también un silencio increíble en el desierto que circundaba la casa.

—No te sobresaltes —dijo calmadamente—. No hay nada en este mundo de lo cual un guerrero no pueda dar razón. Verás, un guerrero se considera ya muerto, y así no tiene ya nada que perder. Ya le pasó lo peor, y por lo tanto se siente tranquilo y sus pensa­mientos son claros; a juzgar por sus actos o sus pa­labras, uno jamás sospecharía que un guerrero lo ha presenciado todo.

Las palabras de don Juan, y sobre todo su ánimo, me resultaban muy confortantes. Le dije que en mi vida cotidiana había definitivamente dejado de ex­perimentar mi antiguo miedo obsesivo, pero que mi cuerpo se convulsionaba de temor al pensar en lo que había allí en las tinieblas.

—Allá afuera sólo hay conocimiento —dijo en tono objetivo—. El conocimiento es pavoroso, cierto; pero si un guerrero acepta la naturaleza aterradora del conocimiento, cancela lo temible.

El extraño sonido barbotante se oyó de nuevo. Parecía más cercano y más fuerte. Escuché con cuidado. Mientras más atención le prestaba, más difícil era determinar su naturaleza. No parecía ser el canto de un pájaro ni el gruñir de un animal terrestre. El tono de cada barbotar era rico y profundo; algunos se producían en una escala baja, otros en una alta. Tenían ritmo y duración específica; algunos eran largos, yo los oía como una sola unidad sonora; otros eran cortos y venían en conglomerado, como el sonido en staccato de una ametralladora.

—Las polillas son los heraldos o, mejor dicho, los guardianes de la eternidad —dijo don Juan cuando el sonido hubo cesado—. Por alguna razón, o a lo mejor por ninguna, son los depositarios del polvo de oro de la eternidad.

La metáfora me era ajena. Le pedí explicarla.

—Las polillas llevan polvo en sus alas —dijo—. Un polvo de oro. Ese polvo es el polvo del conocimiento.

Su explicación había oscurecido más Aún la metá­fora. Vacilé un momento, queriendo hallar la mejor manera de formular mi pregunta. Pero él empezó a hablar de nuevo.

—El conocimiento es un asunto de lo más peculiar —dijo—, especialmente para un guerrero. El conoci­miento, para un guerrero es algo que llega de pronto, lo envuelve, y pasa.

—¿Qué tiene que ver el conocimiento con el polvo en las alas de las polillas? —pregunté tras una larga pausa.

—El conocimiento llega flotando como centellas de polvo de oro, el mismo polvo que cubre las alas de las polillas. Y así pues, para un guerrero, el conocimiento es como si le cayera el agua de una regadera, o como si le llovieran centellas de polvo de oro.

En la forma más cortés que me fue posible, men­cioné que sus explicaciones me hablan confundido más aún. Riendo, me aseguró que cuanto decía tenía perfecto sentido, sólo que mi razón no me dejaba en paz.

—Las polillas han sido amigas intimas y ayudantes de los brujos desde tiempos inmemoriales —dijo—. ­No le di antes a este tema a causa de tu falta de preparación.

—¿Pero cómo puede el polvo en sus alas ser cono­cimiento?

—Ya verás.

Puso la mano sobre mi cuaderno y me indicó cerrar los ojos y quedarme callado y sin pensar. Dijo que el canto de la polilla en el chaparral me asistiría. Si le prestaba atención, me hablaría de sucesos inminen­tes. Recalcó que no sabía cómo iba a establecerse la comunicación entre la polilla y yo, ni cuáles serían los términos de la comunicación. Me instó asentirme tranquilo y seguro y a confiar en mi poder personal.

Tras un periodo inicial de impaciencia y nervio­sismo, logré quedar en silencio. Mis pensamientos dis­minuyeron en número hasta que mi mente se vació por completo. Los ruidos del chaparral desértica pa­recieron surgir al parejo de mi calma.

El extraño sonido que don Juan atribuía a una polilla se dejó escuchar nuevamente. Se registraba como una sensación en mi cuerpo, no como un pensamiento en mi mente. Se me ocurrió que no era para nada ominoso ni malévolo. Era dulce y sencillo. Era como el llamado de un niño. Trajo la memoria de un niñito que yo conocí. Los sonidos largos me recordaban su redonda cabeza rubia; los sonidos cortos, en staccato, su risa. Me oprimió un sentimiento de an­gustia suprema, y sin embargo no había ideas en mi mente; sentía la angustia en el cuerpo. Incapaz de permanecer sentado, me deslicé hasta quedar de lado sobre el suelo. Mi tristeza era tan intensa que empecé a pensar. Evalué mi dolor y mi pena y de pronto me hallé inmerso en un debate interno acerca del niño. El sonido barbotante había cesado. Mis ojos estaban cerrados. Oía don Juan incorporarse y luego sentí cómo me ayudaba asentarme. Yo no quería hablar. Él no dijo una palabra. Lo oí moverse junto a mí. Abrí los ojos; se había arrodillado frente a mí y exa­minaba mi rostro, acercándome la linterna. Me or­denó poner las manos en el estómago. Se levantó, fue a la cocina y trajo agua. Salpicó parte de ella en mi cara y me dio a beber el resto.

Tomó asiento a mi lado y me entregó mis notas. Le dije que el sonido me había envuelto en una ensoña­ción sumamente dolorosa.

—Te estás entregando a tu vicio —dijo con se­quedad.

Pareció sumergirse en sus pensamientos, como si buscara una proposición adecuada que hacer.

—El problema de esta noche es ver gente —dijo por fin—. Primero debes parar tu diálogo interno, y luego traer la imagen de la persona que quieres ver; cualquier pensamiento que uno lleva en mente en un estado de silencio es propiamente una orden, pues no hay otros pensamientos que compitan con él. Esta noche, la polilla en las matas quiere ayudarte, y can­tará para ti. Su canción traerá las centellas doradas, y entonces verás a la persona que has elegido.

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