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Authors: Carlos Castaneda

Tags: #Autoayuda, Esoterismo, Relato

Relatos de poder (7 page)

Hizo un gesto risible que podía significar cualquier cosa.

Cuando la risa amainó, pregunté a don Genaro qué hacía un doble, o qué hacía un brujo con el doble.

Don Juan respondió. Dijo que el doble tenía poder, y que usaba para realizar hazañas que serían inimaginables en términos ordinarios.

—Ya re he dicho una y otra vez que el mundo no tiene fondo —me dijo—. Y tampoco lo tenemos nosotros los hombres, o los otros seres que existen en este mundo. Por eso, es imposible razonar al doble. Sin embargo se te ha permitido a ti atestiguarlo, y eso debería ser más que suficiente.

—Pero debe haber un modo de hablar de él —dije—. Usted mismo me ha dicho que explicó su conversación con el venado para poder hablar de ella. ¿No puede Hacer lo mismo con el doble?

Guardó silencio un momento. Le rogué. La ansie­dad que experimentaba iba más allá de todo cuanto jamás había atravesado.

—Bueno, un brujo puede desdoblarse —dijo don Juan—. Eso es todo lo que se puede decir.

—¿Pero se da cuenta de que está desdoblado?

—Claro que se da cuenta.

—¿Sabe que está en dos sitios al mismo tiempo?

Ambos me miraron y luego se miraron entre sí.

—¿Dónde está el otro don Genaro? —pregunté.

Don Genaro se inclinó en mi dirección y fijó la vista en mis ojos.

—No sé —dijo suavemente—. Ningún brujo sabe dónde está su otro.

—Genaro tiene razón —dijo don Juan—. Un brujo no tiene ni la menor idea de que está en dos sitios al mismo tiempo. Tener conocimiento de eso equival­dría a encarar a su doble, y el brujo que se encuentra cara a cara consigo mismo es un brujo muerto. Ésa es la regla. Ése es el modo en que el poder ha armado las cosas. Nadie sabe por qué.

Don Juan explicó que, para cuando un guerrero ha conquistado el «soñar» y el «ver» y ha desarrollado un doble, debe haber logrado asimismo borrar la his­toria personal, el darse importancia a sí mismo, y las rutinas. Dijo que todas las técnicas que me había enseñado y que yo había considerado conversación vana eran, en esencia, medios de dar fluidez a la per­sonalidad y al mundo y colocándolos fuera de los límites de la predicción, para de ese modo eliminar la impracticabilidad de tener un doble en el mundo or­dinario.

—Un guerrero fluido ya no puede ponerle fechas cronológicas al mundo —explicó don Juan—. Y para él, el mundo y él mismo ya no son objetos. Él es un ser luminoso que existe en un mundo luminoso. El doble es cosa sencilla para un brujo porque él sabe lo que hace. Tomar notas es para ti cosa sencilla, pero todavía asustas a Genaro con tu lápiz.

—¿Puede una persona ajena, mirando a un brujo, ver que está en dos lugares a la vez? —pregunté a don Juan.

—Seguro. Ésa sería la única manera de saberlo.

—¿Pero no puede asumirse lógicamente que el brujo también notaría que ha estado en dos lugares?

—¡Ajá! —exclamó don Juan—. Por esta vez acertas­te. Un brujo puede sin duda notar, después, que ha estado en dos sitios al mismo tiempo. Pero esto sólo sirve para llevar la cuenta y no afecta en nada el hecho de que, mientras actúa, no tiene idea de que es doble.

Mi mente se tambaleaba. Sentí que, de no seguir escribiendo, estallaría.

—Piensa en esto —prosiguió—. El mundo no se nos viene encima directamente; la descripción del mundo siempre está en el medio. Así pues, hablando con propiedad, siempre estamos a un paso de distan­cia y nuestra vivencia del mundo es siempre un re­cuerdo de la experiencia. Estamos eternamente re­cordando el instante que acaba de suceder, acaba de pasar. Recordamos, recordamos, recordamos.

Volteó la mano una y otra vez para darme el sen­timiento de lo que quería decir.

—Si toda nuestra vivencia del mundo es recuerdo, entonces no resulta tan absurdo decir que un brujo puede estar en dos sitios al mismo tiempo. Pero ese no es el caso desde el punto de vista de lo que él siente, porque para vivir el mundo un brujo, como cualquier otro hombre, tiene que recordar el acto que acaba de realizar, la experiencia que acaba de vivir. En el conocimiento del brujo hay un solo recuerdo. Sin embargo, para alguien que estuviera mirando al brujo, el brujo aparecería como si estuviera actuando a la vez en dos episodios diferentes. El brujo, no obstante, recuerda dos instantes aislados, distintos, porque para él la goma de la descripción del tiempo ya no pega más.

Cuando don Juan terminó de hablar, me sentí se­guro de tener fiebre.

Don Genaro me examinó con ojos curiosos.

—Tiene razón —dijo—. Siempre andamos un salto atrás.

Movió la mano como don Juan había hecho; su cuerpo empezó a moverse en tirones y saltó hacía atrás sobre su asiento. Era como si tuviese hipo y el hipo forzara a su cuerpo a saltar. Empezó a despla­zarse de espaldas, saltando sentado, y fue hasta el fi­nal de la ramada y regresó.

La visión de don Genaro saltando hacia atrás sobre sus nalgas, en vez de ser chistosa como debería haber sido, me produjo un ataque de miedo tan intenso que don Juan tuvo que golpear repetidamente, con los nudillos, la parte superior de mi cabeza.

—Sencillamente no puedo comprender todo esto, don Juan —dije.

—Yo tampoco —repuso don Juan, alzando los hom­bros.

—Y yo menos, querido Carlitos —añadió don Ge­naro.

Mi fatiga, el total de mi experiencia sensorial, el ambiente de ligereza y humor que prevalecía, y las payasadas de don Genaro eran demasiado para mis nervios. No podía detener la agitación en los múscu­los de mi estómago.

Don Juan me hizo rodar en el piso hasta que reco­bré la calma; luego volví a sentarme encarándolos.

—¿Es sólido el doble? —pregunté a don Juan tras un largo silencio.

Me miraron.

—¿Tiene cuerpo el doble? —pregunté.

—Seguro —dijo don Juan—. La solidez, el cuerpo son recuerdos; al igual que todo lo demás que senti­mos del mundo, son recuerdos que acumulamos. Tú tienen el recuerdo de mi solidez, igual que tienes el recuerdo de comunicarte con palabras. Por eso crees que hablaste con un coyote y sientes que soy sólido.

Don Juan puso su hombro junto al mío y me dio un leve codazo.

—Tócame —dijo.

Le di palmadas y luego lo abracé. Me hallaba al borde del llanto.

Don Genaro se puso de pie y se me acercó. Daba la impresión de un niño con brillantes ojos traviesos. Hizo un mohín frunciendo los labios y me miró un largo momento.

—¿Y yo? —preguntó, tratando de esconder una son­risa—. ¿No vas a darme mi abrazo?

Me levanté y extendí los brazos para tocarlo; mi cuerpo pareció congelarse en esa postura. No tenía poder para moverme. Traté de forzar mis brazos a alcanzarlo, pero la pugna fue en vano.

Don Juan y don Genaro se pararon, observándome. Sentí mi cuerpo contraerse bajo una presión desco­nocida.

Don Genaro tomó asiento y fingió ponerse de mal humor porque yo no lo había abrazado; frunció la boca y golpeó el suelo con los talones, luego los dos volvieron a estallar en carcajadas.

Los músculos de mi estómago temblaban, sacudien­do todo mi cuerpo. Don Juan señaló que estaba mo­viendo la cabeza como él había recomendado antes, y que ésa era la oportunidad de tranquilizarme refle­jando un rayo de luz en la córnea de mis ojos. Me jaló a la fuerza a campo abierto, fuera del techo de la ramada, y manipuló mi cuerpo para que mis ojos captaran el sol oriental; pero cuando acabó de po­nerme en la posición adecuada, yo había dejado de temblar. Noté que yo aferraba mi cuaderno solamen­te después de que don Genaro dijo que el peso de las hojas era lo queme hacía estremecer.

Aseguré a don Juan que mi cuerpo me jalaba para irme. Agité la mano en dirección de don Ge­naro. No quería darles tiempo de hacerme cambiar de idea.

—Adiós, don Genaro —grité—. Ya tengo que irme.

Devolvió el ademán.

Don Juan caminó conmigo unos metros, hacia mi coche.

—¿Usted también tiene un doble, don Juan? —pre­gunté.

—¡Claro! —exclamó.

Tuve en ese momento una idea enloquecedora. Quise descartarla y marcharme a toda prisa, pero algo en mi interior seguía aguijándome. A lo largo de los años de nuestra relación, se había hecho cos­tumbre que, cada vez que yo deseaba ver a don Juan, iba a Sonora o a México central y siempre lo hallaba esperándome. Había aprendido a dar eso por sentado y nunca hasta entonces se me había ocurrido pensar nada al respecto.

—Dígame una cosa, don Juan —dije, medio en bro­ma—. ¿Usted es usted, o usted es su doble?

Se inclinó hacia mí. Sonreía.

—Mi doble —susurró.

Mi cuerpo saltó en el aire como si me impeliera una fuerza formidable. Corrí a mi coche.

—Lo dije en broma —dijo don Juan en voz alta.

Todavía no te puedes ir. Me sigues debiendo cinco días.

Ambos corrieron hacia el auto mientras yo lo echaba en reversa. Reían y brincoteaban.

—¡Carlitos, llámame cuando quieras! —gritó don Genaro.

EL SOÑADOR Y EL SOÑADO

Llegué a casa de don Juan temprano por la maña­na. Había pasado la noche en un motel en el ca­mino, para estar allí antes del mediodía.

Don Juan estaba en la parte trasera y vino al fren­te cuando lo llamé. Me dio un saludo caluroso y la impresión de que se alegraba de verme. Hizo un comentario que creí destinado a sosegarme, pero que produjo el efecto contrario.

—Te oí venir —dijo con una sonrisa—. Y me corrí para atrás de la casa. Tuve miedo de que si me que­daba aquí fueras a asustarte.

Señaló, en tono casual, que me hallaba sombrío y pesado. Dijo que le recordaba a Eligio, quien era lo bastante mórbido para ser un buen brujo, pero de­masiado para hacerse hombre de conocimiento. Aña­dió que el único modo de contrarrestar el devastador efecto del mundo de los brujos era reírse de él.

Había evaluado correctamente mi estado de áni­mo. Yo estaba, en verdad, preocupado y asustado. Salimos a una larga caminata. Mis sentimientos tarda­ron horas en aligerarse. Caminar con él me hacía sentir mejor que si hubiera intentado disipar mis sombras hablando.

Regresamos a su casa al atardecer. Me moría de hambre. Después de comer nos sentamos bajo la ra­mada. El cielo estaba despejado. La luz de la tarde me producía complacencia. Quise conversar.

—Llevo meses de sentirme inquieto —dije—. Hubo algo verdaderamente pavoroso en lo que usted y don Genaro dijeron e hicieron la última vez que estu­ve, aquí.

Don Juan no respondió. Se puso en pie y caminó por la ramada.

—Tengo que hablar de esto —dije—. Me obsesiona y no puedo dejar de darle vueltas.

—¿Tienes miedo? —preguntó.

Yo no tenía miedo sino desconcierto; me avasalla­ba lo que había visto y oído. Los huecos en mi razón eran tan enormes que, de no repararlos, yo debería prescindir de ella por entero.

Mis comentarios le dieron risa.

—Todavía no tires tu razón —dijo—. Todavía no es hora de hacer eso. Eso sucederá, por cierto, pero no creo que ahora sea el momento.

—Entonces, ¿debo tratar de hallar una explicación para lo que ocurrió? —pregunté.

—¡Seguro! —replicó—. Tienes el deber de apaciguar tu mente. Los guerreros no ganan victorias golpeán­dose la cabeza contra los muros. Los guerreros saltan los muros, no los derriban.

—¿Cómo puedo saltar éste? —pregunté.

—En primer lugar, me parece un error fatal que tomes las cosas tan en serio —dijo al tomar asiento junto a mí—. Hay tres clases de malos hábitos que usamos una y otra vez al enfrentarnos con situaciones fuera de lo común en esta vida. Primero: podemos no hacer caso de lo que está ocurriendo o ha ocurri­do, y sentir como si nunca hubiera pasado. Ése es el camino del santurrón. Segundo: podemos aceptar todo tal como se presenta y sentir como si supiéra­mos qué es lo que está pasando. Ése es el camino de los devotos. Tercero: podemos obsesionarnos con un suceso porque no podemos descartarlo o porque no podemos aceptarlo de todo corazón. Ése es el camino del tonto. ¿Tu camino? Hay un cuarto camino, el correcto, el camino del guerrero. Un guerrero actúa como si nunca hubiera pasado nada, porque no cree en nada, pero acepta todo tal como se presenta. Acep­ta sin aceptar y descarta sin descartar. Nunca siente como si supiera, ni tampoco siente como si nada hu­biera pasado. Actúa como si tuviera el control, aun­que esté temblando de miedo. Actuar en esa forma disipa la obsesión.

Quedamos largo rato en silencio. Las palabras de don Juan eran como un bálsamo para mí.

—¿Puedo hablar de don Genaro y su doble? —pre­gunté.

—Depende de lo que quieras decir de él —repu­so—. ¿Vas a entregarte a la obsesión?

—Quiero entregarme a las explicaciones —dije—. Estoy obsesionado porque no me he atrevido a venir a verlo ni he podido hablar con nadie de mis escrú­pulos y mis dudas.

—¿No hablas con tus amigos?

—Sí, pero ¿cómo podrían ayudarme?

—Nunca pensé que necesitaras ayuda. Debes culti­var el sentimiento de que un guerrero no necesita nada. Dices que necesitas ayuda. ¿Ayuda para qué? Tienes todo lo necesario para el viaje extravagante que es tu vida. He tratado de enseñarte que la ver­dadera experiencia es ser un hombre, y que lo que cuenta es estar vivo; la vida es la vueltita que ahora estamos tomando. La vida en sí misma es suficiente y se explica sola, y es completa.

—Un guerrero entiende eso y vive de acuerdo a eso; por lo tanto, uno puede decir sin ser presumido, que la experiencia de experiencias es el ser un guerrero.

Pareció esperar respuesta. Titubeé un momento. Quería elegir cuidadosamente mis palabras.

—Si un guerrero necesita alivio —prosiguió—, sim­plemente elige a cualquiera y le expresa a esa perso­na cada detalle de su tumulto. Después de todo, el guerrero no busca que le entiendan o le ayuden; con hablar simplemente busca aliviar su presión. Eso es, siempre y cuándo el guerrero sea dado a hablar; si no lo es, no le dice nada a nadie. Pero tú no vives total­mente como guerrero. No todavía. Y los obstáculos que te salen al encuentro han de ser verdaderamente monumentales. Te entiendo perfectamente.

No se hacia el gracioso. A juzgar por la preocupa­ción en su mirada, parecía ser alguien que hubiera andado por esos rumbos. Se puso en pie y me dio palmaditas en la cabeza. Se paseó de un lado a otro a lo largo de la ramada y miró casualmente hacia el chaparral en torno de la casa. Sus movimientos evo­caron en mí una sensación de inquietud.

Con el fin de relajarme, empecé a hablar de mi di­lema. Sentía que inherentemente era demasiado tar­de para fingirme un espectador inocente. Bajo su guía, me había entrenado hasta lograr percepciones extrañas, como «parar el diálogo interno» y controlar los sueños. Ésas eran instancias que no podían falsi­ficarse. Yo había seguido sus sugerencias, aunque nun­ca al pie de la letra, y había logrado parcialmente romper rutinas cotidianas, asumir responsabilidades por mis actos, borrar la historia personal, y llegado finalmente a un punto que años antes me producía pánico, era capaz de estar solo sin violentar mi bienes­tar físico ni emotivo. Ése era quizá mi triunfo aisla­do más sorprendente. Desde la perspectiva de mis anteriores expectaciones y estados de ánimo, hallarme solo y no «salirme de mis casillas» era un estado in­concebible. Tenía aguda conciencia de todos los cam­bios acontecidos en mi vida y en mi visión del mun­do, y también de que en alguna forma era superfluo resentir tan profundamente la revelación de don Juan y don Genaro acerca del «doble».

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