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Authors: Carlos Castaneda

Tags: #Autoayuda, Esoterismo, Relato

Relatos de poder (15 page)

—¡Corre, Max, corre! —dije al gato.

Bajó de un salto; cruzó velozmente la calle con el cuerpo cerca de tierra, como un verdadero felino. El otro lado de la calle estaba vacío; no había coches estacionados y pude ver a Max correr a lo largo de la cloaca. Llegó a la esquina de un gran bulevar y des­cendió por la compuerta de desagüe.

Mi amiga regresó. Le dije que Max se había ido. Ella subió al auto y nos fuimos sin decir palabra.

A lo largo de los meses, el incidente se convirtió en un símbolo para mí. Imaginé, o acaso vi, un raro destello en los ojos de Max cuando me miró al saltar del coche. Y creí que por un instante ese animal do­méstico, castrado, gordo e inútil, se hizo gato.

Expresé a don Juan mi convicción de que, cuando Max corría calle abajo y se sumergía en el drenaje, su «espíritu de gato» era impecable, y quizás en, ningún otro momento de su vida fue tan evidente su «gatunidad». El incidente me dejó una impresión imborrable.

Conté la historia a todos mis amigos; tras repetirla una y otra vez, mi identificación con el gato llegó a ser muy placentera.

Me pensaba yo mismo como Max: dejado, domesti­cado en muchos sentidos, pero no podía pasar por alto, sin embargo, que siempre había la posibilidad de un momento en que el espíritu del hombre se pose­sionara de todo mi ser, igual que el espíritu «gatuno» llenó el cuerpo hinchado e inútil de Max.

A don Juan le había gustado la historia; hizo algu­nos comentarios casuales acerca de ella. Dijo que no era tan difícil dejar que el espíritu del hombre fluye­ra a tomar las riendas; sostener el paso, sin embargo, era algo que sólo un guerrero podía hacer.

—¿Qué pasa con la historia de los gatos? —pregunté—. Me dijiste que crees estar corriendo el riesgo, como Max —dijo él.

—Así creo.

—Lo que he estado queriendo decirte es que, como guerrero, no puedes nada más creer eso y dejar las cosas así. Con Max, tener que creer significa que aceptas el hecho de que su fuga pudo ser un arran­que inútil. A lo mejor se metió por el desagüe y se murió en el acto. A lo mejor se ahogó, o se murió de hambre, o se lo comieron las ratas. Un guerrero toma en consideración todas esas posibilidades y lue­go elige creer de acuerdo con su predilección intima.

Como guerrero, tienes que creer que a Max le salió todo bien; que no sólo escapó, sino que mantuvo su poder. Tienes que creerlo. Digamos que sin esa creen­cia no tienes nada.

La diferencia se hizo muy clara. Pensé que yo, en realidad, había elegido creer en la supervivencia de Max, sabiendo que tenía en su contra toda una vida regalada y llena de engreimientos.

—Creer es lo de menos —siguió don Juan—. Tener que creer es otra cosa. En este caso, por ejemplo, el poder te dio una lección espléndida, pero elegiste usarla sólo en parte. Sin embargo, si tienes que creer, debes usar todo el suceso.

—Ya me voy dando cuenta a qué se refiere usted —dije.

Mi mente se hallaba en un estado de lucidez, y pa­recía aprehender los conceptos sin el menor esfuerzo.

—Temo que todavía no entiendes —dijo don Juan, casi en un susurro.

Me miró con fijeza. Sostuve su mirada un mo­mento.

—¿Y el otro gato? —preguntó.

—¿Uh? ¿El otro gato? —repetí involuntariamente.

Lo había olvidado. Mi símbolo había girado en torno a Max. El otro gato no tenía importancia para mí.

—¡Por supuesto que la tiene! —exclamó don Juan cuando di voz a mis pensamientos—. Tener que creer significa que también tienes que tomar en cuenta al otro gato. Al que jugaba y lamía las manos que lo llevaban a su fin. Ese fue el gato que marchó con­fiado hacia su muerte, repleto de sus juicios de gato.

—Tú piensas que eres como Max; por eso te olvidas del otro gato. Ni siquiera sabes su nombre. Tener que creer significa que debes tomar todo en conside­ración, y antes de decidir que eres como Max debes considerar que a lo mejor eres como el otro gato; en vez de luchar por tu vida y correr el riesgo, a lo me­jor te vas feliz a tu muerte, repleto de tus juicios.

Había en sus palabras una tristeza inquietante, o acaso, la tristeza era mía. Permanecimos largo rato en silencio. Jamás se me había ocurrido que yo podía ser como el otro gato. La idea me conturbaba gran­demente.

Una leve conmoción y el sonido de voces apagadas me sacaron bruscamente de mis deliberaciones. Unos policías dispersaban a la gente reunida en torno al hombre tirado en el pasto. Alguien había colocado, bajo la cabeza del yacente, un saco enrollado a manera de almohada. El hombre yacía paralelo a la calle. Miraba al este. Desde mi sitio, casi podía sa­ber que tenía los ojos abiertos.

Don Juan suspiró.

—Qué tarde más espléndida —dijo, mirando el cielo.

—No me gusta la ciudad de México —dije.

—¿Por qué?

—Odio el smog.

Meneó rítmicamente la cabeza, como asintiendo a mis palabras.

—Preferiría estar con usted en el desierto, o en las montañas —dije.

—Si yo fuera tú, nunca diría eso —replicó—. —No quise decir nada malo, don Juan.

—Eso ya lo sabemos. Pero eso no es lo que impor­ta. Un guerrero, o cualquier hombre si a ésas vamos, no puede de ningún modo lamentarse por no estar en otra parte; un guerrero porque vive del desafío, un hombre común porque no sabe dónde lo va a encon­trar su muerte.

—Mira a ese hombre ahí al lado, tirado en el pasto: ¿Qué crees que le pasa?

—Está borracho o enfermo —dije.

—¡Se está muriendo! —dijo don Juan con definiti­va convicción—. Cuando nos sentamos aquí, vislum­bré a su muerte haciéndole la rueda. Por eso te dije que no te levantaras; llueva o truene, no puedes pa­rarte de esta banca hasta el final. Ésta es la indica­ción que esperábamos. Atardece. En estos momentos, el sol se va a poner. Es tu hora de poder. ¡Mira! La escena con ese hombre es sólo para nosotros.

Señaló que, desde donde nos hallábamos, teníamos campo abierto para ver al hombre. Un grupo de cu­riosos formaba semicírculo a su otro costado, frente a nosotros.

La presencia del hombre tirado en la grama me in­quietaba cada vez más. Era delgado y moreno, todavía joven. Su cabello negro era corto y rizado. Tenía la camisa desabotonada y el pecho al descubierto. Lle­vaba un suéter anaranjado, de punto, con hoyos en los codos, y astrosos pantalones grises. Sus zapatos, de algún color borrado, indefinible, estaban desatados. Se veta rígido. Yo no podía decir si respiraba o no. Me pregunté si estaba muriendo, como decía don Juan. ¿O quizá don Juan usaba simplemente el even­to para recalcar algo? Mis anteriores experiencias con él me daban la certeza de que, en alguna forma, esta­ba haciendo todo encajar en algún misterioso plan propio.

Tras un largo silencio me volví hacia él. Tenía los ojos cerrados. Empezó a hablar sin abrirlos.

—Ese hombre está a punto de morir —dijo—. Pero tú no lo crees, ¿verdad?

Abrió los ojos y me miró un segundo. La mirada, de tan penetrante, me aturdió.

—No, no lo creo —dije.

Sentía en realidad que todo el asunto era demasia­do sencillo. Vinimos a sentarnos en el parque y allí mismo, como si todo fuera una representación teatral, había un moribundo.

—El mundo se ajusta a sí mismo —dijo don Juan después de escuchar mis dudas—. Esto no es una far­sa. Esto es un augurio, un acto de poder.

—El mundo sostenido por razón hace de todo esto un asunto que podemos observar por un momento en camino hacia otras cosas más importantes. Todo lo que podemos decir de esto es que un hombre está tirado en el pasto, en el parque, a lo mejor borracho.

—El mundo sostenido por voluntad lo hace un acto de poder, un acto que podemos ver. Podemos ver que la muerte está girando velozmente sobre el hombre, que le hunde las garras más y más en sus fibras lumi­nosas. Podemos ver que las cuerdas luminosas pier­den tensión y se desvanecen una a una.

—Ésas son las dos posibilidades que se abren a nos­otros, los seres luminosos. Tú andas por ahí en el me­dio; todavía quieres tenerlo todo bajo la firma de la razón. Y sin embargo, ¿cómo puedes descartar el he­cho de que tu poder personal te trajo esta señal? Vinimos a este parque, después de que me encontras­te donde yo te esperaba —me encontraste así de sope­tón, sin pensar, ni planear, ni usar deliberadamente tu razón—, y después de que nos sentamos aquí a es­perar una señal, nos dimos cuenta de ese hombre; cada uno de nosotros lo notó a su manera: tú con tu razón, yo con mi voluntad.

—Ese moribundo es uno de los centímetros cúbicos de suerte que el poder pone siempre a disposición del guerrero. El arte del guerrero es ser perennemente fluido para poderlo coger de un tirón. Yo lo he co­gido de un tirón, y ¿tú?

No pude responder. Tomé conciencia de un abismo inmenso dentro de mí, y por un momento tuve, en alguna forma, conocimiento de los dos mundos a los cuales se refería.

—¡Qué señal más exquisita es ésta! —prosiguió­—. Y todo esto para ti. El poder te enseña que la muerte es el ingrediente indispensable del tener que creer. Si no se tiene en cuenta a la muerte, todo es ordinario, trivial. Sólo porque la muerte nos anda al acecho es el mundo un misterio sin principio ni fin. El poder te ha mostrado eso. Todo lo que yo he hecho es reunir los detalles de esta señal, a fin de que la dirección fuera clara; pero al reunir así los detalles, también yo te he mostrado que todo cuanto te he dicho hoy es lo que yo mismo tengo que creer, porque esa es la predi­lección de mi espíritu.

Nos miramos a los ojos un momento.

—Esto me recuerda la poesía esa que me leías —dijo, haciendo a un lado la mirada—. Acerca de ese hombre que juró morir en París. ¿Te acuerdas cómo era?

El poema era «Piedra negra sobre una piedra blan­ca»,\4 de César Vallejo. A petición de don Juan, yo le había leído y recitado incontables veces las dos pri­meras estrofas.

Me moriré en París con aguacero,

un día del cual tengo ya el recuerdo.

Me moriré en París —y no me corro—

­tal vez un jueves, como es hoy, de otoño.

Jueves será, porque hoy, jueves, que proso

estos versos, los húmeros me he puesto

a la mala y, jamás como hoy, me he vuelto,

con todo mi camino, a verme solo.

El poema resumía para mí una melancolía indes­criptible.

Don Juan susurró que él tenía que creer que el mo­ribundo había tenido bastante poder personal para permitirle escoger las calles de la ciudad de México como el sitio de su muerte.

—Volvemos otra vez a la historia de los dos gatos —dijo—. Tenemos que creer que Max se dio cuenta de lo que le andaba al acecho y, cómo ese hombre que está ahí, tuvo al menos poder suficiente para es­coger el sitio de su fin. Pero hubo el otro gato, como hay otros hombres cuya muerte los envolverá mientras están solos, desprevenidos, mirando las paredes y el techo de un cuarto desolado y feo.

—En cambio, aquel hombre se está muriendo donde siempre ha vivido: en las calles. Tres policías son sus guardias de honor. Y, a medida que se desvanece, se acentuarán en sus ojos los últimos resplandores de las luces de los aparadores de las tiendas que están en­frente; de los coches, de los árboles, de las oleadas de gente que se arremolina en la calle; y sus oídos se inundarán por última vez con los sonidos del trán­sito y las voces de los hombres y las mujeres que pasan.

—Así que, si no fuera porque nos damos cuenta de la presencia de nuestra muerte no hubiera poder, ni misterio.

Miré largo rato al hombre. Estaba inmóvil. Aca­so había muerto. Pero mi incredulidad ya no impor­taba. Don Juan estaba en lo cierto. Tener que creer que el mundo es misterioso e insondable era la ex­presión de la predilección intima de un guerrero. Sin ella, el guerrero no tenía nada.

LA ISLA DEL TONAL

Don Juan y yo volvimos a vernos a eso del mediodía siguiente, en el mismo parque. Él lucía aún su traje café. Tomamos asiento en una banca; se quitó el saco, lo dobló con gran cuidado, pero a la vez con un aire de suprema indiferencia, y lo puso en la banca. Su despreocupación era muy estudiada y, sin embargo, completamente natural. Me sorprendí mirándolo con fijeza. Él parecía al tanto de la paradoja que me presentaba, y sonrió. Enderezó su corbata. Llevaba una camisa beige de manga larga. Le quedaba muy bien.

—Traigo todavía mi traje porque quiero decirte algo de gran importancia —dijo, dando palmadas en mi hombro—. Ayer te salieron las cosas muy bien; así que ya es hora de llegar a ciertos arreglos finales.

Hizo una larga pausa. Parecía estar preparando una declaración. Tuve una sensación extraña en el estómago. Mi suposición inmediata fue que don Juan iba a darme allí mismo la explicación de los brujos. Se puso en pie un par de veces y se paseó de un lado a otro frente a mí, como si le resultara difícil dar voz a lo que tenía en mente.

—Vamos al restaurante de enfrente a comer algo —dijo finalmente.

Desdobló el saco, y antes de ponérselo me mostró que tenla forro completo.

—Hecho a la medida —dijo, y sonrió como si eso lo enorgulleciera, como si le importara.

—Tengo que llamarte la atención sobre estas cosas, porque si no, no lo notarías, y es importante que tengas en cuenta que mi forro es completo. Tú te das cuenta de todo sólo cuando piensas que así debes hacerlo; pero la condición de un guerrero, es darse cuenta de todo en todo momento.

—Mi traje y todos estos adornos son importantes porque representan mi condición en la vida. O mejor dicho, la condición de una de las dos partes de mi totalidad. Esta discusión ha estado pendiente, por muchos años. Yo sé que esta es la hora de tenerla. Todos los puntos de esta discusión tienen que estar, sin embargo, perfectamente cortados, de lo contrario no tendrá sentido. Quise que mi traje te diera la pri­mera pista. Creo que ha cumplido su misión. Ahora es tiempo de hablar, porque en los asuntos de este tema, no hay comprensión completa sin palabras.

—¿Cuál es el tema, don Juan?

—La totalidad de uno mismo.

Se puso en pie abruptamente y me guió a un res­taurante en un gran hotel al otro lado de la calle. Una recepcionista con cara de pocos amigos nos dio una mesa dentro, en un rincón ciego. Obviamente, los lugares preferentes estaban cerca de las ventanas.

Dije a don Juan que la mujer me recordaba a otra encargada, en un restaurante de Arizona donde él y yo comimos una vez, la cual nos preguntó, antes de darnos el menú, si teníamos dinero suficiente para pagar.

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