—El nagual es la parte de nosotros para la cual no hay descripción: ni palabras, ni nombres, ni sensaciones, ni conocimiento.
—Ésa es una contradicción, don Juan. En mi opinión, si no puede sentirse ni describirse ni nombrarse, no puede existir.
—Es una contradicción nada más en tu opinión. Ya te lo advertí: no te rompas la crisma tratando de entender esto.
—¿Diría usted que el nagual es la mente?
—No. La mente es un objeto encima de la mesa. La mente es parte del tonal. Digamos que la mente es la salsa picante.
Tomó una botella de salsa y la puso frente a mí.
—¿Es el nagual el alma?
—No. El alma también está en la mesa. Digamos que el alma es el cenicero.
—¿Es el nagual los pensamientos?
—No. Los pensamientos también están en la mesa. Los pensamientos son como los cubiertos.
Cogió un tenedor y lo puso junto a la salsa y el cenicero.
—¿Es un estado de gracia? ¿El cielo?
—Tampoco es eso. Eso, sea lo que fuera, también es parte del tonal. Es, digamos, la servilleta.
Seguí proponiendo formas de describir aquello a lo que él aludía: intelecto puro, psique, energía, fuerza vital, inmortalidad, principio vital. Por cada cosa que yo nombraba, él hallaba en la mesa un objeto que servía de contraparte y lo ponía frente a mí, hasta que todo cuanto había en la mesa quedó apilado en un montón.
Don Juan parecía disfrutar enormidades. Soltaba risitas y se frotaba las manos cada vez que yo nombraba otra posibilidad.
—¿Es el nagual el Ser Supremo, el Omnipotente, Dios? —pregunté.
—No. Dios también está en la mesa. Digamos que Dios es el mantel.
Hizo, en broma, el gesto de jalar el mantel para amontonarlo con los otros objetos que había puesto frente a mí.
—Pero ¿dice usted que Dios no existe?
—No. No dije eso. Sólo dije que el nagual no era Dios, porque Dios es un objeto de nuestro tonal personal y del tonal de los tiempos. El tonal es, como ya dije, todo lo que creemos que es parte del mundo, incluyendo a Dios, por supuesto. Dios no tiene otra importancia que la de ser parte del tonal de nuestro tiempo.
—Según yo lo entiendo, don Juan, Dios es todo ¿No estamos hablando de lo mismo?
—No. Dios es solamente todo aquello en lo que puedes pensar; por eso, propiamente hablando, Dios no es sino otro objeto en la isla. Dios no puede ser visto cuando uno quiere; sólo podemos hablar de Él. En cambio, el nagual está al servicio del guerrero. Puede ser visto, pero no se puede hablar de él.
—Si el nagual no es ninguna de las cosas que he mencionado —dije—, quizá pueda usted decirme el sitio donde se encuentra. ¿Dónde está?
Don Juan hizo un amplio ademán y señaló el área más allá de los confines de la mesa. Movió la mano como si, con el dorso, limpiara una superficie imaginaria que rebasara los bordes de la mesa.
—El nagual está allí —dijo—. Allí, alrededor de la isla. El nagual está, allí, donde el poder se cierne.
—Desde el momento de nacer sentimos que hay dos partes en nosotros. A la hora de nacer, y luego por algún tiempo después, uno es todo nagual. En ese entonces, nosotros sentimos que para funcionar necesitamos una contraparte a lo que tenemos. Nos falta el tonal y eso nos da, desde el principio, el sentimiento de no estar completos. A esas alturas el tonal empieza a desarrollarse y llega a tener una importancia tan absoluta para nuestro funcionamiento que opaca el brillo del nagual, lo avasalla; y así nos volvemos todo tonal. Desde el momento en que uno se vuelve todo tonal, no hacemos otra cosa sino aumentar esa vieja sensación de estar incompletos; esa sensación que nos acompaña desde el momento de nacer y que nos dice constantemente que hay otra parte de nosotros que nos haría íntegros.
—A partir del momento en que somos todo tonal, empezamos a hacer pares. Sentimos nuestros dos lados, pero siempre los representamos con objetos del tonal. Decimos que nuestras dos partes son el alma y el cuerpo. O la mente y la materia. O el bien y el mal. Dios y Satanás. Nunca nos damos cuenta, sin embargo, de que sólo estamos haciendo parejas con las cosas de la isla, algo muy semejante a hacer parejas con café y té, o pan y tortillas, o chile y mostaza. Somos de verdad animales raros. Nos creemos tanto y, en nuestra locura, creemos tener perfecto sentido.
Don Juan se puso en pie y me apostrofó como un orador. Me señaló con el índice e hizo temblar su cabeza.
—El hombre no se mueve entre el bien y el mal —dijo en un tono hilarantemente retórico, tomando el salero y el pimentero en ambas manos—. Su verdadero movimiento es entre lo negativo y lo positivo.
Dejó la sal y la pimienta y cogió un tenedor y un cuchillo.
—¡Lo dicho es un error! No hay movimiento ninguno —continuó como si se respondiera a sí mismo—. ¡El hombre es sólo mente!
Cogió la botella de salsa y la puso en alto. Luego la dejó.
—Como puedes ver —dijo suavemente—, podríamos muy fácilmente reemplazar mente por salsa de chile y acabar diciendo: —«¡El hombre es sólo salsa de chile!». El hacer eso no nos volvería más dementes de lo que ya estamos.
—Mucho me temo no haber hecho la pregunta correcta —dije—. Quizá podríamos llegar a una mejor comprensión si preguntara qué puede uno hallar, específicamente, en el área más allá de la isla.
—No hay manera de responder eso. Si yo te dijera: nada, sólo haría al nagual parte del tonal. Todo cuanto puedo decir es que allí, más allá de la isla, uno encuentra al nagual.
—Pero, cuando usted, lo llama nagual, ¿no lo coloca también en la isla?
—No. Lo llamé nagual solamente para que te dieras cuenta de él.
—¡Muy bien! Pero al darme cuenta de él también he dado el primer paso para convertirlo en un nuevo objeto de mi tonal.
—Creo que no me comprendes. Yo he nombrado al tonal y al nagual como un par verdadero. Eso es todo lo que he hecho.
Me recordó que en una ocasión, al tratar de explicarle mi insistencia en el significado, discutí la idea de que acaso los niños no fueran capaces de concebir la diferencia entre «padre» y «madre» hasta que no se desarrollaran lo suficiente en el manejo del significado, y que tal vez creerían que la diferencia estaba radicada en que «padre» usa pantalones y «madre» usa faldas, o en otras diferencias relativas al corte de pelo, o al tamaño del cuerpo, o a la ropa.
—Por cierto que hacemos lo mismo con las dos partes de nosotros —dijo—. Sentimos que en nosotros hay otro lado. Pero cuando tratamos de precisar cuál es ese otro lado, el tonal se apodera de la batuta y, como director, es un fracaso. Es tan mezquino y celoso que nos deslumbra con su astucia y nos fuerza a destruir el menor indicio de la otra parte del par verdadero: el nagual.
Al salir del restaurante, dije a don Juan que había tenido razón en advertirme acerca de la dificultad del tema, y que mi destreza intelectual no servía para captar sus conceptos y explicaciones. Sugerí que tal vez, si fuera yo a mi hotel a leer mis notas, mejoraría mi comprensión del asunto. Trató de tranquilizarme; dijo que me estaba preocupando por palabras. Mientras hablaba, experimenté un escalofrío, y por un instante sentí que, en verdad, había otra zona dentro de mí.
Mencioné a don Juan mis inexplicables sensaciones. Su curiosidad pareció despertarse. Le dije que había tenido antes dichas sensaciones, y que parecían ser lapsos momentáneos, interrupciones en mi flujo de conciencia. Siempre se manifestaban como una sacudida en mi cuerpo, seguida por la impresión de hallarme suspendido en algo.
Nos dirigimos al centro, caminando pausadamente. Don Juan me pidió relatar todos los detalles de mis lapsos. Me resultaba muy difícil describirlos, más allá de llamarlos momentos de olvido, o distracción, o de no fijarme en lo que hacía.
Con toda paciencia me contradijo. Señaló que yo era una persona exigente, tenía una buena memoria y era muy cuidadoso en mis acciones. En un principio se me había ocurrido que aquellos lapsos peculiares se asociaban con la cesación del diálogo interno, pero también los experimentaba cuando había hablado extensamente conmigo mismo. Parecían brotar de una zona independiente de todo cuanto yo conocía.
Don Juan me dio palmadas en la espalda. Sonrió con deleite visible.
—Por fin empiezas a establecer relaciones reales —dijo.
Le pedí explicar la críptica frase, pero él detuvo abruptamente nuestra conversación y me hizo seña de seguirlo al atrio de una iglesia.
—Este es el final de nuestro viaje al centro —dijo, y tomó asiento en una banca—. Aquí tenemos un sitio ideal para observar a la gente. Unos pasan por la calle y otros vienen a la iglesia. Desde aquí podemos verlos a todos.
Señaló una ancha calle de comercios y el sendero de grava que llevaba a los escalones de la iglesia. Nuestra banca estaba a medio camino entre el templo y la calle.
—Vista es mi banca favorita —dijo, acariciando la madera.
Me guiñó el ojo y añadió, sonriendo:
—Le caigo bien. Por eso no había nadie sentado aquí. Sabía que yo venía.
—¿La banca sabia eso?
—¡No! La banca no. Mi nagual.
—¿Es el nagual algo consciente? ¿Se da cuenta de las cosas?
—Por supuesto que se da cuenta de todo. Por eso me interesa tu relato. Lo que tú llamas lapsos y sensaciones, es el nagual. Para hablar de él, debemos tomar prestado de la isla del tonal, así que es más conveniente no explicarlo, sino sencillamente contar sus efectos.
Quise decir alguna otra cosa sobre aquellas sensaciones peculiares, pero él me silenció.
—Esto es todo por hoy. Hoy no es el día del nagual, hoy es el día del tonal —dijo—. Me puse mi traje porque hoy soy todo tonal.
Se me quedó mirando. Yo iba a decirle que el tema estaba resultando más difícil que cualquier cosa que jamás me hubiera explicado; él pareció anticipar mis palabras.
—Es difícil —dijo—. Lo sé. Pero si se piensa que ésta es la etapa final, la última etapa de lo que te he estado enseñando, no estamos diciendo demasiado al decir que envuelve todo cuanto mencioné desde el primer día en que nos encontramos.
Guardamos silencio un largo rato. Yo sentía que debía esperar la reanudación de las explicaciones, pero tuve un repentino ataque de aprensión y pregunté apresuradamente:
—¿Están dentro de nosotros el nagual y el tonal?
Me dirigió una mirada penetrante.
—Esa es una pregunta muy difícil —dijo—. Tú mismo dirías que están dentro de nosotros. Yo mismo diría que no lo están, pero ninguno de nosotros estaría en lo cierto. El tonal de tu tiempo te empuja a mantener que todo lo que se trata de tus sensaciones y pensamientos tiene lugar dentro de ti. El tonal de los brujos dice lo contrario: todo está afuera. ¿Quién tiene razón? Ninguno. Adentro, afuera: eso realmente no importa.
Hice una observación. Dije que, cuando hablábamos del tonal y del nagual, parecía que aún hubiera una tercera parte. Él había dicho que el tonal «nos fuerza» a ejecutar acciones, y si era imposible tomar en cuenta al nagual, ¿quién era entonces el ser forzado?
No me respondió directamente.
—Explicar todo esto no es tan sencillo —dijo—. Por muy astutas que sean las aduanas del tonal, el asunto es que el nagual salta a la superficie. Pero su salida a la superficie siempre es inadvertida. El gran arte del tonal es reprimir toda manifestación del nagual, de tal modo que, aunque su presencia sea lo más obvio del mundo, pasa por alto.
—¿Para quién pasa por alto?
Chasqueó la lengua, sacudiendo la cabeza de arriba a abajo. Lo presioné a responder.
—Para el tonal —dijo—. Estoy hablando exclusivamente del tonal. Por supuesto que ando con rodeos, pero eso no debería sorprenderte ni molestarte. Te advertí la dificultad de comprender lo que tengo que decirte. Me tuve que salir con todas estas bolas porque mi tonal se da cuenta de que está hablando de sí mismo. En otras palabras, mi tonal se usa a sí mismo a fin de entender la información que yo quiero que tu tonal tenga en claro. Digamos que el tonal, puesto que se da tremenda cuenta del esfuerzo que cuesta hablar de sí mismo, ha creado los términos «yo», «yo mismo» y otros así por el estilo, como balance, y gracias a ellos puede hablar con otros tonales, o consigo mismo, acerca de sí mismo.
—Ahora, cuando digo que el tonal nos fuerza a hacer algo, no quiero decir que haya ahí una tercera parte. Por lo visto, el tonal se fuerza a sí mismo a seguir sus propios juicios.
—En ciertas ocasiones, o bajo determinadas circunstancias especiales, algo en el mismo tonal se da cuenta de que hay más en nosotros. Es como una voz que surge de las profundidades: la voz del nagual. Como se ve, la totalidad de nosotros mismos es una condición natural que el tonal no puede aniquilar por entero, y hay momentos, sobre todo en la vida de un guerrero, en que la totalidad se hace aparente. Durante esos momentos, uno puede adivinar y avalorar lo que realmente somos.
—Esas sacudidas que has tenido te resultan muy bien, porque ésa es la forma en que surge el nagual. En esos momentos, el tonal se da cuenta de la totalidad de uno mismo. Siempre es una sacudida porque darse cuenta de esto desbarata el sosiego. Yo llamo a ese sentimiento: darse cuenta de la totalidad del ser que va a morir. La idea es que en el momento de la muerte el otro miembro del par verdadero; el nagual, empieza a operar por completo y el sentir y los recuerdos y las percepciones guardados en nuestras pantorrillas y muslos, en nuestra espalda y hombros y cuello, empiezan a expandirse y a desintegrarse. Como las cuentas de un interminable collar roto, se desparraman sin la fuerza unificadora de la vida.
Me miró. Sus ojos eran apacibles. Me sentí incómodo, estúpido.
—La totalidad de nosotros mismos es un asunto muy peliagudo —dijo—. Necesitamos solamente una porción muy pequeña de esa totalidad para llevar a cabo las tareas más complejas de la vida. Pero, al morir, morimos con la totalidad de nosotros mismos. Un brujo hace la pregunta: «Si vamos a morir con la totalidad de nosotros mismos, ¿por qué no, entonces, vivir con esa totalidad?».
Movió la cabeza para indicarme mirar a las numerosas personas que pasaban.
—Son todos tonal —dijo—. Voy a señalarte algunos para que tu tonal los evalúe, y al evaluarlos se evaluará a sí mismo.
Dirigió mi atención hacia dos ancianas que acababan de salir de la iglesia. Se detuvieron un momento en la cima de los escalones de piedra caliza, y luego empezaron a descender con infinitos cuidados, descansando en cada peldaño.