Señaló en torno con un rápido ademán, y luego tocó mi cuaderno.
—Éste es tu mundo. No puedes renunciar a él. Es inútil enojarse y desilusionarse con uno mismo. Eso simple y llanamente prueba que el tonal de uno está envuelto en una batalla interna; una batalla dentro del propio tonal es una de las luchas más imbéciles que pueden ocurrir. La vida ajustada de un guerrero está diseñada para acabar con esa lucha. Desde el principio te he enseñado a evitar la fatiga y el desgaste. Ahora ya no hay la guerra esa que había dentro de ti, porque el camino del guerrero es armonía: la armonía entre las acciones y las decisiones, al principio, y luego la armonía entre tonal y nagual.
—Durante todo este tiempo que llevo de conocerte, he hablado tanto a tu tonal como a tu nagual. Ésa es la forma de conducir la instrucción.
—Al comienzo, uno tiene que hablarle al tonal. El tonal es el que debe ceder el control. Pero hay que hacerlo que lo ceda con alegría. Por ejemplo, tu tonal ha cedido algunos controles sin mucho forcejeo, porque se le hizo claro que, de seguir como estaba, la totalidad de ti estaría muerta hoy en día. En otras palabras, se hace que el tonal abandone cosas innecesarias como el sentirse importante y el entregarse al vicio, las cuales sólo lo hunden en el aburrimiento. Todo el problema es que el tonal se aferra a esas cosas cuando debería dar las gracias por librarse de esa porquería. La tarea es entonces convencer al tonal de que se haga libre y fluido. Eso es lo que un brujo necesita antes que cualquier otra cosa: un tonal fuerte, y libre. Mientras más se fortalece, menos se aferra a sus hechos, y más fácil resulta encogerlo. Así, lo que ocurrió esta mañana fue que vi la oportunidad de encoger tu tonal. Por un instante, estabas distraído, apurado, sin pensar, y agarré ese momento para empujarte.
—El tonal se encoge en determinados momentos, sobre todo cuando se apena. De hecho, una característica del tonal es su timidez. Su timidez no viene realmente al caso. Pero hay ciertas ocasiones en que el tonal es tomado por sorpresa, y su timidez, inevitablemente, lo encoge.
—Esta mañana atrapé mi centímetro cúbico de suerte. Noté la puerta abierta de esa oficina y te di un empujón. Un empujón es entonces la técnica para encoger el tonal. Uno tiene que empujar en el instante preciso; para ello, por supuesto, uno debe saber cómo ver.
—Una vez que el hombre ha sido empujado y su tonal se encoge, su nagual, si es que ya está en movimiento, por más pequeño que sea este movimiento, toma las riendas y realiza hazañas extraordinarias. Tu nagual tomó las riendas esta mañana y acabaste en el mercado.
Permaneció en silencio unos instantes. Parecía aguardar preguntas. Nos miramos.
—De veras no sé cómo —dijo como si leyera mi mente—. Sólo sé que el nagual es capaz de hazañas inconcebibles.
—Esta mañana te pedí observar. Esa escena frente a ti, fuera lo que fuese, tenía un valor incalculable para ti. Pero en vez de seguir mi consejo, te entregaste a lamentar tu suerte y la confusión y no observaste.
—Durante un rato fuiste todo nagual y no podías hablar. Ése era el momento de observar. Luego, poco a poco, tu tonal recuperó las riendas; y antes que tirarte a una batalla mortal entre tu tonal y tu nagual, te hice caminar hasta aquí.
—¿Qué había en esa escena, don Juan? ¿Qué era tan importante?
—No lo sé. Eso no me estaba pasando a mí.
—¿Qué quiere usted decir?
—Fue experiencia tuya, no mía.
—Pero usted estaba conmigo. ¿O no?
—No. Yo no estaba. Tú estabas solo. Te dije repetidas veces que observaras todo, porque esa escena era sólo para ti.
—Pero usted estaba parado junto a mí, don Juan.
—No. No estaba. Pero es inútil hablar de eso. Lo que yo pudiera decir carece de sentido, porque durante esos momentos estábamos en la hora del nagual. Los asuntos del nagual sólo pueden atestiguarse con el cuerpo, no con la razón.
—Si usted no estaba conmigo, don Juan, ¿quién o qué era la persona que yo atestigüé como usted?
—Era yo, y sin embargo yo no estaba allí.
—¿Dónde estaba usted, entonces?
—Estaba contigo, pero no allí. Digamos que andaba contigo, pero no en el sitio particular donde tu nagual te había llevado.
—¿O sea que usted no sabía que estábamos en el mercado?
—No, no lo sabía. Nada más te fui siguiendo para no perderte.
—Esto es verdaderamente espantoso, don Juan.
—Estábamos en la hora del nagual, y eso nada tiene de espantoso. Somos capaces de hacer mucho más que todo eso. Tal es nuestra naturaleza como seres luminosos. Nuestro error es que insistimos en permanecer en nuestra isla, monótona y fastidiosa, pero conveniente. El tonal es el villano y no debería serlo.
Describí lo poco que recordaba. Él quiso saber si me había fijado en algunas características del cielo, como la luz, las nubes, el sol. O si había oído ruidos de cualquier especie. O si había visto personas o sucesos fuera de lo común. Quiso saber si alguien peleaba. O si la gente gritaba, y en ese caso, lo que había dicho.
No pude responder a ninguna de sus preguntas. La verdad era que yo simplemente acepté el hecho según su apariencia, admitiendo como axioma el haber «volado» \4una distancia considerable en uno o dos segundos para, gracias al conocimiento de don Juan, fuera el que fuese, aterrizar en toda mi corporeidad material dentro del mercado.
Mis reacciones fueron un corolario directo de tal interpretación. Quise saber los procedimientos, lo que sabía cada uno, de «cómo se hace». Por tanto, no me importaba observar lo que, según mi convicción, eran los sucesos cotidianos de un hecho mundano.
—¿Piensa usted que la gente me vio en el mercado? —pregunté.
Don Juan no respondió. Riendo, me golpeó levemente con el puño.
Traté de recordar si había tenido algún contacto físico con la gente. La memoria me falló.
—¿Qué cree usted que vio la gente cuando entré en la oficina de la aerolínea?
—Probablemente vieron a un hombre que cruzaba como borracho de una puerta a la otra.
—Pero ¿me vieron desaparecer en el aire?
—De eso se ocupa el nagual. Yo no sé cómo. Todo lo que puedo decirte es que somos seres luminosos y fluidos, hechos de fibras. El acuerdo de que somos objetos sólidos es cosa del tonal. Cuando el tonal se encoge, son posibles cosas extraordinarias. Pero sólo son extraordinarias para el tonal.
—Para el nagual, no es nada moverse como tú hiciste esta mañana. Sobre todo para tu nagual, que ya es capaz de tretas difíciles. Da por hecho que ya está hundido en algo terriblemente extraño. ¿Puedes sentir lo que es?
Un millón de preguntas y sensaciones me invadieron de pronto. Fue como si una racha de viento hubiera desprendido mi capa de compostura. Me estremecí. Mi cuerpo se sentía al borde de un abismo. Luchaba yo con algún conocimiento misterioso pero concreto. Era como hallarme a punto de que me mostraran algo, y sin embargo alguna terca parte de mí insistía en cubrirlo con una nube. La pugna me adormecía gradualmente, hasta que ya no sentía mi propio cuerpo. Tenía la boca abierta y los ojos entrecerrados. Tuve la sensación de que podía ver mi rostro endurecerse más y más, hasta ser el rostro de un cadáver reseco, con la piel amarillenta adherida al cráneo.
Lo siguiente que sentí fue una sacudida. Don Juan estaba de pie a mi lado, con una cubeta vacía en las manos. Me había empapado. Tosí y me enjugué el agua de la cara, y sentí otro escalofrío en la espalda. De un salto abandoné la banca. Don Juan me había echado agua por el cuello.
Un grupo de niños me miraba y reía. Don Juan me sonrió. Recogió mi cuaderno y dijo que sería bueno ir a mi hotel para que yo pudiera cambiarme. Me sacó del parque. Estuvimos un momento parados en la acera antes de que pasara un coche de alquiler.
Horas después, tras almorzar y descansar, don Juan y yo tomamos asiento en su banca favorita del parque junto a la iglesia. En forma oblicua, llegamos al tema de mi extraña reacción. Él parecía muy cauteloso. No me enfrentó directamente con ella.
—Esas cosas pasan —dijo—. El nagual, una vez que aprende a salir a la superficie puede causar un gran daño al tonal si sale sin ningún control. Pero tu caso es especial. Te entregas de un modo tan exagerado que podrías morir sin que te importara, o peor aun, sin darte siquiera cuenta de que te estás muriendo.
Le dije que mi reacción empezó al preguntarme él si podía sentir lo que mi nagual había hecho. Creía saber exactamente a qué cosa aludía, pero al tratar de describir qué era, me descubrí incapaz de pensar con lucidez. Experimentaba una sensación de ligereza, casi una indiferencia, como si nada me importara en realidad. Luego, tal sensación se convirtió en una concentración mesmerizante. Era como si todo cuanto había en ml fuera extraído por lenta succión. Lo que atraía y atrapaba mi atención era la clara sensación de que un secreto portentoso estaba a punto de revelárseme, y yo no quería que nada interfiriera con tal revelación.
—Lo que se te iba a revelar era tu muerte —dijo don Juan—. Ese es el riesgo de entregarse. Sobre todo para ti, que de natural eres tan exagerado. Tu tonal es tan dado a darse de por sí a todo que amenaza tu totalidad. Ésa es una terrible forma de ser.
—¿Qué puedo hacer?
—Tu tonal debe convencerse con razones, tu nagual con acciones, hasta que cada uno apuntale al otro. Como te he dicho, el tonal gobierna, pero así y todo es muy vulnerable. El nagual, en cambio, nunca, o casi nunca, actúa; pero cuando lo hace, aterra al tonal.
—Esta mañana tu tonal se asustó y empezó a encogerse por sí mismo, y entonces tu nagual empezó a imponerse.
—Tuve que pedirle su cubeta a uno de los fotógrafos del parque, para azotar al nagual como a un perro rabioso y volverlo a su sitio. Hay que proteger al tonal a cualquier costo. Hay que quitarle la corona, pero debe permanecer como el supervisor protegido.
—Cualquier amenaza para el tonal resulta siempre en su muerte. Y si el tonal muere, muere también el hombre. A causa de su debilidad nata, el tonal se destruye con facilidad, y así una de las artes del equilibrio del guerrero es hacer que el nagual emerja para apuntalar al tonal. Digo que es un arte, porque los brujos saben que sólo tirando al tonal para arriba puede emerger el nagual. ¿Ves a qué me refiero? Ese tirón se llama poder personal.
Don Juan se puso en pie, estiró los brazos y arqueó la espalda. Empecé a levantarme yo también, pero lo impidió empujándome con suavidad.
—Tú debes quedarte en esta banca hasta el crepúsculo —dijo—. Yo tengo que irme ahora mismo. Genaro me espera en las montañas. Ven a su casa dentro de tres días y allí nos encontraremos.
—¿Qué va a hacer usted en casa de don Genaro? —pregunté.
—Depende de que tengas suficiente poder —dijo—, a lo mejor Genaro te enseña el nagual.
Había otra cosa que yo necesitaba expresar en ese momento. Tenía que saber si su traje era un recurso de choque reservado para mí, o parte normal de su vida. Ninguno de sus actos había causado nunca en mí tal desconcierto como el que se vistiera de traje No era sólo el acto mismo el que me impresionaba tanto, sino el hecho de que don Juan era elegante. Sus piernas poseían una agilidad juvenil. Parecería que el usar zapatos hubiera alterado su punto de equilibrio; sus pasos eran más largos y firmes que de costumbre.
—¿Usa usted traje todo el tiempo? —pregunté.
—Sí —repuso con una sonrisa encantadora—. Tengo otros, pero no quise ponerme hoy un traje distinto, porque eso te habría asustado más todavía.
No supe qué pensar. Sentí haber llegado al final de mi camino. Si don Juan usaba traje y se veía elegante, todo era posible.
Él rió; parecía disfrutar mi confusión.
—Soy un accionista —dijo en tono misterioso, pero sin afectación alguna, y se alejó.
A la mañana siguiente, jueves, pedí a un amigo acompañarme a caminar desde la puerta de la oficina donde don Juan me empujó, hasta el mercado de la Lagunilla. Tomamos la ruta más directa. Tardamos treinta y cinco minutos. Una vez que llegamos, traté de orientarme. Fracasé. Entré en una tienda de ropa, en la esquina de la ancha avenida donde nos hallábamos.
—Disculpe usted —dije a una joven que limpiaba gentilmente un sombrero con un sacudidor—. ¿Dónde están los puestos de monedas y libros usados?
—No tenemos de eso —repuso con mal humor.
—Pero yo los vi ayer, por aquí en este mercado.
—No me diga —contestó yendo tras el mostrador.
Corrí tras ella y le supliqué decirme dónde estaban los puestos. Me miró de arriba a abajo.
—No pudo usted haberlos visto ayer —dijo—. Esos puestos se arman nada más los domingos, aquí mismo junto a esta pared. No los tenemos entre semana.
—¿Nada más los domingos? —repetí maquinalmente.
—Sí. Nada más los domingos. Así es la cosa. Entre semana, estorbarían el tránsito.
Señaló la ancha avenida llena de coches.
Subí corriendo una pendiente frente a la casa de don Genaro y vi a don Juan y don Genaro sentados en un espacio despejado junto a la puerta. Me sonrieron. Había en sus sonrisas tal calor e inocencia, que mi cuerpo experimentó un estado de alarma inmediata. Automáticamente aminoré el paso. Los saludé.
—¿Pero, cómo estás? —me preguntó Genaro, con tal afectación que todos reímos.
—Está más que bien intervino don Juan antes de que yo pudiera responder.
—Eso veo —repuso don Genaro—. ¡Mira esa papada! ¡Y mira ese chicharrón en los cachetes!
Don Juan se echó a reír agarrándose el estómago.
—Tienes la cara redonda —prosiguió don Genaro—. ¿A qué te has dedicado? ¿A comer?
Don Juan le aseguró, en son de broma, que mi estilo de vida me imponía comer en abundancia. De la manera más amistosa, hicieron bromas acerca de mi vida, y luego don Juan me pidió sentarme entre ellos. El sol ya se había puesto detrás de la enorme cordillera del oeste.
—¿Dónde está tu famoso cuaderno? —me preguntó don Genaro, y cuando lo saqué del bolsillo gritó como los charros y me lo quitó de las manos.
Obviamente, me había observado con gran cuidado y conocía a la perfección mis manerismos. Sostuvo el Cuaderno en ambas manos y jugó nerviosamente con él, como si no supiera en qué ocuparlo. Dos veces pareció a punto de arrojarlo a un lado, pero se contuvo. Luego lo reclinó contra sus rodillas y fingió escribir febrilmente, como yo hago.