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Authors: Carlos Castaneda

Tags: #Autoayuda, Esoterismo, Relato

Relatos de poder (29 page)

Pablito dijo que Néstor era afortunado por tener un cazador de espíritus y que él mismo carecía de uno.

—¿Qué vamos a hacer aquí? —pregunté a Pablito.

Néstor respondió como si me hubiera dirigido a él.

—Genaro me dijo que esperáramos aquí, y que mientras esperamos debemos reírnos y divertirnos —dijo.

—¿Cuánto crees que tendremos que esperar? —pre­gunté.

No respondió; meneó la cabeza y miró a Pablito como preguntándole a él.

—Yo tampoco sé —dijo Pablito.

Iniciamos entonces una animada conversación so­bre las hermanas de Pablito, que duró hasta que Nés­tor, bromeando, dijo que la mayor tenía una mirada tan maligna que mataba los piojos con sólo verlos. Pablito, añadió, le tenía miedo porque era tan fuerte que una vez, en un arrebato de ira, le arrancó un puñado de cabellos como quien despluma a un pollo.

Pablito concedió que su hermana mayor había sido una bestia, pero que el nagual la había metido en cintura. Cuando me contó la historia, me di cuenta de que Pablito y Néstor nunca mencionaban el nom­bre de don Juan, sino que se referían a él como el nagual. Al parecer, don Juan había intervenido en la vida de Pablito para obligar a todas sus hermanas a llevar una vida más armoniosa. Pablito dijo que, cuando el nagual acabó con ellas, quedaron hechas unas santas.

La conversación duró hasta después que se había puesto el sol. Néstor la interrumpió súbitamente y quiso saber qué hacía yo con mis notas. Les expliqué mi trabajo. Tuve la extraña sensación de que se inte­resaban verdaderamente en lo que yo decía, y terminé hablando de antropología y filosofía. Me sentí ridícu­lo y quise parar, pero me hallaba inmerso en mi ex­plicación e incapaz de interrumpirla. Tuve la sensa­ción inquietante de que los dos, como equipo, me for­zaban de alguna manera a ese largo discurso. Tenían los ojos fijos en mí. No parecían aburridos ni, can­sados.

Me encontraba a la mitad de un comentario cuan­do oí el leve sonido del «llamado de la polilla». Mi cuerpo se tensó y mi frase quedó inconclusa.

—El nagual está aquí —dije maquinalmente.

Néstor y Pablito cruzaron una mirada que me pa­reció de terror puro y, saltando a mi lado, me flan­quearon. Tenían la boca abierta. Parecían niños asus­tados.

Tuve entonces una inconcebible experiencia senso­rial. Mi oreja izquierda empezó amoverse. Sentí como si se agitara por sí sola. Prácticamente volteó mi ca­beza en un semicírculo, hasta que me hallé encarando lo que creía el oriente. Mi cabeza se inclinó levemente a la derecha; en esa posición me era posible detectar el rico sonido barbotante del «llamado de la polilla». Sonaba lejano, hacia el noreste. Una vez que establecí la dirección, mi oído registró una increíble cantidad de sonidos. Sin embargo, yo no tenía manera de saber si eran recuerdos de sonidos escuchados antes, o so­nidos reales que se producían en esos momentos.

El sitio en que nos hallábamos era la áspera ladera occidental de una cordillera. Hacia el noreste había arboledas y conglomerados de arbustos montañeses. Mi oído pareció captar el sonido de algo pesado que se movía sobre las rocas, procedente de esa dirección.

Néstor y Pablito respondían a mis acciones, o bien escuchaban los mismos sonidos. Me habría gustado preguntárselos, pero no me atrevía; o tal vez me era imposible interrumpir mi concentración.

Cuando el sonido se hizo más fuerte y más próxi­mo, Néstor y Pablito se acurrucaron contra mis flan­cos. Néstor parecía el más afectado; su cuerpo temblaba fuera de control. En determinado momento, mi brazo izquierdo empezó a sacudirse; se alzó sin voli­ción mía hasta que estuvo casi al nivel de mi rostro, y luego señaló un área de arbustos. Oí un sonido vibratorio o un rugido; era un sonido familiar para mí. Lo había oído años antes bajo la influencia de una planta psicotrópica. Discerní en los arbustos una gigantesca figura negra. Era como si los arbustos mismos se hubieran oscurecido gradualmente hasta producir una ominosa negrura. No tenía forma definida pero se movía. Parecía alentar. Oí un chillido escalofriante, que se mezcló a los gritos aterrados de Néstor y Pablito; y los arbustos, o la masa negra en la que se habían trocado, volaron hacia nosotros.

No pude mantener la ecuanimidad. De algún modo, algo en mí cedió. La masa se cirnió sobre nosotros, y luego nos tragó. La luz en torno se hizo opaca. Era como si el sol se hubiese ocultado. O como si de pron­to llegara el crepúsculo. Serio las cabezas de Néstor y Pablito bajo mis axilas; hice bajar los brazos en un inconsciente movimiento protector y caí, girando ha­cia atrás.

Pero no llegué a tocar el suelo rocoso, pues un ins­tante después me hallé de pie flanqueado por Pablito y Néstor. Ambos, aunque más altos que yo, parecían haberse encogido; con las piernas y la espalda ar­queadas, disminuían su estatura al grado de caber bajo mis brazos.

Don Juan y don Genaro estaban de pie frente a nosotros. Los ojos de don Genaro brillaban como los de un felino en la noche. Los ojos de don Juan te­nían el mismo brillo. Yo nunca había visto así n don Juan. Era en verdad imponente. Más aun que don Ge­naro. Se veía más joven y más fuerte que de costum­bre. Mirando a los dos, tuve el sentimiento enloquecedor de que no eran hombres como yo.

Pablito y Néstor gemían quedamente. Entonces don Genaro dijo que éramos la imagen de la Trinidad. Yo era el Padre, Pablito el Hijo y Néstor el Espíritu Santo. Don Juan y don Genaro rieron en tono reso­nante. Pablito y Néstor sonrieron mansamente.

Don Genaro dijo que debíamos desenredarnos, por­que los abrazos sólo eran permisibles entre hombres Y mujeres, o entre un hombre y su burro.

Noté entonces que me hallaba en el mismo sitio que antes; obviamente, no había girado hacia atrás, como me pareció. De hecho, Néstor y Pablito estaban también en los mismos sitios.

Don Genaro hizo un seña con la cabeza a Pablito y Néstor. Don Juan me indicó seguirlos. Néstor tomó la guía y me señaló un sitio donde sentarme, y otro para Pablito. Formamos una línea recta, a unos cin­cuenta metros del sitio donde don Juan y don Genaro se erguían inmóviles al pie del acantilado. Mis ojos, fijos en ellos, se desenfocaron involuntariamente. Supe que bizqueaba, pues veía cuatro personas. Luego la imagen de don Juan en el ojo izquierdo se superpuso a la de don Genaro en el derecho; el resultado de la fusión fue un ser iridiscente parado entre don Juan y don Genaro. N o era un hombre como suelo verlos. Más bien era una bola de fuego blanco, cubierta por algo como fibras de luz. Sacudí la cabeza; se disipó la doble imagen, y sin embargo persistió la visión de don Juan y don Genaro como seres luminosos. Yo veía dos extraños objetos alargados, hechos de luz. Parecían balones blancos, iridiscentes, con fibras, y las fibras tenían luz propia.

Los dos seres luminosos se estremecieron; vi tem­blar sus fibras, y luego desaparecieron como una ex­halación. Los jaló un largo filamento, un hilo de araña que parecía surgido de la cima del acantilado. La sensación que tuve fue la de que un largo rayo de luz, o una línea luminosa, había bajado de la roca para alzarlos. Percibí la secuencia con los ojos y con el cuerpo.

También podía advertir enormes disparidades en mi modo de percepción, pero me resultaba imposible especular sobre ellas como ordinariamente habría hecho. Así, tenía conciencia de estar mirando directa­mente hacia la base del acantilado, y sin embargo veía a don Juan y don Genaro en la cima, como si hubiese alzado la cara en un ángulo de cuarenta y cinco grados.

Quise tener miedo, acaso cubrirme el rostro y llo­rar, o hacer cualquier otra cosa dentro de mi gama normal de reacciones. Pero parecía hallarme trabado. Mis deseos no eran pensamientos, tal como los conoz­co; por tanto, no podían evocar la respuesta emocio­nal que yo estaba acostumbrado a despertar en mí mismo.

Don Juan y don Genaro se desplomaron al suelo. Sentí que lo habían hecho a juzgar por la consumante sensación de caída que experimenté en el estómago.

Don Genaro permaneció donde había aterrizado, pero don Juan vino a nosotros y tomó asiento detrás de mí, a mi derecha. Néstor se agazapaba con las piernas contra el estómago; reposaba la barbilla en las palmas dé las manos; sus antebrazos, apoyados contra los muslos, servían de soportes. Pablito estaba sentado con el cuerpo ligeramente hacia adelante y las manos contra el estómago. Advertí entonces que yo había cruzado los antebrazos sobre la región um­bilical, y que asía la piel de mis flancos. Me había agarrado con tal fuerza que tenía los flancos ado­loridos.

Don Juan habló en un murmullo seco, dirigiéndose a todos nosotros.

—Deben fijar la vista en el nagual —dijo—. Todos los pensamientos y las palabras deben borrarse.

Lo repitió cinco o seis veces. Su voz era extraña, desconocida para mí; me daba la sensación concreta de las escamas en la piel de una lagartija. Este símil era un sentimiento, no un pensamiento consciente. Cada una de sus palabras se desprendía como una escama; tenían un ritmo extraño; eran ahogadas, se­cas, como una tos suave; un murmullo rítmico hecho mando.

Don Genaro estaba inmóvil. Al mirarlo no pude mantener mi conversión de imagen, y crucé los ojos involuntariamente. Entonces volví a notar una extra­ña luminosidad en el cuerpo de don Genaro. Mis ojos empezaban a cerrarse, o a rasgarse. Don Juan acudió a mi rescate. Lo oí dar la orden de no cruzar los ojos. Sentí un golpe suave en la cabeza. Al parecer me había pegado con una piedrecilla. Vi la piedra rebotar un par de veces sobre las rocas cercanas. Tam­bién debe haber golpeado a Néstor y a Pablito; oí el rebote de otras piedras en las rocas.

Don Genaro adoptó una extraña postura de danza. Dobló las rodillas, extendió los brazos a los lados, estiró los dedos. Parecía a punto de girar; de hecho, dio una media vuelta y luego fue jalado hacia arriba. Tuve la clara percepción de que el hilo de una oruga gigante había alzado su cuerpo hasta la cima del acan­tilado. Mi percepción del movimiento ascendente fue una extraña mezcla de sensaciones visuales y corpó­reas. Medio vi, medio sentí su vuelo vertical. Había algo que se veía o se sentía como una línea o un hilo casi imperceptible de luz, y que lo jalaba. No presencié su vuelo en el sentido en el que seguiría con los ojos a un ave. No hubo secuencia lineal en el movimiento. No tuve que alzar la cabeza para man­tenerlo dentro de mi campo visual. Vi la línea jalar­lo, luego sentí su movimiento en mi cuerpo, o con mi cuerpo; y en el instante siguiente se hallaba en­cima del acantilado, a decenas de metros de altura.

Tras unos minutos se desplomó. Sentí su Caída y gruñí involuntariamente.

Don Genaro repitió su hazaña tres veces más. En cada ocasión, mi percepción se entonó. Durante su último salto, pude claramente distinguir, una serie de líneas que emanaban de su parte media, y supe cuán­do estaba a punto de ascender y descender, juzgando por la forma en que las líneas de su cuerpo se mo­vían. Cuando estaba a punto de saltar hacia arriba, las líneas se tendían en esa dirección; al contrario, cuando se disponía a saltar hacia abajo, las líneas se tendían hacia afuera y en descenso.

Después de su cuarto salto, don Genaro vino a nos­otros y tomó asiento detrás de Pablito y Néstor. Lue­go don Juan pasó al frente y se paró donde don Genaro estuvo. Quedó inmóvil un rato. Don Genaro dio breves instrucciones a Pablito y Néstor. No en­tendí lo que había dicho. Mirándolos, vi que cada uno recogía una piedra y la colocaba contra su región umbilical. Me preguntaba si yo también debía ha­cerlo, cuando don Genaro me dijo que la precaución no se aplicaba en mi caso, pero que sin embargo tu­viera una piedra a la mano, por si me enfermaba. Echó hacia adelante la quijada para indicarme mirar a don Juan Y luego dijo algo ininteligible; lo repitió y, aunque no comprendí las palabras, supe qué era más o menos la misma fórmula que don Juan había pronunciado. Las palabras no importaban en reali­dad; era, el ritmo, la sequedad del tono, la cualidad de tosido. Tuve la certeza de que el lenguaje em­pleado por don Genaro, fuera el que fuese, resultaba más adecuado que el español para el ritmo en staccato. Don Juan hizo exactamente lo que don Genaro había hecho en un principio, pero luego, en vez de saltar hacia arriba, giró como un gimnasta sobre su propio eje. En mi semiconciencia, esperé que aterri­zara de nuevo sobre sus pies. Nunca lo hizo. Su cuer­po siguió dando vueltas a poca distancia del suelo. Los círculos eran muy rápidos al principio, luego se hicieron más lentos. Desde donde me hallaba, pude ver que el cuerpo de don Juan colgaba, como el de don Genaro, de un hilo de luz. Giraba despacio como para permitirnos verlo con detenimiento. Luego em­pezó a ascender; ganó altura hasta alcanzar la cima del acantilado. Flotaba como carente de peso. Sus vueltas despaciosas evocaban la imagen de un astro­nauta en el espacio, en estado de ingravidez.

Me mareé de observarlo. Mi sensación de malestar pareció darle impulso; empezó a girar con mayor ra­pidez. Se apartó del acantilado y, conforme ganaba velocidad, me enfermé verdaderamente. Cogí la pie­dra y la puse sobre mi estómago. La apreté contra mi cuerpo lo más que pude. Su contacto me calmó un poco. La acción de tomar la piedra y apretarla me había permitido un descanso momentáneo. Aun­que no aparté los ojos de don Juan, mi concentración se interrumpió. Antes de procurar la piedra sentía que la velocidad ganada por el cuerpo flotante em­borronaba su forma; parecía un disco giratorio y luego una luz en rotación. Cuando tuve la roca con­tra el cuerpo, su velocidad menguó; parecía un som­brero flotando en el aire, un volador que oscilaba hacia adelante y hacia atrás.

El movimiento del volador fue todavía más perturbador. Mi malestar se hizo incontrolable. Oí un aletear de pájaro, y tras un momento de incertidum­bre supe que el acontecimiento había concluido.

Me sentía tan enfermo y exhausto que me tendí a dormir. Debo haber dormitado un rato. Abrí los ojos cuando alguien sacudió mi brazo. Era Pablito. En tono frenético, me decía que no podía dormirme, pues si lo hacía todos moriríamos. Insistió en que debía­mos irnos en el acto, aunque fuera a gatas. También él parecía físicamente exhausto. De hecho, tuve la idea de que pasáramos allí la noche. El prospecto de caminara oscuras hasta el coche me parecía espan­table. Traté de convencer a Pablito, cuyo frenesí cre­cía. Néstor se hallaba tan mal que la indiferencia lo dominaba.

Pablito se sentó, desesperado por entero. Hice un esfuerzo por organizar mis ideas. Ya había oscurecido, aunque todavía había suficiente luz para discernir las rocas en torno. La quietud era exquisita y confor­tante. Yo disfrutaba sin reservas el momento, pero de pronto mi cuerpo saltó; oí el sonido distante de una rama quebrada. Maquinalmente encaré a Pabli­to. Él parecía saber lo que me ocurría. Tomamos a Néstor por los sobacos y lo levantamos. Corrimos, arrastrándolo. Al parecer sólo él conocía el camino. Nos daba breves órdenes de tiempo en tiempo.

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