Relatos de poder (36 page)

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Authors: Carlos Castaneda

Tags: #Autoayuda, Esoterismo, Relato

Quise señalar la completa homogeneidad de sus descripciones con mi experiencia. Pero no me permi­tió hablar.

—No hay manera de referirse a lo desconocido —dijo—. Uno sólo puede presenciarlo. La explica­ción de los brujos dice que cada uno de nosotros tiene un centro desde el cual podemos presenciar el nagual: la voluntad. Así, un guerrero puede aventu­rarse en el nagual y dejar que su racimo se organice y se reorganice en todas las formas posibles. Te he dicho que la expresión del nagual es un asunto per­sonal. Con eso quise decir que depende del guerrero mismo dirigir la organización y reorganización de ese racimo. La forma humana o el sentimiento hu­mano es el arreglo original; capaz, para nosotros, esa es la más dulce de todas las formas; sin embargo, hay un número infinito de formas alternas que el racimo puede adoptar. Te he dicho que un brujo puede adoptar la forma que quiera. Eso es cierto. Un brujo que está en posesión de la totalidad de sí mismo puede dirigir las partes de su racimo para que se unan en cualquier forma concebible. La fuerza de la vida es lo que hace posible ese barajeo, pero una vez que la fuerza de la vida se agota, no hay modo de reintegrar el racimo.

—He llamado a ese racimo la burbuja de la percep­ción. También he dicho que está sellado, cerrado fuertemente, y que jamás se abre hasta el momen­to en que morimos. Sin embargo, puede hacérsele abrir. Evidentemente los brujos han aprendido el secreto, y aunque no todos llegan a la totalidad de sí mismos, conocen la posibilidad de llegar a eso. Saben que la burbuja sólo se abre cuando uno se sumerge en el nagual. Ayer te di una recapitulación de todos los pasos que has seguido para llegar a ese punto.

Me escrutó como si esperara un comentario o una pregunta. Lo que había dicho estaba más allá de lo comentable. Entendí entonces que no habría tenido efecto alguno si me lo hubiera dicho catorce años antes, o en cualquier punto durante mi aprendizaje. Lo importante era el hecho de que yo había experi­mentado con mi cuerpo, o en él, las premisas de la explicación.

—Estoy esperando tu pregunta de costumbre —dijo, pronunciando despacio las palabras.

—¿Qué pregunta?

—La que tu razón se muere por hacer.

—Hoy desisto de todas las preguntas. En verdad no tengo ninguna, don Juan.

—Eso no es justo —dijo, riendo—. Hay una pre­gunta en particular que necesito que hagas.

Dijo que si cesaba mi diálogo interno tan sólo un instante, podría discernir qué pregunta era. Tuve un pensamiento súbito, una comprensión momentánea, y supe lo que él deseaba.

—¿Dónde estaba mi cuerpo mientras me sucedía todo eso, don Juan? —pregunté, y estalló en una carcajada.

—Ésta es la última treta de los brujos —dijo—. Digamos que lo que voy a revelarte es el último pedacito de la explicación de los brujos. Hasta ahora tu razón ha seguido mis hechos como mejor ha podi­do. Tu razón está dispuesta a admitir que el mundo no es como la descripción lo pinta, que hay en él mucho más de lo que se ve. Tu razón está casi pre­parada y dispuesta para admitir que tu percepción subió y bajó ese peñasco, o que algo en ti, o incluso todo tú, saltó al fondo del barranco y examinó con los ojos del tonal lo que había allí, como si hubieras descendido corporalmente con una cuerda y una es­calera. El acto de examinar el fondo del barranco fue la cúspide de todos estos años de entrenamiento. Lo hiciste bien. Genaro vio el centímetro cúbico de suerte cuando le aventó una roca al tú que estaba en el fondo de la cañada. Tú viste todo. Genaro y yo supimos entonces sin la menor duda que estabas listo para lanzarte a lo desconocido. En aquel instante no sólo viste, sino que supiste todo lo del doble, el otro.

Interrumpiendo, le dijo que me daba crédito in­merecido por algo más allá de mi entendimiento. Su respuesta fue que yo necesitaba tiempo para dejar que todas esas impresiones se asentaran, y que una vez que lo hicieran, las respuestas manarían de mí como antes las preguntas.

—El secreto del doble radica en la burbuja de la percepción, que en tu caso estaba, aquella noche, en lo alto del peñasco y en el fondo del barranco al mis­mo tiempo —dijo—. El racimo de sentimientos pue­de agruparse al instante en cualquier parte. En otras palabras, podemos percibir a la vez el aquí y el allí.

Me instó a hacer memoria y recordar una secuencia de acciones que de tan ordinarias, dijo, casi se me habían olvidado.

No supe de qué hablaba. Me animó a un mayor esfuerzo.

—Piensa en tu sombrero —dijo—. Y en lo que Ge­naro hizo con él.

Experimenté un brusco choque de reconocimiento. Había olvidado que don Genaro quiso que me qui­tara el sombrero porque el viento me lo arrancaba a cada momento. Pero yo no quería prescindir de él. Me sentía estúpido en mi desnudez. Usar sombrero, lo cual por lo común nunca hago, me proporcionaba un sentimiento de extrañeza; yo no era en verdad yo mismo, por lo cual estar desnudo no me apenaba tanto. Don Genaro intentó luego cambiar sombreros conmigo, pero el suyo era demasiado pequeño para mí. Hizo chistes sobre el tamaño de mi cabeza y las proporciones de mi cuerpo, y finalmente me quitó el sombrero y me envolvió la cabeza en un poncho viejo, a guisa de turbante.

Dije a don Juan que había olvidado esa secuencia, la cual sin duda ocurrió entre mis supuestos saltos. Y sin embargo, el recuerdo de tales «saltos» resal­taba como una unidad sin interrupción.

—Por supuesto que fueron una unidad sin inte­rrupción, y también lo fueron los juegos de Genaro con tu sombrero —dijo él—. Esos dos recuerdos no pueden acomodarse uno tras otro porque ocurrieron al mismo tiempo.

Movió los dedos de la mano izquierda como si no pudieran encajar en los espacios entre los dedos de la derecha.

—Esos saltos fueron sólo el principio —continuó—. Luego vino tu verdadera excursión a lo desconocido; anoche experimentaste lo impronunciable, el nagual.

Tu razón no puede luchar contra el conocimiento físico de que eres un racimo de sentimientos sin nombre. Tu razón tal vez incluso admita, a estas al­turas, que hay otro centro de ensamble: la voluntad, a través de la cual es posible juzgar, calcular y utilizar los extraordinarios efectos del nagual. Por fin tu razón se ha enterado de que podemos reflejar al na­gual a través de la voluntad, aunque nunca podamos explicarlo.

—Pero entonces viene tu pregunta: ¿Dónde estaba yo mientras ocurría todo eso? ¿Dónde estaba mi cuer­po? La convicción de que hay un tú real es el resul­tado del hecho de que has reunido todo cuanto tienes en torno a tu razón. En este momento, tu razón ad­mite que el nagual es lo indescriptible, no porque la evidencia lo haya convencido, sino porque es más seguro admitir esto. Tu razón está en terreno segu­ro; todos los elementos del tonal están de su lado.

Don Juan hizo una pausa y me examinó. Sonreía con bondad.

—Vamos al sitio de predilección de Genaro —dijo abruptamente.

Se puso de pie y caminamos hasta la roca donde habíamos hablado dos días antes; nos sentamos có­modamente en los mismos sitios, con la espalda con­tra la roca.

—Hacer que la razón se sienta segura es siempre la tarea del maestro —dijo—. Yo le jugué un truco a tu razón al hacerla creer que el tonal era explica­ble y previsible. Genaro y yo hemos trabajado para darte la impresión de que sólo el nagual estaba más allá de la explicación; la prueba de que el truco tuvo éxito es que en este momento te parece que, pese a todo cuanto has atravesado, hay todavía un núcleo que puedes reclamar como propio, tu razón. Esto es un espejismo. Tu preciosa razón no es más que un centro de ensamble, un espejo que refleja algo que está fuera de ella. Anoche atestiguaste no sólo lo indescriptible que es el nagual sino también lo indes­criptible que es el tonal.

—El último trozo de la explicación de los brujos dice que la razón no hace sino reflejar un orden externo, y que la razón no sabe nada de ese orden; no puede explicarlo, como tampoco puede explicar el nagual. La razón sólo puede atestiguar los efec­tos del tonal, pero jamás podría comprenderlo o des­hilvanarlo. El hecho mismo de que estemos pensando y hablando indica que hay un orden que seguimos sin ni siquiera saber cómo lo hacemos, o qué es el orden ese.

Saqué a colación la idea de las investigaciones rea­lizadas por el hombre occidental con respecto al fun­cionamiento del cerebro, como una posibilidad de ex­plicar qué era aquel orden. Él señaló que las inves­tigaciones no hacían más que atestiguar que algo esta­ba sucediendo.

—Los brujos hacen lo mismo con su voluntad —dijo—. Dicen que por medio de la voluntad pueden atestiguar los efectos del nagual. Ahora puedo añadir que por medio de la razón, sin importar lo que hagamos con ella, o cómo lo hagamos, estamos simplemente atestiguando los efectos del tonal. En ambos casos no hay esperanza, nunca, de entender o de explicar qué es lo que estamos atestiguando.

—Anoche fue la primera vez que volaste con las alas de tu percepción. Eras aún muy tímido. Sólo te aventuraste en la banda de la percepción humana. Un brujo puede usar esas alas, para tocar otras sensibi­lidades: la de un cuervo, por ejemplo, la de un coyo­te, un grillo, o el orden de otros mundos en ese espa­cio infinito.

—¿Se refiere usted a otros planetas, don Juan?

—Claro. Las alas de la percepción pueden llevar­nos a los más recónditos confines del nagual o a los mundos inconcebibles del tonal.

—¿Puede un brujo, por ejemplo, ir a la Luna?

—Desde luego que sí —replicó—. Sólo que no po­dría traer un costal dé piedras.

Reímos y bromeamos al respecto, pero él había hablado con toda seriedad.

—Hemos llegado a la última parte de la explica­ción de los brujos —dijo—. Anoche, Genaro y yo te mostramos los dos últimos puntos que integran la totalidad del hombre: el nagual y el tonal. Una vez te dije que esos dos puntos estaban fuera de uno mismo, y a la vez no lo estaban. Ésa es la paradoja de los seres luminosos. El tonal de cada uno de nos­otros es sólo un reflejo de ese indescriptible descono­cido lleno de orden: el gran tonal; el nagual de cada uno de nosotros es sólo un reflejo de ese indescripti­ble vacío que lo contiene todo: el gran nagual.

—Ahora debes quedarte en el sitio de predilección de Genaro hasta que llegue el crepúsculo; para en­tonces ya habrás metido en su sitio la explicación de los brujos. Ahora, aquí sentado, no tienes nada más que la fuerza de tu vida, que une ese racimo de sen­timientos.

Se puso de pie.

—La tarea de mañana es lanzarte solo a lo desconocido, mientras Genaro y yo te observamos sin in­tervenir —dijo—. Quédate aquí sentado y suspende tu diálogo interno. Puede que reúnas el poder nece­sario para desplegar las alas de tu percepción y volar hacia esa infinitud.

LA PREDILECCIÓN DE LOS GUERREROS

Don Juan me despertó al rayar el alba. Me dio un guaje lleno de agua y una bolsa de carne seca. Cami­namos en silencio unos tres kilómetros hasta el sitio donde yo había dejado el coche dos días antes.

—Este viaje es nuestro último viaje juntos —dijo con voz tranquila cuando llegamos al auto.

Sentí una brusca sacudida en el estómago. Supe a qué se refería.

Se reclinó contra el parachoques trasero mientras yo abría la portezuela del lado derecho, y me miró con un sentimiento que nunca antes había traslucido en sus ojos. Subimos en el coche, pero antes de que yo encendiera el motor, don Juan hizo algunas os­curas observaciones que también entendí a la perfec­ción; dijo que teníamos unos cuantos minutos para estar sentados en el coche y tocar algunos sentimien­tos muy personales y punzantes.

Permanecí sentado en calma, pero mi espíritu se hallaba inquieto. Quise decirle algo a don Juan, algo que me apaciguara. Busqué en vano las palabras ade­cuadas, la fórmula que habría expresado aquello que yo «sabía» sin que me lo dijeran.

Don Juan habló de un niño que yo conocí una vez, y de cómo mis sentimientos hacia él no cambia­rían con los años ni con la distancia. Declaró su cer­teza de que cada vez que yo pensaba en ese niño mi espíritu saltaba de alegría y, sin rastro de egoísmo ni mezquindad, le deseaba lo mejor.

Me recordó una historia que otrora le narré acerca del niño, una historia que le gustaba y en la que había encontrado un significado profundo. Durante una de nuestras caminatas por las montañas cercanas a Los Ángeles, el niño se cansó de caminar y yo lo llevé montado en mis hombros. Una oleada de feli­cidad intensa nos envolvió entonces, y el niño gritó su agradecimiento al, sol y a las montañas.

—Ésa era su manera de decirte adiós —dijo don Juan.

Sentí en la garganta el aguijón de la angustia.

—Hay muchas maneras de decir adiós —conti­nuó—. Acaso la mejor es sostener un recuerdo espe­cial de alegría. Por ejemplo, si vives como guerrero, el calor que sentiste cuando llevabas en hombros al niño será fresco y cortante durante todo el tiempo que vivas. Ésa es la manera en que un guerrero dice adiós.

Encendí apresuradamente el motor, y manejé más rápido que de costumbre sobre el duro terreno roco­so, hasta que llegamos a la carretera sin pavimentar.

Seguimos en coche una corta distancia y recorrimos a pie el resto del camino. Cosa de una hora después, llegamos a una arboleda. Don Genaro, Pablito y Nés­tor nos aguardaban, allí. Los saludé. Todos se veían felices y vigorosos. Al contemplarlos, a ellos y a don Juan, me inundó un sentimiento de profunda em­patía. Don Genaro me abrazó y me dio palmadas afectuosas en la espalda. Dijo a Néstor y a Pablito que yo me había desempeñado muy bien al saltar al fondo de una cañada. Con la mano todavía en mi hombro, se dirigió a ellos en voz alta.

—Sí, señor —dijo mirándolos—. Yo soy su bene­factor y sé que eso fue lo mejor que ha hecho hasta hoy. Le costó años de vivir como guerrero.

Se volvió hacia mí y puso su otra mano en mi hom­bro. Sus ojos relucían apaciblemente.

—No hay otro modo de decirlo, Carlitos —dijo, pronunciando despacio las palabras—. Excepto que tenías cantidades de caca en las tripas.

Con lo cual, él y don Juan aullaron de risa hasta que parecían a punto de desmayarse. Pablito y Nés­tor soltaron risitas nerviosas, sin saber exactamente qué hacer.

Cuando don Juan y don Genaro se hubieron cal­mado, Pablito me dijo que estaba inseguro de su capacidad para entrar solo en lo «desconocido».

—En realidad no tengo ni la menor idea de cómo hacerlo —dijo—. Genaro dice que uno no necesita nada más que impecabilidad. ¿Qué piensas tú?

Le contesté que yo sabia incluso menos que él. Néstor suspiró; parecía seriamente preocupado. Mo­vía nerviosamente las manos y la boca como si estu­viera a punto de decir algo importante y no hallara el modo.

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