—Todos estamos solos, Carlitos —dijo don Genaro suavemente—. ,Ésa es nuestra condición.
Sentí en la garganta la angustia de mi pasión por la vida y por los seres que eran queridos para mí; yo rehusaba decirles adiós.
—Todos estamos solos —dijo don Juan—. Pero morir solo es morir desolado.
Su voz sonaba seca y apagada, como una tos.
Pablito lloraba en silencio. Luego se puso de pie y habló. No fue una arenga ni un testimonio. En voz clara agradeció la bondad de don Genaro y don Juan. Se volvió hacia Néstor y le agradeció el haberle dado la oportunidad de cuidarlo. Secó sus ojos con la manga de su camisa.
—¡Qué cosa más linda el haber estado en este hermoso mundo! ¡En este maravilloso tiempo! —exclamó con un suspiro.
Su ánimo era contagioso.
—Si no regreso, te suplico como último favor que ayudes a quienes han compartido mi destino —dijo a don Genaro.
Luego miró hacia el oeste, en dirección de su casa. Su delgado cuerpo se convulsionó de llanto. Con los brazos extendidos corrió hacia el borde de la meseta, como para abrazar a alguien. Sus labios se movían; parecía hablar en voz baja.
Aparté la vista. No quería oír lo que Pablito decía.
Regresó a donde estábamos sentados, se dejó caer junto a mí y bajó la cabeza.
Yo era incapaz de decir nada. Pero súbitamente una fuerza exterior pareció tomar las riendas y me hizo levantarme, y también yo dije mi gratitud y mi tristeza.
Guardamos silencio de nuevo. El viento del norte susurraba, soplando contra mi rostro. Don Juan me miró. Nunca había visto tanta bondad en sus ojos. Me dijo que un guerrero se despedía dando las gracias a todos los que habían tenido para él un gesto de bondad o de preocupación, y que yo debía expresar mi gratitud no sólo hacia ellos sino también hacia aquellos que me habían cuidado y ayudado en mi camino.
Miré hacia el noroeste, hacia Los Ángeles, y todo el sentimentalismo de mi espíritu se vertió. ¡Qué descarga purificadora fue esa expresión de gracias!
Me senté de nuevo. Nadie me miró.
—Un guerrero reconoce su dolor pero no se entrega a él —dijo don Juan—. Por eso el sentimiento de un guerrero que entra en lo desconocido no es de tristeza; al contrario, está alegre porque se siente humilde ante su gran fortuna, confiado en la impecabilidad de su espíritu, y sobre todo, completamente al tanto de su eficiencia. La alegría del guerrero le viene de haber aceptado su destino, y de haber calculado de verdad lo que le espera.
Hubo una larga pausa. Mi tristeza era suprema. Quise hacer algo por librarme de tal opresión.
—A ver, ese testigo, aplasta tu cazador de espíritus —dijo don Genaro a Néstor.
Oí el fuerte y ridículo sonido del artefacto en cuestión.
Pablito rió casi hasta la histeria, y también don Juan y don Genaro. Advertí un olor peculiar y me di cuenta de que Néstor había soltado un pedo. Lo horrendamente chistoso era la gran expresión de seriedad en su rostro. No se había pedorreado como guasa, sino porque no traía su cazador de espíritus. Quería ayudar como mejor podía.
Todos rieron con abandono. Qué facilidad tenían para pasar de las situaciones sublimes a las totalmente cómicas.
De pronto, Pablito se volvió hacia mí. Quiso saber si era yo poeta, pero antes de que pudiera responderle, don Genaro hizo una rima.
—Carlitos es un chingón; tiene un poco de poeta, de loco y de cabrón —dijo.
Todos sufrimos otro ataque de risa.
—Éste es un mejor humor —dijo don Juan—. Y ahora, antes de que Genaro y yo les digamos adiós, pueden decir lo que les venga en gana. Puede que ésta sea la última vez que pronuncien una palabra.
Pablito negó con la cabeza, pero yo tenía algo que decir. Quería expresar mi admiración, mi respeto por el exquisito temple del espíritu guerrero de don Juan y don Genaro. Pero me enredé en mis palabras y finalmente no dije nada; o peor aun, terminé hablando como si de nuevo me quejara.
Don Juan meneó la cabeza y chasqueó los labios en un remedo de reprobación. Reí involuntariamente; no importaba, después de todo, que hubiese arruinado la oportunidad de expresarles mi admiración. Un sentimiento muy atrayente empezaba a poseer, me: cierto alborozo y alegría, una libertad exquisita que me hacia reír. Dije a don Juan y a don Genaro que el resultado de mi encuentro con lo «desconocido» \4me importaba un cacahuate; que me sentía feliz y completo, y que el vivir o el morir carecían de valor para mí en esos momentos.
Don Juan y don Genaro parecieron disfrutar mis aseveraciones todavía más que yo. Don Juan se golpeó el muslo y se echó a reír. Don Genaro arrojó su sombrero por tierra y gritó como si montara un caballo salvaje.
—Hemos gozado y nos hemos reído mientras esperábamos, así como lo recomendó el testigo —dijo don Genaro de pronto—. Pero es la condición natural del orden el que siempre tenga que llegar a su fin.
Miró el cielo.
—Ya es casi la hora de que nos desbandemos como los guerreros de la historia —dijo—. Pero antes de que nos vayamos cada uno por su lado, debo decirles una última cosa a ustedes dos. Voy a revelarles un secreto de guerrero. Quizás podrían llamarlo la predilección de un guerrero.
Centrando en mi su atención particular, dijo que en una ocasión yo había opinado que la vida de un guerrero era fría y solitaria y carente de sentimientos. Añadió que incluso en aquel preciso instante yo me había convencido de que así era.
—La vida de un guerrero no puede en modo alguno ser fría y solitaria y sin sentimientos —dijo—, porque se basa en su afecto, su devoción, su dedicación a su ser amado. ¿Y quién, podrían ustedes preguntar, es ese ser amado? Yo se los voy a mostrar ahora mismo.
Don Genaro se puso en pie y caminó despacio hasta un área perfectamente llana, justamente frente a nosotros, a unos tres metros de distancia. Allí hizo un curioso gesto. Movió las manos como si barriera el polvo de su pecho y su estómago. Entonces ocurrió algo extraño. Un destello de luz casi imperceptible lo atravesó; salió del suelo y pareció encender todo su cuerpo. Don Genaro ejecutó una especie de pirueta hacia atrás; un clavado de espaldas, dicho con mayor propiedad, y aterrizó sobre el pecho y los brazos. La precisión y habilidad de su movimiento lo hicieron parecer un ser sin peso, una criatura vermiforme que diera la vuelta sobre sí misma. Ya en el suelo, realizó una serie de movimientos inconcebibles. Se deslizaba a unos cuantos centímetros de la tierra, o rodaba sobre ella como si yaciera sobre balines, o nadaba describiendo círculos y vueltas con la rapidez y la agilidad de una anguila en el océano.
Empecé a bizquear, y en cierto momento, sin transición alguna, me hallé observando una bola de luminosidad que se deslizaba de un lado a otro sobre lo que parecía ser una pista de hielo con mil luces brillando sobre ella.
El espectáculo era sublime. Luego la bola de fuego se detuvo y permaneció inmóvil. Una voz me sacudió disipando mi atención. Era don Juan que hablaba. No entendí al principio lo que decía. Miré de nuevo la bola de fuego; todo lo que pude discernir fue a don Genaro tirado en el suelo, con los brazos y las piernas extendidos.
La voz de don Juan era muy clara. Pareció desatar algo en mi interior, y me puse a escribir.
—El amor de Genaro es el mundo —decía—. Ahora mismo estaba abrazando esta enorme tierra, pero siendo tan pequeño, no puede sino nadar en ella. Pero la tierra sabe que Genaro la ama y por eso lo cuida. Por eso la vida de Genaro está llena hasta el borde y su estado, dondequiera que él se encuentre, siempre será la abundancia. Genaro recorre las sendas de su ser amado, y en cualquier sitio que esté, está completo.
Don Juan se acuclilló frente a nosotros. Acarició el suelo con gentileza.
—Ésta es la predilección de dos guerreros —erijo—. Esta tierra, este mundo. Para un guerrero no puede haber un amor más grande.
Don Genaro se levantó y vino a acuclillarse junto a don Juan; por un momento ambos nos escrutaron con fijeza, luego tomaron asiento al unísono, cruzando las piernas.
—Solamente si uno ama a esta tierra con pasión inflexible puede uno librarse de la tristeza —dijo don Juan—. Un guerrero siempre está alegre porque su amor es inalterable y su ser amado, la tierra, lo abraza y le regala cosas inconcebibles. La tristeza pertenece sólo a esos que odian al mismo ser que les da asilo.
Don Juan volvió a acariciar el suelo con ternura.
—Este ser hermoso, que está vivo hasta sus últimos resquicios y comprende cada sentimiento, me dio cariño, me curó de mis dolores, y finalmente, cuando entendí todo mi cariño por él, me enseñó lo que es la libertad.
Hizo una pausa. El silencio en torno era atemorizante. El viento silbaba suavemente, y luego oí el ladrido lejano de un perro solitario.
—Escuchen ese ladrido —prosiguió don Juan—. Ése es el modo en que mi amada tierra me ayuda a darles esta última lección. Ese ladrido es la cosa más triste que uno puede oír.
Guardamos silencio un rato. El ladrar de aquel perro solitario era tan triste, y la quietud en torno tan intensa, que experimenté una angustia adormecedora. Pensaba en mi propia vida, mi tristeza, el no saber dónde ir, qué hacer.
—El ladrido de ese perro es la voz nocturna de un hombre —dijo don Juan—. Viene de una casa en ese valle hacia el sur. Un hombre grita a través de su perro, pues ambos son esclavos compañeros de por vida, su tristeza, su aburrimiento. Está rogando a su muerte que venga y lo libre de las torpes y sombrías cadenas de su vida.
Las palabras de don Juan habían entroncado en forma inquietante con mi línea de pensamiento. Sentí que me hablaba directamente.
—Ese ladrido, y la soledad que crea, hablan de los sentimientos de los hombres —prosiguió—. Hombres para los que toda una vida fue como una tarde de domingo, una tarde que no fue del todo mala, pero sí calurosa, y aburrida, y pesada. Sudaron y se fastidiaron más de la medida. No sabían a dónde ir ni qué hacer. Esa tarde les dejó solamente el recuerdo del tedio y de pequeñas molestias, y de pronto se acabó; de pronto ya era noche.
Volvió a narrar una historia que yo le conté alguna vez acerca de un hombre de setenta y dos años, quejoso de que su vida había sido tan breve que su niñez parecía haber ocurrido apenas el día anterior. Ese hombre me había dicho: «Recuerdo los piyamas que solía ponerme a los diez años. Parece que sólo ha pasado un día. ¿A dónde se fue el tiempo?».
—El contraveneno de eso está aquí —dijo don Juan, acariciando la tierra—. La explicación de los brujos no puede en modo alguno liberar el espíritu. Ahí están ustedes dos. Han llegado a la explicación de los brujos, pero no tiene ninguna importancia el que la sepan. Están más solos que nunca, porque sin un cariño constante por el ser que les da asilo, la soledad es desolación.
—Solamente amando a este ser espléndido se puede dar libertad al espíritu del guerrero; y la libertad es alegría, eficiencia, y abandono frente a cualquier embate del destino. Ésa es la última lección. Siempre se deja para el último momento, para el momento de desolación suprema en el que un hombre se enfrenta a su muerte y a su soledad. Sólo entonces tiene sentido.
Don Juan y don Genaro se pusieron de pie; estiraron los brazos y arquearon la espalda, como si el estar sentados hubiera entiesado sus cuerpos. Mi corazón empezó a golpetear con rapidez. Los dos hicieron que Pablito y yo nos levantáramos.
—El crepúsculo es la raja entre los mundos —dijo don Juan—. Es la puerta a lo desconocido.
Indicó con un amplio ademán la meseta donde nos hallábamos.
—Ésta es la planicie frente a esa puerta.
Señaló entonces el filo norte de la meseta.
—Allí está la puerta. Más allá hay un abismo, y más allá de ese abismo está lo desconocido.
Después don Juan y don Genaro se volvieron hacia Pablito y le dijeron adiós. Los ojos de Pablito estaban dilatados y fijos; por sus mejillas rodaban abundantes lágrimas.
Oí la voz de don Genaro diciéndome adiós, pero no oí la de don Juan.
Don Juan y don Genaro se acercaron a Pablito y susurraron brevemente en sus oídos. Luego vinieron hacia mí. Pero antes de que susurraran nada, yo ya tenla la peculiar sensación de estar partido.
—Ahora nosotros seremos otra vez polvo en el camino —dijo don Genaro—. Tal vez algún día otra vez vuelva a entrar en tus ojos.
Don Juan y don Genaro retrocedieron y parecieron perderse en la oscuridad. Pablito me tomó del antebrazo y nos dijimos adiós. Entonces un extraño impulso, una fuerza, me hizo correr con él hacia el filo norte de la meseta. Sentí que su brazo me sostenía cuando saltamos, y luego quedé solo.
CARLOS CÉSAR SALVADOR ARANHA CASTANEDA (Cajamarca, Perú, 25 de diciembre de 1925 o Juqueri, Brasil, 25 de diciembre de 1935 - Los Ángeles, 27 de abril de 1998) fue un antropólogo y escritor, autor de una serie de libros que describirían su entrenamiento en un tipo particular de nahualismo tradicional mesoamericano, al cual él se refería como una forma muy antigua y olvidada.
Sus 10 libros, publicados en 17 idiomas, fueron grandes éxitos de ventas dentro y fuera de Estados Unidos, tenía decenas de millones de lectores en todo el mundo y una vez había sido portada de la revista Time con el calificativo de «líder del Renacimiento Americano».
Aunque el origen de los libros de Castaneda seguirá siendo siempre un misterio, no puede negarse que el autor tenía un conocimiento notable de los estados alterados de consciencia, de los efectos de las plantas visionarias y de formas de pensar de las culturas arcaicas del continente americano. Además, su habilidad con la pluma, los apuntes psicológicos de los personajes que desfilan por sus libros, la capacidad para mantener en vilo al lector, y el acierto de contactar con los desvelos e intereses de una época, acabaron por dar en el clavo y convertir su obra en un punto de referencia.