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Authors: Carlos Castaneda

Tags: #Autoayuda, Esoterismo, Relato

Relatos de poder (33 page)

Don Juan detalló entonces, paso a paso, cómo ha­bía apartado mi atención del «soñar», haciéndome creer que el problema importante era una actividad muy difícil que él llamaba no-hacer, juego perceptual que consistía en enfocar la atención en partes del mundo comúnmente pasadas por alto, como las som­bras de las cosas. Don Juan dijo que su estrategia había sido la de destacar el no-hacer imponiendo un estricto secreto a ese respecto.

—No-hacer es, como todo lo demás, una técnica muy importante, pero no era el asunto principal —dijo—. Te embaucó el secreto. ¡Tú, el hablador, obligado a guardar un secreto!

Riendo, dijo que se imaginaba los problemas que yo habría atravesado para mantener la boca cerrada.

Explicó que romper las rutinas, el paso de poder y no-hacer eran avenidas para aprender nuevas ma­neras de percibir, el mundo; maneras que daban al guerrero un anticipo de posibilidades increíbles de acción. La opinión de don Juan era que el tener conciencia de que el mundo del «soñar» era inde­pendiente y pragmático, se hacía posible por el uso de aquellas tres técnicas.

—Soñar es una ayuda práctica que los brujos in­ventaron —dijo—. No eran tontos; sabían lo que estaban haciendo y buscaron la utilidad del nagual entrenando a su tonal para que se dejara ir por un momento, por así decirlo, y luego volviera a agarrar­se. Esta frase no tiene sentido para ti. Pero eso es lo que has estado haciendo hasta ahora: entrenándote para dejarte ir sin perder la chaveta. Soñar es, por supuesto, la corona del esfuerzo de los brujos, el uso máximo del nagual.

Repasó todos los ejercicios de no-hacer que me ha­bía puesto a ejecutar, las rutinas de mi vida diaria que él había aislado para su rompimiento, y todas las ocasiones en que me había forzado a adoptar el paso de poder.

—Vamos llegando al fin de mi recapitulación —di­jo—. Ahora tenemos que hablar de Genaro.

Don Juan dijo que hubo un augurio muy impor­tante el día en que conocí a don Genaro. Le dije que no recordaba nada fuera de lo común. Me re­cordó que ese día estábamos sentados en una banca en un parque. Él había mencionado que esperaba a un amigo que yo no conocía, y luego, cuando el amigo apareció, lo señalé sin titubear entre una gran multitud. Ésa fue la indicación que los hizo darse cuenta de que don Genaro era mi benefactor.

Me acordé, cuando él lo mencionó, que mientras charlábamos volví la cara y vi a un hombre pequeño y delgado que irradiaba extraordinaria vitalidad, o gracia, o simple alegría; acababa de dar la vuelta a una esquina y entraba en el parque. En vena de guasa, dije a don Juan que su amigo se acercaba, y que sin duda era un brujo a juzgar por su apariencia.

—Desde ese día, Genaro recomendó lo que se tenía que hacer contigo —continuó don Juan—. Como tu guía para entrar en el nagual, te dio demostraciones impecables, y cada vez que ejecutaba un acto como nagual, te dejaba un conocimiento que desafiaba y pasaba por alto a tu razón. Desarmó tu visión del mundo, aunque todavía tú no te das cuenta de eso. Nuevamente, en, este caso, te comportaste igual que en el caso de las plantas de poder: necesitabas más de lo necesario. Unas cuantas embestidas del nagual debieran bastar para desmantelar la visión de uno; pero hasta el día de hoy, después de todos los ataques del nagual, tu visión parece invulnerable. Y aun­que parezca mentira, ése es tu mejor detalle.

—En general, entonces, el trabajo de Genaro ha sido guiarte al nagual. Pero aquí tenemos una pre­gunta extraña. ¿Qué cosa era guiada hacia el na­gual?

Con un movimiento de los ojos, me instó a res­ponder.

—¿Mi razón? —pregunté.

—No, la razón no tiene ningún sentido aquí —re­puso—. La razón se raja apenas sale de sus límites estrechos y seguros.

—Entonces era mi tonal —dije.

—No, el tonal y el nagual son las dos partes natas de nosotros mismos —replicó con sequedad—. No pueden llevarse el uno al otro.

—¿Mi percepción? —pregunté.

—Exacto —gritó como si yo fuera un niño dando la respuesta correcta—. Ahora llegamos a la expli­cación de los brujos. Ya te advertí que no explicaría nada, y sin embargo…

Hizo una pausa y me miró con ojos brillantes.

—Ésta es otra de las tretas de los brujos —dijo.

—¿A qué se refiere usted? ¿Cuál es la treta? —pre­gunté con un matiz de alarma.

—La explicación de los brujos, por supuesto —re­puso—. Ya lo verás por ti mismo. Pero sigamos ade­lante. Los brujos dicen que estamos dentro de una burbuja. En una burbuja en la que somos colocados en el instante de nuestro nacimiento. Al principio está abierta, pero luego empieza a cerrarse hasta que nos ha sellado en su interior. Esa burbuja es nuestra percepción. Vivimos dentro de esa burbuja toda la vida. Y lo que presenciamos en sus paredes redondas es nuestro propio reflejo.

Bajó la cabeza y me miró de, reojo. Soltó una risita.

—No te me duermas —dijo—. Aquí es donde de­bes hacer una observación.

Reí. De algún modo, sus advertencias acerca de la explicación de los brujos, aunadas a la revelación de su impresionante gama de conciencia, se hacían sentir finalmente en mí.

—¿Cuál es la observación que yo debía hacer? —pregunté.

—Si lo que presenciamos en las paredes es nuestro propio reflejo, entonces lo que se está reflejando debe ser la cosa real —dijo, sonriendo.

—Buena observación —dije en tono de chanza.

Mi razón podía seguir con facilidad ese argumento.

—La cosa reflejada es nuestra visión del mundo —dijo—. Esa visión es primero una descripción, que se nos da desde el instante en que nacernos hasta que toda nuestra atención queda atrapada en ella y la descripción se convierte en visión.

—La tarea del maestro consiste en reacomodar la visión, a fin de preparar al ser luminoso para el mo­mento en que el benefactor abre la burbuja desde afuera.

Hizo otra pausa deliberada y luego una nueva ob­servación acerca de mi falta de atención, juzgada por mi incapacidad de hacer un comentario o una pre­gunta adecuados.

—¿Cuál debería haber sido mi pregunta? —inquirí.

—¿Por qué se tiene que abrir la burbuja? —repuso.

—Buena pregunta —dije, y él rió con fuerza y me palmeó la espalda.

—¡Por supuesto! —exclamó—. Tiene que ser una buena pregunta para ti; es una de las tuyas.

—La burbuja se abre para permitir al ser luminoso una visión de su totalidad —prosiguió—. Natural­mente, esto de llamarla burbuja es sólo una manera de hablar, pero en este caso la manera es exacta.

—La delicada maniobra de llevar a un ser luminoso a la totalidad de sí mismo requiere que el maestro trabaje desde adentro de la burbuja y el benefactor desde afuera. El maestro reorganiza la visión del mundo, yo le he llamado a esa visión la isla del to­nal. He dicho que todo lo que somos se encuentra en esa isla. La explicación de los brujos dice que la isla del tonal está hecha por nuestra percepción, que ha sido entrenada a enfocarse en ciertos elementos; cada uno de esos elementos y todos juntos forman nuestra visión del mundo. El trabajo del maestro, en lo referente a la percepción del aprendiz, consiste en reordenar todos los elementos de la isla en una mitad de la burbuja. Para ahora ya te habrás dado cuenta de que limpiar y reordenar la isla del tonal significa reagrupar todos sus elementos en el lado de la razón. Mi tarea ha sido desarreglar tu visión ordinaria, no para destruirla sino para forzarla a po­nerse en el lado de la razón. Y tú has hecho esto me­jor que cualquiera que yo conozco.

Trazó en la roca un círculo imaginario y lo divi­dió en dos a lo largo de un diámetro vertical. Dijo que el arte del maestro era forzar al discípulo a agru­par su visión del mundo en la mitad derecha de la burbuja.

—¿Por qué la mitad derecha? —pregunté.

—Ése es el lado del tonal —dijo—. El maestro siempre se dirige a ese lado, y al presentar a su aprendiz, por una parte, el camino del guerrero, lo obliga al raciocinio, a la sobriedad, a la fuerza de carácter y de cuerpo; y al presentarle, por otra parte, situaciones inimaginables pero reales, que el apren­diz no puede abarcar, lo obliga a reconocer que su razón, por más maravillosa que sea, sólo puede cu­brir una zona pequeña Una vez enfrentado con su incapacidad de razonarlo todo, el guerrero hará hasta lo imposible por reforzar y defender su razón derro­tada, y para lograr tal efecto reunirá en torno a ella todo cuanto tiene. El maestro se ocupa de ello, mar­tillándolo sin piedad hasta que toda su visión del mundo está en una mitad de la burbuja. La otra mitad, la que ha quedado limpia, puede entonces ser reclamada por algo que los brujos llaman la voluntad.

—Esto podemos explicarlo mejor diciendo que la tarea del maestro es limpiar una mitad de la bur­buja y reordenar todo lo que hay en la otra mitad. Entonces, la tarea del benefactor es abrir la burbuja en el lado despejado. Una vez roto el sello, el gue­rrero nunca vuelve a ser el mismo. Tiene ya el do­minio de su totalidad. La mitad de la burbuja es el centro máximo de la razón, el tonal. La otra mitad es el centro máximo de la voluntad, el nagual. Ése es el orden que debe prevalecer; cualquier otro acomo­do es absurdo y maligno, porque va en contra de nuestra naturaleza; nos roba nuestra herencia mágica v nos reduce a nada.

Don Juan se incorporó y estiró los brazos y la es­palda y caminó para desentumir los músculos. Ya hacia un poco de frío.

Le pregunté si habíamos terminado.

—¡Pero si la función todavía ni empieza! —exclamó, riendo—. Ése fue sólo el principio.

Miró al cielo y señaló hacia el oeste con un ade­mán casual.

—Más o menos dentro de una hora, el nagual es­tará aquí —dijo y sonrió.

Volvió a sentarse.

—Nos queda un solo asunto por terminar —conti­nuó—. Los brujos lo llaman el secreto de los seres luminosos, y se trata del hecho de que somos percep­tores. Los hombres y todos los otros seres luminosos que hay sobre la tierra somos perceptores. Ésa es nuestra burbuja, la burbuja de la percepción. Nues­tro error es creer que la única percepción digna de reconocerse es lo que pasa por nuestra razón. Los brujos creen que la razón es sólo un centro y que no debería dársele tanto vuelo.

—Genaro y yo te liemos enseñado que la totalidad de nuestra burbuja de percepción se compone de ocho puntos. Conoces seis. Hoy, Genaro y yo seguiremos despejando tu burbuja de percepción, y des­pués de eso conocerás los dos puntos restantes.

Cambiando abruptamente de tema, me pidió un recuento detallado de mis percepciones del día ante­rior, a partir del punto en que vi a don Genaro sen­tado en una roca junto al camino. No hizo ningún comentario ni me interrumpió para nada. Al termi­nar, añadí una observación por cuenta propia. En la mañana había hablado con Néstor y Pablito; me dijeron que sus percepciones habían sido similares a las mías. Mi comentario era que don Juan me había dicho que el nagual era una experiencia individual que sólo el observador puede atestiguar. El día an­terior, había tres observadores, y todos nosotros habíamos presenciado más o menos la misma cosa. Las diferencias se expresaban sólo en términos de cómo se sentía o reaccionaba cada uno con respecto a cual­quier instancia específica del fenómeno total.

—Lo que ocurrió ayer fue una demostración del nagual para ti, y para Néstor y Pablito. Yo soy su benefactor. Entre Genaro y yo, cancelamos el centro de la razón en ustedes tres. Genaro y yo tuvimos po­der suficiente para ponerlos a ustedes de acuerdo en lo que presenciaban. Hace varios años, tú y yo estu­vimos cierta noche con un grupo de aprendices, pero yo solo sin Genaro no tenía suficiente poder para hacer que todos ustedes presenciaran lo mismo.

Dijo que, a juzgar por lo que yo debía haber pre­senciado el día anterior y por lo que él había «visto» de mí, su conclusión era que me hallaba listo para la explicación de los brujos. Añadió que Pablito tam­bién lo estaba, pero tenía dudas acerca de Néstor.

—Estar preparado para la explicación de los bru­jos es algo muy difícil de lograr —dijo—. No debe­ría serlo, pero insistimos en entregarnos a la visión del mundo que hemos tenido toda la vida. En este aspecto, tú y Néstor y Pablito se parecen. Néstor se esconde detrás de su timidez y su mal humor, Pablito detrás de su irresistible personalidad; y tú te escon­des detrás de tu engreimiento y tus palabras. Todas son visiones que parecen invencibles, y mientras us­tedes persistan en usarlas, sus burbujas de percepción no han sido despejadas y la explicación de los brujos no tendrá sentido.

En son de broma dije que la famosa explicación de los brujos me había obsesionado desde mucho tiempo atrás, pero mientras más me acercaba a ella más lejos parecía hallarse. Iba a añadir un comen­tario jocoso cuando él me quitó las palabras de la boca.

—¿Qué tal si la explicación de los brujos resulta un fiasco? —preguntó entre risas sonoras.

Me palmeó la espalda y parecía deleitado, como un niño que anticipa algo agradable:

—Genaro siempre quiere atenerse a la regla —dijo en tono confidencial—. La condenada explicación no es nada del otro mundo. Si por mí fuera, te la habría dado hace años. No esperes gran cosa de ella.

Alzó la vista para examinar el cielo.

—Ahora estás listo —dijo en tono dramático y solemne—. Es hora de ir. Pero antes de dejar este sitio, he de decirte una última cosa: El misterio, o el secreto, de la explicación de los brujos es que tie­ne que ver con el acto de abrir las alas de la per­cepción.

Puso la mano sobre mi libreta y me dijo que fuera al matorral a ocuparme de mis funciones corporales, para después quitarme la ropa y dejarla en un bulto precisamente donde nos hallábamos. Lo miré inqui­sitivamente y explicó que yo debía estar desnudo, pero que podía dejarme los zapatos y el sombrero.

Insistí en saber por qué debía estar desnudo. Don Juan rió y dijo que la razón era más bien personal y tenía que ver con mi propia comodidad, y que yo mismo le había dicho que así lo deseaba. Su expli­cación me desconcertó. Sentí que me jugaba una broma o que, en conformidad con lo que me había revelado, simplemente distraía mi atención. Quise enterarme de por qué lo hacía.

Empezó a hablar de un incidente ocurrido años antes, una vez que estuvimos con don Genaro en las montañas del norte de México. Ellos me explicaban entonces que la «razón» no podía en modo alguno dar cuenta de todo cuanto ocurría en el mundo. Para darme una demostración innegable de ello, don Ge­naro ejecutó un magnífico salto de nagual, y se «alar­gó» \4para alcanzar la cima de unos picos a quince o veinte kilómetros de distancia. Don Juan dijo que la intención me pasó inadvertida, y que en lo refe­rente a convencer a mi «razón», la demostración de don Genaro fue un fracaso, pero desde el punto de vis­ta de mi reacción corporal resultó muy divertida.

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