El inventor de historias

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Authors: Marta Rivera de la Cruz

Tags: #Drama

 

Cuando Linus Daff tuvo que idear una excusa creíble para salvar a un amigo de las iras de su esposa, descubrió que tenía un don especial al que dedicaría el resto de su vida: inventar historias. Hasta él acudieron gentes de las más distintas clases sociales, víctimas de las encorsetadas normas del Londres victoriano, con un mismo fin, recomponer un pasado, montar una nueva vida o adecentar una oscura fortuna. Su gran imaginación, unida a un innato conocimiento de los comportamientos humanos le facilitaron prestigio, fama y dinero. En Cuba inventará su última y más importante historia, la de su nueva vida.

Marta Rivera de la Cruz

El inventor de historias

ePUB v1.0

Mística
26.02.12

El inventor de historias

Marta Rivera de la Cruz

A Pedro Almeiras

Linus Daff había nacido en algún punto remoto del País de Gales, de madre galesa y padre desconocido. Madeleine Daff, que era la hija pequeña de una modesta familia de granjeros, se obstinó con una tenacidad de piedra en ocultar el nombre del progenitor de su retoño, y no hubo forma humana de averiguar quién era, o al menos no de los labios de la única persona que podía saberlo a ciencia cierta. Así que, después de muchas intentonas fallidas, después de echar mano alternativamente de la exigencia y de la súplica, del tono conminatorio y el amenazador, la familia de Madeleine Daff (de la que formaban parte, entre otros, tres muchachotes fornidos capaces de propinar las más espantosas bofetadas de las que se tuviera noticia en el pueblo) se resignó a dar por imposible la tarea de localizar al autor de la deshonra. Dada la dificultad de hacer creer a los lugareños que el niño había sido concebido por obra y gracia del Espíritu Santo, los Daff se conformaron con la idea de criar entre todos a un hijo sin padre, y así lo hicieron.

El niño Daff tuvo una infancia normal, que hubiera sido dichosa de no ser por el empecinamiento del rapaz en conocer el nombre de su padre. En realidad, Linus Daff tenía más que cubierta su cuota de afecto con el cariño que le prodigaban sus abuelos y aun sus tíos, que repuestos ya del zarpazo de la vergüenza de admitir en la familia a un hijo ilegítimo, dedicaban cada fibra tierna de su naturaleza más bien zafia en mimar al sobrino inesperado. No, el pequeño Linus no necesitaba para nada la figura de un padre como el que tenían algunos compañeros de escuela, la mayoría de las veces mucho menos complaciente que su abuelo y sus tres tíos, tan grandes y tan brutos, que atendían sus caprichos constantemente y que jamás le propinaron uno de aquellos sopapos que les habían dado en la región una justa fama de pegadores de primera. A pesar de ello, Linus demostró desde siempre un interés casi enfermizo por conocer el nombre del autor de sus días. Madeleine Daff nunca cedió a sus demandas, como no había cedido a las de su padre y sus hermanos años atrás, y por eso Linus Daff supo que si quería un padre tendría que inventárselo. Pensándolo bien, se dijo, aquello era casi una ventaja. Su padre no tendría por qué ser bizco y unicejo, como el progenitor de Ronald Grant, ni tonto de remate como el de Willie Parsons, ni pródigo en la aplicación de correazos como el de Judy Smith. El autor de sus días podía ser alto y bien plantado, risueño, inteligentísimo, afectuoso y alegre, bondadoso y desprendido. Una vez que se hubo formado en la cabeza el retrato ficticio de su padre inventado, Linus Daff creó para él una profesión de interés, por ejemplo la de marino, tan distinta de los oficios de labrador, ganadero o pequeño comerciente que ejercían los padres de sus amigos, y por fin inventó un motivo de peso que hubiera obligado a aquel superhombre a abandonar al hijo querido para no regresar nunca a su lado. Linus Daff urdió entonces una trama complicadísima que implicaba un peligro real para todos los súbditos de su Graciosa Majestad, un complot internacional que sólo un hombre de excepción como su padre hubiera podido reconducir para evitar el apocalipsis del Imperio. Cuando hubo pergeñado, retocado y rematado por fin la historia irreal de su padre de mentira, Linus Daff se dio cuenta de que se sentía extrañamente tranquilo, misteriosamente completo, como si la ausencia de la figura paterna hubiese sido un agujero que empezaba a cerrarse con aquella fábula diseñada por él mismo y que iba a servirle de antídoto contra posibles formas de infelicidad.

A partir de entonces, Linus Daff echó mano muchas más veces de su capacidad de invención. Recurría a ella para evitar trifulcas y disculpar errores, para enmendar meteduras de pata injustificables o, simplemente, para deslumbrar a los compañeros de escuela con historias increíbles que, contadas por él, iban cobrando visos de realidad que llegaban a ser alarmantes. Rara era la semana en que el niño no recibía un castigo de manos del maestro por idear historias estrambóticas que dejaban boquiabiertos a sus compañeros. Sin embargo, y mientras imponía al alumno mentiroso una sanción adecuada a la falta, el profesor no podía dejar de sentirse sinceramente admirado ante la prodigiosa imaginación de aquel mocoso que con tanta facilidad reincidía en sus faltas, y también ante la tranquilidad absoluta que demostraba al urdir sus falacias y que llegaba a dar apariencia de veracidad a las historias más abracadabrantes.

Solventado el problema del padre desconocido, los días del niño Daff en la aldea galesa transcurrieron con placidez, sólo quebrada de modo ocasional por los correctivos que de vez en cuando le aplicaban en casa y en la escuela por seguir cultivando tan amorosamente el vicio del invento. Por lo demás, era un chaval tranquilo y espabilado, que había aprendido a leer con corrección cuando algunos de sus compañeros ni siquiera eran capaces de balbucear el abecedario con trabajoso esfuerzo y tenía una preciosa letra redondilla que envidiaba incluso su propio maestro. Aunque nunca se lo dijo a nadie, el profesor de Linus Daff pensaba que el chico era un alumno excepcionalmente bien dotado, y que de haber contado con mejores oportunidades de formación que las que brindaba una escuela destartalada en un pueblo galés, hubiera podido sin duda llegar muy lejos. Bien educado, prudente, dotado de una elocuencia asombrosa para un muchacho de sus años y un sentido de la curiosidad que facilitaba cualquier aprendizaje, Linus Daff habría hecho un excelente papel como alumno de Eton, y tal vez hubiera podido incluso llegar a la universidad. Pero, se decía el maestro, para eso hubiera sido necesario cambiar su historia y su pasado de hijo ilegítimo. Y nadie está en condiciones de hacer una cosa así.

Linus Daff era un adolescente cuando murió su madre. Por aquel entonces había olvidado ya el conato de trauma infantil provocado por la ausencia de la figura paterna, e incluso había relegado al último rincón de la memoria la historia fantástica que se inventara un día para suplir al padre inexistente, hasta el punto que llevaba muchos años sin recordarla siquiera. Por eso le sorprendió tanto que en el lecho de muerte Madeleine Daff se empeñase en confesarle a él y sólo a él la identidad de su padre. Fueron prácticamente las últimas palabras de la madre de Linus, y ya en el entierro de la buena mujer el joven Daff tuvo que reconocer que su parecido con el párroco del pueblo era tan escandaloso como evidente. Tanto, pensó, que era difícil entender que sus tres tíos, los repartidores de sopapos, no hubiesen reparado en él en algún momento de sus vidas.

Hecho el descubrimiento, Linus Daff empezó a sentir cierta inquietud, cierta incomodidad que no sabía muy bien cómo explicarse. Era casi un hombre, se decía, y a esas alturas de la vida, cuando había dejado atrás la infancia y se encaminaba a la edad adulta, daba igual que apareciese de pronto un padre que hasta entonces había permanecido al margen de su vida y de su historia. Pero entonces Linus Daff recordó con alucinante nitidez la mentira que había diseñado para defenderse ante sí mismo de la añoranza de un hombre que no tenía rostro, ni apellidos, ni patronímico, ni arrugas, ni voz, ni nada. Y de pronto se dio cuenta de que sólo ahora, cuando la verdad se alzaba por fin ante sus ojos, la historia inventada empezaba a ser un embuste. Y decidió dejar la aldea de Gales donde había crecido, donde había jugado y aprendido a inventar espoleado por una necesidad infantil.

Así pues, tras despedirse de sus tíos los abofeteadores, de rezar brevemente ante la tumba de su madre y de lanzar una mirada no tan reprobatoria como despectiva sobre el párroco del pueblo, Linus Daff abandonó el hogar de la familia y se trasladó al Londres victoriano con el muy loable propósito de sobrevivir. Al principio tropezó con algunas dificultades, habida cuenta de su escasa experiencia en el entorno urbanita y el ambiente razonablemente hostil que una ciudad capitalina gusta de brindar a los aldeanos. Pero Linus Daff, con sus pocos años y su gorra nueva, era un chico optimista, trabajador y despierto. Y, lo que es mejor, seguía estando dotado de la imaginación desbordante que tantos disgustos le había deparado durante su época infantil. Lo que nunca pensó el niño Daff, cuando era reprendido por su madre y sus maestros a causa de su ingenio alborotado, es que años después esa capacidad de invención iba a servirle no sólo para ganarse la vida sino, andando el tiempo, para hacerse rico.

Linus Daff inició su negocio de inventor de historias unos meses después de llegar a Londres. Estaba alojado en una pensión del barrio de Whitechapel, y dedicaba los días a trabajar como chico de los recados y parte de las noches a recoger cartones, trozos de vidrio y periódicos viejos, que revendía sin mucha dificultad a un trapero de la zona. Los emolumentos percibidos le permitían pagar puntualmente sus gastos de alojamiento y manutención (dos comidas diarias y una taza de té a media tarde) y, de vez en cuando, tomar una pinta de cerveza en el pub más cercano. Mucho tiempo después, convertido ya en un caballero rico y respetado por la mejor sociedad londinense, Linus Daff confesaba no haber vuelto a vivir una época tan feliz como aquella en que su universo vital se reducía a las calles estrechas de Whitechapel, la pensión modesta y la cerveza tibia y aguada que podía consumir algunas veces en un bar de mala muerte. Por aquel entonces, Daff notaba en la cara los primeros aires de la libertad, tenía una habitación propia, un trabajo honrado, toda la vida por delante y unos peniques de sobra para invertir en bebida. No era posible desear mucho más.

La culpa de que el destino de Linus Daff diese un giro de ciento ochenta grados la tuvo su patrón, Edgar Allen, que ayudaba a su esposa a regentar la casa de huéspedes donde él vivía. La señora Allen era una irlandesa rubicunda y enérgica, laboriosa y vivaz, que se levantaba con el sol y se acostaba pasadas las doce sin haberse permitido en todo el día una sola distracción ni un momento de descanso. A su lado, Edgar Allen tenía más bien poco que hacer: sus labores estaban limitadas a cuidar de la caja registradora y de las buenas costumbres de una pensión que tenía fama de ser decente. Eso, bajo la óptica de Judy Allen, incluía para el matrimonio la obligación de observar una conducta intachable en todo momento. Así, el señor Allen tenía tajantemente prohibido participar en peleas callejeras, beber alcohol o relacionarse con personajes considerados poco recomendables incluso para los muy permisivos vecinos de un barrio como Whitechapel. Todos los que conocían a Edgar Allen pensaban que la suya era una existencia digna de envidia, al lado de una mujer trabajadora y todavía atractiva, que echaba sobre sus hombros rollizos todo el peso del negocio familiar, y que no esperaba del marido más tarea que la de no buscarse problemas innecesarios y vaciar dos veces al día los cubos de desperdicios que acumulaban los clientes de la pensión.

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