Sin embargo, Linus Daff no podía por menos que reconocer que aquella gente le divertía. Eran tan superficiales, tan prodigiosamente inocentes en su mundo irreal de cacerías, de reuniones aburridas y de fiestas mundanas… Llegó a sentir por ellos cierta ternura no obstante la estupidez congénita de algunos ejemplares absolutamente risibles, aquellos cuyo repertorio de conversación se reducía a las páginas tediosas del
Financial Times
y glosaban en voz alta las bondades de la infame cocina inglesa, seguramente porque tenían el cerebro embotado por la preocupación de las bajadas bursátiles y atrofiado el paladar por la dieta bárbara de stilton y jerez seco. Linus Daff reflexionaba a menudo sobre lo mucho que los miembros de las clases privilegiadas del Londres de entonces se parecían entre sí: todos vestían igual, todos hablaban de lo mismo, disfrutaban de iguales placeres, tenían los mismos gustos y las mismas antipatías, y en los ojos de todos brillaba la misma luz bobalicona y obtusa de quien no tiene que preocuparse por el futuro inmediato. Fue por eso que simpatizó enseguida con Pedro Almeiras: porque después de conocerlo a fondo tuvo que admitir que se trataba de una persona diferente y que si algún día necesitaba comprarle una mentira, no sería para salvarse él mismo sino para ayudar a otros.
Los presentaron una noche a la salida del teatro, convocados ambos por un conocido común que había organizado por su cuenta un grupo heterogéneo para asistir a la representación de un drama de Chejov. Durante la cena, y como suele ocurrir en estos casos, los asistentes fueron reagrupándose dominados por un extraño impulso gregario que siempre acaba por reunir a aquellos que tienen algo en común. De pronto, Linus Daff se encontró conversando con un español afincado en La Habana, de nombre Pedro Almeiras, que realizaba un viaje por el continente y hablaba el inglés con la riqueza léxica y el acento nefasto del que ha aprendido un idioma ajeno movido por criterios exclusivos de utilidad.
—Tengo una pequeña plantación en la isla —dijo, encendiendo un cigarro magnífico después de ofrecer otro igual a su interlocutor—. Caña de azúcar. Llevo diez años viviendo en Cuba, pero a veces echo de menos Europa, y entonces busco una disculpa para pasar aquí una temporada. —Aspiró el humo lentamente, con la maestría del fumador empedernido, y lo dejó escapar muy despacio antes de seguir hablando—. Y usted, Daff, ¿a qué se dedica?
—Soy inventor de historias.
Aquello fue suficiente para que Pedro Almeiras tomase la iniciativa de cultivar la relación con Linus Daff. Acababa de llegar a Londres después de pasar una temporada en Lisboa y no tenía demasiados conocidos en aquella ciudad que flotaba en la niebla, así que estaba perfectamente dispuesto a simpatizar con un inglés de modales impecables y sonrisa vagamente irónica que desarrollaba una profesión tan poco común. Pedro Almeiras permaneció en Londres por espacio de dos meses, y en el transcurso de su estancia él y Linus Daff tuvieron ocasión de entablar una grata amistad de salón, que acabó en auténtica hermandad a pesar de que por aquel entonces el inventor de historias había decidido que un inglés bien educado no debe hacerse nunca demasiado amigo de nadie.
Dos días después del primer encuentro, coincidieron en el club de caballeros del que Daff era socio y al que también pertenecían algunos allegados a Pedro Almeiras. Fue el español quien invitó al inventor de historias a una copa de brandy, y Linus Daff aceptó porque intuía que aquel hombre de ojos profundamente azules tenía muchas cosas que referir a quien supiera escucharlas. Sin embargo, acertó sólo a medias: en efecto, parecía que Pedro Almeiras había llevado una vida ciertamente intensa, pero al indiano semejaba gustarle muy poco hablar de sí mismo y prefería prestar atención a las historias de otros antes que referir la suya propia. Habló muy brevemente de su plantación de caña de azúcar, de la casa colonial en la que vivía, de algunos amigos habaneros. Le contó que había llegado a la isla con sólo veinte años, aunque no llegó a explicar por qué había emigrado a Cuba, como si su origen galaico fuese la suficiente justificación para convertirse en un trasterrado, y también aseguró que echaba de menos su patria chica y que esperaba volver algún día a rescatar los recuerdos desperdigados, aunque pensaba dejar pasar muchos años antes de plantearse seriamente la posibilidad del regreso. A pesar de su intuición, a pesar de su capacidad para indagar de forma sutil en las vidas ajenas, a pesar de su habilidad para obtener respuestas sin hacer preguntas, Linus Daff no obtuvo de Almeiras mucha más información. El inventor de historias hubiera querido saber algo más de su pasado previo a su vida en la isla, las razones que le habían llevado a cruzar el Atlántico con destino a Cuba, y si su llegada a La Habana había sido fruto de la necesidad, del azar o del destino. Pero ésos eran detalles que Pedro Almeiras no parecía dispuesto a proporcionar y Linus Daff se dio cuenta de que el español arrastraba consigo una aura de misterio que él cultivaba sin darse cuenta al ocultar tan celosamente su pasado y escamotear al interlocutor partes concretas de su propia historia. Al final de la noche, Linus Daff notó que los ojos del español se detenían una y otra vez en el piano de cola que decoraba la sala.
—Tengo entendido que es excelente. —Daff señaló con la cabeza el instrumento.
—¿Le gusta la música?
—Muchísimo, pero me temo que soy una completa nulidad en la materia. Intenté aprender piano y desesperé a media docena de profesores, así que me conformo con escuchar a otros. ¿Y usted? ¿Sabe algo de música?
El otro asintió brevemente. Linus Daff hubiera querido pedirle que precisara un poco la respuesta. ¿Era, como él, un melómano de poca monta capaz de leer malamente una partitura? ¿Era concertista de clarinete, violonchelista aficionado o torpe ejecutor de escalas en los pianos ajenos? En ese momento, Pedro Almeiras echó una mirada circular por el salón. A aquella hora, casi las once de la noche, estaba prácticamente vacío. Había un anciano vestido de negro que leía junto a la chimenea encendida, y tres socios de edad mediana cuya conversación se había extinguido minutos antes y casi dormitaban en las butacas de cuero.
—Perdone —Pedro Almeiras se dirigió al camarero—. ¿Está afinado ese piano?
—Por supuesto, señor.
—¿Podría usted preguntar a esos caballeros si les molestaría escuchar un poco de música?
Pedro Almeiras estiró los dedos varias veces antes de que el asistente regresase con la respuesta.
—Ningún problema, señor.
—Muchas gracias —el español dirigió una sonrisa al camarero—, espero que usted tampoco tenga inconveniente en en oírme tocar.
—Será un placer, señor. ¿Quiere ver las partituras de las que disponemos?
—No creo que sea necesario.
Pedro Almeiras se sentó delante del piano y cerró los ojos como para obligarse a recordar. Luego respiró profundamente y puso las manos sobre las teclas. Al instante siguiente, la habitación entera se llenó de música. Las notas se elevaban y descendían en el ámbito quieto del salón, agitaban el aire y deshacían para siempre un silencio innecesario. El anciano dejó la lectura que le tenía absorbido, los caballeros amodorrados salieron de un letargo que parecía ser eterno, el camarero sigiloso refrenó con las manos el contacto de las copas que llevaba en la bandeja, para evitar que el ruido sutilísimo del cristal de Bohemia pudiese turbar el instante mágico del concierto improvisado que estaba regalando Pedro Almeiras. Mientras, el inventor de historias escuchaba asombrado el discurrir de las notas al tiempo que buscaba en su memoria de devoto por la música el recuerdo de una interpretación similar, pero no lo encontró. Cuando terminó la pieza, el público escasísimo aplaudió casi entusiasmado, y Pedro Almeiras agradeció el gesto con una reverencia teatral. Luego volvió a su sitio junto a Linus Daff.
—¿Qué le parece?
—Si quiere que sea sincero, me deja usted impresionado. No reconocí la última pieza…
—Era el
Vals triste
, de Sibelius. Fue el propio compositor quien me regaló la partitura. La aprendí de memoria, y fue una suerte porque finalmente la perdí. Pero ésa es una historia muy larga.
Linus Daff entendió que el virtuosismo al piano de Pedro Almeiras era sólo uno de tantos secretos que guardaba aquel personaje memorable. Al instante, decidió cultivar su compañía en la medida de lo posible, porque tenía el total convencimiento de que el rompecabezas completo de la vida de Pedro Almeiras era, a buen seguro, mucho más fascinante que ninguna de las historias que llevaba tantos años inventando y que le habían hecho rico.
Pedro Almeiras le invitó a cenar al día siguiente. Habían quedado citados en el bar del Savoy a las siete y media, pero Linus Daff se adelantó y llegó al hotel unos minutos antes. Decidió pedir un jerez mientras esperaba, y ya iba a elegir una mesa cuando la visión de la mujer más hermosa del mundo le dejó completamente paralizado. Estaba sola, sentada ante una copa vacía, tamborileando delicadamente con sus uñas perfectas en el mantel de hilo. Era espléndida, de labios intensos y ojos oscuros, y una piel acaramelada que dejaba intuir un tacto de terciopelo. Llevaba el cabello negrísimo recogido en la nuca con una enorme magnolia de seda blanca y toda ella respiraba vida. Tenía la cabeza ladeada de forma que la flor del pelo rozaba levemente el hombro izquierdo, y el ceño algo fruncido en un gesto que denotaba cierta impaciencia.
Linus Daff trató de adivinar su fecha de nacimiento pero desistió casi inmediatamente: no tenía edad, y entendió que para una persona como aquélla el tiempo en el mundo no podía contar de la misma manera que para el resto de los mortales. Hubiera podido adjudicarle veinte años, porque el cutis y la piel de los codos aparecían tersos y limpios como los de un niño, pero la mirada audaz y la definición de sus gestos eran los de una mujer que había vivido mucho. Linus Daff la miró sin pestañear durante unos segundos y casi al instante se sintió desfallecer, porque tuvo la certeza de que nunca más en la vida iba a tener delante a una mujer tan bella. El inventor de historias estaba todavía reponiéndose de aquella sorpresa magnífica cuando, para su decepción, alguien tomó del brazo a la beldad. Necesitó algún tiempo para darse cuenta de que el acompañante de aquella dama inolvidable era, precisamente, Pedro Almeiras. Durante unos segundos consideró seriamente la posibilidad de marcharse y enviar después una nota de disculpa, porque no se sentía capaz de enfrentar aquella escena: Almeiras se había convertido de un plumazo en amigo y rival, o peor aún: en causante inevitable de celos y de envidias, cuando hasta entonces Linus Daff, el inventor de historias, había vivido con la certeza de no desear para sí la suerte, las prebendas o el destino de nadie. Ya iba a darse la vuelta para eludir la visión indeseable, cuando Pedro Almeiras advirtió su presencia:
—¡Daff! Se ha anticipado mucho… pero no importa, así tendremos más tiempo. Quiero que conozca a Lucrecia Sánchez.
Ella le tendió la mano y le dedicó una sonrisa radiante que iluminó todos los rincones del rostro, una sonrisa de bienvenida tan acogedora y tan grata que Linus Daff hubiera querido congelar aquel momento y hacerlo eterno, Lucrecia Sánchez sonriéndole a él y sólo a él, y ser para siempre el único destinatario de la sonrisa de aquella mujer que era capaz de sonreír con la boca, y con los ojos, y con la frente despejada, Dios Santo, hasta con la nariz definitiva, hasta con las encías levemente amoratadas que revelaban su origen mestizo, hasta con el nacimiento del cabello y los lóbulos de las orejas casi tapados por dos enormes perlas blancas.
—Éste es Linus Daff, querida. Ya te he hablado de él.
—¿Cómo está, señor Daff? Disculpe mi mal inglés. Me eduqué en español y en francés, y aprendí su idioma a toda prisa cuando ya era demasiado tarde para llegar a hablarlo bien.
Tenía una voz de acuerdo con su aspecto, grave y bien modulada, ligeramente metálica. Linus Daff intuyó que su risa debía de ser espléndida y profunda, y que, llegado el momento, tenía la buena costumbre de no reprimir las carcajadas como hacían otras damas que confundían la buena crianza con la falta de espontaneidad en los modales.
—Lucrecia cenará con nosotros, Daff. He reservado una mesa para los tres.
Linus Daff no supo si aquella revelación lo alegraba o si en el fondo era un motivo más para la congoja. De todos modos, estaba suficientemente bien entrenado para ser capaz de disimular la desazón que le causaba la proximidad de Lucrecia Sánchez cuando ya estaba claro que era la mujer de otro hombre.
—Estupendo —se dirigió a ella—, así la señora tendrá ocasión de demostrar que su inglés es mucho mejor de lo que ella dice.
—Eso espero. Por cierto, no estoy casada. Llámeme Lucrecia. Así supo Linus Daff que Lucrecia Sánchez y Pedro Almeiras eran amantes, y no un matrimonio como él había dado por sentado. Le bastó el transcurso de la cena para darse cuenta de que todas sus otras suposiciones con respecto a la dama eran ciertas. Era divertida, inteligente y sagaz, intuitiva y tierna, correctamente sarcástica cuando la ocasión lo requería, moderadamente cálida y muy capaz de resultar distante si fuese necesario. Habló mucho más de lo que cualquier otra mujer hubiera hecho, elogió los vinos con la precisión de una catadora experimentada, fue la única que tomó postre, pidió un brandy al terminar la cena y miró con notable avidez el cigarro puro que encendió Pedro Almeiras cuando retiraron todos los platos.
—Toma uno. —Él le tendió la tabaquera, pero Lucrecia Sánchez agitó la cabeza en una negativa.
—No, Pedro. No estamos en La Habana… y ya es bastante que una mujer beba alcohol y pida una ración doble de tarta. Dejaré los puros para la intimidad. —Miró hacia Linus Daff como pidiendo perdón—. El tabaco es una de mis debilidades… pero trato de no dejarme llevar por ella, al menos en público.
Pedro Almeiras había rematado su segunda copa de brandy. En ese momento, Lucrecia Sánchez consultó su diminuto reloj de pulsera.
—Se ha hecho muy tarde. Son casi las nueve y media… Voy a retirarme.
—Te acompaño en coche. ¿Le apetece tomar otra copa, Daff? Entonces, espéreme en el club. Dejaré a Lucrecia en el hotel y luego nos veremos allí.
—Ha sido un placer conocerla. —Linus Daff se había puesto de pie y estrechaba la mano de Lucrecia Sánchez.
—Espero que volvamos a vernos. Todavía nos quedaremos en Londres algunas semanas más. Encantada, señor Daff.