El inventor de historias (26 page)

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Authors: Marta Rivera de la Cruz

Tags: #Drama

—Entonces no hay nada más que decir. Pedro, tendrás que hacerme un último favor: comprar por mí un pasaje en un barco que pueda llevarme a España.

—No hay problema. —Pedro Almeiras miró a Castro de Lema con el afecto de un hijo—. Pero tendré que comprar dos pasajes. Pienso acompañarte hasta llegar a Galicia.

Fernando Castro de Lema iba a decir algo, pero Pedro siguió hablando.

—Está decidido, así que ni una palabra. Eso sí, no pienso quedarme ni un solo día en ese pueblo de locos donde piensas invertir todo tu dinero. Saldré de Galicia en el primer barco que encuentre. Así que no se te ocurra hacerme chantaje para que permanezca a tu lado más tiempo del debido. ¿Estamos?

—Lo que tú digas, Pedro.

—Entonces, todo correcto. Mañana mismo cablegrafiaré al alcalde de Vilabranca para comunicarle tu llegada, y luego intentaré encontrar pasajes en el primer barco que salga con destino a España.

Linus Daff tosió brevemente como para interrumpir a Pedro Almeiras.

—Pedro… por el bien del secretismo que debe mandar en el traslado del señor Castro, creo que sería preferible que iniciasen ustedes un viaje que les llevase a un punto intermedio en el camino a Galicia. No se le ocurra buscar plaza en un barco donde viajen otros indianos que regresan a la tierra natal, porque es muy posible que les hagan preguntas comprometedoras, o aún peor, que propongan visitarle a usted —señaló a Castro de Lema— en su nuevo domicilio.

—No había pensado en eso —confesó Pedro—, pero no habrá problema. Podemos viajar a cualquier punto de la costa americana, y de allí tomar otro barco con destino a Galicia. Nos demoraremos un par de días, pero supongo que no queda otro remedio.

—Caballeros —Fernando Castro de Lema había hecho sonar una campanilla, y casi al instante un criado entró en la habitación llevando una botella de ron añejo y tres copas de cristal que llenó con el líquido oscuro—, propongo un brindis. Por el éxito de esta operación y por ustedes dos, sin quienes no hubiera sido capaz de convertirme en el nuevo Fernando Castro de Lema. Salud.

—Salud —contestaron los otros, antes de vaciar las copas de un único trago.

Aquella noche, Linus Daff y Pedro Almeiras se acostaron muy tarde. Habían llegado a casa de Pedro algo mareados por efecto de los vapores del ron inolvidable que Castro de Lema les había servido, y ninguno de los dos tenía ganas de dormir.

—¿Quiere otra copa? —Era Pedro quien preguntaba. El inventor de historias negó con la cabeza.

—No, muchas gracias. Preferiría una taza de café.

—Como quiera. Si no le importa, seguiré con el ron —compuso un gesto digno—, no conviene mezclar.

Les sirvieron las bebidas y estuvieron un rato sin hablar.

—Dígame, Daff…, ¿qué piensa hacer ahora?

El inventor de historias se encogió de hombros.

—No lo sé. De todos modos, sepa que estas semanas me han resultado muy provechosas. De haber permanecido en Nueva York me hubiese vuelto loco… y, a decir verdad, no me apetecía lo más mínimo volver a Londres.

—¿Y ahora le apetece?

—No mucho —sonrió—, pero en algún sitio tengo que vivir. Allí poseo una casa y una reputación profesional, y de todos modos Londres es un lugar tan bueno o tan malo como cualquier otro.

Pedro Almeiras hizo girar el ron dentro de la copa, aspiró el perfume del licor y luego bebió un trago pequeño. Linus Daff se dio cuenta de que intentaba decirle algo.

—Linus… voy a proponerle una cosa… quédese en La Habana.

El inventor de historias no pudo reprimir la sorpresa.

—¿En La Habana? ¿Haciendo qué?

—Su trabajo, por supuesto.

Linus Daff meneó la cabeza.

—No es tan fácil, Pedro. Estoy acostumbrado a operar en espacios más grandes que esta isla. Inventar historias es mucho más complicado en un lugar como Cuba, donde las redes de relaciones son bastante más estrechas… Desde Londres puedo considerar el continente europeo como un inmenso campo de trabajo. Pero esto es una isla, Almeiras, y hay muchas limitaciones…

—Eso es algo que yo no puedo discutir… pero considere la posibilidad de convertir Cuba en su base de operaciones. La Florida está muy cerca, Daff. Y, hoy por hoy, esta isla está bastante bien comunicada. Además, usted habla español. ¿Sabe cuántos emigrantes que han prosperado en Sudamérica se encuentran en situaciones similares a la de Fernando Castro? Decenas. Cientos. Su fama como inventor de historias recorrería en cuestión de meses todo el continente americano. Podría hacerse rico.

—Si quiere que sea sincero, la probabilidad de enriquecerme me preocupa muy poco.

—Entonces piense simplemente que se le presenta una ocasión de instalarse en un lugar pacífico, de clima insuperable, donde podrá encontrar paisajes de fábula y personas interesantes con las que compartir su vida. —Pedro Almeiras cerró los ojos—. Y además… hay algo que no debería contarle todavía, pero dadas las circunstancias creo que es mejor que lo sepa: Castro de Lema va a regalarle su casa.

—Su… su casa —hipó el inventor de historias—, ¿su casa de La Habana? ¿La del jardín?

—Sí, Daff —el tono de Pedro Almeiras era de auténtico entusiasmo—, una mansión de setecientos metros cuadrados, con un jardín de diez acres que es lo más parecido al Edén… y, por supuesto, todo el mobiliario. Será suya en cuanto Fernando Castro se marche de Cuba. Ya ha preparado los documentos de cesión.

—Pero —el inventor de historias parecía sinceramente aturdido—, ¿cuándo decidió hacerme semejante regalo? ¿Y por qué?

Pedro Almeiras levantó las palmas de las manos.

—Es obvio, Daff… le está muy agradecido por los servicios prestados.

—Pero él ya pagó los honorarios que estipulamos. No tiene por qué regalarme nada. Y esa casa, además…

—Recuerde que Fernando Castro no tiene parientes directos. Ya ve quién va a beneficiarse de su fortuna: un pueblo perdido que ni siquiera aparece en los mapas.

Linus Daff miró de frente a Pedro Almeiras.

—¿Y usted, Pedro? Fernando Castro le considera un hijo.

—Pero yo ya tengo una casa —contestó el otro—. Y además, me gusta mucho. No, Daff, hace tiempo que Fernando Castro me dejó elegir cualquier cosa que formase parte de su patrimonio para que fuese mía después de su marcha. Seleccioné un reloj de plata antiguo, con su leontina, y un mapa de Galicia fechado en el siglo XIX. No me parece apropiado aceptar nada más de una persona a la que quiero tanto, sobre todo teniendo en cuenta que no tengo apuros económicos. La casa de Castro de Lema será para usted… y yo me alegro mucho de saber que va a pasar de las manos de un amigo a otra persona que también lo es.

Linus Daff se puso en pie y caminó hasta el ventanal que daba al patio del silencio. Fuera, como siempre, no se escuchaba nada, y el inventor de historias fue enseguida capaz de distinguir su respiración y la de Pedro Almeiras.

—Quédese en La Habana —insistió Pedro a sus espaldas—, después de todo, no se trata de nada definitivo. Pase con nosotros una temporada que puede ser tan larga como usted desee. Y si no está a gusto en Cuba, siempre podrá marcharse. El mundo es muy grande, Daff. Y no hay nada que dure para siempre. Considere su estancia en La Habana como una especie de paréntesis que podrá alargar o no a su entera libertad.

Daff volvió a sentarse. Sin preguntar nada, Pedro tomó otra copa y se la tendió después de llenarla de ron. El inventor de historias bebió en silencio.

—Después de todo —dijo—, en ningún lugar del mundo iba a encontrar un ron como éste…

—¿Eso quiere decir que acepta quedarse?

—Supongo que sí… pero sólo por un tiempo.

—Esto se merece otra ronda —volvió a llenar las copas—. Y algo más… voy a buscar un par de cigarros.

—Discúlpeme un momento —Linus Daff se levantó—, vuelvo enseguida.

El inventor de historias regresó llevando bajo el brazo la caja de puros que Lucrecia Sánchez le había entregado unos días atrás y que ni siquiera había empezado.

—Vamos a fumar uno de éstos. Lucrecia Sánchez me los regaló. —Linus Daff tendió uno de los cigarros a Pedro Almeiras, pero éste ni siquiera alargó la mano para cogerlo.

—Me parece que no.

—¿Por qué? Había dicho que quería un puro…

—Pero no uno de la factoría Sánchez, Daff. Lucrecia los regala sólo a sus amigos… y me temo que desde hace diez años no me encuentro en la nómina de éstos. Y conste que nunca en mi vida volví a fumar puros como el que usted me ofrece. En esta isla se producen los mejores cigarros del mundo… pero cuando uno prueba los que son propiedad de Lucrecia Sánchez está seguro de que ya nunca va a encontrar un tabaco mejor.

Tomó el que Linus Daff tenía en la mano y lo apretó entre las yemas de los dedos. Luego lo llevó junto al pabellón auditivo para escuchar cualquier sonido que pudiese producir.

—¿Escucha, Daff? Nada, absolutamente nada. Estos cigarros parecen no resecarse jamás. Prepare uno para usted, por favor. Use mi cortapuros. No, así no. Caliéntelo primero con la cerilla a la altura de la mitad. Muy bien. Y ahora, enciéndalo.

El tabaco atrapó la llama instantáneamente, enrojeció de inmediato y un humo azulado empezó a elevarse. Linus Daff se llevó el cigarro a la boca, y Pedro Almeiras cerró los ojos para disfrutar de un aroma que creía perdido para siempre. Estuvieron un rato así, el inventor de historias apurando el cigarro y Pedro Almeiras conformándose con la delicia del humo perfumado. De vez en cuando, el fumador experto daba instrucciones precisas al fumador bisoño, no sacuda la ceniza, roce el borde del puro, aspire ahora antes de que se apague, y Linus Daff encontraba en aquellos habanos el recuerdo de Londres y el de Lucrecia Sánchez. Fue entonces cuando se dio cuenta de que seguramente Pedro Almeiras también había dejado que la nostalgia le pusiese una trampa en forma de cigarro. En aquella ocasión mandó a paseo su exquisita educación inglesa, dejó el puro consumido en el cenicero y se encaró con el gallego.

—¿Por qué no fue tras ella, Pedro? ¿Por qué dejó que se marchara?

El otro sacudió la cabeza.

—¿Para qué? De todas formas tenía que pasar un día u otro. Hubiera ido en su busca, ella hubiera regresado, y en cuestión de semanas habría sido yo el que se marchara. No puedo conservar las cosas mucho tiempo, Daff. Me asfixio si lo hago.

—Lucrecia no es una cosa. —Linus Daff iba sintiendo que la boca se le llenaba de un regusto amargo.

—Da igual. Me ocurre lo mismo con las personas. He pasado la vida esquivando todo aquello que quería ser para siempre. Nada es eterno, Daff. Todo está abocado al final, al fracaso, a la destrucción, a la muerte…

—Y por eso usted se niega la posibilidad de ser feliz. —El inventor de historias notó que la voz se le quebraba—. Pedro, Pedro, no sabe manejar las riendas de su vida. Se le presenta una oportunidad de oro y la deja escapar sólo por pura desidia, porque se ha propuesto no ser dichoso y ha empeñado su existencia en escapar de todo aquello que amenazaba con traerle la felicidad. No le entiendo. No le entendí en Londres cuando perdió a Lucrecia simplemente por no transigir en ese estúpido empecinamiento suyo de contar siempre la verdad… y sigo sin entenderle ahora, diez años después, cuando ni siquiera es capaz de reconocer ante sí mismo que aquella vez echó por la borda la mejor ocasión de su vida.

Pedro Almeiras pasó el dedo índice por las cenizas heladas del cigarro que Linus Daff acababa de fumar.

—¿Era Lucrecia esa ocasión, Daff? ¿Por qué está tan seguro?

—Porque ella le amaba tal como era. Porque nunca le habría abandonado si usted no la hubiese obligado a ello. Y en cambio ahora… —Dudó sobre la conveniencia de seguir hablando, pero supo que nada podía detenerle—. Ahora se ha quedado solo.

Pedro Almeiras compuso una mueca amarga.

—Da igual quien esté a nuestro lado, Linus. En el fondo, pase lo que pase, uno está solo siempre.

—¿Y pensar semejante estupidez le da derecho a sembrar de cadáveres el camino? —Por primera vez en su vida, el inventor de historias parecía fuera de sí—. ¿Cree de verdad que esa apreciación pedante le autorizaba a romper en dos a una mujer que sólo quería ayudarle a sostener su vida? Tiene usted razón, Pedro… Hay mucha gente sola por ahí adelante. Pero usted no hubiera sido uno de esos desgraciados entre los que por desdicha me encuentro. No lo hubiera sido de haber dejado a Lucrecia permanecer a su lado. Aquella madrugada en Londres destrozó dos vidas, Pedro. La de Lucrecia Sánchez… y, lo que es peor, la suya propia. Ha sido usted verdugo de sí mismo. No sé qué Dios será capaz de perdonarle.

Se derrumbó en la butaca que ocupaba. Frente a él, Pedro Almeiras le miraba intentando masticar por su cuenta las palabras terribles del inventor de historias, que había ocultado la cara entre las manos.

—Daff —dijo—, le pido, como amigo suyo que soy, que no me juzgue. Hay cosas que no puedo explicarle, cosas de mí que no sabe todavía y que ni siquiera espero que entienda… —Pasó una vez más los dedos de pianista por la ceniza del cigarro—. Es muy tarde y creo que ambos hemos bebido más de la cuenta. Deberíamos dormir un poco. Hasta mañana.

Las fechas previas a la partida de Fernando Castro fueron de intensa actividad. Pedro Almeiras cablegrafió al alcalde de Vilabranca para anunciar la próxima llegada del benefactor de la aldea, compró los billetes y pidió un coche de alquiler que estuviese esperando por ellos en el mismo puerto de La Coruña, para que el traslado a Vilabranca no se demorase ni lo más mínimo. Linus Daff repasó por última vez la historia falsa del estafador para comprobar que, en efecto, no había quedado en ella ni un solo fleco, y luego colaboró también en labores de intendencia consiguiendo para Castro de Lema ropa más apropiada para el clima gallego que aquellos trajes de indiano que tanto le gustaba lucir en las tierras cubanas. Fernando Castro le agradeció sus desvelos y su trabajo. Ya le había hecho llegar el importe íntegro de la cantidad acordada por la invención de su nueva vida, y encontró que era oportuno comunicarle también que había decidido regalarle su casa. Linus Daff fingió una sorpresa que ya había sentido días atrás.

—Pero, señor Castro… Esto es demasiado.

—No, Daff, nada lo es. Y además, piense que a mí de poco va a servirme a partir de ahora una casa en La Habana. Cuando salga de Cuba será para no volver nunca. Me gusta pensar que alguien a quien aprecio va a vivir en la misma casa que yo… aunque si decide venderla, por mí no hay ningún inconveniente. Pedro dice siempre que las cosas no tienen valor en sí mismas, y que sólo importan en tanto en cuanto sean capaces de proporcionarnos satisfacciones inmediatas. Por favor, no me haga discutir. He preparado los documentos de cesión. No tiene más que firmar aquí.

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